Mediados
de enero, París Saint-Sulpice, en el atelier de Banier.
¿Su fotografía es metonímica?
Discúlpeme pero no sé lo que quiere decir metonimia.
Usted va a conseguir que me ponga a reflexionar acerca de mi falta de
reflexión como artista. Sé que estoy enamorado de cada
forma única, su paso por la tierra tiene para mí el valor
de una aparición. Tiempo atrás, cuando fotografié
a una de mis primeras modelos (las hermanas gemelas que frecuentaban
el barrio VII de París), al salir de su casa pegadas una a la
otra, como un solo personaje, eran una página viva de Poe. ¿En
qué estado se despertaban? ¿De qué color era el
empapelado de su casa? ¿Y el de sus sueños y conversaciones?
O la mujer de la pipa, parada en la puerta de ese café de Madrid,
insecto fugado de una página de La balada del café triste
de Carson McCullers, ¿a qué pregunta responde, con esa
certeza clavada en la mirada? Cada vez que me conmueven esos seres anónimos
llenos de sentimientos, les pido limosna con mi sombrero... Comprenderá
que mi sombrero es la cámara de fotos. Si entiende por metonimia
una asociación de ideas, una construcción interior que
debe tranquilizar más que una convulsión interior, entonces
mi fotografía es metonímica. De todas maneras, es lo que
usted quiera: lo que usted hará de ella.
Vladimir Horowitz, Nueva York, 1985.
|
Madeleine Castaing, París,1981.
|
¿Usted
dirige sus sesiones?
¿Dar órdenes para hacer sonreír ante la cámara
o levantar la cabeza? Claro que no. Fotografiar es tener entre las manos
una placa sensible. No estamos en la guillotina. Ya sea tomando fotografías
en la calle, haciendo un reportaje en Sarajevo o trabajando en un estudio
para una agencia de publicidad, la calidad del fotógrafo se mide
en el momento en que su dedo presiona el disparador para hacer tambalear
la vida que huye. El fotógrafo dice: es así y no de otra
manera, y para siempre. Si se equivoca, es un asesino. Peor: un traidor.
Peor todavía: un idiota. Uno puede corregir sus palabras. En
la fotografía, jamás. Ahí está el reto.
¿Qué relación tiene usted con sus modelos?
Nuestra mirada es a menudo superficial y prejuiciosa, gastada
por la rutina. Nos conformamos tan fácilmente con nuestros límites...
Y es raro que la verdad corrija nuestros errores, todavía no
la he visto golpear a nuestra puerta para decirnos: Ustedes se
equivocan, no era así. La fotografía dialoga, es
inagotable. Tome el retrato de Rimbaud por Carjat, o la Marilyn Monroe
de Avedon: son como cartas muy hermosas que uno puede releer cien veces
y descubrir sin cesar otra cosa. Mi obsesión es capturar la novela
de la vida de cada uno. Así como el peso de todo el libro está
presente en cada frase de Flaubert, yo estoy todo entero en cada una
de mis fotos.
¿Todo entero?
Cuando tomo una foto, no puedo abstraerme de mi situación.
Del niño que fui, de la gente que conocí, de mi identidad
a la hora del disparo. Una vez Cartier-Bresson me reprochó que
yo hacía en cada foto mi propio retrato. Pero el fotógrafo,
aun cuando fotografía un felpudo en forma de erizo, no está
impávido, no es un espejo. En cada uno de los paisajes de Kertesz
encontramos toda la tragedia del Tratado de Versailles que secciona
a Hungría, la hace picadillo. No estoy al tanto de todo lo que
ocurre en el mundo pero sé de la injusticia, de la tortura. El
año pasado vi en el Centro Recoleta las fotos de los desaparecidos.
Y ya no se puede fotografiar a un hombre en la Argentina sin tener conciencia
de las a-trocidades cometidas por los militares. Federico Peralta Ramos,
aquel personaje de Buenos Aires, siempre decía: Dios dirige
el tráfico. Un optimista: hace rato que Dios descansa.
En cuanto a los muertos, estoy menos seguro: creo que quienes aparentemente
nos han dejado solos en la tierra se ocupan de nosotros. Guían
nuestros pasos, nos acompañan, nos ofrecen aquí y allá
eslabones de la cadena.
Samuel Beckett,
Tanger, 1978.
¿Se
siente expresionista?
En el expresionismo prevalece la emoción. En mi caso, ella
es la detonadora, la razón de ser del gesto creador. Después
se ponen en funcionamiento otras maquinaciones: narrativas, espirituales,
políticas, estéticas, según ciertos mecanismos
que no comprendemos. Sea cual sea mi gusto por las formas y el movimiento
espontáneo del modelo, mi fotografía es interior. Lo humano
se esconde detrás de tantas informaciones falsas y tantos automatismos,
que para hacer un retrato justo hace falta superar todas sus vías
muertas y encontrar el milagro: la expresión de lo único.
Esto no quiere decir ser expresionista sino ser el celoso guardián
de la singularidad ajena.
¿Cómo escogió la fotografía?
Yo no me daba cuenta adónde me metía. Era una época
en que la escritura era todavía muy lenta para mí: problemas
de sintaxis, de concepción, de construcción del personaje
o el no-personaje, la nonarración, el asunto del punto de vista...
Tenía urgencia por mostrar mi visión del mundo y esas
decisiones que surgen por doquier. Cuando cumplí dieciocho años
me hice un autorretrato subido a una silla, como si más alto
fuera a recibir más luz. Es una foto que hoy no puedo ver. Me
recuerda toda la tristeza y el dolor de aquellos tiempos.
fotografías
de esa gente sola que camina por las calles de la ciudad que Banier
comenzó a sacar para hacerlo reír: Les Jumeaux (1997),
Rue du Regard (París, 1981)
¿Los
primeros fotógrafos que lo marcaron?
Mi padre era húngaro y también practicaba la fotografía,
pero con esa cámara que se llevaba en el vientre: ese ojo en
el estómago que obligaba a inclinarse como una rata, si cabe
la imagen, para mirar por el objetivo. Hay sonrisas forzadas en esas
fotografías, e incluso los objetos dan la impresión de
haber encogido. El trabajo de mi padre era la publicidad. Admiraba a
Kertesz, Brassaï, Cartier-Bresson, Bill Brandt. Un día,
viendo las fotografías de Moholy-Nagy, comprendí que la
fotografía podía ser movimiento en el interior de un plano
fijo. También descubrí que toda buena fotografía
implica una aritmética. Mi padre, con quien nunca hablé
de nada, me contagió no obstante su obsesión, cada vez
que abría un diario: la diagramación de una página.
Recomponía o alababa a Man Ray, Lartigue, Peter Knapp, Cassandre,
Guy Bourdin. Intentaba comprender por qué esas obras eran universos
inevitables.
¿Cuáles fueron los primeros temas de sus fotos?
Después de 1970, siendo amigo íntimo de Yves Saint-Laurent
que vivía una vida muy recluida, un día, acaso para hacerlo
reír, quise mostrarle que no éramos los únicos
solitarios en la tierra. Despliego delante de él las primeras
fotografías de esa gente sola que camina por las calles de la
ciudad: mujeres viejas con bolsas de mercado, locos envueltos en frazadas
como enormes muñecos de nieve... Yves era muy sensible a este
universo, era una época en la que escribía mucho. Sus
personajes (un portero con su manguera en el patio de un edificio, una
mujer estúpida que amonesta a su amante hueco y triste, una actriz
que se pierde dentro de sus personajes y se confiesa con su asistente
de vestuario, el propio Yves puesto en escena sin ninguna contemplación)
eran tan poderosos como mis héroes de lo cotidiano que le llevaba
como tesoros todas las semanas.
Hay toda una galería de retratos de famosos en su obra: Beckett,
Horowitz, Silvana Mangano, Nathalie Sarraute, Yves Saint-Laurent...
El corazón de mi trabajo no es acumular retratos de diferentes
personas. He fotografiado a miles de individuos, pero a aún más
ausentes. Ausentes en los ojos, en el corazón. Muchas veces me
he preguntado si la gente no me encargaba su retrato por ese otro que
les falta, que ven sin verlo, al que les gustaría eternizar.
Hay tanto de invisible en el arte...
Fragmento
del reportaje de Raúl Santana incluido en el catálogo
de la muestra Fotos y pinturas de François-Marie Banier.
arriba