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Un secreto llamado Ben Katchor y su tira Julius Knipl, fotógrafo
inmobiliario
Un
mundo para Julius
Durante
años fueron pocos los afortunados que conocían las tiras
que Ben Katchor dibujaba en un entrepiso de Brooklyn y que aparecían
en pasquines de tiradas ínfimas. Pero hace una década,
Art Spiegelman, el célebre autor de Maus, se topó con
una de esas revistas y escribió una larguísima elegía
en la que bendecía los talentos de Katchor desde la tapa del
New Yorker, llamándolo un Proust de dos mangos. Ahora,
conozca al autor de Julius Knipl, fotógrafo inmobiliario, la
tira que retrata las miserias de la vida en una gran ciudad que se parece
cada vez más a todas las grandes ciudades.
Una
ciudad vieja, gastada, donde se vende el pan de ayer a mitad de precio.
Negocios absurdos, anacrónicos, abren y cierran: una sala para
morderse las uñas, un kiosco de champagne con sabor a coco, una
cafetería misteriosa donde el café sale de una canilla
en la pared. Julius Knipl, un hombre de edad indefinida, bigotito, traje
gris, sombrero, vida opaca, estado civil desconocido, cruza la ciudad
que no tiene nombre pero es Nueva York. Lo único que se sabe
de Knipl es su profesión: fotógrafo inmobiliario. Un día,
hace mil años, contestó un avisito en una revista berreta
y olvidada, y aprendió fotografía por correspondencia.
Es uno más entre los vendedores de gomitas, los cocineros de
bar, los peones de mudanza de su cuadra. Es un solitario que recita
el código de construcción para dormirse, que se apasiona
por misterios de cabotaje.
Este mundo de la decadencia vive en una tira borroneada a pluma y pincel
por Ben Katchor, un neoyorquino de 49 años, alto y despeinado,
con bolsas en los ojos y la expresión de un depresivo sin Prozac.
Por años y años, Katchor fue imprentero, un trabajo
que me busqué para no tener que levantarme a ninguna hora en
particular, para empezar tarde y quedarme hasta la madrugada.
Hace una década, Art Spiegelman, el ya célebre autor de
Maus, descubrió a Katchor y lo lanzó a una modesta fama
de un autor under. Katchor sigue sin saber muy bien qué hacer
con la notoriedad, con los reportajes, pero sus dibujos aparecen en
varias publicaciones que hasta la bendición de Spiegelman nunca
se hubiesen animado, y este mes prepara la salida su cuarto libro. Todo
un logro para una tira que nació prácticamente por casualidad,
un capricho de editor que buscaba algo original para una
revista nueva.
Katchor nació en Brooklyn, el hijo de reemplazo de
un padre polaco que había perdido a su primer hijo en acción
en el frente africano, socialista, judío militante aunque no
religioso, tres veces divorciado. Papá Katchor nunca salió
de pobre, porque su idea de ganarse la vida era abrir un motel
de izquierda en un spa. Era en Saratoga Springs, donde hay
muchos hoteles, explica Katchor hijo, y la gente los elegía
por afinidad ideológica: en el de papá podían hablar
hasta las tres de la mañana de la revolución. Además,
al lado tenía un criadero de gallinas, por lo que siempre había
huevos frescos. Katchor padre se mudó a Brooklyn para empezar
una familia nueva, que consistió en una enfermera aficionada
a las historietas y un hijo callado.
Ben comenzó a hacer historietas en la secundaria, publicó
sus propias revistitas, metió alguna tira en publicaciones menores.
Con 37 años cumplidos, era un desconocido impresor de volantes.
Spiegelman, ya famosísimo, vio algunos de sus materiales y lo
recomendó a un aventurero que estaba lanzando The New York Press,
una revista alternativa. Katchor pensó y pensó, y le entregó
la primera tira de Julius Knipl, fotógrafo inmobiliario.
¿De qué trata la historia? De nada en particular, del
placer de la decadencia urbana, de la mediocridad. Una típica
tira consiste en Knipl -un apellido inventado que en yiddish quiere
decir tesorito esperando que la luz esté en posición
para una toma, pensando en que va a tomarse un plato de borsch frío
cuando termine. En otra, un portero le explica por qué ya no
existen hoteles berretas, o Knipl se pregunta por qué los restaurantes
de Nueva York dejan las cajas registradoras abiertas de par en par cuando
cierran. El efecto es acumulativo, hipnótico, triste y fascinante
a la vez. Knipl se mueve por esos distritos que toda gran ciudad tiene:
las calles repletas de todo por dos pesos, bares de plástico,
oficinas de abogados y dentistas fracasados, vendedores de baratijas.
Sus habitantes leen TV Guía para imaginarse shows que no quieren
ver, creen que las monedas de un centavo concentran gérmenes,
discuten las propiedades curativas del Alka Seltzer, eligen con cuidado
galletitas rellenas. Es una ciudad onírica donde no existe el
Central Park ni la Estatua de la Libertad. Este mes, Katchor presenta
su tercer libro de tiras de Knipl, la única historieta moderna
adaptada para el radioteatro. El año pasado publicó El
judío de Nueva York, una rara novela gráfica basada en
la vida de el intendente Mordecai Noah, un personaje real
que fundó una colonia utópica en la Nueva York de 1830.
El libro tiene el mismo nivel de detalle urbano los edificios
dibujados con minucia, las calles repletas de carteles y vehículos,
la basura de Knipl y un argumento deliciosamente demente, basado
en una historia real. El personaje central es un inmigrante judío
que, tras años de vivir entre indios y colonos, como comerciante
ambulante, no soporta dormir bajo techo. Desnudo y dormido en una plaza,
lo encuentra un viejo conocido, un respetable miembro de la colectividad
neoyorquina, por entonces de tres mil miembros. Mientras desayunan,
uno envuelto en una frazada, el otro impecable, de galera y chaleco,
se desenrolla la historia de la colonia utópica. Intermitentemente,
se cruza, como una interferencia, el cuento de un indio entrenado por
un rabino renegado para pasar por judío: el sioux recita las
escrituras en hebreo, cautivando a un público teatral que cree
en la entonces muy de moda teoría de que los aborígenes
americanos eran la tribu perdida de Israel.
Yo coleccionaba libros de locos, esos libros que se publican a
sí mismos los locos que tienen una teoría que vender,
explica Katchor cuando le preguntan por qué eligió un
personaje tan oscuro para su novela. A mí me gusta leer
guías telefónicas viejas, de los años 60, que tienen
una increíble poesía del mundo material, continúa
cuando se le habla de sus influencias. Mi mayor influencia estilística
son los manuales de instrucciones de electrodomésticos y los
catálogos de tiendas. Creo que el catálogo de Sears Roebuck
de 1961 debe ser lo que más me marcó. Lo peor es
que lo dice en serio.
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