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El increíble mundo de la música en Japón

Geishas pop & hip-hop kabuki
¿Hasta dónde llega la influencia del karaoke en el pop nipón? ¿Por qué nadie en Japón compra un solo disco de los artistas japoneses conocidos en Occidente y ni uno sólo de los favoritos pop del Japón es siquiera conocido en Occidente? Entre en una realidad paralela: conozca el segundo mercado en facturación del pop mundial y sepa cuáles son sus bizarras leyes y características, según las describe desde Tokio J.D. Considine en el número inicial de Revolver, una nueva revista que arremete saludablemente contra la mediocridad general de la prensa del rock & pop.

Por J.D. Considine,
desde Tokio

Es un día soleado de noviembre y la banda japonesa Arashi (traducción: “Tormenta”) celebra el lanzamiento de su primer single con una extravagancia de relaciones públicas: han invitado a sus fans a acercarse a dar la mano a los miembros de la banda y ver después un miniconcierto de Arashi en el Kokuritsu Yoyogi Kyogijo de Tokio, un estadio de atletismo construido para las Olimpíadas del ‘64. La convocatoria ha reunido a 80 mil personas. Estamos hablando de Japón, lo que significa que cada uno de los asistentes aparece con su entrada en la mano (vale aclarar que esa entrada venía dentro de cada ejemplar que salió a la venta del single de Arashi la semana anterior). Los asistentes obedecen escrupulosamente las reglas del evento, incluyendo el cortés pedido de no llegar la noche anterior a hacer fila para conseguir un buen lugar dentro del estadio. Las imágenes del evento que se verán luego en los noticieros de TV mostrarán a las adolescentes formando obediente fila de acuerdo con las indicaciones de los coordinadores, como en una colonia de vacaciones.
Los Arashi estuvieron cinco horas saludando fans antes de subir a tocar. Un día agotador, pero de lo más rentable: no sólo el evento salió en todos los noticieros; además, el disco trepó como una bala al puesto número uno de los charts a la semana siguiente. Lo que se dice una jornada habitual de negocios en el mundo del pop japonés.
Es que Japón es el segundo mercado (detrás de los Estados Unidos) más grande del mundo, con una facturación de cinco mil millones de dólares anuales. La magnitud de la cifra no alcanza, sin embargo, a reflejar la obsesión de los japoneses con la música. Éste es un país que celebra el Año Nuevo televisando una batalla de la canción titulada “Kohaku Uta Gassen”, que por lo general es el show con más rating en el año en la TV japonesa. Y en Tokio, las estrellas del pop parecen estar en todas partes: cantando en las mil estaciones de radio, sonriendo desde las tapas de mil revistas, moviéndose lánguida o furiosamente en las gigantescas pantallas de video que se multiplican en las calles peatonales. En Japón, el pop tiene mil sonidos y estilos diferentes. Poco importa que los chicos que circulan por el distrito de Shibuya se vistan todos igual: pelos teñidos, jeans bolsudos y zapatillas con enormes plataformas. La música que escuchan es impensadamente variada: desde el bisual kei (estilo visula) hasta el hip-hop y el tecno, Japón parece estar redefiniendo todos los conceptos del pop de Occidente.

El efecto TV
Si uno hace zapping cualquier noche por la TV japonesa, es difícil no toparse con un show de música pop cada dos canales (y hay muchos canales en la TV nipona). Por esa razón, Japón canceló su versión de MTV: la idea de un canal sólo de música era redundante. La oferta musical no se limita a videoclips: hay desde juegos bizarros con premios e invitados hasta telethones, pasando por talk-shows, programas de chismes y de documentales. Es que la TV alimenta los pop-charts locales de una manera que envidiarían las discográficas de Occidente. “Es el factor decisivo a la hora de vender artistas japoneses”, dice Tomoko Kawase, la mofletuda cantante de The Brilliant Green, una banda de rock alternativo de exquisito sonido, entre los Beatles y los Smashing Pumpkins en versión oriental. “Todos lo saben: el que tiene más aire, tiene el mayor hit”, dice Kawase. Y habla por experiencia propia: The Brilliant Green había vendido cinco mil copias de su primer disco (nada mal para el debut de un grupo japonés, pero lejos de ser un éxito) hasta que una de sus canciones fue elegida como cortina para un programa de TV. Hoy venden cientos de miles de discos y son la banda de alt-rock más popular de Japón. Entonces, ¿por qué no los conoce nadie en Occidente? Porque los éxitos nipones raramente trascienden las fronteras de Asia. Doblemente paradójico es elfenómeno de los que sí trascienden: en todos los casos, resultan ser grupos que nadie escucha en Japón. Más difícil que encontrar un occidental que pueda hablar de rock o pop japonés sin mencionar a Buffalo Daughter, Sugar Plant o Shonen Knife es encontrar un japonés que tenga un CD de alguna de esas bandas. Algo así como volver al mundo desde el espacio exterior y descubrir de golpe que los Sonic Youth son mucho más conocidos que Madonna.
No es que las estrellas del pop japonés no hayan tratado de conquistar Occidente. A fines de los ‘70, el dúo femenino Pink Lady era número uno en Japón cuando partió a conquistar Estados Unidos, pero apenas lograron figurar entre los cien discos más vendidos un par de semanas y protagonizar un triste y fugaz show televisivo, “Pink Lady & Jeff”. Una década más tarde, Seiko Matsuda, que llevaba 24 singles seguidos encabezando los charts japoneses, sacó un disco para Occidente que fue un fracaso estrepitoso, aunque (¿o porque?) incluía un tema a dúo con el New Kid On The Block, Donnie Wahlberg. Lo cierto es que el único tema japonés que encabezó alguna vez los rankings en Estados Unidos o Europa fue “Sukiyaki”, cantado por Kyu Sakamoto en 1964 (en Japón, la canción se llamaba “Ue O Muite Aruko”). Aun así hay quienes creen que esa frontera invisible puede superarse. “Todos los que están en el negocio de la música en Japón sueñan con lograr un éxito realmente internacional”, dice TK (o Tetsuya Komuro), uno de los más exitosos productores nipones, del cual se hablará más adelante. “Para algunos es un sueño. Para otros, como yo, una posibilidad cada vez más cercana.”
Para explicar por qué tiene fundamento la confianza de TK, hace falta describir antes la increíble diversidad de una escena pop donde no sólo tienen cabida todas las formas musicales populares de Norteamérica sino expresiones más exóticas, como el samba o el tango (que, tocado y en algunos casos reformulado por japoneses, ha llegado a entrar en el Top 20 nipón el último año). En segundo lugar, su industria discográfica tiende a privilegiar las melodías con “gancho” por encima de los méritos musicales del intérprete, lo que significa que incluso una cantante con la vocecita estridente de nuestra hermana menor no correrá con desventaja si la canción que interpreta tiene el suficiente encanto. Un ejemplo típico es “Love Machine” de Morning Musume: no importa que los arreglos parezcan una enciclopedia de clichés de la música disco (desde los sintetizadores hasta la línea del bajo, pasando por los coritos); tampoco importa que las ocho integrantes de Morning Muzume (todas ellas elegidas de un casting para el papel de “estrella pop” en un programa televisivo) canten como los habituales habitués de un bar de karaoke. Lo que importa es: a) que la canción es más contagiosa que la gripe; y b) que cada una de las ocho canta como si creyera a ciegas en cada una de las trivialidades de la letra de la canción.


arriba izquierda. El dúo Puffy, conformado por Ami Onuki y Yumi Yoshimura, cuando se presentó en Estados Unidos por primera vez, en marzo. abajo izquierda. La mofleuda Tomoko Kawase y sus compinches de Brilliant Green. abajo medio. El polémico productor estrella TK, o Tetsuya Komuro. derecha.Hitaru Utada, cuyo primer disco First Love (grabado a los 16 años) japonizó el r&b y vendió 9 millones de copias.

El efecto karaoke
Ese amateurismo de corazón es parte del encanto del pop japonés: “No creo que tener una voz fuerte signifique automáticamente que se es buen cantante. En la medida en que el vocalista haga contacto, incluso si desafina un poco, no hay problema”, dice el productor Takeshi Kobayashi (responsable del grupo Mr Children, una factoría de experimentos de sonidos orquestales, riff de guitarra y tambores rituales). En realidad, el karaoke tiene mucho que ver con todo esto. Actividad multimillonaria en Japón, el karaoke es una pieza fundamental en la vida del japonés de todas las edades, que considera el canto como una herramienta social esencial. No sólo hay miles y miles de bares de karaoke en las ciudades niponas: además, muchos de ellos tienen compartimientos especiales para fiestas privadas o para que uno ensaye a solas antes de exhibirse en público. Como en todo rubro técnico, el karaoke en Japón está mucho más avanzado que enOccidente, de manera que cada día pueden verse a miles de aficionados testeando hasta el cansancio los controles de tono, ritmo y bases, hasta quedar conformes con su interpretación de la tonada elegida. Y hay canciones de sobra para elegir. El catálogo promedio de un bar de karaoke en Tokio tiene el tamaño de una guía teléfonica e incluye no menos de diez mil canciones, que van desde Radiohead al último hit de rap nipón, aunque la mayoría se inclina por canciones sin muchas complicaciones tonales y lo más emocionales posible, en la letra y la melodía. Un asalariado de mediana edad optará por una tradicional enka, mientras los adolescentes se inclinarán por las intensas baladas pop de Namie Amuro (la reina del dance), pero el patrón de conducta es el mismo: ensayar y ensayar, aunque después se desafine igual (eso no impide obtener aplausos).
El efecto del karaoke sobre la industria del disco es más que elocuente: cuando en la TV se pasa un clip, por lo general va apareciendo la letra debajo, como los subtítulos de una película, y muchos artistas arman sus canciones teniendo en cuenta el costado karaoke del negocio. Es decir, las hacen fáciles de cantar, con la voz bien separada de los instrumentos y la letra sencilla de seguir. “Parte de mi intención es lograr que la canción esté al nivel de mis oyentes”, dice el inefable TK, que ha escrito éxitos para cantantes como la mencionada Amuro, Tonomi Kahala o Ami Suzuki. “Incluso hay algunos que piensan que pueden cantar mejor que Amuro, por ejemplo, cosa que es fantástica porque así se apropian realmente de la canción.” Por supuesto, hay quienes consideran que el efecto karaoke ha producido un ablandamiento generalizado del pop japonés. Y TK es un blanco móvil de esas acusaciones: es cierto que muchos de sus éxitos dejan a los adolescentes con los ojos llenos de lágrimas y el corazón en la boca, y a los adultos con náuseas. Pero también es cierto que hay un encanto ingenuo en sus composiciones, consecuencia de la combinación de una melodía sencilla con armonías tan sólidas como complejas, de tal manera que, aunque son sencillas de cantar, pueden tener la resonancia grandilocuente de los temas de Celine Dion, por ejemplo.

El efecto idoru
TK no es visto como un músico, ni siquiera como productor, sino simplemente como una celebridad en Japón. A lo largo de los ‘90 fue el mayor hacedor de hits de su país, generando 170 millones de dólares de ganancia a través de sus canciones y producciones. En 1996, los cinco temas del Top Five eran suyos y, además, su banda Globe era uno de los grupos que más audiencia llevaba en vivo. El resultado era que recibía un reconocimiento como estrella incluso superior al de sus exitosos producidos. Es necesario decir que en Japón hay una prensa rosa y amarilla sólo comparable a la de Gran Bretaña en su ferocidad. No hay límite en la isla para el consumo de chismes sobre celebridades del pop, especialmente cuando se trata de idoru. Una traducción aproximativa sería “ídolo teen”, pero este fenómeno sumamente japonés trasciende largamente la etiqueta. Si bien hay idoru masculinos (como Johnny Kitagawa, el cerebro detrás de la banda Arashi y el generador de una seguidilla de grupos estilo Menudo o Backstreet Boys desde mediados de los ‘80), el término se suele aplicar a cantantes femeninas. O, para ser más precisos, a cantantes femeninas adolescentes.
“Desde la aparición de Matsuda Seiko, las idoru han tenido un lugar cada vez más importante en la industria, llegaron a ser casi una cultura en sí mismas a través del proceso de mimetización que generan en las adolescentes, una especie de versión moderna de la Cenicienta”, explica TK. Las idoru son producto obvio de las máquinas de hacer hits, con managers y productores moviendo los hilos en bambalinas. Originalmente, en los ‘70, eran infantiloides o toscamente sentimentales, el aspecto musical era casi secundario y su principal característica era tener un look: nisiquiera era indispensable saber bailar. Pero, si bien hoy sus carreras son incluso más breves que antes (la mayoría se retira casándose, al cumplir los veinte años), las actuales aspirantes a idoru ingresan en instituciones donde se les enseña a cantar, bailar y desarrollar un look (la más famosa es la Escuela de Actuación de Okinawa, la que más idoru ha consagrado hasta ahora), convirtiendo el fenómeno Britney Spears en una nota al pie de página. En el pico de popularidad de Namie Amuro, por ejemplo, millones de kogyaru (colegialas) hacían todo tal cual su ídola, desde tomar clases de danza para imitar sus pasos a copiar su teñido marrón con mechas chappatsu, e incluso tomaban camas solares para tener el mismo tono moreno de piel. Por supuesto, cuando Amuro anunció a fines de 1997 que estaba embarazada, y que se había casado en secreto con su novio (un bailarín del grupo TRF), fue tapa de todos los diarios de Japón.

El efecto anti-idoru
Pero no cualquier chica bonita que canta es idoru. Uno de los ejemplos más ilustrativos en ese sentido es el dúo femenino Puffy, compuesto por Ami Onuki y Yumi Yoshimura. Las Puffy hacen todo a contrapelo de las idoru: nada de vestuario sofisticado ni de coreografías complejas. Su actitud anti-ídolo (autodefinen su música como “nouvelle vintage rock”) toma el pelo a la elaborada artificialidad de la industria pop japonesa. “Una termina etiquetada como idoru, aunque no tenga nada que ver. Para empezar, hay que ser joven en serio. Nosotras ya somos viejas. En el mejor de los casos podemos interesar al público de mediana edad, pero es difícil con la gente de nuestra generación.” Vale aclarar que las Puffy tienen 25 y 26 años, respectivamente: casi ancianas para los parámetros idoru.
El segundo ejemplo de anti-idoru es Hikaru Utada, una figura definitoria en el desplazamiento del centro de la escena pop que tuvo lugar en los últimos tiempos en Japón. Aunque apenas tenía 16 años cuando grabó First Love, el disco lleva vendidas nueve millones de copias, cifra asombrosa incluso en un país de 120 millones de habitantes. Dándole un toque imposible de definir en palabras al r&b hasta apropiárselo cabalmente, Utada ofrece en ese disco una música sofisticadísima y canta con una pasión y una intensidad impensables para alguien de su edad (de hecho, la joven ha logrado hasta ahora escapar a las trampas de la fama: muy rara vez concede entrevistas o va a la TV y ha seguido estudiando paralelamente a su carrera: “El único inconveniente hasta ahora es que mi vida privada directamente se esfumó”, ha dicho Utada en uno de sus raros reportajes). Lo cierto es que su popularidad atrajo la atención masiva hacia el movimiento del rythm & blues japonés, un mundo que incluye entre sus figuras de culto al rapper Dragon Ash y a la minidiva Misia, y que amenaza redefinir el sonido del Japón de hoy.
“Se me hace difícil seguir el mercado pop japonés, pero en los últimos dos años se produjo un cambio drástico. Ocurrió de repente y creo que empezó con el proceso de japonización del hip-hop. Los jóvenes están creando su propia cultura a partir de ahí. En los últimos años, los ídolos en Japón no tenían nada que ver con los de los años ‘70. Era una cosa cada vez más maníaca, como el culto al animé en Occidente”, dice Ryuichi Sakamoto. Sakamoto toca un punto neurálgico: la imitación de lo occidental ha sido una característica creciente del Japón de posguerra, especialmente en el mundo del entretenimiento. Pero así como los músicos británicos redefinieron el r&b norteamericano en algo nuevo y absolutamente vital a comienzos de los ‘60, algo similar parece estar ocurriendo hoy en Japón con el hip-hop y el rock alternativo. Y, a falta de las palabras de la precoz y talentosa Hakeshi Utada, el inefable TK vuelve al ruedo y se perfila como portavoz del nuevo movimiento: “Como productor, puedo hacer un sonido Britney Spears o un sonido Destiny’s Child. En ese sentido soy muy japonés. Aunque personalmente lo que me interesa y estoy haciendo esun sonido futurista, con los beats del hip-hop, pero con un groove propio”.
El desembarco en Occidente ya comenzó, como no podía ser de otra manera, a través de los DJs (Ken Ishii, Satoshi Tomiie, DJ Honda, DJ Krush). Pero hay un mundo de diferencia entre mover las masas en una discoteca y llegar a la cima de los charts. Si tiene o no lugar una invasión pop japonesa a Occidente está por verse. Lo evidente e inevitable es que algo ha empezado dentro de la isla y todo indica que va a crecer a velocidad vertiginosa en los próximos años.

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