La
libertad
condicional
Se
lo mató tantas veces en vida que, cuando realmente murió,
el 15 de abril de 1980, muchos respiraron con alivio: sin Sartre, se
podía empezar a pensar en serio. Sin embargo, aunque no llegó
a asistir al derrumbe del socialismo ni a la hegemonía del capitalismo
salvaje o quizá precisamente por eso, la obra de
Jean-Paul Sartre es, a veinte años de su muerte, más contemporánea
que nunca para entender los límites de la responsabilidad en
un mundo que ha decidido dar la espalda a la igualdad entre los hombres.
Por
Abelardo Castillo
No creo hablar sólo por mí o por mi generación
si afirmo que en la segunda parte del siglo veinte no hubo otro hombre
que, siendo escritor, haya influido más que Sartre sobre nuestra
concepción del mundo.
Elijo con cuidado las palabras. No digo otro hombre a secas,
pues sería absurdo aproximar el nombre de Jean-Paul Sartre al
de ciertos contemporáneos cuyas vidas y muertes, en términos
de Historia, ya tienen un valor análogo al de la santidad o el
mito. Tampoco elijo los atributos de pensador o filósofo, que
pueden sin escándalo definirlo. Ni siquiera digo, a secas, escritor,
que abarcaría la obra de Sartre en su vastedad filosófica
y estética, pero que da la impresión de dejar fuera al
hombre que la escribió. Y Sartre, como ningún otro escritor
de nuestro tiempo, fue una impura, viviente, contradictoria totalidad
hecha de palabras y de actos.
Se puede hablar del pensamiento kantiano simulando que el hombre Kant
se reduce a unas anécdotas apócrifas sobre los relojes
de Könnisberg. Se pueden soñar escritores que no son personas
sino, como dijo Borges de Quevedo y de Joyce, una vasta y compleja literatura.
Se podrá en el futuro leer a Borges y a Sartre como hoy leemos
a Homero: nuestra generación no podía hacerlo e, incluso
hoy, todavía no se puede. De todos modos, aunque se pudiera,
siempre habrá objetos espirituales mucho más trabajados
que otros por la vida y las conductas del hombre que los produjo. Y
así como sentimos que la silla o las demenciales estrellas de
Van Gogh se comprenden mejor pensando en un holandés que anheló
el misticismo, pintó loco y se pegó un tiro, también
sentimos que hay filosofías que son el modo de existir de un
hombre, sueños literarios que exigen un soñador de carne
y hueso. Con la obra de Sartre pasa algo así.
LA
COHERENCIA EN EL CAOS
El filósofo que en 1943 publica El ser y la nada apoyando en
cada página sus reflexiones con las del pensador oficial de Alemania
y al mismo tiempo participa en la resistencia clandestina; el intelectual
que en 1952 se acerca al comunismo en Los comunistas y la paz, pero
rompe con él cuando la invasión a Hungría; el escritor
que rechaza el Premio Nobel pero acepta una distinción del gobierno
israelí (lo que no le impide afirmar que el sionismo carece ya
de sentido histórico, ni tampoco apoyar la lucha de los rebeldes
árabes y palestinos); el novelista comprometido que dice despedirse
de la literatura y sus fastos pero acaba su vida redactando un ensayo
de mil páginas sobre el apóstol del arte inútil,
Flaubert; el dramaturgo ateo que, con El diablo y Dios, escribe uno
de los dramas religiosos más grandes del teatro contemporáneo;
el humanista más o menos marxista que declara haber sido siempre
anarquista pero, en caso de que haya que rotularlo, prefiere que
lo llamen existencialista (nomenclatura que juzga, de todos modos, algo
idiota), ése fue Sartre. Esas conductas y varias docenas
de obras de ficción, filosofía, crítica y política
que bastarían para perpetuar a diez literatos distintos y quizás
opuestos son el hombre.
Hace años escribí que no hay más que leer hacia
atrás la obra de Sartre, desde el Flaubert y la Crítica
de la razón dialéctica hasta El ser y la nada y La náusea,
para advertir la impresionante coherencia de su pensamiento. Después
de la descripción que acabo de hacer, puede sospecharse que esa
coherencia es más bien un caos. Sin embargo, insisto en la palabra.
Tomando al hombre Sartre en su múltiple totalidad, lo que impresiona
es su coherencia. O mejor, su formidable esfuerzo hacia la coherencia.
De ahí sus contradicciones, que en el fondo son correcciones,
amplificaciones e incluso saltos en el vacío: una vieja idea
que se desecha, se reemplaza por otra o se completa diez años
más tarde hasta aparecer como una inversión de lo ya pensado.
Sus afirmaciones de que elhombre es una pasión inútil,
de que estamos de más, de que en el indiferente e
inhumano universo somos una contingencia sin justificación, son
un Sartre: un Sartre verdadero pero de bolsillo, para angustiados de
café-concert. Todo este pesimismo era una verdad, y lo sigue
siendo, pero apenas significa nada si no se lo articula con el Sartre
del compromiso político, de la libertad, de la voluntad de darle
un sentido a la historia.
Una multitud
de periodistas y fotógrafos en la tumba de Sartre el día
del funeral de Simone de Beauvoir en 1986.
FIDELIDAD
A LA CONTRADICCION
Tengo la pasión de comprender a los hombres, escribió,
y, acusado de frialdad e indiferencia hacia los demás, dijo,
a los setenta años, que en efecto, lo apasionaba comprenderlos
cuando los tenía a mano, pero que no haría el menor esfuerzo
por acercarse a nadie. Y esto, que suena tétricamente a broma,
es mucho más que una frase: es la más aguda observación
sobre sí mismo que puede hacer un cierto tipo de intelectual.
Equivale a decir: no puedo dejar de apasionarme por una realidad que,
mirada en frío, resulta más bien absurda y carente de
sentido. Justamente de esta indiferencia apasionada nace lo que todos
los seguidores del primer Sartre vieron como una traición o un
idiotismo útil: una Ética de libertad. Esta ética
es el corolario de lo que llamé coherencia.
Elijo con cuidado las palabras, escribí al principio, y las elijo
con cuidado porque no quiero que suenen a panegírico. Como buena
parte de mi generación, muchas veces coloqué a Sartre
muy por encima de todos nuestros contemporáneos que escribieron
y pensaron, pero esta admiración no entra en juego aquí.
Para entender lo que llamo coherencia, hay que tener en cuenta que esa
palabra no significa coincidencia de ideas en dos momentos distintos,
del mismo modo que contradicción no significa incongruencia.
Lo coherente es que un hombre se contradiga. Una abeja inspirada que
decidiera no hacer celdillas hexagonales y prefiriese las formas estrelladas,
sería una incongruencia, un error de la naturaleza: un monstruo.
La transgresión, en cambio, la posibilidad de contravenir cualquier
esquema, incluso los propios, son prerrogativas humanas. La coherencia
de Sartre es su fidelidad encarnizada a una contradicción que
desde su primer libro estableció como fundamento de la existencia:
la libertad. No sólo la pura libertad a la que estamos condenados
por el mero hecho de existir, sino la libertad en acto. Libertad para
comprometerse, para perder la libertad y entregarse, solitario, sin
esperanza ni recompensa, a un destino colectivo. Como el Goetz de El
diablo y Dios, es imposible saber si Sartre creía en ese destino:
sólo sabemos que lo asumió.
Sartre, quizás, era fundamentalmente un descreído. Sentía
que todo optimismo a escala universal era un sueño, y en ese
sueño entraba acaso el socialismo, que defendió hasta
su muerte. Sentía, con razón, que los sueños no
pueden fundar una antropología filosófica ni una ética
comunista. Pero sabía que, siendo el hombre quien sueña,
puede dársele un fundamento al hombre. Sin Dios, arrojado por
nadie a un mundo que la ciencia no puede conocer ni la filosofía
explicar, dueño transitorio de una libertad condicionada por
la muerte y por la historia, el hombre sólo tiene un par: el
hombre.
Si nuestra razón no puede modificar lo que la excede, puede al
menos modificarnos a nosotros mismos y actuar sobre nuestro prójimo.
Que esto sirva para algo es otra cuestión. El hecho es que estamos
vivos en esta historia y algo hay que hacer mientras morimos. No estar
justificados por nada pero crear a cada paso mis propios valores, hacer
de mí otra cosa que lo que el azar, mis genes y la sociedad dispusieron
hacer conmigo: eso, nos dirá Sartre, es uno de los caminos de
la libertad. Si todos lo siguen, tal vez sea el de libertad humana.
Hablando
con los estudiantes rebeldes en el
Anfiteatro de la Sorbonne, en mayo de 1968.
EL
MAS CONTEMPORANEO
En una sociedad milenarista que no ha modificado su tendencia a la inmovilidad
por más que haya abandonado el siglo veinte (no queremos
cambiar el mundo, pero tampoco queremos que el mundo nos cambie,
sería el lema), Sartre se ha vuelto necesario una vez más.
Muchas veces murió mientras vivía. Cuando se acercó
al comunismo murió para los burgueses que veían en él
al profeta de la negatividad y de la angustia. Cuando escribió
El fantasma de Stalin murió para los comunistas. Cuando polemizó
con Camus, murió para las almas bellas. En los años 60,
la revista LArc lo enterró una vez más, y con él,
a la filosofía entera. La noción del hombre como sujeto
del pensamiento habría sido un malentendido filosófico;
la noción de Historia, un énfasis marxista. Sartre, a
lo sumo, era el último metafísico; de ahora en adelante,
a pensar en serio. Lacan, Foucault, Althusser, Lévi-Strauss,
Marcuse, fueron convocados por imperceptibles discípulos para
aniquilación de Sartre. Él polemizó con todos,
se adueñó de lo que le servía para pensar, y resucitó
como abanderado de la juventud francesa. Fueron los tiempos del Tribunal
Russell, de la polémica con De Gaulle. Ya que no pudo escribir
nunca el corolario de su filosofía (aquella Moral), llevó
la ética a la calle. Trepado a grandes tachos, hablaba en público
custodiado por chicos cincuenta años menores que él. Se
lo acusó de chochera, pero ahí estaban sus reportajes
y, sobre todo, el monumental Flaubert.
Hacia 1976 aparece su libro casi póstumo: Autorretrato a los
70 años. En rigor, no es un libro: pertenece a medias a la literatura,
ya que, en lo fundamental, no fue escrito. Lo forman tres testimonios
orales y unos artículos políticos. No obstante, es uno
de sus libros más impresionantes. El texto sobre Flaubert y el
que da título a la edición argentina son imprescindibles
para la comprensión de Sartre. Declara allí muchas cosas
inesperadas. Contradice, al menos en apariencia, nociones tradicionales
sartreanas: revisa el sentido del compromiso, de la elección
original, de su actitud ante la muerte y la posteridad. Resucita a la
vez como defensor e impugnador de sí mismo.
Finalmente, en 1980, murió de verdad. Pero esa muerte tampoco
lo mató. Roland Barthes, su discípulo crítico,
vaticinó poco antes de morir él mismo: Sartre volverá
a ser leído, luego de dedicarle su último libro
(La cámara clara). Sartre no sólo volvió a ser
leído sino que parecía seguir escribiendo desde la muerte.
Aparecieron sus Cahiers pour une morale, libro fragmentario que tiene
el tamaño de El ser y la nada, aparecieron los Diarios de la
guerra, apareció Verdad y existencia, aparecieron las Cartas
al Castor. Resultado: hoy, en Francia, se lo lee mucho más que
hace veinte años.
Nietzsche, que se sabía inactual, escribió: Lo que
a mí me pertenece es el pasado mañana: ciertos hombres
nacen póstumos. Jean-Paul Sartre, que alguna vez también
se sintió póstumo, entendió que en un siglo criminal,
que todavía es éste, esa ilusión equivalía
a la infamia y escribió para nosotros, para sus contemporáneos.
Pero haya dicho lo que dijo de lo que pensaba sobre la posteridad, el
hecho es que él también, como todo hombre, lo único
que anhelaba era estar vivo, perpetuarse en ese relativo para
siempre que es la memoria de los otros. Hoy sabemos que lo consiguió.
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