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1917/1927


Lenin anuncia la caída del Zar y el triunfo sobre las fuerzas burguesas
de Kerensky, en Octubre de Einsenstein

Octubre rojo

POR SUSANA VIAU

En el volumen hay dos imágenes de Lenin. Pero el fotograma sustraído a Octubre tiene un plus valor: es el hacedor de la Revolución visto por uno de sus mejores hijos en el plano de la cultura. En el Lenin de Eisenstein, impetuoso, grandilocuente, épico, de ojos brillantes por la ansiedad de acelerar la historia y el fervor de saber que a partir de ese día el mundo ya no volvería a ser el mismo, quedó atrapado el corazón del fenómeno. Se dice que fue un espejismo. Se dice que en el propio bolchevismo estaba el germen de la burocratización. Se dice que el poder centralizado degeneró en el culto a la personalidad (lo afirman los mismos que adoran otros cadáveres embalsamados y cantan himnos a la presunta laboriosidad de un jefe). Se dice que el sueño de la dictadura del proletariado acabó en un lastimoso espectáculo de funcionarios y gulags (y la crítica proviene de intelectuales inflados a adulaciones, convencidos de que el sacrificio es para los otros y la entrega personal, carne de psicoanálisis). Se dice que el proceso parió a un Stalin tosco y temible, que el georgiano asesinó más comunistas que el nazismo, y es cierto. Tan cierto como lo que no se dice. No se dice que más de diez millones de muertos �más, infinitamente más que los que puso ninguna democracia occidental� le costó a esa nación desgastada detener la maquinaria hitleriana, que allí empezó a perder la guerra. Tampoco se dice que 1917 inauguró la era de la insurgencia y puso la impronta, el carácter distintivo a lo que entendemos como nuestro tiempo. La gesta de Octubre fue el producto de condiciones dadas y del talento de Vladimir Illich Ulianov, Lenin, el diseñador de la herramienta, el estratega capaz de empinarse y advertir que, al revés de lo que parecía enseñar el pasado, la toma del poder político podía preceder y dar lugar al cambio de las relaciones económicas. La Revolución Rusa corporizó al fantasma y el ejemplo cundió. El siglo que acabó fue el siglo de las revoluciones; ellas marcaron el pensamiento, la filosofía, la cultura y la vida cotidiana de los contemporáneos. Sus teóricos hicieron brillante la polémica, obligaron al adversario a elevar la puntería. Hasta el mundo conservador debió renovar sus arsenales ideológicos. Y, si suena exagerado, bastaría imaginarse qué hubiera sido de estas diez décadas �y de nosotros� sin esa presencia hostigadora, vivificante, en permanente desarrollo. Para muchos, en cambio, éste ha sido el siglo de las revoluciones perdidas, y del fracaso deducen la inviabilidad del sueño. No saben de la fuerza de los recuerdos. René Daumal hablaba del hombre que sube a la montaña y ve desde la cima esa porción del universo que produce la ilusión de ser el universo entero. Cuando desciende, el hombre ya no ve, pero ha visto. Esta humanidad también ha visto: lo grande y lo pequeño de la revolución, pero, al fin, el único acto conocido en el que la generosidad, la solidaridad, el afán de justicia son pasiones colectivas. El pie de foto afirma que Sergei Eisenstein sobrellevó con dificultad la absurda noción de una cultura proletaria. Es apenas un dato, un dato vacío. Quien lo escribió ignora, seguramente, cuál es la relación, conflictiva, compleja, dolorosa, de un artista con el fenómeno impuro que subvierte el viejo orden. Continúa

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