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¿Querés
ser Lou Reed?
Cinco
años después de su último disco de estudio, y con
58 años cumplidos, Lou Reed vuelve al ruedo con "Ecstasy",
un álbum supuestamente corrosivo, acompañado por una gira
europea que ya lo ha llevado al puesto primero de todos los rankings
discográficos del continente. Sin embargo, detrás de la
fachada transgresora e iconoclasta, se manifiesta cada vez más
nítidamente la verdadera ambición del fundador de la Velvet
Underground: que el mundo entero purgue el pecado de no ser Lou Reed.
Por
RODRIGO FRESAN, desde Barcelona
Falta
cada vez menos para que alguien descubra --detrás de un archivero
en una oficina de un edificio de una ciudad llamada Nueva York-- un
pasadizo secreto y metafísico que conduce a las profundidades
de la mente de un hombre llamado Lou Reed. La cuestión es si
alguien se va a animar a pagar doscientos dólares para entrar
ahí, porque está claro que ser Lou Reed es mucho más
complejo que ser John Malkovich. El famoso actor --al menos desde afuera--
parece perfectamente seguro de quién es, mientras que el legendario
rock & roll animal no parece tener del todo claro dónde empiezan
y terminan su persona, su personaje y su personalidad. En otras palabras,
es fácil entrar en Lou Reed. Lo difícil es salir para
contarlo.
1
Lo primero que uno siente adentro de Lou Reed es la fascinación
de ser Lou Reed. Hay motivos válidos para sentir eso. Lou Reed
es, o alguna vez fue uno de los escasos escritores de canciones --unos
escalones más abajo que Bob Dylan y los Beatles, y junto a Leonard
Cohen y Ray Davies--, cuyos versos trascienden los límites del
género para convertirse en slogans inseparables de un momento
histórico y, con el tiempo, en mantras que se heredan de generación
en generación, como los inapelables espirales del ADN. "Sweet
Jane", "Heroin", "Rock and Roll", "Walk
on the Wild Side". Lou Reed fue uno de los miembros fundadores
y el principal compositor de la Velvet Underground: la más atemporalmente
moderna y eternamente influyente de todas las bandas. Con eso alcanza
y sobra para sentirte satisfecho. Ahora bien, tal vez uno fuera más
joven e inocente, pero me parece que antes no se hacía tan evidente:
el problema de ser Lou Reed --de un tiempo a esta parte, principalmente
desde los "trascendentes" Magic and Loss y Set the Twilight
Reeling-- es que nuestro héroe no para de reflexionar sobre ser
Lou Reed. Si le dieran la oportunidad de ser otra persona, seguro que
contestaría: "Quiero ser Lou Reed sin dejar de ser Lou Reed.
Quiero ser todavía más Lou Reed". No es un síntoma
nuevo; es una enfermedad más que contagiosa entre los artistas
del rock: se empieza universalista, se desciende en abrupto zoom sobre
la propia y pintable aldea, y se termina cantando frente al espejo.
Le pasó a John Lennon y a Charly García. Le pasó
a Bob Dylan y a Andrés Calamaro. La diferencia entre los primeros
y los segundos reside en que los primeros cantan que no les gusta aquello
en lo que se convirtieron, mientras que los segundos parecen más
que satisfechos de aquello en lo que van a convertirse.
Hay un momento en esa película inasible --¿obra maestra,
estupidez consumada?-- que es ¿Quiere ser John Malkovich? donde
Malkovich se penetra a sí mismo para ser parido en un mundo totalmente
malkovichado. Allí todos --mujeres, niños, enanos, perros--
son John Malkovich. El actor grita desesperado. En cambio uno tiene
la sospecha de que Lou Reed, enfrentado a la misma situación,
se limitaría a enchufar la guitarra y rasguear los primeros acordes
de "I'm Waiting for the Man", satisfecho de que la larga espera
finalmente haya llegado a su fin. Bienvenidos a Loulandia. Es que, si
hay algo más peligroso que convertirse en parodia de uno mismo
--pienso en The Rolling Stones, pienso en The Who-- es convertirse en
apólogo de uno mismo.
2
Tal vez vaya siendo hora de aclarar que el aquí firmante es un
fan confeso y sin culpas de Lou Reed; que sigue leyendo todo lo que
aparezca sobre la Velvet Underground (y Andy Warhol) y que ha comprado
todos y cada uno de sus discos solistas. Que todavía no se repone
del hecho de no haber estado en Buenos Aires cuando tocó en el
Gran Rex, y que el pasado lunes 3 de abril estaba, recién bañado
y peinado, esperando que abriera la puerta de su disquería amiga
para ser el primero en comprarse Ecstasy, el primer trabajo en estudio
en casi cinco años de Lou Reed. Catorce canciones nuevas que
se sospechaba sonarían a antiguas y está bien que así
fuera porque ese descubridor de nuevos horizontes se ha ganado el pleno
derecho a vivir de ese sonido obsesivo en el que desde hace tiempo lo
acompañan el guitarrista Mike Rathke y el bajista Fernando Saunders.
No hay quejas acerca de eso: nada sería más triste y desconcertante
que descubrir que el nuevo disco de Lou Reed está producido por
los Pet Shop Boys o George Martin. Pero, uh, lo nuevo del viejo Lou
Reed no produce la plácida caricia del déjà-vu
sino la incómoda y persistente palmadita en el hombro de ese
amigo tuyo que está en todas las fiestas para repetirte, como
si fuera la primera vez, la misma historia de siempre. El problema de
Ecstasy --su agónica insistencia-- no está en que uno
ya ha escuchado todo esto cuando era más joven sino que Lou Reed,
con cincuenta y ocho años encima, se niega a reconocer que ha
envejecido. En la tapa de Ecstasy (donde empiezan los problemas) hay
una foto de Lou Reed con ojos cerrados, boca abierta, cara de orgasmo.
La duda está en si Lou Reed está haciendo el amor con
la Anderson, con alguna otra persona o --como dijo Woody Allen a la
hora de definir el acto de masturbarse-- si sólo está
haciendo el amor con la persona que más quiere.
3
La estrategia y la intención son clarísimas: Lou Reed
--quien alguna vez afirmó desde las liner-notes del indigerible
Metal Machine Music que "una semana mía vale más
que un año de ustedes"-- quiere y necesita que Ecstasy sea
considerado como su Time Out of Mind y, en consecuencia, que sea recibido
y homenajeado con el mismo entusiasmo que provocó en 1997 la
renovada evidencia de que Dylan nunca se va pero siempre vuelve porque,
bueno, Dylan está de vuelta y --como Robert Johnson, Cole Porter,
George Gershwin, Louis Armstrong, Frank Sinatra-- ya es parte de una
historia que trasciende lo musical y lo popular. Pero Lou Reed no supo
ver el verdadero valor del último Dylan: Time Out of Mind es,
posiblemente, el primer álbum de "rock de viejo" en
la historia del género. Un álbum de canciones para envejecer,
que no esconden las arrugas y se confiesan aterrorizadas por lo que
se intuye a la vuelta de la esquina. Ecstasy, en cambio, apuesta a ser
un puñado de canciones curtidas por la experiencia, la madurez
y la sabiduría, pero sin atreverse a sacarse los clichés
de campera de cuero, cara de chico malo y dientes de lobo estepario.
Es que Ecstasy es un producto, en el buen y en el mal sentido de la
palabra.
Me explico: a Lou Reed le gusta sentirse outsider pero tiene claro,
aunque le cueste admitirlo, que es un insider de sí mismo obligado
a ofrecer un más o menos aceptable Modelo Reed de tanto en tanto.
De este modo, donde Set the Twilight Reeling era una apología
de la vida en pareja (por entonces Lou festejaba su flamante pareja
con Laurie Anderson), Ecstasy funciona como vómito contra el
matrimonio. Es cierto que Lou Reed no tiene la presión de ser
un megaéxito comercial (como U2 o Radiohead, por nombrar a un
par de elementos dignos en las por lo general infames cúspides
del hit-parade), pero sí tiene la presión de su propia
y bien cuidada leyenda y la presión de sus fans. Y algunos de
ellos --me consta-- piensan bastante parecido a mí pero no se
atreven a decirlo en voz alta por miedo al castigo divino. La crítica
suele ser más honestamente corrupta en el tratamiento de Lou
Reed: no se lo puede tratar mal (Rolling Stone acaba de darle cuatro
estrellas a Ecstasy) porque, después de todo, sus canciones y
sus intenciones se suponen siempre "sentidas y honestas" y
ahí afuera hay cosas y cosos mucho peores que Lou Reed. Entonces,
mejor pensar en Lou Reed como parte de la resistencia: un heroico freak,
"uno de los nuestros", piensan los críticos. Pero uno
de ellos, llamado Lester Bangs --el difunto padre del nuevo periodismo
rockero--, detectó antes que nadie este virus de complacencia
y lo denunció con furia casi fundamentalista desde las páginas
de la también desaparecida revista Creem a principios de los
'70. Hasta entonces, Lou Reed era su héroe y Lester Bangs no
pudo soportar la traición de Lou a su propia causa, así
que decidió empezar a morirse, y se murió nomás,
pero después de sacarse chispas en varias polémicas en
vivo y en la prensa con su ídolo caído.
Es verdad que, de entrada, el disco gratifica; pero a medida que se
avanza por sus tracks, se empieza a sentir un olor a podrido: su ya
preocupante, por lo reincidente, orgullo misógino disfrazado
de patoteril ética noir, que nada tiene que ver con la guitarra
cada vez más podrida y minimal de Lou o con la voz cada vez más
podrida y poco flexible de Lou. Ecstasy --como Sally Can't Dance, Rock
and Roll Heart, Growing Up in Public, Mistrial, Magic and Loss y Set
the Twilight Reeling-- es otro álbum de Lou Reed haciendo de
Lou Reed y barnizado por ese esmalte de tipo duro que uno sospecha especialmente
diseñado para atrapar a las nuevas generaciones incautas y siempre
dispuestas a adorar a un tipo con la edad de sus padres pero que no
se parece mucho a sus padres. Para uno, en cambio, que lo considera
un hermano mayor o un tío loco, Ecstasy refresca pero no quita
la sed. Y el Lou Bizarro --soberbio como Clay-- pierde por puntos en
un combate contra su propia sombra. Un campeón a veces cae. A
veces se levanta. A veces no.
4 Alguna
vez Lou Reed fue uno de los más verosímiles portavoces
de la decadencia rockera que juraba nunca ser decadente. El problema
es que Lou quiere todo y lo quiere ya: los laureles de un viejo shamán
sin por eso renunciar a la frescura del aprendiz de brujo; los beneficios
del art-rock burgués sin tener que sacrificar la transgresión
punkie. Lou Reed quiere ser auteur respetado en el SoHo y pandillero
temido en el Bronx. Y da un poco de impresión verlo y oírlo.
La misma impresión que producen ese adicto a la modernidad perpetua
que es David Bowie (quien, de tanto disparar a todas partes, de vez
en cuando da en el blanco), o Patti Smith descalza y desgreñada
aullando sonetos supuestamente hopi (¿alguien puede probar lo
contrario?) y el hiperkinético Iggy "San Vito" Pop
sacando culo con el torso desnudo y escupiendo desde el escenario a
chicos que podrían ser sus nietos (Iggy es reciente responsable
de Avenue B, otra de esas involuntariamente desopilantes obras "serias").
Gente grande, ¿no? La verdad es que asusta un poco esa compulsión
refleja de viejos verdes del rock cuando se la compara con la elegancia
victoriana de Ray Davies o la sofisticación bon-vivant de Leonard
Cohen o la urbanidad sensible de Paul Simon. No hace mucho fui a un
concierto del todavía casi adolescente Beck y --dejando de lado
su cuestionable manía referencial-- lo cierto es que gratificaba
su desaforada alegría juvenil sin temor al ridículo. Algo
que, paradójicamente, lo acercaba a lo trascendente por el solo
hecho de ser como es. Y al que no le guste, ya se sabe: la puerta está
abierta.
La ideología de Lou Reed --sus pronunciamientos públicos--
dicen algo similar: soy como soy y, al que no le guste, la puerta está
abierta. Pero mientras Beck parece en paz con los que no lo consideran
"el futuro del rock", Lou Reed --protegido por buena parte
de la prensa especializada, compuesta por contemporáneos nostálgicos
o juveniles crédulos-- lo repite una y otra vez, mordiendo las
palabras y provocando la sospecha de que afuera te están esperando
sus amiguitos para romperte las piernas. ¿Ya dije que tengo entrada
para ver a Lou Reed en vivo, por primera vez, para dentro de dos noches
y que tengo un poco de miedo?
5
Hay una canción de Ecstasy titulada "Like a Possum"
que se convierte en el mejor alegato para la fiscalía y que la
defensa --Lou Reed es su propio abogado, claro-- insiste en que se trata
de su mejor argumento para demostrar no la inocencia de su cliente sino
que el resto de la humanidad es culpable de no ser Lou Reed. Si Dylan
cerraba Time Out of Mind con ese larguísimo y bucólico
paseíto de abuelo llamado "Highlands" --diecisiete
minutos y fracción--, Lou Reed, por supuesto, quiso demostrar
que la tiene más larga y más dura: dieciocho minutos de
distorsión y furia bíblica y versos como "El diablo
intentó satisfacerme pero mi depresión era tan alta como
el cielo", "Fumando crack con alguien que flirteaba conmigo
en el centro de la ciudad", "Pinchándome y corriéndome
hasta que duele", "Las chicas del mercado saben de qué
voy, aprietan sus pezones y se suben las faldas", "Tú
me conoces, me gusta bailar con diferentes personalidades que se cancelan
unas a otras", "Estoy tranquilo como un ángel"
para concluir --demasiado, demasiado tiempo después-- con: "Soy
el único, soy el único, el único que queda en pie".
El efecto producido es tan fuerte y vergonzante que alimenta la sospecha
de que "Paranoia Key of E", "Mad", "Modern
Dance", "Turning Time Around" y "Baton Rouge"
--nobles canciones de Ecstasy que uno disfrutó apenas un rato
antes-- tal vez no sean tan buenas. O, peor todavía, que sean
igual de mentirosas, y que sólo Lou Reed (o alguien que quiera
ser Lou Reed) podría tomarse en serio. Lou Reed ha dicho en varias
entrevistas que piensa tocar "Like a Possum" en vivo. ¿Ya
dije que tengo un poco de miedo?
6
Tal vez vaya siendo hora de volver a aclarar que el aquí firmante
es un fan confeso y sin culpas de Lou Reed. Que, en más de una
ocasión, escribió una sentida loa reediana. Que fue a
comprar su entrada para el concierto el día en que salieron a
la venta y que sigue escuchando --como si fuera la primera vez, con
la alegría del descubrimiento-- las canciones que vienen adentro
de Lou Reed, Trasformer, Berlin, Coney Island Baby, Street Hassle, The
Bells, The Blue Mask, Legendary Hearts, New Sensations, New York, Songs
for Drella, Take No Prisioners y Perfect Night. La duda existencial
--la pregunta del millón-- es si el firmante sigue creyendo en
el pop luminoso y transformista de "Satellite of Love", en
la decadencia berlinesa de "Sad Song", en el gozo juvenil
"She's My Best Friend", en la épica callejera de "Street
Hassle", en la postal matrimonial de "Make Up my Mind",
en la felicidad burguesa de "New Sensations", en el conmovedor
--aunque un tanto oportunista-- réquiem warholiano "Hello,
It's Me", o si simplemente las sigue escuchando como las escuchó
entonces, cuando Lou Reed era una especie de ojo de la cerradura que
nos invitaba a mirar el otro lado de las cosas y cuando el wild side
neoyorquino no había sido domesticado por las galerías
de arte y el alcalde Giuliani.
Tal vez las viejas canciones del joven Lou Reed no envejezcan mientras
que las nuevas canciones del viejo Lou Reed parezcan canciones nacidas
con colágeno y liftings y clichés. Pensamiento súbito
y ligeramente totalitario: ¿deberían durar tanto los rockers?
¿No deberían durar menos y ser biodegradables? ¿El
rock no tendría que estar hecho por jóvenes y para jóvenes,
y representar y musicalizar un determinado momento sociocultural? Y,
una vez descartada la utopía o distopía de turno, ¿no
debería uno despedirse de todo eso como se despide del acné
y de las ganas de acostarse tarde y de la necesidad de cambiar el mundo?
¿O alguien imaginó en los tiempos de Elvis, Buddy Holly
y Chuck Berry que alguna vez iba a existir algo conocido como "rock
adulto", escrito por y para gente de más de cincuenta años?
(Sorpresa y tranquilidad: corrigiendo estas líneas, el firmante
encuentra un pronunciamiento casi idéntico de Nick Hornby en
el New Yorker, a la hora de poner en caja a Steely Dan, otro dueto de
astutos dinosaurios.)
Tal vez lo que ocurre es que Lou Reed lleva demasiado tiempo escuchando
a Lou Reed y disfrutando de ser Lou Reed y --a diferencia de Bob Dylan,
que cada tanto se acaba para volver a empezar--, nadie le dijo que va
siendo hora de dedicarse a otra cosa o, por lo menos, de dejar de componer
canciones como "Like a Possum" y, mucho menos, definirla así
en entrevistas: "Un experiencia que nos transporta hacia el éxtasis.
Muy ambiciosa. No es música de fondo ni quería que se
deslizara hacia el jazz; es un tema que grabamos en una sola toma y
que para nosotros fue como una experiencia mágica y escalofriante.
Es como un regalo que me hice y que les hago: una llave que da la posibilidad
de entender una experiencia... Piensen que se trata de algo grande.
Piensen en una sinfonía. Es algo glorioso, producto de estar
perfectamente en foco, como viajar con un chofer en el que tienes plena
confianza. Cuando la escuchamos por primera vez me dije: Aquí
está finalmente, lo hemos conseguido".
7
Recapitulemos: Lou Reed nunca dijo que no podía conseguir satisfacción,
ni que esperaba morir antes de llegar a viejo, pero sí se erigió
en un virtual apólogo del reviente. De ahí que --ahora
que se siente extático y sin edad y autor de sinfonías--
a veces dé la impresión de alguien que patea tachos de
basura y toca el timbre para salir corriendo con el aire amenazante
de un rebelde con causa. De ahí que se autoproclame juez implacable
de toda la sociedad, "el único que queda en pie".
Hubo un momento en que Lou comenzó a cambiar: luego de alcanzar
la cúspide de lo salvaje con Street Hassle y The Bells (a finales
de los '80), parecía haberse resignado a madurar con gracia y
conocimiento. Siguieron canciones que mostraban a un Lou Reed disfrutando
y padeciendo la vida en pareja, luego de décadas de descontrol,
y hasta permitiéndose el retorno como cronista externo de lo
oscuro (en 1989 con su celebrado New York). Ahí, me parece, pasó
algo. O, por lo menos, se hizo evidente algo que el sufrido John Cale
--compañero de Reed en la Velvet y socio en Songs for Drella--
ha venido sosteniendo desde hace años y que volvió a experimentar
durante los pocos días de la complicada resurrección de
la Velvet en Underground: Lou Reed es un tipo con el más soberbio
y mitómano y grandilocuente y ególatra y gigantesco complejo
de inferioridad.
Tal vez por eso, a medida que van pasando los años, uno siente
cada vez más simpatía por John Cale (alguien que parece
estar bastante seguro de lo que es) y cada vez más pesadez por
Lou Reed. Puede que Lou se haya puesto más grave y terminal gracias
a --o por culpa de-- su matrimonio con la sacerdotisa alternativa Laurie
Anderson. O puede que no pueda dejar de luchar contra el fantasma invencible
de la Velvet Underground y, mal que le pese, de su factótum el
Dr. Andy "Frankenstein" Warhol. De ahí su postura,
del tipo: "Entonces yo era nada más que un rocker y ahora
soy un artista". O quizá todavía no se ha repuesto
ni vengado de los electroshocks de la juventud, a los que lo sometieron
sus padres, o de las canciones tontas que se vio obligado a componer
para otros por unos pocos dólares, antes de fundar la Velvet.
Y esa furia casi sexagenaria no sea más que un reflejo de todo
eso: el grito primal de un adolescente gagá. O puede que un perfectamente
satisfecho y "en foco" Lou Reed no piense en ninguna de estas
cosas y sea cada vez más feliz. Sospecho que lo mismo le pasó
a Bukowski cuando olvidó que un eructo será siempre un
eructo por más que se lo lance en el parisino y cultural programa
televisivo de Monsieur Pivot, en lugar de en una taberna de Sunset Boulevard.
8
Matando el tiempo, mientras escribo esto --mientras espero que llegue
el día y la hora de ir a ver a Lou Reed en vivo--, veo en la
televisión el videoclip de "Modern Dance" con un Lou
Reed disfrazado... ¡¡¡de gallina bataraza!!! Un rato
después, leo el recién aparecido Atraviesa el fuego, libro
gordo y bilingüe recién editado por Grijalbo-Mondadori con
todas las letras de todas las canciones de Lou Reed (incluyendo sin
problemas y como propias las compuestas fifty-fifty junto a Cale y una
para el álbum de la serie Friends). El libro empieza bien: con
"I'm Waiting for the Man". Durante páginas y páginas
desfilan perfectos short-stories a los que uno les pone música.
Pero cerca del final uno ya tiene la sensación de que Lou Reed
le está gritando al oído y no encuentra el control remoto
para ponerle mute a esa necesidad de Lou Reed de explicarse una y otra
vez, aunque el autor dice en el prólogo: "Siempre he creído
que mis letras iban más allá del reportaje y que adoptaban
posiciones no morales, sino emocionales". Un rato después
leo a Lou Reed repetir una y otra vez en la prensa española de
estos días "Lorca, Gaudí, Goya", recordando
sin cesar que suspendió las fechas en la ultraderechista Austria
de su actual gira, y molestándose cuando alguien le señala
que no hace mucho tocó en la Casa Blanca (la respuesta: "Fui
porque mi amigo Václav Havel me lo pidió"). Un rato
después leo a Lou Reed recopilado en The Penguin Book of Rock
& Roll Writing, firmando un texto en 1970 titulado Fallen Knights
and Fallen Ladies, donde acaba advirtiendo: "Es verdad que resulta
imposible colmar las expectativas de todos luego de tanto tiempo de
exposición... Y es inevitable y, oh, triste y, oh, nada puede
hacerse para cambiarlo cuando comenzamos a entender, demasiado tarde,
que los hábitos adquiridos a lo largo de los años no pueden
cambiarse en cuestión de días y que, al final, todos somos
caballeros caídos en desgracia". Treinta años después,
Lou Reed es --ya lo sabemos, lo escuchamos durante dieciocho minutos--
la excepción que confirma la regla: es el único que, oh,
queda en pie.
9
El concierto de Lou Reed en Barcelona --primero de su tour español
2000-- es la tercera fecha hot en poquísimo tiempo dentro del
calendario musical de la ciudad: primero fue Beck (porque es el sabor
de la temporada), después The Cure (porque se separa) y ahora
es Lou Reed porque es Lou Reed, y aquí se lo quiere como se quiere
a Leonard Cohen y a Bruce Springsteen: más que en cualquier otra
parte del planeta. Se impone agregar que Ecstasy está en el primer
puesto de ventas en casi todas las listas españolas y que por
eso ha arrancado en este país la gira europea del asunto. Sobre
el escenario de un legendario sitio barcelonés muy incómodo
y lleno desde los zócalos hasta el cielorraso llamado Zeleste,
Lou Reed parece Dorian Gray y el retrato al mismo tiempo. La atmósfera
está caldeada en Zeleste: euforia de los seguidores combinada
con desesperación de los dueños, porque Lou Reed --no
más aterrizar-- prohibió la venta de alcohol durante el
show porque le "molesta el ruido de las botellas contra los vasos".
Al ver en el escenario a Lou Reed, uno piensa que tiene delante a un
auténtico e indiscutible pedazo de historia (y sí, a uno
le gustaría ser Lou Reed pero, de ser posible, no tener que ponerse
esos pantalones de cuero). Pero cuando uno espera el cristalino y venerable
sonido de Perfect Night (su excelente último álbum en
vivo con canciones clásicas y una novedad digna de figurar entre
lo mejor de la Velvet Underground, llamada "Talkin Book"),
la cosa se complica: el concierto se basa --casi en su totalidad-- en
insoportables y eternas versiones de canciones de Set the Twilight Reeling
y Ecstasy (con larguísimos solos de guitarra reediana), apenas
salpicadas por algunas canciones más o menos oscuras, como "The
Blue Mask", "The Last Shot", "Turn to Me",
"Romeo Had Juliet" y "Smalltown". A falta de algo
mejor, uno acaba agradeciendo esos temas como si fueran maná,
mientras paga y recibe una cerveza por debajo del mostrador (lo siento,
Lou) y asiste pasmado al entusiasmo de las nuevas generaciones, para
quienes el último Lou Reed es el mejor, quizá por sentirlo
más próximo y por comprarlo cuando recién sale
en la batea de novedades.
Hay algo terrible en la contemplación de alguien que cobra caro
por su leyenda y se niega a pagar lo que corresponde por usufructuar
de ese raro privilegio. Dentro de unos días, Tom Jones no se
escapará de cantar "It's Not Unusual" o "Delilah"
y hasta lo hará con placer --o con terror supersticioso-- ante
el milagro de que las multitudes sigan desembolsando lo suyo por volver
a oírlo cantar eso para ellos. Otra curiosa paradoja que Lou
Reed debería saber y respetar a esta altura del partido: el rock,
especialmente el rock en vivo, es uno de los movimientos culturales
más instantáneamente nostálgicos que existe. El
público va a escuchar lo que ya escuchó hasta el hartazgo
pero nunca vio o necesita volver a ver. Es decir: a complementar un
sentido con otro, a potenciar su memoria afectiva y sentirse, aunque
sea un poco, parte de la religión. Las reglas siempre fueron
las mismas: para las canciones nuevas --y acaso futuros himnos-- está
el compact flamante. Pero Lou Reed --supuestamente por subversivo, o
por artista-- invierte la fórmula: niega el hecho de que es imposible
que lo nuevo supere a lo viejo (porque lo viejo es insuperable) y recién
dos horas más tarde, a la altura de los bises, entrega dos horribles
y dolorosas versiones de "Vicious" y "Sweet Jane",
como si arrojara unos huesos viejos y pelados a unos melancólicos
perros famélicos apenas dignos de su presente y furibundo desprecio.
Yo soy uno de ellos y me quedo con hambre pero satisfecho de tachar
el último nombre que quedaba en mi lista de conciertos imprescindibles,
antes de volver a casa, encender el equipo de sonido y --creo que ya
dije que soy un fan de Lou Reed-- escuchar otra vez aquellas antiguas
y flamantes canciones de la Velvet Underground donde se oye aquello
de "seré tu espejo, reflejaré lo que eres" o
la historia de alguien que alguna vez encendió la radio y su
vida fue salvada por el rock and roll. Eran los tiempos en que adentro
de la cabeza de Lou Reed había espacio para todo aquel que quisiera
ser Lou Reed por un rato. Mucho antes de que Lou Reed reclamara todo
ese espacio para sí mismo, rompiera todos los espejos a patadas
y ya no dejara entrar ni se preocupara por salvar a nadie que no sea
idéntico a Lou Reed. Y si ese alguien es Lou Reed, mejor todavía,
alcanza y sobra para que los dos juntos se pongan a cantar una canción
titulada "Like a Possum".
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