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Clásicos de clásicos

La editorial Penguin firmó un acuerdo con los sellos Decca, Deutsche Grammophon y Philips para revolver en sus catálogos y elegir las mejores grabaciones de música clásica, con las cuales convocar a una veintena de escritores y proponerles escribir un breve ensayo sobre su compositor preferido, incluido en el cuadernillo que acompaña los CDs. La colección Penguin Music Classics fue un fracaso estrepitoso. Los nueve discos que salieron llegaron a duras penas a unas pocas disquerías, y encontrarlos en internet requiere una paciencia oriental. Radar reproduce los nueve ensayos que explican por qué volver a escuchar los clásicos.


El jardín de las máquinas cantantes
Bach: Goldberg Variations
Interpretadas por András Schiff

Por Douglas Coupland

Una de las principales atracciones de Bach para los oyentes del siglo XXI es la pavorosa precisión con que anticipó el futuro, con que se garantizó que su música sonara infinitamente más contemporánea que cualquiera de esas cosas que trepan y caen semanalmente de los Top 40. La música de Bach parece anticipar las máquinas. Parece anticipar la complejidad compositiva de las máquinas.
Mi más intensa experiencia relacionada con la complejidad sonora de las máquinas tuvo lugar la primera vez que entré en una fábrica de muebles. Fue una mañana que lloviznaba sobre Canadá. Yo tenía 23 años, dejé mi auto en una playa de estacionamiento desolada, y entré a través de una espartana puerta lateral que desembocaba en la línea de montaje de la planta principal y... ¡el ruido! ¡la complejidad! Cintas transportadoras cargadas de tablones, tornos y brocas trabajando sobre una falange de manijas y cabeceras. Los scanners láser brillaban y las cajas repletas de sobrantes daban vueltas por ahí, mientras un ejército de trabajadores uniformados repetía una serie de movimientos precisos y medidos con una gracia nacida después de meses de práctica y preocupación. ¿Estilo colonial? Línea de montaje número 2. ¿Mesas de roble? Línea de montaje número 5. ¿De arce oscuro? Depósito 14. ¿Marcos de ventana para exportar a Japón? Número de catálogo 450032-J. Recuerdo mi asombro durante los primeros minutos en esa fábrica; y recuerdo la sensación de que, por más que lo intentara, nunca llegaría a entender la fábrica como un todo. A lo sumo podía aspirar a aprehender vagamente una mínima parte de ese organismo. A medida que recuerdo estas impresiones causadas por la fábrica, recuerdo también que fueron las mismas impresiones que sentí a los diez años, cuando escuché por primera vez las Variaciones Goldberg, por radio. Había que ser capaz de penetrar hasta en los más mínimos detalles. Y recuerdo haber pensado lo mismo que ahora: ¿cómo voy a comprender esta complejidad? ¿cómo voy a ser alguna vez digno de habitar un mundo lógico magistralmente creado por una mano mucho más grande que la mía?
Esa primera impresión causada por la fábrica resultó ser un desafío, y pasé los siguientes seis meses trabajando ahí como asesor en diseño industrial, un trabajo cuya esencia consistía en ir conociendo cada una de las etapas de la fabricación de muebles para después modificarlas y así obtener nuevos modelos. Variaciones, si se quiere. Así como fueron las Variaciones Goldberg las que me plantearon un desafío a los diez años, impulsándome a tomar clases de piano. Mi repertorio consistía –y de hecho todavía consiste– de manera casi exclusiva en Bach.
No se me ocurre una banda de sonido más apropiada para la fábrica de muebles que las Variaciones Goldberg. Son como un mentor sabio, que engaña al oyente al ubicarlo en un futuro cercano digno de ser visitado. Le garantizan al oyente que es posible conocer el todo y que el todo es mucho más que la suma de las partes. ¿Pude alguna vez entender la fábrica de muebles como un todo? Sí, creo que sí. ¿Pude alguna vez entender las Variaciones Goldberg com un todo? No, y probablemente nunca lo consiga, pero me estimulan a seguir intentándolo, y en eso, para mí, consiste gran parte de su magia, su encanto y su fuerza.


El canto del cisne
Mozart: Réquiem / Interpretada por la
Orquestra Sinfónica de la BBC, dirigida por Sir Colin Davis

Por Stephen Jay Gould

En 1765, el sabio londinense Daines Barrington sometió a un prodigio de la música recién llegado a Inglaterra a una serie de tests para probar su memoria, ejecución, composición e improvisación. El inglés estaba anonadado: no podía creer que el sujeto tuviera sólo ocho años, y terminó el relato de esa reunión rezando para que ese chico llamado Wolfgang Amadeus Mozart viviera tanto como la mejor importación inglesa enviada desde Alemania hasta entonces: G. F. Handel, quien había muerto hacía seis años, a los setenta y cuatro.
Mozart vivió lo suficiente como para convertirse en Mozart, aunque sin cumplir ni la mitad de años que Handel. Murió en 1791, a los treinta y cinco años, dejando el Requiem, su última y mejor obra, sin terminar. Sus últimas notas fueron para un texto dolorosamente apropiado: Lacrimosa dies illa (“Este día lleno de lágrimas”). Ninguna pieza musical hizo llorar a más gente ni despertó más sinsentidos míticos, incluyendo historias sobre un enmascarado encargándole la obra en secreto y un desconocido aprovechando la oportunidad para terminar con la vida de su oponente.
He sido un cantante de coros durante toda mi vida y amo el Requiem profundamente. Lo he cantado una docena de veces, durante más años de los que Mozart llegó a vivir (esto es: desde mi presentación a los diecinueve, hasta el último esfuerzo realizado el año pasado, a los cincuenta y cinco). Ni siquiera intento imaginarme cuánto más pobre sería la vida sin música como ésta.
Como sucede con las grandes obras del genio humano (he leído, por ejemplo, El origen de las especies de Darwin por lo menos una vez por década como si fuera un libro diferente y nuevo para mí), el Requiem nunca deja de enseñarnos e inspirarnos. Algunos pasajes me parecen nuevos en cada concierto, y esta frescura perpetua, en sí misma, avala el caminoevolutivo transitado a lo largo de tres millones de años, y que por ahora desemboca en una pequeña rama llamada Homo sapiens. Son las contingencias impredecibles y no las órdenes con imperativos legales las que rigen los senderos de la historia. Esa rama minúscula llamada Homo sapiens habita la Tierra por obra y gracia de una probabilidad ínfima. ¿Y acaso no anhelamos todos poder forzar esas probabilidades aunque sea un poco, rebobinar y echar a correr la cinta de la historia introduciendo un cambio aparentemente inconsecuente, pero capaz de acarrear efectos colosales en los tiempos venideros? Supongamos que no alteramos nada hasta 1791, pero sí prolongamos la vida de Mozart hasta bien entrado el período handeliano, permitiéndole morir en 1830. ¿Podemos siquiera imaginar el placer supremo, medido en cantidad de placer gozado por billones de personas, provisto por otras 40 sinfonías y una docena de óperas, basadas quizás en textos tan sublimes como Hamlet, Fausto y El rey Lear? ¿Podemos imaginar cuán diferente podría haber sido la historia de la música y de la creación humana bajo esta circunstancia apenas alterada?
Creo que deberíamos, en cambio, estar profundamente agradecidos. Regocijarnos con que la viruela, la fiebre tifoidea y la fiebre reumática (todas enfermedades que padeció de chico) no mataran al prodigio de ocho años testeado por Barrington antes de que se convirtiera en Mozart. Si hubiera muerto después de Mitridate (una ópera adolescente de poca monta), Mozart probablemente se hubiese convertido en una nota al pie de página, para lamentar. Tal como salieron las cosas, tenemos el Requiem, con toda seguridad el canto del cisne más sublime jamás escrito.

La música más triste
Chopin: Favourite Piano Works
Interpretado por Vladimir Ashkenazy

Por Kazuo Ishiguro

Hace poco atravesé un período durante el que le preguntaba a cuanta persona se me cruzara: “¿Cuál considera usted la música más triste del mundo?”. Esta pregunta, incitada por una investigación para un proyecto cinematográfico, despertó respuestas sorprendentemente pasionales y empezó a cobrar vida propia. El buzón de casa empezó a llenarse de grabaciones, decenas de desconocidos llamaban para decirme que sabían de mi inquietud y se ofrecían a ayudar. Me enviaban desde adagios de numerosas sinfonías a grabaciones de Blind Lemon o la cinta de Blow The Wind Southerly cantada por Kathleen Ferrier;algunos se inclinaban por la música sufí, otros por los cantos gregorianos o el fado de Lisboa. Pasé dos días sentado en un cuarto del Archivo Nacional del Sonido de Londres, mientras un archivista me abastecía grabación tras grabación de las distintas músicas folklóricas que él consideraba posibles candidatas. Pocas resultaban no tener una larga historia de sufrimiento detrás, no haber sido compuestas en medio de la opresión, el exilio, la guerra, el hambre. Así y todo, después de unos cuantos minutos de escuchar, me encontraba moviendo la cabeza y diciendo: “No, no es lo suficientemente triste. Quiero algo realmente triste”.
Mientras escribo esto, mi búsqueda continúa; debo encontrar la música que, sin lugar a dudas, sea la más triste del mundo. Pero el trabajo realizado hasta ahora me ha conducido a una idea reveladora: la música que intenta abrazar la tristeza, que aspira a enterrarse en ella, se encuentra destinada a carecer de verdadera tristeza. La música verdaderamente triste es por lo general celebratoria en la superficie, incluso festiva: música de personas intentando alejar el dolor, sumergiéndose por un momento en las alegrías pasajeras de la vida.
Entre toda esa música folklórica, me resultó curioso cuán recurrente era esa cualidad en distintos bailes. Pero una vez dentro de los dominios de la música, volvía una y otra vez al piano de Chopin. Descontando la notable excepción de su Marcha fúnebre, es difícil encontrar en Chopin un pasaje de tristeza lúgubre. Trabajando casi siempre con géneros de baile -el vals, la polonesa, la mazurka– Chopin nunca negó la exuberancia natural en ellos. Sin embargo, sus valses raramente evocan galas suntuosas; yo imagino, en cambio, a una pareja solitaria bailando en una casa desierta, sabiendo que deberán despedirse una vez que termine la música. Del mismo modo, sus maravillosos nocturnos, aunque siempre desbordantes de un anhelo romántico, nunca dejan de anticipar la desilusión. Y sus polonesas militares están siempre apoyadas sobre una nostalgia por la infancia perdida, por una Polonia ocupada y recordada desde el exilio.
Ésta es la tristeza que se encuentra en el borde de una sonrisa, la sombra pensativa que sigue al placer de estirar los brazos. Es la música que –como los cuentos de Chejov o las películas de Ozu– celebra la vida sin poder olvidar su brevedad y su fragilidad. Todavía no he terminado el trabajo, pero Chopin encabeza mi lista.


Salven a Willy
Beethoven: Sinfonías No. 5 & 7
Interpretadas por Philarmonia Orchestra y Vladimir Ashkenazy

Por Arthur Miller

Febrero de 1949: la tarde previa al estreno de La muerte de un viajante en el Walnut Theatre de Filadelfia. El elenco no tenía nada que hacer salvo jugar a las cartas, vagar por ahí y evitar las muestras de optimismo, para no engualichar una obra que todos creían sería un éxito.
Lee J. Cobb (el primer actor en interpretar a Willy Loman y probablemente el Willy más heroico) era lo que podría llamarse un depresivo-alegre. Tal era su tristeza que, cuando sonreía, lograba llenarte los ojos de lágrimas. Durante los ensayos había creado una figura monumental, a la altura del Rey Lear. Pero la sola idea de que subiera a escena la noche siguiente nos aterraba; durante los últimos ensayos, hacia el final de la obra, parecía perder el foco y se entregaba a un bramido sin sentido. Horas antes de que el público –esos asquerosos extraños– empezara a pasearse por el lobby del teatro, los ojos de Lee ya delataban un miedo sofocado. Cuando habíamos comenzado a ensayar, él dijo que la obra se convertiría en un hito dentro de la historia del teatro; ahora, no parecía muy seguro de estar a la altura del desafío.
Elia Kazan, el director, era amigo de Lee desde los tiempos del Group Theatre, en la década del 30, y no le costó demasiado detectar su pavor, un pavor exacerbado por los rumores que calificaban a la obra de extraordinaria, convirtiéndola de antemano en el blanco predilecto de la crítica irónica. La gente llegaba desde Nueva York para presenciar una “ocasión histórica”: personas como Kurt Weill, su mujer Lotte Lenya y toda una troupe del mundo del teatro y del cine.
Si no recuerdo mal, el Auditorio de Filadelfia se encontraba enfrente al teatro y Kazan decidió que cruzáramos la calle a escuchar la Séptima de Beethoven, para relajarnos. Medio siglo después, sigo sin recordar si era Bruno Walter quien dirigía. Pero sí me recuerdo sentado en el palco y golpeado por una serie de semi-clímax, cada uno haciendo su entrada majestuosa para acumularse, uno sobre otro, hasta la explosión final. Entonces me incliné hacia adelante y le susurré a Lee al oído: “Así son los últimos diez minutos”. Lo que Lee temía (y por eso aullaba durante los ensayos) era perder sus fuerzas antes del clímax final. Desesperado por sacarle provecho a cada momento, llevaba la actuación hasta ese punto en el que se sucumbe, se quiebra el arco controlado de la obra y se deja paso a las emociones propias. Asomado al borde del palco, mirando a la orquesta desde arriba, Lee asintió, como si recién en ese momento estuviera cobrando plena conciencia del genio con el que Beethoven se negaba a los clímax para poder volver sobre ellos una y otra vez, hasta que, con un dominio pleno sobre cada uno de sus temas, los tomaba todos juntos para hacerlos atravesar el techo y lanzarnos hacia los cielos.
No sé si la Séptima fue o no una fuente de inspiración, pero siempre creí que esa visita al auditorio le sirvió a Lee J. Cobb para mantenerse dentro de la obra la noche del estreno, y no desviarse nunca más.


Mapa del corazón humano
Rachmaninov: Conciertos para piano No. 3 y 4
Interpretada por la Orquesta Filarmónica de Londres, Vladimir Ashkenazy & André Previn

Por William Boyd

Mi verdadera pasión por Rachmaninov empezó hace dos años, mientras me recuperaba de una gripe (una gripe de quince rounds, según recuerdo). Postrado en cama, me había resignado a romper mi promedio de resistencia frente a un televisor encendido, pero afortunadamente mi convalescencia coincidió con el Torneo Leeds para Pianistas, que terminé viendo de punta a punta. La curiosidad más comentada de esa edición del torneo era que la mayoría de los finalistas parecían haberse puesto de acuerdo a la hora de elegir su repertorio: casi todos optaron por Rachmaninov y la mayoría por su Rapsodia sobre un tema de Paganini.
Debo confesar que me sentí decepcionado. Conocía la Rapsodia demasiado bien –o eso creía– y me preguntaba si, recostado en mi lecho de enfermo, toleraría escucharla una y otra vez. En otras palabras, fui poseído por ese ligero y prejuicioso desprecio del que suele ser víctima Rachmaninov, en particular sus obras para piano, como la Rapsodia, el Preludio en Do menor y los cuatro conciertos. Éste es el destino de muchas obras musicales –en rigor, de muchas obras de arte– que tienden a resultarnos demasiado familiares. La lista es larga, pero nuestros preconceptos son siempre profundamente complacientes. Y nunca comprendí esto mejor que durante aquella semana que vi el Torneo Leeds para Pianistas. Una y otra vez escuché los primeros compases de la Rapsodia y una y otra vez me encontré conmovido y transportado por la música.
Esta súbita conciencia de Rachmaninov habría de llevarme a recorrer de nuevo toda su obra. Los tres primeros conciertos escalaron de manera inmediata e irrevocable mi lista de favoritos, y en los últimos tiempos he comenzado a sentir devoción el cuarto. Para ponerlo del modo más sencillo: me acerco a la música como alguien que no es músico, en busca de emociones, en el sentido más amplio de la palabra: quiero que me exalte y me hunda en la melancolía, quiero ser llevado hasta las lágrimas y dejadosin aliento. Y me parece que, sobre todo en el tercer concierto, Rachmaninov cubre este espectro de sentimientos con una maestría tan ejemplar como asombrosa. A esta altura, los comienzos de estos dos conciertos se me presentan cargados de un poder anticipatorio: conozco lo que me espera, las melodías que acechan, los ritmos que se agitarán, el trueno de las cuerdas, los pasajes de simpleza y belleza elegíacos. Hay un momento, entrado el cuarto minuto del primer movimiento, durante una serena secuencia melódica, que me llena los ojos de lágrimas, no importa cuántas veces lo haya escuchado. ¿Por qué? ¿Es ésta la respuesta individual al arte que desafía todo análisis? Creo que sí. Podría comparar esta experiencia con la lectura de ciertos poemas, como The Whitsun Weddings de Philip Larkin, que debo haber leído cientos de veces, y cuyas últimas líneas (A sense of falling, like an arrow-shower/ Sent out of sight, somewhere becoming rain, “Una sensación de caída, como una lluvia de flechas/ enviada desde un sitio invisible, convirtiéndose en lluvia en algún lugar”) todavía me provoca el mismo júbilo que Rachmaninov, la misma percepción de algo logrado hasta la perfección, una emoción captada de manera absoluta y para siempre.


Los últimos días de Ludwig B.
Beethoven: Claro de luna, Apassionata,
Sonatas para piano, Waldstein / Interpretado por Vladimir Ashkenazy

Por John Fowles

Hace unos años tuve la suerte de ser invitado por una universidad a una charla brindada por Edward Said. Los temas principales eran Theodor W. Adorno, el gran crítico de Frankfurt, y el último período de Beethoven. Además de conocer su profundo humanismo y el hecho incidental de que fuera víctima de una rara forma de cáncer, sabía queSaid era pianista y un crítico musical extremadamente agudo. Y así me lo demostró con una exposición que me remontó a mis días de estudio en Oxford, cuando me entregaba profundamente a las últimas composiciones de Beethoven, el carácter inefable de ese último período, lo indescriptible de sus efectos sobre nosotros. Me sentía particularmente conmovido por sus últimos cuartetos, a los cuales sigo considerando una de las cimas de la sensibilidad humana. Lo mismo vale para su última sonata para piano (Nº32 op. 111). Su exquisito ariete, descrito por su autor como semplice e cantabile me ha llevado siempre hasta las lágrimas. Sin embargo reconozco que no me gusta mayormente la música orquestal. Es esa habilidad para moverse instrumentalmente a través del piano y el violín lo que me atrae de Beethoven; ésos son los instrumentos que seducen. Sus grandes sonatas para piano explican por qué. Y entre éstas, todo el mundo debería conocer –en realidad, debería sentir debilidad por– Claro de luna, Appasionata y Waldstein. Beethoven sabía cómo emocionar a la gente de un modo casi divino, cómo lograr que ciertos sonidos evoquen nuestros sentimientos más profundos. Las sonatas para piano y los cuartetos para cuerdas consiguen este efecto en mí, aunque el resto del repertorio clásico muy rara vez lo logra (de hecho, con menos frecuencia que ciertas formas secretas del jazz y la música oriental). Las emociones que conjura van más allá que cualquier emoción despertada por músicos como Mozart y Bach.
Hace pocos días, visitando un lugar recóndito de Grecia, un sitio en el que siempre me pareció estar cerca del Paraíso, pensé que, en un mundo verdaderamente feliz, creado por un Dios real, todos deberíamos tener acceso a un lugar así. En un rincón de mi corazón, parado frente a ese paisaje, sentí que las sonatas para piano de Beethoven, tocadas por Ashkenazy, ofrecen diferentes caminos para acceder a ese mismo lugar.


En el camino
Beethoven: Sinfonía No. 9
Interpretada por la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Sir George Solti

Por Tobias Wolff

Día de Acción de Gracias, 1990. Iba manejando rumbo a la casa de mi hermano en Rhode Island, con toda la familia en el auto. Ya habíamos hecho ese viaje varias veces, pero esta vez yo estaba sumamente fastidiado por problemas de trabajo. Para distraerme, metí la mano en la guantera, revolví un poco y saqué al azar. El cassette, la Novena Sinfonía de Beethoven, había estado dando vueltas por ahí desde hacía meses, pero la sola idea de escuchar esa sinfonía entera me superaba. Incluso en ese momento, mi decisión de ponerla implicaba cierta perversidad: esperaba que mis hijos de diez y once años empezaran a quejarse y a pedir algo más de moda –o, por lo menos, más corto–, y ya había resuelto obligarlos a escuchar ese cassette entero “por su propio bien”. Pero nadie dijo nada durante un buen rato. Bordeábamos el río Mohawk. El día era frío y diáfano. La luz resplandecía sobre el agua y contra las ventanas de las fábricas abandonadas que dejábamos atrás. El bebé dormía en el asiento trasero, mi mujer dormitaba entre el bebé y Michael, el de once. Mi hijo menor, Patrick, viajaba en el asiento de adelante. Es un chico de opiniones contundentes: tenía que ser él el primero en opinar. Yo lo estaba esperando. “Por tu propio bien”, pensaba. Ya habíamos escuchado el primer movimiento y estábamos en la mitad del segundo cuando me miró y dijo: “¿Qué es esto? Está bueno”. Desde el asiento de atrás, Michael se sumó a su hermano: “Sí, la verdad que está muy bueno” y se asomó entre los asientos para escuchar mejor.
Era un placer ver el placer que les despertaba esa música, un placer sincero y sin complicaciones. Veinte años antes, una chica se había reído de mi gusto por Beethoven. “Es tan ampuloso”, había dicho. “¿Realmente te gusta?”. Me gustaba, pero esa chica me obligó a pensar en el porqué: ¿por qué era Beethoven? ¿porque yo era demasiado rústico? Durante los años siguientes seguí escuchando a Beethoven, pero casi siempre, en algún momento de sus obras, me asaltaba una duda. Ahora, que mis hijos estaban escuchando sin prejuicio o reverencias, la pureza de su atenciónrevitalizaba la mía: podía escuchar esa música como se lo merece, sin aquel susurro culposo llegando desde algún rincón de mi cabeza.
Describir la Novena Sinfonía es condenarse a la fatuidad. Belleza, grandeza de corazón, sorpresa infinita: las palabras no logran atraparla. Los elementos más difíciles de explicar son precisamente los que nos llevan a elogiarla. Habrá problemas, habrá sufrimiento, la música sabe todo esto, pero también sabe que es una locura no cantar a los cielos para agradecer la amistad, la hermandad y el amor entre marido y mujer; una locura no recordar estas cosas y agradecerlas, como un hombre rodeado por su familia está agradecido, un día frío y diáfano, por la cena que lo espera al final del camino, en la casa de su hermano.


Fin
Mahler: Sinfonía No. 5
Interpretada por la Orquestra de Cleveland, dirigida por Christoph Von Dohnányi

Por Joseph Heller

Hacia el final de una de mis novelas, uno de los personajes se encuentra en un avión rumbo a Australia para pasar sus vacaciones; por los auriculares está escuchando una grabación de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler. Además, lleva encima una recopilación de cuentos de Thomas Mann, que incluye Muerte en Venecia. En cuanto a la edad y otras cuestiones, podría afirmar que ese personaje entrado en años rumbo a Australia es, entre todos los personajes de todas mis novelas, el que mejor me representa. El libro (Closing Time) es quizá mi novela más personal, y el párrafo que contiene la sinfonía la cierra.
Escuchando la sinfonía, el personaje encuentra cosas nuevas en una música que conoce hace años. Encuentra a esta notable sinfonía “infinita en sus secretos y múltiples satisfacciones, inefable en su belleza, sublime y misteriosa en su fuerza y genio para tocar el alma humana”. A duras penas puede esperar que los últimos acordes aceleren jubilosos hacia el finale triunfante, para poner la grabación desde el comienzo y sumergirse una vez más en la regocijante sinfonía dentro de la que felizmente retoza. Y aunque siempre se anticipa y se prepara para lo que viene, espera expectante, encantado por la tristeza de la dulce melodía que se filtra en los cornos ominosos del primer movimiento, tan dulce, triste y judío. Después de eso, sentía que el adagietto era “tan bello como la música puede llegar a ser”.
Fue ese adagietto (de casualidad utilizado por Visconti en su adaptación de Muerte en Venecia) lo que me despertó cierto apego por esta sinfonía. Fui atrapado por esa melodía del principio, y por otra similar que aparece más adelante y que enseguida me impactó por su resonancias de cierta música folklórica de Mitteleuropa. Ambas me sonaron sumamente familiares, como una canción de cuna que mi madre, rusa, probablemente tareareaba para sí mientras terminaba las tareas del hogar. Quizá fueran canciones que ella conocía.
La Quinta de Mahler no se amolda a la forma tradicional de la sinfonía -consta, por ejemplo, de cinco movimientos en lugar de los cuatro acostumbrados– y no es tan accesible como la Primera o la Cuarta. Más compleja en sus texturas y diversificaciones, permanece como la más intrigante. Los dramáticos y abruptos contrastes de tempo, tonalidades y volúmenes sugieren fuertes conflictos espirituales en su interior. Apacibles temas para cuerdas y maderas son borrados con frecuencia por la autoridad imperativa y áspera de los bronces. Así y todo, la Quinta termina con una nota de innegable triunfo, un triunfo estático, de un modo poco habitual para una sinfonía, incluso para las románticas. Y ese adagietto del cuarto movimiento me sigue pareciendo tan bello como la música puede llegar a ser.

Carne trémula
Tchaikovsky: Sinfonía No. 6 “La Patética”
Interpretada por la Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert Von Karajan

Por Edmund White

Cuando era un adolescente snob que despreciaba a los románticos, convencido de que la música se detenía en Bach y resurgía con Stravinsky, escuché una vez el Segundo Concierto para piano de Tchaikovsky, antes de salir a comer con el solista. Era un pianista célebre e interrumpió uno de mis mordaces comentarios sobre el compositor ruso diciendo: “¿Pero no se da cuenta de que fue el orquestador más versátil y sutil de todos los tiempos, sólo igualado por Berlioz? ¿Y qué me dice de sus ingeniosas voces debajo de las melodías, tan complejas como toda la polifonía barroca que usted tanto admira?”. De pronto, mis prejuicios se disolvieron y pude oír el genio de su música expresiva. Me volví un converso de por vida.
Ese aprecio por su música se vio profundizado cuando supe que Tchaikovsky había sido homosexual. Durante los ‘50 –la década más conservadora de la historia norteamericana contemporánea–, mientras nadie se atrevía siquiera a susurrar la palabra homosexual, los gays nos abocábamos a confeccionar una lista de los grandes homosexuales de la humanidad. Aunque la versión oficial de su vida, auspiciada por Hollywood, lo pinta como un genio atormentado por el amor no correspondido de su mecenas, Madame von Meck, una mujer a la que nunca llegó a conocer, ahora sabemos que la causa de su tormento era su homosexualidad, compartida con su hermano Modeste (la correspondencia entre ellos se encuentra repleta de referencias a sus gustos sexuales prohibidos). Recuerdo haber oído el carácter especial de “La Patética” dentro de ese contexto: ¿acaso no le había confiado Tchaicovsky a su hermano “Ésta es nuestra sinfonía”? Si esto realmente era música gay, no me sorprendía que fuera tan trágica, por lo menos durante los ‘50, un período durante el que la mayoría de los escritores gay terminaron en la locura o en el suicidio y las parejas de hombres luchaban tanto contra sus impulsos naturales como contra la persecusión de la sociedad. Por todo eso, en esta música, compuesta por Tchaikovsky poco antes de su muerte en 1893 a los cincuenta y tres años, se oye a la vez su último testamento y su réquiem.
Lo que también escucho en esta sobria y terrible sinfonía –quizá porque Tchaikovsky compuso los primeros grandes ballets de la historia, o simplemente porque soy un adicto al ballet– es la música que evoca una coreografía dramática. Los cambios de humor en el primer movimiento, entre el lamento de la apertura y la dolorosa dulzura del segundo tema, se nos aparecen como imágenes sobre un escenario: un joven marchito, moviéndose de un lado al otro, hasta que su compañero, un hombre mayor, lo hace bailar casi en el aire durante un largo y etéreo adagio.
Este pasaje silencioso, descendiente, es interrumpido por uno de los momentos más dramáticos de la literatura sinfónica: el repentino y ensordecedor estruendo del desarrollo. Imagino hordas con antorchas en alto irrumpiendo desde ambos lados del escenario para agobiar a los amantes. Este contraste y la elaboración siguiente del primer movimiento termina siendo una introducción tan dolorosa que deja su estigma en todo lo que sigue: una marca grabada a fuego sobre la carne tierna de esta obra.

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