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Tomás Abraham mete el dedo en la llaga

La filosofía
en la gerencia

La economía domina la política de nuestro tiempo, y la empresa privada es su unidad básica. Sin embargo, la intelectualidad la desprecia: prefiere refugiarse en el lamento, la denuncia o la nostalgia. El filósofo insurgente Tomás Abraham, sin embargo, decidió tomar el toro por las astas en su libro La empresa de vivir. Aquí cuenta cómo le fue.

POR CLAUDIO URIARTE

“Desafiliar al economista de la intelectualidad y del pensamiento crítico traiciona un conformismo de la intelectualidad crítica: su renuncia a pensar la política, esa posición de Cómo nosotros pensábamos la revolución, y ésta no es posible, no nos dedicamos más a pensar la política; se lo dejamos a los cerdos, a los perros, a los Ruckaufs, a los Cavallos. Bueno, yo todavía no renuncié a eso y no puedo dedicar toda mi mente a escribir un nuevo ensayo sobre Roberto Arlt. Eso no solamente es claudicar: es mediocre”, dice Tomás Abraham para decir lo que no hizo con su reciente libro, La empresa de vivir, editado en estos días por Sudamericana. En diálogo con Radar, Abraham ofrece testimonio de lo que sí hizo.
¿Para quién es La empresa de vivir? ¿Es “un libro para todos y para ninguno”?
–Eso sin duda. Y no es por ser cholulo de Nietszche. Este libro lo puede leer cualquiera. O nadie. Cualquier persona puede apasionarse por el libro como cualquier persona puede denostarlo totalmente. El que lo lee debe engancharse de algún modo, porque es un libro gordo, y no se suele perder el tiempo tanto tiempo. Pero por supuesto que no tiene perfil de lector. Hay gente que disfruta distintas partes de este libro. Por ejemplo, alguien que tiene formación filosófica pierde muchas de las partes de economía pura. Pero lo que más me gusta del libro es que en él me encuentro con cualquier persona. Con cualquiera. Yo no tengo un vínculo particular con el mundo universitario ni académico ni nada por el estilo. A veces pienso que mi relación es más bien con políticos, periodistas, puede ser gente de teatro. Es decir: gente que tiene que ver con el mundo intelectual, pero que no está en el corazón de la universidad. Por lo general, este tipo de libros no cae bien en la universidad. Y no cae bien porque, si hay algo que está fuera de los cánones de la universidad, es este libro: una falta de respeto total ante cualquier tutoría, ante cualquier tutela de tesis o algo parecido. Yo nunca pertenecí a eso y se nota. La empresa de vivir es el libro que yo quería hacer sobre una serie de cuestiones que para mí eran del mayor interés en la década: el discurso de los economistas y el poder del discurso de los economistas. Y no haciendo un análisis objetivo, sino del poder que eso tenía sobre mí. Yo fui sensible a ese fenómeno mientras otros apenas se daban cuenta. Y me di cuenta gracias a mi falta de respuesta ante esa hegemonía del análisis que ellos tenían. Hoy en día, para saber sobre política argentina, ¡leo los suplementos económicos de los diarios! Porque hoy en día, análisis político significa conocimiento económico.
¿Conocimiento econométrico, conocimiento técnico?
–No, pero sí económico. Cuando se habla de política hoy, se habla de Mercosur, de deuda externa, de desregulación laboral, de Producto Bruto, de inversiones, de confianza y de riesgo-país. De eso hablan los ministros, los políticos, los medios de comunicación. Y, si no hablan de eso, hablan de seguridad, ya que economía y seguridad son los dos temas. Pero como la seguridad es un tema tramposo (ya que es un tema un poco montado también), la economía es la radiografía, y de eso me di cuenta en 1989. Bajo el menemismo, el análisis político estaba realmente escrito por los economistas, empezando por Cavallo. Y no hubo un político que pudiera estar a la altura de la discusión del economista-político.
¿Ni uno?
–Chacho Alvarez se subía a los colectivos (mirá qué popular) para decir que defendía la estabilidad... ¡de Cavallo! Y Terragno, cuando se tuvo que enfrentar, debió buscar las palabras. O sea que acá hubo una hegemonía total, y si hoy en día está en crisis es porque los efectos de la globalización están en crisis en la Argentina. Pero son los economistas los que siguen explicando todo, y los políticos sin conocimiento económico no tienen discurso. La economía no es lo que decía el marxismo. Elmarxismo siempre fue una sociología política, una filosofía en el sentido amplio (como en el Marx joven), pero no era economía. La que hubo fue una economía soviética, pero no marxista. Cuando cae el Muro hay economía.
¿Eso significa que en la Argentina nunca antes hubo economía?
–Para nada. La “tablita” existió, el Plan Austral existió. Aquí se hablaba de economía cuando la gente iba a los arbolitos en la calle Florida a comprar dólares: desde que se cotiza el dólar se habla de economía. Pero esto era otra cosa: esto era la inundación del mundo global en la Argentina, manejada por el mundo económico-financiero. La política estaba totalmente reducida y era transparente a esos mecanismos de poder: carecía de cualquier antídoto, de cualquier válvula, cualquier dique, freno ni absolutamente nada para poder conducir la economía. Se invirtieron los términos, y en este sentido digo que ésta es otra economía: la economía conduce a la política; la política se deja conducir, y a veces se da vuelta para ver a dónde la llevan.
Ultimamente los filósofos progres profesionales se han retirado a una suerte de ejercicio melancólico, en que sueñan con “la época de la utopía” y protestan contra el “pensamiento único”, como si militaran contra la lluvia. Y está también lo que podría llamarse “progresismo reaccionario”, que culpa al neoliberalismo de lo que no es culpable (la miseria de las zonas más atrasadas del globo, donde el neoliberalismo no ha entrado) e ignora que sus lacras son señales primitivas de progreso, como el trabajo infantil en el Tercer Mundo, que por lo menos significa que hay trabajo e ingresos. ¿En qué medida la ironía constante de su libro contra la dictadura economicista, y contra la desaparición de la mediación política, no lo acerca a militar contra la lluvia?
–Creo que hay distintas formas de militar contra la lluvia. Ni en mí ni en mi libro está la idea de que había un mundo mejor. En lo que insisto mucho es en el poder del mundo que se instauró. Pero le saco el velo: le quiero mirar la cara a quien domina. Eso muy distinto a aquel que no le quiere mirar la cara, y entonces se entretiene jugando con chiches. Yo leo a Cavallo, yo leo los libros de Roque Fernández. Yo quiero saber lo que piensan, me los tomo en serio. Leo la literatura de autoayuda, a mí me interesa eso, porque es real y existe, con muchos más matices de los que cree aquel que no le corre el velo. El que no le corre el velo no quiere ver: es el antifilósofo, en realidad. ¿Y por qué no quiere ver? ¡Porque quiere creer! Y yo no quiero creer en nada: porque, para mí, la actitud intelectual, y la fuerza del intelectual, no están en creer. Están en crear. Yo no creo en la creencia.
¿Postula que hay un misterio de la existencia?
–Yo sé que hay algo totalmente fuera de todo, que yo no alcanzo a ver, pero me gusta cada tanto algún vacío para decir: “Ahí debe estar”. Es que hay mucha necesidad de creer: creer en John William Cooke, en Lugones, en Macedonio Fernández, en Roberto Arlt, en la literatura, en la Década Infame, en Roca, en no sé qué cuernos pasó en 1912, y en 1914. Yo digo: ¿no pasa nada, ahora, en nuestro país? Muerto no está. Algunas mentes muertas debe haber, pero el país no está muerto. Uno puede decir “acá no pasa nada”, puede putear como un típico porteño, pero el país no está muerto. Hay nuevas generaciones que nos van a suceder. No somos los “últimos hombres” de la Argentina; no se terminó el mundo con nuestras utopías, esto sigue viviendo. Y lo que está pasando es algo radicalmente nuevo. Es distinto, y es triste.
¿Triste?
–Y sí, es triste. Porque ahí está el asunto de la lluvia.
¿A ver?
–¡Por las lágrimas! Es triste por una cosa que uno no debería decir nunca: que la Argentina (me parece a veces) no tiene futuro, al menos por mucho tiempo. Es algo que puedo ver, por otro trabajo que tengo.
¿Cuál?
–Yo trabajo a la mañana en una empresa que fundó mi viejo, una empresa textil que tiene más de cincuenta años. Él se retiró y ahora estamos a cargo con mi primo, a quien yo le di toda la manija, porque no soy empresario. Hace muchos años que trabajo allá, en funciones de organización.
¿Cómo es la vida de un filósofo dentro de una empresa?
–No, no: es la vida mía dentro de una empresa. Cuando hago filosofía soy filósofo; cuando no hago filosofía no soy filósofo.
En ese sentido, ¿su libro puede considerarse la respuesta argentina a Soros, a quien califica de “filósofo frustrado”?
–Sí, pero viniendo de “un empresario frustrado”. Hablando en serio, trabajar allí me ha dado una imagen de la realidad muy distinta al ámbito universitario, en el sentido de una perspectiva día a día de las cosas, contrastando con la visión de siglos o milenios de los filósofos.
La empresa de vivir es un título que evoca a los libros de autoayuda, que son examinados detenidamente en la cuarta y última parte del libro. Allí se sugiere que la dictadura economicista genera depresión en los sujetos individuales, e inaugura el auge de las medicaciones antidepresivas. ¿Puede decirse que el libro es un manual de autoayuda intelectual para el individuo aislado en la sociedad global, y al mismo tiempo un antidepresivo intelectual?
–Sí, por qué no. En este sistema, el discurso económico puede. La globalización puede. Cavallo puede; Menem puede. Los efectos que se producen muestran el impoder de las respuestas. Tomando un ejemplo histórico: Marx, en Alemania, se deprime. La filosofía, el pensamiento y la cultura en la Alemania de 1860 deprimían a Marx, porque eran crítica de la religión, y la élite intelectual creía que criticando la religiosidad cristiana (o supersticiosa, o de la monarquía absoluta, o del opio del pueblo y demás), la conciencia de los alemanes se iba a esclarecer y las cosas iban a cambiar hacia un mundo de iluminados. Y eso lo deprimía, porque la cosa venía por otro lado. El análisis que hace del capitalismo inglés lo sacó de su propia depresión, porque agarró el toro por las astas y empezó a torear, haciendo lo que él llamaba “análisis científico”. Porque la crítica filosófica (que lo deprimía) era lo mismo que cuando hoy se habla de “utopías”: la nostalgia, mantener ciertos valores, creer que finalmente el mundo de los principios y de la ética va a vencer, y todas esas cosas. En ese sentido, para mí el libro funcionó como un antidepresivo y el tema me dominó hasta que decidí enfrentarlo con armas intelectuales. Como cuando trato el tema del management, por ejemplo. Es todo lo contrario del tipo que lo desprecia: porque eso es desafiliar al economista de la intelectualidad, del pensamiento crítico. Y eso traiciona un conformismo de la intelectualidad: su renuncia a pensar la política. La posición: “Cómo nosotros pensábamos la revolución, y ésta no es posible, no nos dedicamos más a pensar la política; se lo dejamos a los cerdos, a los perros, a los Ruckaufs, a los Cavallos”. Bueno, yo todavía no renuncié a eso y no puedo dedicar toda mi mente a escribir un nuevo ensayo sobre Roberto Arlt. Eso no solamente es claudicar: es mediocre.
En su libro usted “pone el cuerpo” y cada tanto rompe el pacto de lectura. Uno espera que un filósofo hable y “baje línea”, pero acá aparece de repente hablando en primera persona. De su pasada tartamudez, por ejemplo. ¿Qué es esto? ¿Un acto de demagogia intelectual?
–Yo soy dueño de mi territorio, y éste es mi territorio: escribir un libro. La filosofía es mi territorio. A mí no me lo prestaron, no me lo regalaron, no me lo vendieron. Y, como es mi territorio, yo hago lo que quiero con él. Y lo que quiero es esto. La tartamudez, o una visita a un psiquiatra en la adolescencia, es parte de mi territorio: yo siembro eso, como siembro management, siembro autoayuda, siembro mi propia experiencia,siembro mis opiniones. Lo que yo pienso, lo que yo recuerdo y lo que yo deseo son una sola cosa, que forma parte de lo mismo. No tengo vergüenza: al contrario, no me importa cómo “queda” eso; cómo “cae”. Yo me río, yo tengo intensidades; de repente digo “Mirá qué barbaridad”. Es importante el humor.
¿Para qué es importante el humor?
–Para ser un ser humano. Y para no “creerse” que uno es un intelectual, que uno es un filósofo, que está “concientizando” y que tiene una verdad. Siempre hay que tener presente la vanidad de lo que uno hace, porque eso le da a uno libertad, docilidad y la real humildad, que no es la del “yo sé poco”. Soberbia y humildad no se contraponen, forman parte de un mismo dispositivo. Y, como a mí me costó mucho tener mi lote, mi territorio, lo adorno con los colores que se me cantan. Como el tipo que hizo su casita y la pinta de verde loro, aunque las demás en la cuadra sean blancas. ¿Sabés por qué? Porque es mi casa. Ahora, yo abro las puertas de mi casa porque escribí un libro, abro las puertas y además me parece interesante lo que me pasó a mí. Y necesito esos quiebres para no transformarme en un caldo espeso. Porque lo que me interesa es abrir campos de sorpresa. Es muy importante la sorpresa.
¿Para qué?
–Para pensar.

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