Llega a la Argentina el enfant terrible del jazz
actual
Las
tribulaciones
del joven Mehldau
En
menos de cinco años grabó siete discos y se convirtió,
antes de cumplir los treinta, en la nueva esperanza blanca del jazz.
Reivindica la influencia que tuvieron sobre él los románticos
alemanes y la música pop, pero detesta que lo vean como un nuevo
Bill Evans. Luego de dar cátedra con su trío y grabar
un disco solista de paisajes musicales, Brad Mehldau llega
a la Argentina con la cantante holandesa Fleurine, ofreciendo un repertorio
que va de Jobim a Supertramp, pasando por Jimi Hendrix, Pat Metheny
y Johnny Mandel.
Por
Diego Fischerman
Se preocupa con escrupulosidad por aclarar que no es un genio. Y que
su estilo no desciende de Bill Evans ni de Paul Bley ni de Lennie Tristano.
Cuando se me relaciona con ellos (especialmente con Bley y Tristano,
a quienes nunca escuché siquiera) no se está hablando
de música sino de clichés raciales: esa idea del intelectualismo
introspectivo y excesivamente emocional de los tríos de jazz,
liderados por supuesto por blancos sensibles. Es frustrante recibir
etiquetas cuando uno está tratando de crear algo personal. Pero
es parte de esa mitificación que viene del culto a la personalidad
del pop: la manera en que un músico mueve la cabeza o su experiencia
con ciertas sustancias químicas no son apreciaciones musicales,
ni permiten abrir juicio. Lo que importa es lo que hacen con la melodía,
la armonía y el ritmo, dice permitiéndose incluso
cierto malhumor.
Podría decirse que a Brad Mehldau lo que más le molesta
son los prejuicios. O, mejor, los juicios apresurados. Esa clase de
verdades que, a partir de algún dato no siempre exacto,
el mercado se apura por fabricar. A Mehldau lo incomodan tanto como
a esos fanáticos del jazz y no sólo del jazz
les irritan aquellos músicos que logran un reconocimiento por
afuera de los límites del género. En todo caso, si hay
alguien dispuesto a demistificar a Brad Mehldau, es precisamente Brad
Mehldau. Y tal vez tenga razón. Quizá no sea el genio
del piano que la crítica dice que es. Es posible que esté
lejos todavía del lugar de nueva revelación que antes
ocuparon Chick Corea, Herbie Hancock o Keith Jarrett. Pero lo que sucede
con Mehldau es que está en el lugar justo y tiene exactamente
las cualidades que se necesitan para ocupar ese sitio.
Disparen
sobre el pianista
Hay pianistas de jazz con más swing, con más empuje.
Y su manejo del timbre o de varias líneas melódicas contrapuntísticas
no sorprendería en un pianista clásico. La particularidad
de Mehldau es la de ser el más clásico entre los pianistas
de jazz y el pianista clásico con más swing y empuje jazzísticos.
El saxofonista Joshua Redman, con quien Mehldau toca frecuentemente,
dice casi lo mismo: Hay muchos buenos pianistas de la escuela
impresionista, pero ninguno tiene el groove de Brad. La música
que toca Brad es abstracta e introspectiva. Pero muchas veces no se
le reconoce lo increíblemente conmovedora y concreta que es,
a la vez. Y la vitalidad rítmica. Tiene tanto de Oscar Peterson
como de Jarrett y Evans, sabe un montón de la tradición
del swing. El pianista sostiene, por su parte, que el atractivo
del jazz es que pretende lo mejor de ambos mundos, el clásico
y el pop, y briosamente aspira a superar las limitaciones de ambos.
Toma de los clásicos el propósito de enriquecer a los
oyentes a través del rigor de su estructura y la integridad de
su forma. Y toma del pop esa autoimpuesta rapidez creativa que se manifiesta
en la improvisación.
Mehldau, entonces, es único. Y, lo más importante, tiene
un estilo absolutamente identificable, en un momento del género
en que todos suenan excesivamente parecidos: entre sí y a sus
modelos. En ese sentido, su mayor mérito no es tocar magníficamente
el piano (que lo hace) sino sonar distinto a todos los demás.
Dicho de otra manera, es el primer (y hasta ahora único) pianista
de jazz posjarrettiano. El único capaz de partir de esa tradición
y construir sobre ella sin quedar prisionero de sus manierismos. Pero
entre las cosas que Mehldau discute además de su genialidad
y su filiación evansiana también está eso
que Redman llama escuela impresionista. Sus influencias
más obvias, dice, son McCoy Tyner y Herbie Hancock. Lo
que sucede es que la prensa sólo hace foco en una faceta de mi
manera de tocar y dicen: Bill Evans. Creo que en mis años de
formación no escuchaba tanto a Evans por esa reverencia fetichista
que despertaba y aún despierta. Me opongo a ese culto a la personalidad.
Y meopongo a los análisis simplistas. Cada vez que un pianista
de jazz investiga líneas melódicas por el lado de los
clásicos, se le ve influencia de Evans. Bueno, en mi caso no
fue ni Evans ni los impresionistas (Ravel, sobre todo, fue el que más
influyó a Bill Evans) sino los románticos alemanes: Brahms
y Schumann.
Retrato
del artista cachorro
Jacksonville, Florida. 1970. El joven Brad ha sido adoptado por
el matrimonio Mehldau. Adoptar el apellido de mi padre adoptivo
fue una manera de reconocerlos como mis verdaderos padres. Por lo que
pude averiguar (nunca los volví a ver), mis padres biológicos
eran también de ascendencia europea, pero no alemana sino irlandesa
y holandesa, remarca. El señalamiento no parece menor en
alguien que reconoce como fuentes de inspiración a Goethe y a
Thomas Mann y su Doktor Faustus. A los cuatro años empieza a
tocar el piano. Escucha más rock que jazz, y más música
clásica que ambas. A los dieciocho se muda de ciudad y entra
en la New School de Manhattan. Por algún motivo que incluso él
desconoce (o que por lo menos escapa a su control) allí sucede
un cambio inesperado: iba a estudiar clásico pero entró
en Jazz y Contemporánea. Su primera experiencia profesional fue
a comienzos de los años 90, con el cuarteto de Joshua Redman.
Al comienzo fue el disco Moodswing e, inmediatamente, un año
y medio de gira por Europa y Estados Unidos. En el 95 llegará
su primer disco solista: Introducing Brad Mehldau. Allí hay un
tema cuyo título resulta tan explícito como sólo
podía haberlo sido el de una canción compuesta por un
pianista de 25 años al que empezaba a señalarse como gran
esperanza blanca: Young Werther.
El
arte del solo (y del dúo)
Entre 1997 y 1999 Brad Mehldau grabó cuatro discos llamados
exactamente igual: The Art of The Trio. La única diferencia es,
claro, el número de volumen. La idea del título, por otra
parte, no fue del pianista sino de Matt Pierson, el ejecutivo que lo
llevó a la Warner. Queríamos enviar un mensaje inequívoco,
porque consideramos que este tipo es el pianista de jazz más
importante que ha surgido desde mediados de los 60. Una operación
de eso que llaman marketing, y que tanto le molesta a Mehldau, un músico
preocupado sobre todo por encontrar y conservar su estilo:
No me interesa la idea unidimensional del profesionalismo. Lo
mío es juntar adentro todo lo que tengo y dejarlo salir. Hasta
hace unos años, salía a tocar y hacía mi lado Wynton
Kelly con los fanáticos del hard-bop, o mi lado McCoy Tyner en
un boliche más quemado. Pero me sentía como un camaleón.
Hasta que encontré algo que funcionaba en cualquier contexto:
y ese algo suena mucho más parecido a mí mismo.
El año pasado Mehldau publicó un CD llamado Elegiac Cycle,
en el que toca solo y donde coquetea con su idea de los paisajes
musicales. Lo interesante es que estos paisajes están lejos
de ser geográficos: se refieren, más bien, a escritores
y filósofos que Mehldau admira. Las referencias musicales tienden
líneas hacia Bach, obviamente, así como a Satie y sus
admirados alemanes decimonónicos. También a Shostakovich
y sus Preludios y Fugas. Y también, qué duda cabe, a Keith
Jarrett, probablemente el único antes que él que se animó
a navegar en terrenos tan declaradamente fronterizos. Pero la primera
visita de Mehldau a Buenos Aires no será como solista ni con
su trío, sino formando un dúo con la cantante holandesa
Fleurine, con quien actuará el próximo sábado 8
a las 22.30 en el Teatro Gran Rex. Fleurine y Mehldau se conocieron
en el Festival de Jazz del Mar del Norte en 1997. Ella es holandesa
pero en ese entonces ya vivía en Nueva York, donde había
cantado en el Birdland y el Blue Note con su propia banda. También
había actuado en los festivales de jazz de Montreal, Estambul
y Umbría. Luego de aquel encuentro, él lainvitó
a cantar con su Trío en el Village Vanguard. La combinación
funcionó y salieron de gira como dúo a fines del año
pasado, primero por Alemania y Checoslovaquia, luego por Londres y,
de regreso, en San Francisco. El concierto en Buenos Aires funcionará
casi como presentación no oficial del disco del dúo que
acaba de salir a la venta en Europa, Close Enough for Love. El repertorio,
según adelantó Fleurine a Radar, abarcará desde
el Logical Song de Supertramp a Caminhos Cruzados
de Jobim, pasando por Chanson de Delphine de Michel Legrand,
Up from The Skies de Jimi Hendrix, Better Days Ahead
de Pat Metheny y Close Enough For Love de Johnny Mandel
(que da título al disco de duetos que están por editar).
Se dice que aquí habrá, además, una sorpresa. Posiblemente
un tema de Piazzolla.
Dial
M for Mehldau
A veces me cansa un poco que se graben todos los conciertos,
dice Mehldau. Hay una libertad especial cuando uno toca sin que
lo estén espiando con un micrófono: hay cosas que pasan
cuando uno no está pensando en ellas. Por ejemplo, cuando estamos
de gira con el trío, Jorge (Rossy, el baterista) escucha en su
minidisc el concierto de la noche anterior, dice que saca conclusiones,
aprende de lo que él mismo tocó, que si no lo hiciera
no sentiría que progresa. Yo creo que, en lo posible, hay que
casi olvidarse del concierto anterior, quedarse sólo con un vago
recuerdo y seguir. Como los sueños. Hay gente que los anota.
¿Para qué? Es el subconciente procesando. Así deberíamos
tocar. Ya sabemos cómo es esto. El público se interesa
en uno por dos años a lo sumo. Y después pasan a otra
cosa. Así que hay que aprovechar para hacer algo de valor mientras
esa atención dura.
Tal vez haya un renacimiento del jazz en los últimos años.
Y tal vez Brad Mehldau tenga algo que ver con él. Pero, por supuesto,
lo niega. Cuando se habla de renacimiento del jazz, se corre el
riesgo de tratar al oyente como un turista guiado por músicos-curadores
por los pasillos de la historia del jazz. Quizá sea esa pretensión
americana de darle una legitimidad europea al jazz: la de algo muerto
y exhibido tras un vidrio. Porque si hoy hay un renacimiento, ¿cuándo
fue el período oscurantista? Supuestamente los 70, cuando el
jazz sucumbió a influencias bajas como el rock y se infectó
de instrumentos eléctricos. En realidad lo que hacía el
jazz es lo mismo que hizo siempre: nutrirse de la música popular
de su tiempo, transfigurándola con su fuerza compositiva e improvisativa.
Para no hablar del equívoco que sugiere que no hubo música
acústica durante ese período. No considero mi música
un retorno a lo verdadero por ser acústica, ni por ser un trío
o un dúo. Porque eso implicaría que ya no se puede hacer
nada nuevo. Hay una tendencia a creer en cierta inevitabilidad fáustica
de la música, que se degenera a través del tiempo hasta
que se redime cada tanto. Una misma actitud norteamericana hizo posibles
dos géneros, que por cierto ya no son exclusivamente americanos:
el mejor jazz y el peor pop.
Para Mehldau, hay otro pop. Cuando convirtió Exit Music
(For a Film), de Radiohead y River Man de Nick Drake
en dos de sus temas de cabecera, algo de eso parecía estar claro.
Pero como para no dejar nada librado al azar, el pianista critica no
sólo a quienes lo critican y a quienes no lo critican sino también
a los que critican al pop: Se habla de él como si careciera
de profundidad, de autonomía en su propio criterio para crear
piezas atemporales. Como si la música clásica tuviera
una autoridad moral en ese terreno. Pero he ahí una de las ironías
de la historia: esa música no era clásica sino más
bien subversiva de los valores en el momento en que surgió y
se preocupaba menos por su supuesta autonomía (del dinero, de
la popularidad o la fama) como de liberarse de tener una función
moral. Era la música pop de su tiempo. Por supuesto, términos
como clásico o popse refieren más a la supuesta expectativa
de vida de una forma musical que a su contenido. Y terminan siendo,
como casi todo, profecías fallidas.
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