En
la vereda del sol
En
1963 Ipanema se convirtió en la capital mundial de la bossa nova
gracias a una garota que pasaba por ahí. Pero ¿por qué
le tocó a ese barrio casi perdido y no a la célebre Copacabana?
El periodista Ruy Castro acaba de publicar en Brasil Ela é carioca,
un libro donde recorre la increíble historia de Ipanema, desde
los días en que Isadora Duncan bailaba desnuda en la playa hasta
las borracheras de Vinicius y Tom Jobim, los berrinches de João
Gilberto, la mítica llamada que Frank Sinatra hizo al bar Veloso
y la vida del perro al que todos le pagaban la cerveza.
Por Sergio Kiernan
La culpa fue, curiosamente, de Isadora Duncan. En 1915 antes del
magnate Singer, antes de San Petersburgo, antes de Maiakovski y mucho
antes de enredar su boa en la Bugatti Tipo Veintidue, Isadora
iba para Buenos Aires. Como todos los barcos de la época, el
suyo hacía escala en Río y la diva tenía agendadas
algunas funciones. Con ese ojo para encontrar lo mejor de cada casa,
Isadora se fue con João do Rio, cronista de las calles cariocas,
bello morocho de cuello duro y corbata pajarita, periodista famoso y
amado. La discreción de la época oculta los detalles,
pero no un hecho que se hizo histórico: la noche calurosa en
la que Isadora y João se fueron a una playa en el fin del
mundo, pura arena y piedras. Ella quería estar a solas,
bailar en paz frente al mar; él quería hacer lo que ella
quisiera. Salieron de la ciudad hacia el sur y cuando los faros del
Packard no iluminaron más que casonas sueltas y calles de arena,
ella mandó que pararan. What do you call this beach?,
preguntó ella. Praia do Arpoador, fue la respuesta.
And this area?. Ipanema. Isadora bailó
desnuda bajo las estrellas, como si estuviera en el lado oscuro de la
luna. João nunca volvió a ser el mismo.
Un par de años después, João asombró a la
ciudad mudándose del centro de la ciudad a la playa que había
hecho famosa en una serie de artículos. El periodista era célebre
pero no rico: Río entero se preguntó con qué había
construido los dos espléndidos caserones de estilo inglés
donde alojar a su madre y a su corte de amantes. Todavía hoy
se especula si la serie de artículos de João no recibieron
como pago aquellos chalets, de parte de Kennedy de Lemos, el primer
especulador en ver el futuro del barrio. La casona de João desapareció
pocos años después de su muerte. La de su madre quedó
vacía durante décadas. En los años sesenta ya era
casi una ruina pero funcionó igual como escenario de fiestas
inolvidables donde corrían el sexo, las drogas y la música.
Para cuando los okupa fiesteros acompañaban como era debido el
sueño eterno de João, Ipanema ya era la playa más
famosa del mundo. La fórmula cabe en dos palabras: bossa nova.
La
partitura original de Garota de Ipanema garabateada por
Tom Jobim. Heloísa Eneída,
la auténtica garota de Ipanema. Astrud Gilberto, la voz de la
Garota en la grabación en inglés con Stan Getz.
NACE UNA MÚSICA Podría decirse que la bossa nova
fue el producto de una banda de amigos músicos, bohemios, pescadores,
campeones de caza submarina, ratones playeros que vivían de día
y de noche juntos en la playa Do Arpoador: en aquellos tiempos sin polución,
un paraíso de peces tropicales. Eran unas pocas cuadras: la avenida
Bulhoes de Carvallo al norte marcaba la frontera con Copacabana; doce
largas cuadras al sur, el canal rodeado de verde que la municipalidad
bautizó, en un arranque poético, El Jardín
de Alá, dividía Ipanema de Leblón: para atrás,
quedaban como máximo nueve estrechas cuadras hasta la laguna.
En ese mundito de menos de dos kilómetros cuadrados, más
chico que Mónaco, se juntaron alquímicamente los elementos
para crear la bossa nova. Estaban las familias de inmigrantes europeos
de pre y posguerra, cultos exiliados que llegaban con pianos, idiomas
e hijas rubias. Estaban los dos o tres colegios privados que incluían
artes en el programa de estudios, una rareza en los años treinta
y cuarenta. Estaba el ritmo de vida pueblerino, a minutos del centro
de una gran ciudad. Estaba la vocación de ignorar la pacatería
de todas las épocas. La actitud la marcaban mujeres como Miriam
Etz, una judía alemana escapada del nazismo que en 1936, apenas
desembarcada en su nuevo país y con 22 años, sacó
de la valija su dos piezas de lana y se metió al mar. Era la
primera bikini que se veía en la América del Sur.
Para 1954, fecha arbitraria a la que se adjudica el nacimiento de la
bossa nova, el caldo hizo hervor en la banda playera. Antonio Carlos
Jobim tenía 27 años de edad, 26 vividos en Ipanema los
padres, fundidos por malas inversiones, se mudaron de la finísima
Tijuca al arenal de alquileres baratos poco después de su nacimiento
y veinte de música. Desde los doce vivía básicamente
en la playa, con aficiones como salir a nadar mar adentro en medio de
las tormentas. Kabinha, un pescador que terminó amigo de la flor
y nata de la intelectualidad brasileña, le enseñó
los secretos de los anzuelos: más de una vez Jobim se definió
como un pescador que hacía música. Sinhozinho le enseñó
a seguir el ritmo y a dar patadas en su escolinha de capoeira. Con esta
base, más las tediosas clases en un pesado piano vertical y miles
de horas de solfeo y armonía, Jobim ya era, al cumplir los veinticinco,
un veterano pianista de cabaret, casado y sempiternamente mal dormido.
Alcides, un sambista de la favela y letrista de algunas de sus primeras
composiciones, le consiguió en 1954 un trabajo mejor: el rubio
Jobim pasaba al pentagrama las marchas de Carnaval de las escolas do
samba, cuyos autores eran unánimemente analfabetos.
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Leila
Diniz, la actriz que alborotó Brasil cuando apareció
en la playa en bikini embarazada de seis meses, en agosto de 1971.
Vinicius
acodado en el bar Veloso, donde llamó Frank Sinatra para
pedir prestada su Garota.
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CUANDO TOM CONOCIO A JOAO Curiosamente, este trabajo pagaba mucho
más que el del cabaret. Jobim y su mujer Thereza se mudaron al
departamento 201 del edificio de la Rua Nascimento Silva 107. Como el
departamento tenía dos grandes salas, los amigos comenzaron a
reunirse en casa de los Jobim en una interminable fiesta musical. De
allí salieron los primeros sambascasi-bossa nova (como Teresa
da praia), la Sinfonía do Río de Janeiro
y, en 1957, las primeras canciones con Vinicius de Moraes: las de Orfeu
da Conceiçao, que incluían un clásico instantáneo
como Si todos fossem iguais a vocé. El departamento
también fue escenario del reencuentro de Jobim con João
Gilberto, un neurótico vecino que vivía con su mujer Astrud
en la Rua Visconde de Pirajá, justo encima del Zeppelin, un bar
alemán frecuentado por músicos y cineastas que Gilberto
jamás pisó ni para comprar cigarrillos. Una tardecita,
Gilberto le mostró a Jobim una manera peculiar de tocar la guitarra
que se le había ocurrido, y ambos se quedaron toda la noche trabajando
en lo que sería el tempo de la bossa nova. El que se puede escuchar
en temas como Desafinado y en absolutamente todo lo que
toque Gilberto, tangos incluidos.
El mundo la escuchó por primera vez en 1958, cuando el ignoto
músico acompañó a su amigo más famoso en
Chega de Saudades. Fue esta grabación que disparó
a la bossa nova. Su autor era Vinicius de Moraes, un diplomático
separado, vuelto a casar, vuelto a separar y casar, enamoradizo, adicto
a adolescentes, poeta consagrado, que a los 45 años se encontró
súbitamente transformado en una estrella-gurú de un movimiento
juvenil. Algo cansado de contar sílabas para sus sonetos, Vinicius
comenzó una revolución interior: aunque era un bohemio
internacional, casi nadie lo había visto jamás vestido
con otra cosa que un traje oscuro, zapatos a la inglesa, corbata de
nudo estrecho, pelo corto y bien afeitado. Era la vera imagen del secretario
de embajada brasileña en Europa, cargo que ocupaba en París
cuando una de sus tantas letras se transformó en un hit. La música
popular le permitió soltarse y fue entonces que el poetinha creó
su uniforme de camisa y pantalón negros, con la melena blanca
peinada para atrás. Bajo la égida del diplomático
al que el gobierno militar dio de baja por alcoholismo
en 1965 la bossa nova se transformó en movimiento.
LA GAROTA DE IPANEMA En el verano de 1962, Jobim y Vinicius pasaban
las tardes en el viejo bar Veloso, saludando, bebiendo, conversando.
Un día, se les fueron los ojos detrás de una morena de
pelo largo, una modelo principiante llamada Heloísa Eneída.
Tan impresionados quedaron que, uno con la guitarra y el otro con esas
biromes mordidas que le gustaba usar y perder, la incluyeron en la agenda
de composiciones para las semanas siguientes. Vinicius hizo más
y más bocetos, hasta que encontró aquello de Olha
que coisa mas linda, mais cheia de graça.... Y entonces
perdió la letra. Cuando ya no sabía qué hacer,
recibió dos llamados: uno de Carlos Lyra, preguntando por qué
le había mandado un tema de amor, si habían hablado de
uno de nostalgia; y otro de Jobim, reclamando porque en lugar de una
composición sobre Heloísa había recibido un tema
nostalgioso. Vinicius pidió los dos sobres de vuelta, cruzó
los papeles, arregló el asunto y pensó seriamente en dormir
más y beber menos. Ya en agosto, en el show que dieron en la
boite Bon Gourmet de Copacabana, con João Gilberto y Os Cariocas,
una de las canciones que estaban listas para el estreno era Garota
de Ipanema. A todo el mundo le gustó, hubo aplausos, hasta
se grabó una versión ahora justamente olvidada. Pero no
pasó nada, hasta que se metieron los norteamericanos.
Un productor llamado Creed Taylor buscaba por ese tiempo repertorios
nuevos para uno de sus protegidos, el saxofonista Stan Getz. Y decidió
traerse a esos brasileños de los que tanto le hablaban para grabar
un disco. Estados Unidos ya estaba saturado de bossa nova, en versión
combo eléctrico pre-muzak, un éxito comercial en los bares
de hoteles. En marzo de 1963, Getz y Jobim grabaron Garota de
Ipanema en Nueva York, con João Gilberto cantando en portugués
y Astrud Gilberto en inglés. La cinta quedó durante meses
durmiendo en un cajón hasta que Taylor se animó a editarla
en forma de disco. Fue el mayor éxito de su carrera: 96 semanas
seguidas en el ranking de la revista Billboard, cuatro Grammy (disco
del año, single del año, mejor solista de jazz y mejor
grabación). Aunque la globalización haga pensar que antes
no existían modas mundiales, en 1964 ya había un mercado
internacional suficientemente vasto. Garota de Ipanema sonaba
en todo el planeta Tierra, vendía millones de copias y ponía
de moda al Brasil. Los norteamericanos quedaron tan encantados con Astrud,
que la muchacha dejó a su João, se mudó a Nueva
York y se transformó en una chanteuse de prestigio. Jobim y Vinicius
se llevaron de vuelta a Ipanema al desolado guitarrista, y descubrieron
que por primera vez en sus vidas no tenían que vigilar el bolsillo.
Lo cual resultó en un aumento de consumo de alcoholes diversos
en el Veloso. La rueda incluía bohemios como Raul Gunther Vogt,
un hijo de suizos que hacía suspirar a las garotas con sus ojos
azules y su verba, talentoso diseñador gráfico que, de
tanta enemistad al trabajo, prefirió ser mendigo que languidecer
a una oficina. También bebían y hablaban en aquella mesa
Cacá Diegues, la bellísima Leila Diniz que casi
va presa por aparecer en la playa en bikini con seis meses de embarazo,
los escritores Ferreira Gullar, Fernando Sabino y Clarice Lispector,
un jovencito llamado Chico Buarque de Hollanda, y la plana mayor de
la revista O Pasquim (con los dibujantes Ziraldo y Jaguar a la cabeza),
que prácticamente inventó el humorismo politizado en Brasil
y que tenía sus oficinas en la mesa de la esquina. Fue en el
Veloso donde Jobim y Vinicius juntaron coraje, recién en 1965,
para contarle a Heló Eneída que ella era la garota de
Ipanema, con lo que la lanzaron al estrellato instantáneo como
modelo y actriz, para su gran desconcierto. Y fue en el Veloso donde
un día de 1966 el mozo Arlindo se acercó a la mesa de
Jobim para decirle que un gringo lo llamaba de Nueva York. Era Frank
Sinatra, que quería grabar la célebre Garota.
De ese llamado salió Francis Albert Sinatra & Antonio Carlos
Jobim, el único disco en que Sinatra no es Frank.
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La
plana mayor del Cinema Novo en el bar Zeppelin, el único
que fiaba en tiempos de malaria.
Odete
Lara, la actriz que en 1963 se convirtió en el sex symbol
nacional con la película Linda pero ordinaria.
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EL
GAROTO DE IPANEMA Aunque Ipanema tenía, en esos años
dorados, apenas cuarenta mil habitantes y el edificio más
alto no superaba los cuatro pisos, la zona rebasaba de barcitos. Estaba
el Mal Olor, el Lagoa, el Chopnik que proponía un chopp
beatnik, el Farolito, el Zeppelin, el Jangadeiro, el Bofetada
y muchos otros menos famosos. El Jangadeiro tenía el cliente
más consecuente y querido del barrio: Barbado, un perrito atorrante
y callejero que un día de 1962 se sentó bajo la mesa del
actor, dibujante y humorista Hugo Bidet y del pescador Kabinha, que
pidieron un bol, le sirvieron una cerveza helada y lo bautizaron por
la barbita que le asomaba bajo la quijada. Con el tiempo, Bidet y Kabinha
terminaron convencidos de que el perro era algún amigo bebedor
que había muerto y reencarnado de cuatro patas, pero todavía
con sed. Barbado recorría los bares y aceptaba ecuménicamente
todos los chopps que le sirvieran, pero siempre pasaba primero por el
Jangadeiro a comerse un bifecito. Por la tarde iba al centro en tranvía
todos los conductores lo conocían y volvía
a tiempo para su borrachera nocturna. Aunque cruzaba las calles zigzagueando,
nunca lo pisó un auto. Barbado hasta fue actor en una puesta
carioca de La fuerza bruta (Of Mice and Men), de John Steinbeck: el
perrito llegaba siempre en horario, esperaba en bambalinas con paciencia
y nunca ladró fuera de momento. A tal punto, que el crítico
Fausto Wolff destrozó la puesta en su columna de A Tribuna da
Imprensa, pero elogió la actuación de Barbado. En 1970,
el perrito desapareció. Vavá, uno de los mozos del Jangadeiro,
se lo encontró meses después en un bar de camioneros en
medio del campo. Lo invitó a volver, pero Barbado prefirió
subirse a la cabina de un camión amigo y terminar sus días
on the road, como otros tantos hijos de Ipanema.
LOS BARES DE IPANEMA El Zeppelin era el hogar de los cineastas
y, contradiciendo su historia, de la izquierda festiva. Lo había
abierto en 1937 Oskar Geidel, un trapecista austríaco al que
le gustó el sol de Ipanema y la calma de la Rua Visconde de Pirajá.
Oskar preparaba patrióticas tortas de mariscos decoradas con
camarones formando una esvástica, y le servía sus cervezas
al jefe de la policía secreta de Getulio Vargas, Filinto Müller,
que no escondía su amistad con el representante de la Gestapo
en Río. Pero en 1942, cuando Brasil le declaró la guerra
al Eje, los patriotas de Ipanema destruyeron el Zeppelin, junto al Renania
y al Berlín. Todos los bares alemanes arreglaron los daños,
cambiaron el nombre y disimularon. Oskar, más duro, no cambió
ni el cartel. Sus únicas concesiones fueron pintar el frente
de verde nacional y sacar el decorado de camarones de las
tortas. Como su pato a la manzana era irresistible, y Oskar fiaba, los
bohemios volvieron al Zeppelin. Pocos años después, el
bar del nazi era la sede semioficial del PCI: el Partido Comunista de
Ipanema, como bautizó el humorista Millór Fernandes a
sus amigos del partidao. El Cinema Novo, a falta de una sala en el instituto
de cine el recién nacido Embrafilm usaba el Zeppelin
como sede: Nelson Pereira dos Santos, Ruy Guerra, Joaquim Pedro, Walter
Lima Jr., Zelito Viana, Luiz Carlos Barreto, Glauber Rocha y León
Hirszman hablaban de cangaceiros y de bandidos místicos, de Nouvelle
Vague y de las novedades que leían en Cahiers du Cinema, rodeados
de vasos. El argentino residente Héctor Babenco caía a
veces.
El 25 de agosto de 1961, con la velocidad con que pasaba todo en esos
tiempos, Ipanema se transformó en la capital brasileña
de la moda. Hasta ese día, las musas locales no tenían
qué ponerse, a menos que salieran del barrio y fueran a Copacabana
o el centro de compras, a locales que sólo proveían una
moda conservadora. Por esos tiempos, Mara MacDowell y Georgiana Vasconcellos
inauguraron Mariazinha adentro del Bar 20, una idea que
haría furor a lo largo de los años sesenta. La boutique
funcionó tan bien que el barrio se llenó de competidores
que producían batik, zuecos, capelinas y collares gigantes. El
más delirante de los flamantes modistos era José Luiz
Itajahy, un gigante de túnica con barba de profeta, dueño
de Bibba, en la esquina de Martia téria y Visconde
de Pirajá. Itajahy cuya idea de marketing era pararse en
la puerta de su local a verduguear a las mujeres que pasaban, diciéndoles
qué mal les quedaba la ropa inventó las remeras
con inscripciones: en 1967, nadie que estuviera à la page salía
de casa sin exhibir la marca Bibba de Ipanema en la manga.
EL DUDAÍSMO Lo que le dio a Ipanema el monopolio de la
moda no fue sólo la creatividad de sus diseñadores. En
sus pocas manzanas se reunían algunas de las mujeres más
lindas y más famosas del Brasil. Por ahí andaba Odete
Lara, actriz y escritora que le voló la cabeza a medio país
en películas como Linda pero ordinaria (1963), y logró
el milagro de ser chica de tapa de las revistas del corazón a
la vez que era una de las musas del Cinema Novo. También se dejaba
ver Danuza Leao, cuando volvía de París para sus vacaciones
o sólo para asistir a una fiesta. Danuza era modelo desde los
quince años, amiga de Chaplin, Avedon y Robert Capa, aficionada
al beaujolais, actriz y, todavía hoy a los 66 años, con
décadas de periodismo encima, una de las mujeres más atractivas
del país. También estaba Odile Rodin, una rubia espectacular
que debutó en el cine en París, era amiga de Brigitte
Bardot y fue tal vez la única mujer que enamoró realmente
al playboy Porfirio Robirosa. Una que no estaba sino que volvió,
de un internado en Suiza y a los dieciocho años, era Duda Cavalcanti:
linda, morena, moderna fue la primera brasileña en desflecar
los jeans, al segundo día en Brasil, ya la contrataban
como modelo. Duda no tardó en seducir a Vinicius, ganarse con
justicia el sobrenombre de la catedral de carne y simbolizar
la rara alianza de la época, en que las modelos más cotizadas
salían con poetas y artistas, paraban en los barcitos bohemios
y participaban en el cine de vanguardia. Era un fenómeno que
el cronista Carlinhos Oliveira llamaba dudaísmo.
Era tanto el charme del sector mujeres de Ipanema, que el publicitario
Paulo Garcez convenció a la mayor tabacalera brasileña
de crear un cigarrillo para damas y llamarlo Charm. Garcez creó
una campaña publicitaria simple y directa: una foto de las garotas
reunidas, fumando unos cigarrillos angostísimos y desmesuradamente
largos.
EL ULTIMO ESCENARIO Las musas de Ipanema tenían su santa
tutelar, una anciana que vivía en la mansión de la Rua
Vieira Souto 176. Laura Alvim fue una de las bellezas de su época,
nacida en una familia rica y aficionada a las artes. Papá Alvim,
precursor de la radioterapia, amaba la música pero prohibió
que su hija única se dedicara a las licencias de la bohemia:
las niñas de buena familia no eran artistas. Laurita tuvo que
acatar y esperar la libertad, que llegó en 1926 cuando su padre
murió. Ya era tarde para empezar una carrera propia, por lo que
la petite Voltaire, como le decían en el colegio,
decidió transformar su propia vida en un espectáculo.
Pasó a usar largos vestidos de seda negra, maquillaje de actriz
de cine mudo, melenita a la garçon, decenas de anillos y fue
transformando su infinita mansión de Ipanema, ambiente por ambiente,
en una escenificación llena de espejos de camarín, teatrillos
y cortinados. Su salón era uno de los lugares más concurridos
por la bohemia de los años 50, cuando la ya madura y realista
dueña de casa decidió profesionalizarse y
transformar el caserón en un centro cultural de verdad. Mandó
construir un teatro con trescientas butacas en el jardín y remodeló
los salones para que sirvieran de galería de arte y salas de
conferencias. El proyecto se fue devorando su fortuna y para los años
70, después de perder sus fondos en la Bolsa, Laura había
vendido su última propiedad en Río. Con setenta años,
empobrecida, siempre envuelta en un chal que le llegaba a los pies,
con aire a fantasma de cine mudo, Laura se encontró con su casa
ocupada por la enorme familia de su cocinera. Sus amigos tuvieron que
rescatarla de una piecita donde pasaba el día comiendo frutas
y renegando contra el destino. Esos amigos la convencieron de donar
la casa al Estado para que finalmente fuera el centro cultural que ella
nunca llegó a financiar. Laura, que había recibido ofertas
de hasta diez millones de dólares por la mansión, firmó
la donación sin vacilar. Llegó a ver el comienzo de las
refacciones de su mansión antes de morir, en 1983. Desde 1986,
el Centro Cultural Laura Alvim no sólo es la casa de belleza
y poesía que soñó: es la única mansión
que queda en Ipanema. Es que son pocos los que resistieron los cañonazos
de 10 millones de dólares, de cinco o hasta de uno. Las casas
y los caserones se fueron: todo el mundo quería vivir en Ipanema
y el barrio se pobló de altas torres, de un aire a Manhattan
tropical. Se fueron los viejos bares queda apenas el Veloso, ahora
transformado en el Garota de Ipanema, irresistible para las cámaras
del turismo japonés, la playa se pobló hasta el
límite, la inmigración cubrió los morros de favelas,
el tránsito se llevó la tranquilidad. Ni la caradura de
Isadora se animaría a bailar en la playa, hace años iluminada
de neón y urbanizada con una enorme vereda diseñada por
Oscar Niemeyer, otro poblador ocasional. Sin embargo, el fantasma del
encanto perdura. Por alguna razón, Ipanema sigue teniendo restaurantes
más cálidos que otros barrios, en las disquerías
los vendedores saben lo que venden, y los bares tratan mejor a los bebedores
regulares. La vieja feria hippie de la plaza General Osorio
sigue ahí, hay cuadras y cuadras de boutiques (aunque ya nadie
verduguea a las clientes) y las callecitas continúan siendo la
sede natural de librerías y galerías. Y hasta volvió
de la decadencia general de Río: la Visconde de Pirajá
fue remodelada a principios de los noventa, todo se iluminó más,
algún mural homenajea a los bohemios. El barrio tiene un lugar
especial en el corazón y la cabeza del Brasil: es el hogar y
el símbolo de una era en que el país se sintió
por primera vez moderno, dueño de una cultura que atrajo a propios
y ajenos para hacerlos bailar desnudos a la luz de la luna.
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