Por Isabel Lucioni
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Puede parecer extraño hablar de la ética
como derecho de la humanidad y desde el punto de vista de la salud; sin
embargo, ética y estabilidad del aparato psíquico, ética
y desarrollo psicológico están intrincados. Tanto se implican
recíprocamente que gran parte de las vivencias de vacío
y profunda angustia del hombre contemporáneo se vinculan con lo
que no puedo menos que describir como una general claudicación
del superyó cultural en esta etapa del capitalismo global y cibernético.
Estoy muy lejos de ser apocalíptica porque sé que la historia
conoció etapas semejantes y aun peores. No obstante, corresponde
a un psicoanalista dar testimonio crítico de su época, como
intelectual, como trabajador de lo psicosocial. Y la metapsicología,
aun incluyendo a la teoría pulsional, es una psicología
psicosocial: la metapsicología social freudiana.
El superyó cultural plasma ideales y propone objetivos, que son
la matriz necesaria para que se constituyan los superyós individuales
como componentes del aparato psíquico. Ese superyó cultural
pertenece a un momento histórico y a un ámbito específico
de cultura, los cuales constituyen entonces de manera profunda a los seres
humanos, no como influencia exterior al sujeto sino como sustancia
psíquica, como significaciones constituyentes de las instancias,
de los procesamientos, de la productividad afectiva de cada aparato anímico.
Si bien es posible que, al crecer, logremos autonomía de nuestros
padres, ninguna edad nos separa jamás de una especie de cordón
umbilical que nos une a nuestra sociedad y por el que pasa alimento y
respiración para cada instancia descripta por Freud: yo, ello y
superyó. La posibilidad de satisfacer pulsiones del ello se encuentra
en nuestro entorno social; los criterios de realidad del yo son configurados
siempre colectivamente y los ideales y las normatividades del superyó
son impensables sin propuesta cultural.
No nos podemos definir sin nuestros objetos: sin las personas que significan
para nosotros expectativas sexuales, de amor, de confirmación narcisista,
de satisfacción económica; objetos auxiliares, modelos y
aun objetos adversarios; ellos también nos definen. Los ideales
y las normas que regulan los vínculos entre los sujetos son, para
todas las épocas históricas, producción cultural
de máximo valor.
Para el pensamiento freudiano, los ideales no equivalen a la defensa llamada
idealización: muy por el contrario, constituyen un tesoro social;
son las definiciones sobre lo más valioso de la humanidad que cada
cultura elabora por su experiencia y establecen el valor colectivo que
se le da a cada individuo como valor de cambio, para que acepte efectuar
la renuncia al principio de placer.
Al conjunto de regulaciones que restringe la libertad pulsional de los
individuos, para sujetarlos a la configuración de un colectivo
social, se lo llama derecho; y su parte fundamental, lógicamente
anterior a todo código escrito, es la ética.
Freud llamó a la ética el punto de desolladura de
toda cultura (Malestar en la cultura, Cap. VIII): la parte sin piel,
que muestra la carne viva de una sociedad. Es más: la ética
es un empeño, un intento de cura, porque intenta lograr, como mandato
del superyó, lo que el restante trabajo cultural no ha conseguido
respecto del obstáculo básico que se opone a la cultura:
la inclinación constitucional de los seres humanos a agredirse
mutuamente.
Cabe recordar que constitucional, en Freud, no quiere decir
genético, a secas sino que es: genético y psicogénesis.
El egoísmo, la agresividad, la proyección de nuestras culpas,
la voluntad de poder y el sadismo se constituyen tan regularmente como
el amor. Precisamente porque el amor nunca se constituye solo sino permanentemente
acompañado por el cortejo de la pulsión de muerte, siempre
existió, y debe existir, uncontrato social: el derecho y la ética.
Por esto también, la ética es parte de nuestra subjetividad
como superyó e ideal del yo. Estas instancias psíquicas
atemperan los rencores generados en la convivencia fraternal y las tentaciones
de usufructuar, usar al otro como bien económico y pulsional-sexual,
como objeto de la pulsión de dominio.
Freud perteneció a una época de capitalismo disciplinario
y ascético. El superyó de ésa época mereció
las más acerbas críticas del creador del psicoanálisis,
por sus restricciones sexuales y por sus ideales impracticables, como
el de amar a los enemigos. Pero las cosas han cambiado y nuestro superyó
cultural muestra lo que el sociólogo francés Giles Lipovetsky
ha llamado el crepúsculo del deber, donde parecen haberse
roto los contratos sociales para una distribución aceptable de
bienes, desde los que se establecen obligaciones de los sujetos constituyentes
de una cultura para el reconocimiento recíproco de la subjetividad,
de la humanidad deseante del otro y de los límites que la estructura
deseante de los otros impone a la propia. Sin esta restricción
del ello, no conocemos ningún nivel de humanidad.
La identificación, la capacidad empática que la identificación
funda, es la base de la ética. Es bueno leer a Spinoza, pero no
hace falta leer a Spinoza si una sociedad cultiva los reflejos emocionales
de los chiquitos cuando lloran por oír llorar a otro; cuando, si
han recibido un golpe, leen en la cara de su madre la medida de su propio
dolor. Una sociedad no debe obturar estos reflejos afectivos de la empatía,
no debe ponerse a favor del cortejo paralelo de la pulsión de muerte
que también tienen esos chiquitos: el sadismo-masoquismo, la voluntad
de poder, las pasiones narcisistas arcaicas.
La ética debe ser un reflejo emocional. Si uno tiene que reflexionar
mucho para decidir si asesina al vecino o no, si se aprovechará
de otro, si lo explotará, entonces hay fallas en la constitución
de repulsiones morales básicas: vergüenza, pudor, compasión,
capacidad de tener asco ante los actos de lesa humanidad.
Ciertas ideologías posmodernas emiten fórmulas como la de
propiciar una ética del deseo: pero el deseo humano
es móvilmente polimorfo y perverso; lo es respecto de las restricciones
biológicas que tienen otras especies y no puede fundar un contrato
social; en cambio, debe ser tramitado por el contrato social. El deseo
desatado desde su cuna en el ello ya les fracasó a los romanos,
y no veo razones para que no fracase otra vez.
En la película El abogado del diablo, el diablo que interpreta
Al Pacino le dice al protagonista que esta sociedad busca dividir por
sus átomos cada deseo, obtener millones de deseos a los cuales
se les podrá responder con millones de productos que exciten más
deseo y que bajen masivamente el umbral a las insatisfacciones: es la
metapsicología de la segmentación de mercados. Sociedad
hedónica, narcisista, sin puniciones para los crímenes,
individualista extrema, produciendo por eso mismo individuos con insoportable
levedad del ser: porque el individualismo extremo no es bueno para
la individualidad del aparato psíquico. La individualidad trófica
necesita referentes justos y solidez identificatoria. No existe una libertad
individual que no necesite pertenencias; no hay libertad sin sostén.
En la base de la organización psicosocial hay prohibiciones, como
la del incesto y la de matar, sobre todo en su versión de canibalismo.
La aversión que este último nos produce da la magnitud de
lo rechazado que ese acto mostraría: reducir la significación
propiamente humana del otro a su condición de nutriente, ser metabolizado
por el cuerpo en lugar de los simbolismos, las elaboraciones mentales
del compañero social. No hace mucho tiempo, en una rebelión
carcelaria de nuestro país, el odio desatado tuvo ese rendimiento
espeluznante en que la venganza llegó al canibalismo; este emergente
social nos sobrecoge. Estamos, pues, en una especie de orgía de
desconocimiento del otro, de ruptura de los acuerdos identificatorios
que cada sociedad estipula como emblemas humanos. La reducción
a nutriente no es por supuesto el único canibalismo: toda reducción
a carne, a fuerza muscular o psíquica, con poco valor agregado
de procesamiento mental o que restrinja drásticamente las opciones
para ese crecimiento mental es también canibalismo: reducción
en el otro de sus opciones de complejización y creatividad en las
que muchos vemos la peculiaridad de la mente humana.
Reducir a otro a ser básicamente objeto de las pulsiones sexuales
de un primero, reducir a otro a su necesidad de pan, y mucho más
si se avanza hasta romper el lazo empático con su misma necesidad
de pan, es canibalismo social. Ese lazo empático nos construye
como humanos a través de la mirada de los padres, pero la función
de espejar humanidad no termina con la crianza paternal: es sustancia
psíquica que se produce continuamente como tarea necesaria del
entramado social.
Los torturadores saben que, si se encierra prolongadamente a alguien sin
los referentes que son la mirada y la escucha de los otros, esa persona
sufrirá desestructuraciones psíquicas. Igual encierro es
el de una sociedad que no mira ni escucha. La sociedad necesita libido
para producir identificaciones recíprocas que tejan ese entramado
social, esa función insustituible que, también en Malestar
en la cultura, se nombra como función de agregación cultural.
La persona necesita que los líderes se identifiquen con sus colectivos,
que espejen las aspiraciones de éstos. Si no ocurre así,
sobreviene el estado psicosocial que Freud denominó miseria psicológica
de las masas, con pérdida del líder, rotura del entramado
colectivo y, en cada espíritu, vivencia de pánico.
* Miembro fundadora de la Sociedad Psicoanalítica del Sur.
EFECTOS
DEL VINCULO ENTRE TORTURADOR Y TORTURADO
Sobre la demolición psíquica
Por Nancy Caro
Hollander *
La tortura se sirve del cuerpo para asegurar el poder absoluto del Estado.
Tal como lo entiende el psicoanalista Marcelo Viñar, la intensidad
del dolor físico, la desorientación oscuridad, cabeza
encapuchada y la ruptura de todo vínculo con la vida familiar
y con el mundo de los afectos produce sensación de agonía,
abandono a merced del torturador, que ejerce su poderío para hacer
desaparecer todos los aspectos del mundo que van más allá
de la experiencia del momento vivido. A esto le damos el nombre de demolición
psíquica.
Este momento de demolición representa una amenaza traumática
para la estructura psíquica. Puesto que la víctima no tiene
posibilidad de reaccionar agresivamente, a menudo los impulsos agresivos
se dirigen contra la propia persona. Se siente culpable por haberse dejado
apresar, por no intentar escaparse, por ser débil y mostrar miedo;
por quebrarse bajo la tortura o por sobrevivir cuando los otros no.
A menudo, la aplicación incoherente e impredecible de la violencia
y la permanente amenaza de muerte logran socavar la lucidez y la solidaridad
con otros presos, favoreciendo vínculos de dominación y
sumisión. Después de numerosas amenazas de muerte seguidas
por súbitas treguas, en algunos casos los presos sucumben al paradójico
sentimiento de ver al torturador como un salvador. Tal como ocurrió
en la Alemania nazi, el terrorismo de Estado en América latina
muy a menudo logró la completa regresión psicológica
de la víctima, de un modo que entre el torturador y el torturado
se producía una relación patológicamente simbiótica.
Algunas víctimas de la tortura llegaron a sentir que merecían
los malos tratos. Demolida su autoestima, se volvían hacia el torturador
como ancla de salvación.
La capacidad para mantener la integridad psíquica se hizo más
difícil a causa de la sofisticación creciente de los instrumentos
de tortura previstos por algunos países tecnológicamente
avanzados. Pero la dimensión con que el terror, la humillación,
la pérdida de dignidad y la angustia física marcaban a la
víctima dependía de las características estructurales
de la personalidad y de la duración e intensidad de la violencia
padecida. Elizabeth Lira cree que en la experiencia de desprotección
se reproduce una ya conocida, aunque controlada, experiencia infantil
de desprotección y abandono. Cada experiencia particular del individuo
en el estadio de una temprana, primitiva desprotección afecta la
experiencia política y social de un adulto sometido a la tortura.
Más allá de cada estructura psíquica, todas las víctimas
padecen secuelas psicológicas. Los síntomas incluyen insomnio,
ansiedades graves, enfermedades psicosomáticas, dificultades de
expresión, pérdida de la autoestima, retracción social,
descenso de la productividad, abandono de objetivos e incluso muerte prematura.
* Extractado de Amor en los tiempos del odio. Psicología de
la liberación en América latina (ed. Homo Sapiens), que
se presentará mañana a las 19.30 en el Centro Cultural San
Martín.
posdata |
Liberación. Presentación del
libro Amor en los tiempos del odio. Psicología de la liberación
en América latina, de Nancy Caro Hollander, con Mario Fuks
y Miguel Bonasso. Mañana a las 19.30 en el San Martín,
Sarmiento 1551.
Dramática. Presentación de La multiplicación
dramática, de Eduardo Pavlovsky y Hernán Kesselman,
con Emilio Rodrigué, Angel Fiasché y Osvaldo Saidón,
hoy a las 20 en Corrientes 1436.
México. Una experiencia pionera analítica
en México, por Norah Gramajo Galimany. Hoy a las 20 en
Vicente López 2220. Asociación Latinoamericana de Historia
del Psicoanálisis. Gratuito.
Trabajo. Taller de capacitación para la búsqueda
de trabajo en la APDH. 4814-3714. Gratuito.
Hiperobeso. Cómo llora el cuerpo. Debate sobre
un caso de hiperobesidad, el 18 de 10 a 13. Sociedad de Terapia
Familiar, 4962-4306.
Sex. Seminario con Eddy Abreu Guerra, del Centro Nacional de
Educación Sexual de Cuba, del 27 al 2 en Atico, 4553-3800.
Y sex. Jornadas Interdisciplinarias de Sexología de
la Asociación de Psiquiatras Argentinos, el 18 de 8.30 a 20.
Gratuito, 4789-7500.
Modernidad. El sujeto en la modernidad tardía,
por Nora Fornari, el 23 de 12 a 13.30. Gratuito. Ateneo Psicoanalítico,
4822-7410.
Trasgresión. Jornadas Psicología y trasgresión.
El 22 de 8.30 a 12.30 en el Hospital Posadas. 4469-9269. Gratuito. |
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