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Maldita
cocaína
La
nueva edición de los Escritos sobre la cocaína de Sigmund
Freud reúne todos los trabajos del padre del psicoanálisis
y una serie de ensayos que analizan el arco que va de su primera fascinación
con la sustancia (en textos como Über coca, del que se reproduce
un fragmento) al desencanto por los efectos colaterales causados en
el amigo al que quiso salvar de la morfina con altas dosis de cocaína.
En las páginas que siguen, Germán García y María
Moreno explican por qué, en la era del Prozac, se quiere revivir
al Freud farmacólogo. Y, como yapa, el ensayo en que David Musto
analiza los paralelos entre la adicción de Sherlock Holmes y
los trabajos coqueros de Freud.
Por
María Moreno
La
selección Escritos sobre la cocaína, realizada por Robert
Byck basándose en los textos de Freud, propone una pregunta interesante:
¿cómo se pasó del interés por la sustancia
cocaína al interés por sus efectos adictivos? ¿Por
qué antes del siglo XX nadie pareció advertir la escalada
inexorable que espera a un colgado? ¿Por qué hoy, en cambio,
todo el mundo discurre sobre la adicción y casi nadie sobre la
sustancia? Byck no responde. Pero subsana este déficit contemporáneo
centrándose en las propiedades de la cocaína, detallando
al mismo tiempo la prehistoria del Freud psicoanalista: el farmacólogo
que, en una épica de laboratorio, experimenta los efectos de
una droga sobre sí mismo. El libro contiene, además de
las sucesivas acotaciones al artículo de Freud Über Coca
escrito en 1884 (ver página 6), El episodio cocaína de
Ernest Jones (biógrafo oficial de aquél),
otros textos especializados (incluyendo el excelente ensayo de David
Musto sobre Sherlock Holmes y la cocaína reproducido en página
7) y una invitación del Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas
que, en los términos de un llamado a concurso del Conicet, solicita
información sobre temas como Estudios de metabolismo y
farmacocinéticos sobre el efecto de la cocaína en animales
y/o seres humanos, Valoración de la cocaína
en actuaciones humanas de tipo complejo y otros ítems escolásticos.
Byck defiende a Freud, justifica o relativiza las deficiencias de las
sucesivas correcciones a su trabajo inicial sobre la coca y hasta lo
convierte en pionero de algunos hallazgos científicos modernos.
En realidad, toda la intención de Byck es política: defender
las virtudes de la psiquiatría biológica moderna apropiándose
al mismo tiempo del padre de sus adversarios: los psicoanalistas. La
nueva oferta para neuróticos es el diván químico.
De
una ficción a otra
Freud tenía una gran admiración por su colega Ernst
von Fleisch, hasta el punto de imaginar que era el hombre apropiado
para su propia novia Marta, en lugar de él. Von Fleisch era un
pobretón al que en 1884 le faltaba aún mucho tiempo para
lograr un cargo de Privatdozent y poder solventar un matrimonio. De
este hombre, que había empezado a tomar morfina debido a una
neuralgia crónica y se había colgado a la sustancia, Freud
hablaba en términos de un amor que sólo se ha visto en
la Argentina en boca de Coppola y Maradona: Lo admiro y lo amo
con una pasión intelectual, si me permites esa frase, le
escribía a su novia. Su destrucción me conmoverá
como habría conmovido a un hombre de la Grecia antigua la destrucción
de un templo sagrado y famoso. Lo quiero, más que como un ser
humano, como a una de las valiosas obras de la Creación. Y tú
no tienes ningún motivo para estar celosa. Persuadido de
que la cocaína descolgaría a Fleisch de la morfina mientras
sustituía las propiedades anestésicas de ésta,
Freud aplicó cocaína a su amigo. Al principio, los efectos
fueron sorprendentes pero inevitablemente Fleisch se colgó de
la coca y, luego de ese breve desvío esperanzado, continuó
destruyéndose hasta morir. Es obvio que Freud no mató
Fleisch, a quien amaba pero a quien también fantaseaba como rival,
y es innegable una jactancia belicosa en su expresión: Ahora
le llevo ventaja. O lo mató en la misma medida en que el
descubridor de la vitamina C creyó haber matado, durante la Segunda
Guerra, a miles de soldados, porque al salvarlos de la gripe con su
oportuna pastillita los mantuvo aptos para combatir en las heladas superficies
de Rusia, adonde perecieron. He ahí un interesante enigma para
el cocainómano Sherlock Holmes, tal vez el único enigma
sobre el que, sabiendo todo en carne propia, no hubiera podido hablar
porque habría significado reconocer la cualidad de escalada inherente
al consumo de su panacea y la potencialidad criminal de su agente.
Prozac
en la sisa
En su libro El placer y el mal, Giullia Sissa hace una interesante
observación al encontrar un correlato entre la concepción
del deseo enFreud y la lectura que éste hace de los efectos de
la cocaína, mientras que encuentra que el deseo en versión
lacaniana corresponde al modelo de la toxicomanía moderna y paralelamente
a la sociedad de consumo. Sissa desarrolla esta interesante hipótesis
a lo largo de su libro, al compás de una delicada filosofía
de las drogas, en donde muestra la cualidad paradigmática del
consumo de drogas: de necesitar una sustancia para conseguir más
placer, se pasa a necesitar más sustancia para conseguir idéntica
cantidad de placer hasta, por último, necesitar más sustancia
para conseguir menos dolor. Pero, al igual que Byck aunque él
no lo nombre, propone una síntesis: el Prozac. Es decir,
propone la sustitución de la cura por la palabra a la cura por
una sustancia. Y el descuelgue del psicoanalista y del dealer, para
reemplazarlo por el cuelgue al dealer legal del psiquiatra, a través
de una droga domesticada que no provocaría adicción. Sissa
promete que el Prozac no provoca ni excitación (como la cocaína)
ni saciedad (como la heroína) pero que aumenta el interés
por el mundo y sus objetos, en una escalada a la autodestrucción
como la de las drogas duras, pero con efectos contrarios. Sería
lo que Freud creía haber descubierto antes de ver el reverso
de las cosas. Pero Giullia Sissa está equivocada: el Prozac sí
crea adicción, aunque pueda entrar y salir de un cuerpo sin provocar
un colapso. Si tanto Byck como Sissa no estuvieran tan comprometidos
con sustituir el retorno a Freud propuesto por Lacan por el retorno
a la farmacia propuesto por los psiquiatras, advertirían que
la creencia en una panacea médica basta para generar adicción.
Aunque el Prozac sea la droga más boba que se haya creado. Cualquier
drogón, aun al borde de la muerte, se preguntará: si no
excita ni sacia, ¿para qué sirve? Pues para ir tirando.
Consumos
fatídicos
Por
Germán García
Lo
que alguien llamó el secuestro de la experiencia
consiste en la introducción de mediaciones, cada vez más
minuciosas, que asisten al consumidor en tareas irrisorias. Consecuente,
el mercado asiste a cada uno, a todos por igual, mientras se cumpla
con una única condición: la del dinero. Para un consumidor
no hay nada mejor que otro consumidor y para el mercado no hay nada
por encima de los consumidores. El consumidor es hoy el ciudadano asistido,
elogiado en su trivialidad por los publicitarios y atemorizado por la
sombra amenazante de los que se quedan fuera: ¿para qué
consumir algo, sin alguien que no pueda hacerlo?
Pero una vez que la experiencia es secuestrada por los especialistas,
nadie puede evitar que asistentes no acreditados por el
mercado formen su propio mercado, para asistir al consumidor con servicios
relacionados con algún goce prohibido (lo que significa no regulado
por el mercado).
Bien
es mal
Ricardo Zelarrayán me dijo una vez que siempre leía
las contraindicaciones de los medicamentos antes de conocer sus indicaciones:
así lograba no tomar ninguno, porque todos tienen algo pernicioso.
A su manera verificaba el farmakon (lo que cura enferma) popularizado
por Derrida, que lo encontró en Platón. La cocaína
es un ejemplo especial: surgió como un remedio milagroso en 1855,
pero no tardó en descubrirse su potencia negativa. Freud, que
fue un entusiasta inicial, escribe en 1887: Pronto se supo que
la cocaína utilizada de esta forma es más peligrosa que
la morfina. En lugar de un lento marasmo, se produce aquí un
rápido deterioro físico y moral, unos estados alucinatorios
con agitación similares al delirium tremens, una manía
persecutoria crónica. La sustitución de la morfina
por la cocaína, comprueba Freud, es un remedio peor que la enfermedad.
Después del alcohol y la morfina, la época descubrió
que la cocaína era el tercer azote de la humanidad.
Sin embargo, Freud alega que aquellos que antes no fueron adictos a
la morfina no sufren estos efectos con la cocaína: Yo mismo
la he tomado durante algunos meses sin percibir ni experimentar nada
parecido. ¿Por qué circula hoy la aventura de Freud
con la cocaína? No es fácil responder.
¿Maldita
qué...?
Maldecir el objeto es una operación de conjura mágica:
cuando los ciudadanos asistidos encontraron la magia negra de un cartel
que decía Maldita cocaína, recordaron que antes había
existido la maldita policía. La sustitución de la policía
por la cocaína muestra que el objeto funciona como un superyó:
que la droga puede ser tan imperativa como los servidores del orden
(y generar, por lo mismo, un desorden similar).
Pero la policía es una institución formada por sujetos
que realizan determinadas acciones, mientras que el objeto droga carece
de autonomía. Se podría maldecir a los traficantes, incluso
a los consumidores mismos: el fatum, la fatalidad y el destino, de estos
últimos se encarna, como es lógico, en algo consumible.
La hostia laica hace comulgar a cada uno con su propio cuerpo y realiza
el célebre aforismo de Marx: el objeto del hombre es la esencia
del hombre tomada como objeto. El consumidor y lo consumido se hacen
intercambiables. Maldecir a uno es maldecir al otro.
La
maldición de Freud
Siegried Bernfeld describe en los siguientes términos la
maldición que cayó sobre Freud: Tres años
después de haber probado la cocaína por primera vez, Freud,
el hombre que volvió a descubrir la cocaína, se vio convertido
en blanco de acusaciones más o menos veladas, en las que se le
culpaba de haber añadido, a la morfina y el alcohol, el tercer
azote de la humanidad. Ahora veía que, tras haber tratado de
ayudar a los hombres, se lo acusaba de haber liberado el mal; la droga
que confiaba iba a cimentar su reputación de médico descubridor
de la fórmula para curar la neurastenia, servía ahora
para poner en duda su criterio. Por otro lado, había sido
rechazado por los jefes de la Escuela de Medicina de Viena por ser un
propagandista de Charcot. La situación, según el término
usado por Freud, era tenebrosa. Mientras tanto, el doctor
Koller descubre, gracias a la cocaína, la anestesia local.
Por aquella época la cocaína circulaba entre los médicos,
los farmacéuticos y sus mujeres. Cuando se descubrió la
otra cara del placer cundió el pánico. Muchos años
después, en 1975, la publicación en libro (y en inglés)
de los Cocaine Papers difunde aquella aventura de Sigmund Freud. El
autor del libro, R. Byck, da una razón emotiva: Este libro
lo escribí para mis hijos Carl, Gillian y Lucas, para que aprendan
cosas sobre la ciencia a partir de la historia. La operación,
por inocente que sea, coloca a Freud como ancestro de Huxley, Timothy
Leary y otros propagadores de la farmacopea de la transgresión,
en el mismo momento en que las terapias verbales son cuestionadas
y, además, se propone la sustitución de las mismas por
drogas de las buenas para resolver problemas
variados.
Como muestra el excelente libro de Alberto Castoldi, El texto drogado,
lo que importa es en qué trama discursiva se inserta un objeto
y de qué conducta se lo convierte en causa: la cocaína
estaba difundida entre los fundadores del dadaísmo en Zurich,
el surrealista Jacques Vaché se suicidó en compañía
de un amigo después de una elevada dosis de opio. Ellos no eran
consumidores, tampoco ciudadanos asistidos por traficantes y especialistas.
La
cocaína según Freud
Mis primeras líneas
En
julio de 1884, Freud publicó Über Coca, su primer
trabajo sobre la cocaína. En menos de cinco meses, se dio
a conocer una traducción al inglés que resumía
aquel trabajo, en el que pregonaba el alto rendimiento laboral
que producía, advertía sobre el uso inmoderado
y ensalzaba sus virtudes digestivas.
POR
SIGMUND FREUD
La planta Erythroxylon coca es cultivada en extensas áreas
de Sudamérica, sobre todo en Perú y Bolivia. Era
una planta que conocieron y valoraron altamente los conquistadores
españoles del Perú. La planta estaba estrechamente
vinculada con ceremonias religiosas. Las hojas eran ofrecidas
en sacrificio a los dioses, masticadas durante la adoración
y puestas en la boca de los muertos a fin de asegurarles una favorable
acogida en el otro mundo. El gobierno local de Lima prohibió
su uso tachándolo de pagano y pecaminoso. Pero cuando los
españoles vieron que los indios no podían realizar
las pesadas tareas que les imponían en las minas si no
tomaban esas hojas, suprimieron la prohibición. Se la daban
a sus trabajadores tres o cuatro veces al día, y la costumbre
ha continuado hasta nuestros días.
Los indios llevan consigo, cuando van errantes de un pueblo a
otro, una bolsa con hojas de coca, y también un frasco
con cenizas de un árbol. Hacen con las hojas una bola en
la boca, la perforan con un clavo empolvado con cenizas, y después
mastican la bola envolviéndola con saliva. Suelen tomar
generalmente entre cien y ciento veinte gramos al día.
El hábito de masticar hojas de coca empieza entre ellos
cuando llegan a la juventud, y ya nunca lo abandonan. Cuando tienen
que emprender un viaje largo, o cuando cohabitan con sus esposas,
o hacen cualquier cosa que exija un gran esfuerzo físico,
aumentan la cantidad de hojas de coca. Hay abundantes pruebas
que hablan de que los indios son capaces de llevar a cabo los
trabajos más pesados sin sentir necesidad de comer si pueden
ir mascando coca.
El uso inmoderado de la coca provoca caquexia, indigestiones,
adelgazamiento y pérdida de fuerzas, depravación
mental de tipo antiético, apatía por todo. En general
se trata de un estado que recuerda mucho al que producen la morfina
y el alcoholismo. Esta caquexia de la coca siempre es resultado
de su abuso. En cambio, no se produce nunca como resultado de
una desproporción entre los trabajos realizados y la dosis
tomada.
Una sustancia eficaz de las hojas de la coca es la cocaína.
Este cristal tiene sabor amargo, causa anestesia en las mucosas,
es difícil de disolver en el agua, y más fácil
en alcohol y ácidos diluidos, sobre todo en el ácido
clorhídrico.
Según los resultados producidos por los experimentos, la
coca es, tomada en dosis pequeñas, un estimulante. En dosis
grandes paraliza los nervios. En las ranas, por ejemplo, produce
un breve período de estímulo, pero en seguida resulta
paralizadora. Primero se atrofian las extremidades de los nervios
sensoriales, después los nervios sensoriales mismos. Al
principio la respiración se acelera, y después se
detiene. El corazón ve reducida su acción hasta
llegar a un descanso diastólico. Una dosis de 2 miligramos
causa síntomas tóxicos. La cocaína excita
en los animales de sangre caliente los centros psíquicos
y cerebrales. Los perros a los que se ha administrado 0,01 gramos
de cocaína por kilogramo de peso muestran perturbaciones
maníacas, y también movimientos pendulares de la
cabeza.
El efecto que tiene la cocaína en el ser humano no es muy
diferente del que producen las hojas de coca. El autor tomó
0,05 gramos de cocaína en una solución al 1 por
ciento cuando se encontraba cansado y con malestar. La solución
tenía al principio sabor amargo, pero pronto cambió
y se hizo bastante agradable. Al cabo de unos minutos se sintió
muy alegre y a gusto. Los labios y la lengua parecían habérsele
arrugado y luego los sentía desacostumbradamente calientes.
La respiración se hizo más lenta y profunda, se
sintió cansado y somnoliento y se puso a bostezar. Notaba
la mente confusa. Después de unos minutos empezó
la auténtica euforia de la cocaína, con frecuentes
eructos fríos. El pulso era al principio más lento
y después más acelerado, y con mucho calor en la
cabeza.
El efecto físico del cloruro de cocaína en dosis
comprendidas entre 0,05 y 0,10 gramos consiste en alegría
y euforia constantes. No se produce un tipo de alegría
semejante a la que da el alcohol. La persona que toma la cocaína
se siente segura de sí misma, vigorosa y activa, pero no
con la excitación mental que producen la cafeína,
la teína y el alcohol, sino simplemente con una fuerza
normal y una gran capacidad de trabajo. Estos son los efectos
más maravillosos de la coca. Es posible, habiéndola
ingerido, llevar a cabo los más prolongados, persistentes
e intensos trabajos mentales o musculares sin sentir fatiga. El
hambre y el sueño, tan imperativos generalmente, dejan
de sentirse y tenerse en cuenta. Cuando se ha tomado cocaína
se puede comer y beber, pero se tiene la convicción de
que fácilmente se podría prescindir de ello. Se
puede también dejar de dormir, aunque, si se desea, el
sueño viene sin dificultades. En la primera fase de la
ingestión de cocaína siempre se produce insomnio,
pero no es un insomnio molesto ni doloroso.
El efecto de una dosis corriente de cocaína va disminuyendo
poco a poco, de forma que resulta difícil determinar con
exactitud su duración relativa. Si se realizan trabajos
muy pesados e ininterrumpidos mientras se está bajo los
efectos de la cocaína, durante períodos de cuatro
o cinco horas, es necesario repetir la dosis para evitar la fatiga.
El efecto será más duradero sin embargo si el trabajo
es menos pesado. Después de que desaparece la euforia causada
por la coca no aparece ningún tipo de lasitud. El efecto
de una dosis de 0,05 gramos durará veinticuatro horas.
Terapéuticamente es utilizada como estimulante siempre
que se necesite mantener un aumento de la capacidad de esfuerzo
físico sin alimentos ni descanso; así, en las guerras,
viajes largos, escaladas de montaña, etc., en las que tanto
se suele valorar el alcohol, la coca es un estimulante que da
muchas más fuerzas y resulta además absolutamente
inofensiva aunque se tome durante períodos continuados.
La única objeción es su alto costo.
También se recomienda la coca para personas con problemas
digestivos; se trata del correctivo de la digestión más
antiguo, mejor conocido y más recomendable. Las diversas
presentaciones de la coca pueden recetarse para dispepsias en
todas sus formas, sobre todo las producidas por casos de debilidad
general. Con dosis pequeñas de cocaína (de 0,025
a 0,05 gramos) se logra hacer desaparecer la indigestión,
la lasitud y la incapacidad de trabajar.
También ha sido recetada y ha obtenido buenos resultados
en casos de caquexia y sífilis, así como en casos
de morfinismo y alcoholismo: está considerada como un antídoto
total contra la morfina. Y ha demostrado también ser muy
beneficiosa en trastornos de tipo asmático. Por encima
de todo se han descubierto efectos anestésicos locales
del cloruro de cocaína en la oftalmología, hecho
confirmado por oculistas tanto europeos como norteamericanos.
El profesor Fleischl de Viena ha confirmado que el cloruro de
cocaína es valiosísimo, utilizado mediante inyecciones
subcutáneas, para tratar el morfinismo (de 0,05 a 0,15
gramos disueltos en agua). Se utiliza la técnica de reducir
gradualmente la dosis de morfina e ir elevando paralelamente las
de cocaína. Si se quiere producir una abstinencia brusca
de morfina, es necesario aumentar la dosis de cocaína hasta
llegar a inyecciones de 0,1 gramos. Gracias a ella es posible
prescindir totalmente de los asilos para alcohólicos; se
puede conseguir una curación radical en diez días
inyectando 0,1 gramos de cocaína tres veces al día.
Después de excesos en comida o bebida, la cocaína
reestablece la buena digestión mejor que ningún
otro preparado. Una dosis entre 0,025 y 0,05 gramos bastará
para ello.
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Freud,
Holmes y la cocaína
Viva la pipa
Como
se sabe, Sherlock Holmes mantenía una relación más
que estrecha con la cocaína. Pero en 1891, Conan Doyle decide
mandarlo de viaje, para hacerlo reaparecer tres años después
sin rastros de la adicción. En el ensayo incluido en Escritos
sobre la cocaína del que a continuación se reproduce un
fragmento, David Musto analiza a través de la saga de Holmes
el cambio que se registra durante esos años en las ideas predominantes
sobre la cocaína.
Por
David Musto
Algunas
de las autoridades que más saben sobre Sherlock Holmes aseguran
que éste no tomaba cocaína, que se trataba de un chiste
para burlarse del sombrío Watson, o que quizás, peor aún,
era morfina, ya que Watson habla de un Holmes pacífico que posteriormente
tiene reacciones negras, más características
de los derivados del opio que de la cocaína. Yo prefiero mostrarme
de acuerdo con el doctor Eugene F. Carey, ex cirujano del departamento
médico de la policía de Chicago, según el cual
es improbable que Holmes se pinchara durante tantos años seguidos
si no había nada en la botellita que había sobre el mantel.
Además, no se puede descartar tan fácilmente el hecho
de que Holmes mismo afirmaba haber tomado cocaína, y que el médico
Watson le creyera.
En The sign of the four, fechado en 1888, Holmes explica: Mi mente
se rebela contra el estancamiento. Que se me den problemas, trabajo,
el criptograma más abstruso, o el más intrincado análisis,
y me encontraré en la atmósfera que necesito. Puedo dejar
de tomar estimulantes artificiales, pero aborrezco la gris rutina de
la existencia. Holmes atravesaba períodos de mal humor
y largas etapas de aburrimiento, durante los que trataba de encontrar
algún alivio. Este dato no es prueba de una tendencia maníaco-depresiva.
Yo diría más bien que Holmes se sometió a un tratamiento
a base de un régimen aceptado de cocaína, a fin de solventar
el problema de su aburrimiento; cuando los efectos secundarios empezaron
a causar interferencias en su persona, abandonó el consumo de
la droga; y después de un período en el que permaneció
alejado del mundo paranoico-genético, volvió a Londres,
reanudó su carrera, y alcanzó la cumbre de su éxito
sin recurrir a otra droga que no fuera el tabaco.
Si hacemos un breve resumen de las referencias a la cocaína que
encontramos en el canon de narraciones de Watson, comprobaremos que
en la primera (A Scandal in Bohemia, 1886), el narrador nos dice que
Holmes alternaba una semana de cocaína con otra de ambición....
En junio de 1887 Holmes ya está haciendo bromas a Watson sobre
sus inyecciones de cocaína, y niega que haya sumado a sus numerosos
vicios el de fumar opio (en The Man with the Twisted Lip). En septiembre
de ese mismo año (The Five Orange Pips) se describe a Holmes
como a un hombre que se autoenvenena con cocaína y tabaco.
En The Yellow Face, Holmes aparte usar de vez en cuando cocaína...,
no tenía vicios (abril de 1888). La utilización
de cocaína parece haber aumentado durante el verano de ese año,
pues en septiembre (The Sign of the Four), Watson observa las inyecciones
que se pone Holmes y comenta: Durante muchos meses he estado viendo
esto mismo tres veces al día. Muy poco tiempo después,
Watson deja de ser un observador constante, pues en mayo de 1889 contrae
matrimonio. Al cabo de siete años, cuando vuelve la mirada sobre
este período, Holmes habla de la jeringa hipodérmica como
instrumento del mal (The Missing Three-quarter, 1896).
Watson, por su parte, después de contraer matrimonio, empezó
a preocuparse seriamente por la salud de Holmes. Esto lo llevó
a proceder de una manera muy poco habitual en él: escribió
una carta al correo de lectores de The Lancet, el 28 de octubre de 1890,
suplicando que quien pudiera le diese ayuda o consejos sobre cómo
curar a un paciente que padecía de unos deseos irrefrenables
de consumir cocaína. Naturalmente, firmó su carta con
seudónimo, pues de otra manera toda Gran Bretaña hubiera
sabido quién era el paciente de Watson (la carta
va firmada Irene, nombre cuyo significado no escapará
a ningún estudioso del tema: para Holmes, Irene siempre es la
mujer, pocas veces la menciona con otro nombre).
El
resultado del intento de Watson no es conocido, pero una noche, al cabo
de pocos meses, Holmes entró inesperadamente en la sala de visitas
del consultorio de su amigo. Dice Watson: Me sorprendió
verle mucho más pálido y delgado de lo corriente.
Holmes pide, apenas entra, que cierre las persianas y se asegure de
que nadie pueda entrar. Confiesa que tiene miedo a las armas de fuego
y advierte a Watson que pronto tendrá que irse, por la parte
trasera de la casita del doctor y saltando la pared del jardín
de atrás. Holmes llevaba además los nudillos de ambas
manos ensangrentados, después de haberse enfrentado con un rufián
al que habían enviado a acabar con él. Al
final le pide a Watson que se vaya con él a pasar una semana
en el continente europeo. Cualquier parte servirá.
Esta conversación no concordaba en absoluto con lo que Watson
conocía de Holmes, y su cara pálida y crispada indicó
al médico que su amigo tenía los nervios en el punto máximo
de tensión. (Holmes padecía, quizás, un efecto
secundario de la utilización crónica de la cocaína,
que muy a menudo es causa de unas actitudes mentales de tipo receloso
y que llevan, a quien las padece, a tejer unos esquemas complicadísimos
a fin de intentar dar una explicación de hechos de los que sólo
él se da cuenta.) Al ver que Watson se quedaba maravillado, porque
su rostro lo reflejaba claramente, Holmes decidió confiar a su
único amigo qué era lo que estaba causándole aquel
estado de angustia. Repare el lector en el valor objetivo de las pruebas
que presenta:
Seguramente habrás oído hablar del profesor Moriarty
dijo Holmes.
No, nunca.
¡Ah, él es quien lo hace todo maravilloso! Impregna
toda la ciudad de Londres y nadie sabe nada de él. Eso es lo
que le sitúa en un pináculo en la historia del crimen...
Después Holmes explica que desde hace tiempo tiene sospechas
que le han permitido penetrar en el núcleo de la evolución
de su sistema: Durante muchos años he sido constantemente
consciente de la existencia de algún poder que está detrás
del malhechor, de un profundo poder organizador que se interpone eternamente
a la buena marcha de la ley, y que lanza su escudo en defensa del que
la infringe. Una y otra vez....
Es demasiado cruel recordar ahora en todos sus detalles las deducciones
de Holmes que le sirven para que todo le resulte claro y explícito
(¿paranoia moriartii?). Baste citar las pruebas que Watson puede
ver cuando él y Holmes parten en tren desde la estación
Victoria con destino a París. Los dos entrevén a un
hombre alto que se abría camino a empujones a través de
la muchedumbre, agitando la mano como si quisiera que pararan el tren
para él. Holmes declara que ese hombre es Moriarty, y Watson,
de buen humor, se muestra de acuerdo, mientras interiormente recuerda
a todos los Moriarty que ha visto tratar de coger un tren
en aquella misma estación. Cuando el tren acelera, Holmes se
siente lo bastante tranquilo como para quitarse el disfraz de viejo
cura italiano. Está de buen humor, hasta exuberante, a pesar
de su ininterrumpida alerta. En Suiza, un misterioso alud de rocas que
cae desde lo alto (y que el guía que los acompaña explica
diciendo que es un fenómeno bastante corriente en aquel lugar
y en aquella estación), no provoca en Holmes ninguna respuesta,
pero, cuenta Watson, lo lleva a sonreír con el aire de
un hombre que ve realizarse aquello que había esperado que aconteciera.
Holmes sigue alerta, temiendo lo peor, y esperando que, al menos, el
archicriminal muera con él, pero le cuenta a Watson que su mente
empieza a interesarse por temas que se apartan del mundo criminal. Ultimamente
he sentido la tentación de estudiar los problemas que nos plantea
la naturaleza. No importaba mucho que se dedicara también
a estos problemas, porque su mente no funcionaba bien y posiblemente
las causas de este mal funcionamiento hubieran podido encontrarse no
tanto entre los criminales sino en la farmacología de la cocaína
y la dinámica mental.
La desaparición de Holmes en las cataratas de Reichenbach, cuando
él y Watson avanzaban hacia la frontera de Austria, es bien conocida.
Es igualmente conocido que Holmes reapareció el 5 de abril de
1894, casi tres años después, tras haberse pasado toda
esa temporada viajando mucho, realizando investigaciones químicas,
y sin sentir ya en absoluto su deseo de tomar cocaína.
Ahora bien, ¿qué otra cosa ocurrió entre 1891 y
1894? Sólo podemos hacer conjeturas. Fue en ese momento cuando
Sigmund Freud, el primero en afirmar que la cocaína podía
ser utilizada como tonificante del sistema nervioso, dejó de
escribir en favor del tratamiento. Freud se mostró muy preocupado
por aquellas personas que habían abusado de la droga y que, aunque
no se les podía calificar de adictos, padecían los efectos
secundarios de la intoxicación causada por la sustancia. En mi
opinión, Holmes fue sometido a un tratamiento debido a su abuso
crónico, que había llegado a afectar el contacto con la
realidad de sus poderes deductivos. Sus razonamientos seguían
siendo eficaces y correctos, pero los datos a partir de los cuales construía
sus deducciones se originaban en un terreno que, más que a la
realidad, pertenecía a la fantasía. Probablemente la cura
a la que se sometió fue de descanso, abstinencia y dedicación
de su mente a otras cuestiones. Podemos, sin embargo, estar seguros
de que mientras descansaba, en Suiza o en Viena, no dejó de hablar.
Y sus ideas, y especialmente sus métodos, tuvieron que influir
por fuerza en las personas con las que habló. Los lectores estamos
acostumbrados a la atención que Holmes prestaba a cada hecho
desacostumbrado, y conocemos muy bien cómo llegaba a desentrañar
la raíz de los problemas complicados a partir de un pequeño
detalle o fragmento. Esta forma de razonar fue quizás lo que
Holmes regaló a las personas que lo trataron cuando se sometió
a la cura de la que debía salir con la eficacia de sus procesos
mentales recuperada.
Freud no volvió a publicar nada más sobre la cocaína
y sus maravillosas cualidades a partir de 1887. Su experiencia había
sido dura, y más dura todavía para el amigo a quien había
tratado de curar. Sus deseos de conseguir fama habían sido aplastados
por la tremenda réplica de Erlenmeyer, que afirmó que
la cocaína era el tercer azote de la humanidad después
del opio y el alcohol. Para Sherlock Holmes la cocaína había
dejado de ser un problema tres años antes.
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