Una
exquisita defensa del cuento por Juan Villoro
La luna y yo
A
modo de bienvenida y homenaje al excelente escritor mexicano Juan Villoro,
que en estos días visita Buenos Aires para participar
en la Feria del Libro, Radar reproduce el discurso que leyó cuando
recibió hace tres meses el Premio Xavier Villaurrutia, por su
libro de cuentos La casa pierde.
Por
Juan Villoro
Cuando
el hombre llegó a la Luna, yo caí a tierra y me rompí
un diente. Esa tarde, los amigos del barrio nos habíamos apiñado
en torno a la televisión para ver la epopeya en blanco y negro,
pero el alunizaje se pospuso tantas veces que decidimos salir a la calle
y dedicarnos a la épica menor del fútbol hasta que, en
un rapto de inspiración trágica, ensayé un remate
y caí de boca en el asfalto. Mientras yo probaba la gravedad
de la Tierra con los dientes, Neil Armstrong saltaba en las arenas sin
viento de la Luna.
En la Edad Media y el Renacimiento los padres usaban un cruel recurso
memorioso: abofetear a sus hijos para que recordaran cierta escena.
El dolor sella la memoria. Gracias a mi aparatosa caída, fui
a dar al sillón de un dentista cojo que no usaba anestesia porque
su enfermera se desmayaba al ver una jeringa. Mientras me limaban los
incisivos, comprendí los poderes de la Luna. Tenía doce
años y pertenecía a la primera generación capaz
de saber que la Tierra existe para ser fotografiada desde su satélite
natural y que el único vestigio humano que se ve desde el espacio
exterior es la Muralla China.
Algunas vivencias se fijan con el espanto; otras requieren de la imaginación
para encontrar cabal acomodo. Una de las ventajas de escribir consiste
en encontrarle intenciones retrospectivas al azar. Muchos años
después, la tarde remota en que nuestro padre nos llevó
a conocer el hielo se vuelve significativa. Al buscar un dibujo nítido
para mi acercamiento a la escritura, doy con episodios sublunares. En
1980, mi primer libro (La noche navegable) apareció con una luna
roja en la portada, señal de que el viaje estaría presidido
por la esfera que tanto afecta a los océanos, las mujeres, los
insomnes y los licántropos. En esa época trabajaba para
Radio Educación, escribiendo los guiones de El lado oscuro de
la Luna, la región desconocida de la música de rock.
En busca de oráculos, leí La muralla china, de Franz Kafka.
El título aludía a la construcción que se ve desde
la Luna y el protagonista del primer cuento tenía mi edad: Tuve
la suerte de que a los veinte años, justamente al aprobar el
examen final de la escuela básica, comenzara la construcción
de la muralla. Las lecturas se empezaron a ordenar como los ladrillos
de la gran muralla. Kafka me llevó a Borges y Borges a Monterroso.
Una tarde abrí el periódico como lo hacía entonces,
al modo de un I Ching noticioso. Así di con la noticia: Augusto
Monterroso impartiría un taller de cuento en la Capilla Alfonsina.
Tres alumnos serían escogidos por un jurado intachable y calificador.
Un par de años antes había ido al piso 10 de la Torre
de Rectoría en busca de un supuesto taller que debía coordinar
Monterroso y me encontré con una trama kafkiana. El maestro era
tan inaccesible como el Castillo de Praga. Un rumor recorría
los escritorios vacíos en las oficinas de Difusión Cultural:
el maestro había renunciado porque estaba harto de los turistas
del cuento.
La segunda oportunidad de llegar al taller, con un concurso de por medio
y estancia de un año en la infinita biblioteca de Alfonso Reyes,
parecía pensada para sedentarios. Por ese tiempo, el rock había
producido un monumento al kitsch: Carmina Burana en versión de
Ray Manzarek, tecladista de los Doors. Como pertenezco a una de las
primeras generaciones que cursó la ingeniería de la ignorancia
llamada CCH, sólo aprendí las etimologías grecolatinas
que Marx incluye en sus frases célebres. El infame disco de Manzarek
sirvió al menos para propinarme un verso en latín: O fortuna
velut luna (La suerte cambia tanto como la Luna). En otras
palabras, fui aceptado en el taller de Monterroso.
Sería una vanidosa temeridad decir que aprendí a escribir
en un año de conversaciones dominadas por la ironía de
Monterroso. Como Cyrano de Bergerac, yo pensaba viajar a la Luna sin
tanques de oxígeno. La lección del maestro consistió
en demostrarme lo lejos que estaba de la meta. La expedición
sería más ardua y, si me sobreponía a los rigores,
más valiosa.Monterroso no ejerce otra pedagogía que las
anécdotas que deja caer con calculada distracción. Como
Lawrence Sterne, hace de las desviaciones un asunto central. Sus pláticas
lo acreditaban como viajero frecuente a la Luna de Cyrano, a tal grado
que a veces se quedaba en ella y hablaba de tú a tú con
Joyce, Quevedo, Gracián y otros favoritos. Estas tertulias clásicas
estaban destinadas, más que a remediar los despropósitos
de los alumnos, a revelar en qué consiste un cuento perfecto.
Monterroso no perdió el tiempo tratando de rescatarnos de nosotros
mismos; nos demostró que la vida existe para volverse cuento,
un valor imprescindible en esos años sin rumbo en que había
depositado mis ilusiones en un equipo que nunca ganaba el campeonato
y muchachas que no acusaban recibo de mis taquicardias.
Valdano dice que Menotti lo autorizó a soñar. La frase
tiene la exagerada contundencia de quienes deben medir su destino en
noventa minutos, pero describe con certeza los alcances de todo magisterio.
Monterroso me entregó un sistema de creencias. El olor del sándalo,
la delicada osatura de una mano, la lluvia como una expansión
pánica de los amantes, la luz de la Luna reflejada en un charco
de agua, el ladrido nocturno de los perros, las sábanas recién
cambiadas y el rumor del mar son pretextos para escribir cuentos. Esto
en modo alguno significa el rechazo de otros géneros. La vida
del cuento sería imposible sin el influjo de la novela, la crónica,
el ensayo, el teatro y, sobre todo, la poesía. De cualquier forma,
la pasión suele fijar sus prioridades, incluso entre quienes
practican varios géneros. Cada vez que un animoso centauro visitaba
el taller y presumía de estar escribiendo una novela (algo que
en aquella época expansiva siempre constaba de 400 páginas),
Monterroso comentaba: ¡Ah, te estás entrenando para
escribir cuentos!.
Ninguna variante de la prosa ofrece mayores desafíos para los
buscadores de destellos rápidos. ¿Es posible superar el
asombro de un final insólito que resulta repentinamente congruente
con las diez cuartillas anteriores? En este tenso campo de significados,
una palabra de más equivale a una detonación y el lector
avanza con el estremecimiento de quien desactiva una carga de dinamita.
Además, escribir cuentos les sienta bien a los irregulares incapaces
de acatar horarios. Según Raymond Carver, es la ocupación
perfecta para un borracho que sólo tiene unos ratos de lucidez,
desteta a su familia y toma el coche para ir a escribir a un estacionamiento.
Por su parte, Graham Greene optó por el relato breve en sus últimos
años para estar seguro de concluir el texto antes de morir. Espacio
de los enfermos de tiempo, el relato se estimula con el inclemente parquímetro
que mide hora y fracción e incluso con la agonía
de sus ejecutores.
Al salir del taller de Monterroso conocí a un escritor célebre
por sus fantasiosas estrategias de autopromoción. Con el rictus
preocupado de quien muerde un camarón demasiado blando, me preguntó:
¿Tú sólo escribes cuentos?. A continuación,
pronunció una frase inolvidable: La novela tiene más
posibilidades mercadotécnicas. Aquel novelista, precursor
de los que hoy escriben con lápiz óptico, me convenció
de dos cosas: era un mercenario y tenía razón. El cuento
ya no sirve para pagar las cuentas de champaña de Francis Scott
Fitzgerald. Con apego a la realidad, Monterroso insistía en que
nos consideráramos aficionados de por vida.
En el cuarto de siglo transcurrido desde entonces, la situación
se ha vuelto más precaria. En los años 70, los cuentos
eran como los pericos: no los solicitaban mucho, pero encontraban acomodo
en cualquier rincón. El arte de Poe, Maupassant y Chéjov
sobrevivía sin grandes angustias ni protagonismos, entre otras
cosas porque sus practicantes activos se llamaban Borges, Onetti, Bioy
Casares, Cortázar. Hoy en día, los cuentistas son como
esos hombres acuclillados que resisten el sol en las carreteras mexicanas
y ofrecen un producto por el que muy pocos sedetienen: una iguana sostenida
de la cola. Los editores contemporáneos prefieren adoptar un
hijo en Timor Oriental que hospedar en su catálogo a un nuevo
cuentista. Con un sentido agrícola de la cultura, se relega el
cuento a temporadas de cosecha: el Mundial de Fútbol propicia
un volumen alusivo y el verano permite alternar en las revistas fotos
de bellezas en bikini con textos breves, muy útiles para secarse
las manos manchadas de bronceador. No es exagerado decir que se han
perdido las condiciones para que un joven Juan Rulfo publique El llano
en llamas en una editorial importante. Una y otra vez, los nuevos escritores
reciben el mismo dictamen literario ante un volumen de relatos: Regresa
con una novela.
En 1980, cuando publiqué La noche navegable, Joaquín Díez
Canedo, mi primer editor, me llevó a comer al Club Asturiano.
Apenas íbamos por el quinto plato cuando nos interrumpió
un vendedor de lotería. Don Joaquín compró un trozo:
Con esto tiene más posibilidades de ganar que con la literatura,
me dijo, con la sonrisa oblicua de quien ha mordido muchas pipas. Escribir
es juego de tahúres, sin otra recompensa previsible que la propia
escritura. Ya lo dijo Cervantes: paciencia y barajar. El
20 de enero del 2000 el jurado del Premio Villaurrutia sesionó
minutos antes de un eclipse total de Luna llena. En uno de sus poemas
de juventud, Villaurrutia se refiere a las cosas que ocurren bajo
el sigilo de la Luna. Cualquier decisión que se tome en
esas circunstancias resulta comprensible. Perdí un diente por
no ver la Luna en la televisión y gané un premio por no
verla en el cielo. Gracias a la solidaria conspiración de mis
compañeros de oficio, hoy puedo cobrar el billete que Joaquín
Díez Canedo me tendió hace veinte años. Pero ningún
giro de la suerte es definitivo. Esta noche, la inconstante Luna ha
vuelto a aparecer.
Alfaguara
ha editado los siguientes libros de Villoro: El disparo de Argón,
Materia dis-puesta y el premiado La casa pierde. Para más información
sobre él, ver Radarlibros Nº117
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