El misterio llamado Gabriela
El
hombre que sabe demasiado
A
pesar de ser uno de los guionistas mejor pagos y más premiados
de Hollywood, es considerado el mayor dramaturgo norteamericano vivo
junto a Arthur Miller. Con las fortunas que cobra por escribir superproducciones
(como El cartero llama dos veces, Los intocables y Mentiras que matan)
y emparchar los guiones de otras (como Lolita y Ronin) escribe y dirige
sus propias películas. Su última entrega es la monumental
El honor de los Winslow. A continuación, una introducción
a David Mamet y un
fragmento incluido en su libro True or False: Heresy and Common Sense
for the Actor (1999) en el que el propio Mamet se despacha contra el
Actors Studio.
Por
Dolores Graña
Quienes tengan la posibilidad de leer la revista especializada Première,
encontrarán que ha aparecido una extraña adición
a la tonelada de información provista por el Imperio: un cuadrito
titulado The Mamet Version, en donde puede leerse, por ejemplo: GANDHI
II: ¡Está de vuelta! ¡Y más en paz consigo
mismo que nunca!. Uno no sabe si reírse o chequear las
fechas del estreno, porque la versión Mamet de las cosas es,
a la vez, la peor y la más probablemente cierta. La predilección
de este dramaturgo-guionista-novelista-ensayista-director-¿dibujante?
por el lado engañoso de las cosas llegó a la cima con
Wag The Dog (Mentiras que matan), uno de sus guiones nominados al Oscar
en 1997, el mismo año que estalló el affaire Lewinsky.
Nadie esperaba que hubiera algo peor que la versión Mamet de
la política. No contaban con la versión de la vida real,
claro. La única que puede superar a Mamet con eso de las sorpresas.
El padre le dice a su hijo que salte de una mesa, que él
lo atrapará. El chico salta, el padre se corre y el chico termina
en el piso. Moraleja: no confíes en nadie. Ése era el
cuento que me contaba mi padre todas las noches antes de dormir. Esto
quizás les ayude a entender mi infancia: escribí una película
que espero rodar próximamente, en la que una estrella de cine
sufre un colapso nervioso. Llora. Dice: Nunca tuve infancia. El director
la abraza y le contesta: Yo sí. No es gran cosa. Es por eso que
siempre digo que escribir satisface dos necesidades básicas del
ser humano: la de ser aceptado y la de ser vengado. Y David Alan
Mamet, hijo de inmigrantes judeopolacos, ciertamente aprendió
la lección. Todas sus historias son engaños construidos
con esa devoción y puntillosidad que sólo poseen los falsificadores
ante la obra maestra. Mamet es un moralista, y cree sinceramente que
el arte (¿la falsificación?) puede llegar a iluminar la
vida (¿la obra maestra?), a fuerza de reproducir una y otra vez
sus defectos y venderlos como originales.
EL
FILO DEL CUCHILLO
Un cuchillo se usa para cortar el pan y así tener la fuerza
suficiente para trabajar; se usa para afeitarse, así uno luce
agradable para su amante; y cuando se la descubre con otro, se usa para
extraerle su corazón infiel. Esta progresión tomada
de un blues (que Mamet cita de una u otra manera en la mayoría
de sus obras), es según él la estructura de la sociedad
moderna, donde la vida es un largo emprendimiento comercial y las relaciones
amorosas son siempre cuestión de saldo. Qué queda, entonces,
salvo engañar y engañarse. Desde su debut en el teatro
con The Duck Variations en 1972 (a la que le siguieron dos éxitos
del Off-Off Broadway: Sexual Perversity in Chicago y American Buffalo)
hasta su incursión en el cine con el meticuloso guión
de El cartero llama dos veces, de 1981 y para Bob Rafaelson, Mamet viene
construyendo estafadores que consiguen que alguien salte al vacío
mientras le dicen que no confíen en nadie, como en Casa de juegos
(1987) y Prisionero del peligro (1997); víctimas que esperan
pacientemente el momento en que su verdugo se corte la cabeza, como
en Oleanna, una de sus obras más misóginas y elitistas
(que adaptó para el cine como Denuncia de acoso). El mundo de
Mamet es un mundo de hombres amenazados por mujeres, obsesionados con
ese filo de la navaja que tarde o temprano se le volverá en contra,
a merced de quien tiene la última palabra: el autor o Dios (lo
que mejor convenga en cada caso). Ya se sabe: en el principio fue el
Verbo y así sus diálogos entrecortados y barrocos, vulgares
y cultos, repetitivos y elípticos, son una colección exquisita
de lenguaje corriente. Tan reconocibles como los de Preston Sturges
y Joseph Mankiewicz (dos de los pocos escritores que, como Mamet, alcanzaron
la cuota de éxito y poder necesarios para dirigir sus guiones
en Hollywood), pero bastante más autoconscientes de su genialidad.
El oído de Mamet le ganó el Pulitzer con Glenglarry Glen
Ross (1984), una sórdida reconstrucción de una oficina
llena de vendedores/estafadores que pugnan por salvarse con una urbanización
ficticia. David Mamet es clínicamente sordo como una tapia. Pero
tiene el cuchillo por el mango.
EL
PODER Y LA GLORIA
No es necesario aclarar que David Mamet no se lleva muy bien con el
Hollywood que le paga un millón y medio de dólares para
escribir o arreglar guiones (desde Los intocables de Brian DePalma a
la Lolita de Adrian Lyne), ni tiene una alta opinión de los cerebros
que comandan las cámaras, a los que destripa en sus ensayos con
cara de quéhe-hecho: Hay un viejo chiste acerca de un guionista
neófito en la época de las primeras películas,
que escribió: Ella entra en la habitación, lo encuentra
a él, y no hay palabras para describir lo que sucede a continuación.
¿Para qué se le paga al guionista? He leído guiones
profesionales que decían cosas como Lo odiamos inmediatamente
y Aquí viene la escena de sexo: la escribiría pero mi
madre lee mis guiones. Aunque mi preferida es: Da media vuelta y se
aleja de la cámara; bonito culo, chico. Es por eso que
Mamet prefiere filmar sus películas lejos de las tierras de las
acotaciones descabelladas, para construir películas pequeñas,
austeras y complejas como el reloj que controla una bomba de tiempo.
Su último ataque al guión bla, bla, bla hollywoodense
es la descomunal El honor de los Winslow, para la que adaptó
por primera vez una obra de otro dramaturgo, el británico Terence
Rattigan (La versión Browning), que a su vez se basó en
un caso real ocurrido en la Inglaterra eduardiana: una familia acomodada
que pierde casi todo por recuperar el buen nombre de su hijo, expulsado
del liceo naval acusado de robar una cantidad insignificante de dinero.
Lo que importa no es el dinero, es el principio, obviamente: las apariencias,
en este caso, como en todos los de Mamet, engañan. Y los Winslow,
comandados por el padre y la hija mayor (unos increíbles Nigel
Hawthorne y Rebecca Pidgeon, su mujer en la vida real), harán
lo que sea para que la opinión pública coincida con la
verdad privada. Con esta película, Mamet se aparta por primera
vez de dos coordenadas que parecían inseparables de su obra:
lo contemporáneo y lo norteamericano. Quizás sea la distancia
espacio-temporal la que le permite ponerse del lado de sus personajes
en lugar de por encima de ellos. Del mismo modo que al adaptar una obra
ajena, consigue su obra más personal y una de las mejores películas
del año (y de varios años anteriores y de grandes Mamets
anteriores). El honor de los Winslow es la respuesta perfecta a uno
de sus grandes interrogantes: ¿Qué hay más
divertido que la naturaleza humana?.
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