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El estreno español de Gran Hermano y la Nueva Televisión

LIVIN’ LA VIDA BOBA

Tenía que pasar y pasó: después de The Truman Show y EdTV, una productora holandesa puso en marcha el programa Gran Hermano, que la semana pasada se estrenó en versión española: diez personas “normales” encerradas en una casa durante tres meses sin reloj, ni teléfono, ni radio, ni televisor, ni libros, mientras 29 cámaras los filman hasta en el inodoro. Se transmite por TV y por Internet (www.granhermano.com), y el público decide quién se tiene que ir del show. El día de la primera baja, el programa tuvo 9 millones de espectadores, 1 millón y medio más que la semifinal de la Copa de Campeones entre el Real Madrid y el Bayern Munich. Pero, a diferencia de Truman, estos pavotes no se quieren ir: lloran, gritan y tienen que sacarlos a rastras del set. Y esto recién empieza.

Por RODRIGO FRESAN
(Desde Barcelona)

“90 días. 29 cámaras. 10 personas. 20 millones de pesetas. 1 baño.”, enumeraba la ominosa voz del locutor en el anuncio que comenzó a transmitirse hace un par de meses mientras las imágenes mostraban la construcción de una casa embrujada, los flashes del casting de candidatos y, al final, el símbolo de un ojo con pupila insomne de lente que no duerme, nombre de reminiscencias orwellianas, pero factura claramente warholiana: Gran Hermano. La Vida en Directo. El concepto -idea de la productora holandesa Endemol– no era nuevo porque ya había sido paladeado desde los territorios de la ficción –aquel paranoico episodio de Dimensión Desconocida, The Truman Show, EdTV– e incluso venía de arrasar y causar indignación en Alemania y Holanda. Pero nadie pudo prevenir el fenómeno que iba a desatar en España. Hace dos domingos que la gente no puede ni quiere hablar de otra cosa. Hace dos domingos que la gente no puede ni quiere ver otra cosa en sus televisores y, seguro, faltan menos domingos para que todo el asunto llegue a la Argentina, para que domine al mundo, para que la televisión ya nunca vuelva a ser lo que alguna vez fue. Volvemos a estudios.

UNO ¿Habrá en televisión algo más apasionante que oír a alguien decir “me estoy cagando” para, acto seguido y sin cortes publicitarios, ver a ese alguien sentado en el inodoro? Parece que no. Por lo menos para siete millones de españoles a la hora de los resúmenes diarios y una audiencia acumulada de veintiún millones a lo largo del día en la versión non-stop (la cifra –compuesta principalmente por mujeres menores de cuarenta y cinco años y niños entre los cuatro y los doce añitos– tiene tendencia alcista, pero quién sabe si en algún momento, pronto, la cosa no se vendrá en picada una vez asimilado el impacto de la novedad) no existe paisaje mejor a la hora de encender el aparato y dejarlo encendido todo el día. Porque Gran Hermano dura veinticuatro horas y porque nunca se sabe qué puede llegar a ocurrir adentro de esa casa tomada y artificial en la sierra madrileña –mezcla de set de sitcom con estudio de televisión– construida para ver cómo se van destruyendo de a poco cinco chicas y cinco chicos. El que tiene cable y lo puede ver durante todo el día sospecha que en el momento en que apague o cambie de canal va a suceder lo mejor. El que tiene que conformarse con los resúmenes de aire fantasea sobre lo que la censura de la televisión abierta no le permite ver. Igual tipo de conducta –si se lo piensa un poco– se observa en los adictos a las drogas duras.
A los detalles, a explicar los reglamentos del jueguito: son diez personas “normales” entre los diecinueve y treinta y cuatro años con coeficientes intelectuales que van del 90 al 135. Fueron elegidos entre siete mil candidatos luego de pasar tests psicológicos, etcétera. Acordaron encerrarse a vivir juntos durante tres meses y no salir al exterior ni asomarse a nada de lo que en él ocurre mientras son observados por cámaras y oídos por micrófonos. Si salen –si se dan por vencidos–, no vuelven. No tienen relojes, ni teléfonos, ni radio, ni televisor, ni libros, porque no hay nada más aburrido que ver por televisión a alguien leyendo o mirando televisión a una temperatura estable de veinticuatro grados (para favorecer la ligereza del vestuario) y una iluminación que obliga al uso de anteojos oscuros mientras se cocina. El premio es 20 millones de pesetas. Algo así como 125 mil dólares. No es tanto y cabe pensar que el dinero es, apenas, el anzuelo para engancharse a una nueva forma de fama: celebridad mediática y virtual siendo uno mismo. El chiste y la parte emocionante es que ellos diez van a ir desapareciendo –de a uno y en inapelable cuenta regresiva– cada siete días. Lo perverso del chiste es que las candidaturas para la eliminación –dos– saldrán de ellos mismos, quienes las propondrán en privado, en un cuartito llamado “el confesionario”. Una vez conocidos los candidatos a volver afuera, elpúblico decidirá por teléfono pagando 136 pesetas por llamada y con opción a un sorteo por otras 500 mil. Ellos condenan, el público ejecuta. Y el que fue propuesto y no se va, se queda ahí adentro sabiendo que los otros no lo quieren, que quieren que se vaya. Si suena tremendo es porque es tremendo. Mientras tanto y hasta el final, los diez, los nueve, los ocho, los dos, se verán obligados a realizar pruebas ridículas (bailar, enseñar a hablar a un loro, recorrer la distancia del Camino de Santiago sobre una de esas cintas móviles de gimnasio), aburrirse como hongos, pasar de la euforia a la desesperación, amarse y odiarse y que sobreviva el más fuerte mientras histeriquean al espectador invisible –alguien al otro lado del cristal veinticuatro horas por cable y en varios resúmenes diarios por un canal de aire– seduciéndolo, haciendo que se fijen en ella y lo descarten a él. Todo vale, vale todo. “Estoy aquí por una ilusión, una meta”, dijo uno antes de entrar. “Es la aventura de mi vida”, suspiró una. “Voy a cuchillo por los veinte kilos”, se sinceró uno. Así, una mezcla de Friends con El ángel exterminador de Buñuel que, todo parece indicarlo, va camino a convertirse en una mezcla de los 10 indiecitos de Agatha Christie con Doce (Diez) del Patíbulo y El señor de las moscas de William Golding. O, directamente, Enemies. Sin risas grabadas, claro.
Para cuando yo termine de escribir esto, serán nada más que nueve.

dos Ya pasó la excitación del primer día cuando todo el país los vio bajarse de respectivos Mercedes de alquiler portando sus respectivas valijitas metálicas con el isotipo del programa y entrar a esa casa con aspecto de satélite artificial (162 metros cuadrados de habitaciones más 280 de un jardín rodeado por muy altas murallas, alguna vez utilizadas para mantener en su sitio a King Kong) con paso y sonrisas de astronautas hacia una nueva frontera. El conductor que transmitía desde el lugar lagrimeó un poco, en serio. Ya conocimos a sus padres (algunos de ellos horrorizados por lo que decidieron hacer sus vástagos) y a sus amigos, que ahora siguen los días y las noches de famosos instantáneos como si fuera una telenovela loca. Ya hicieron fiestas, ya los chicos se disfrazaron de mujer, ya jugaron a estar en el servicio militar, ya imaginaron que estaban en una discoteca, ya jugaron a pasarse un papelito de boca en boca. Ya empieza a notarse cierta indisimulable fatiga de materiales. A la semana del principio, el megaguapo marino Ismael le pregunta a la gordita ama de casa Marina: “¿Qué hora es?”. “Ni idea”, responde Marina. En un segundo plano, sobre un sofá, Jorge –el soldado que estuvo en Bosnia– besuquea a María José, camarera sevillana, separada y madre de una hija con parálisis cerebral. Los dos son la primera pareja que ha surgido ahí adentro. Ya hay otras dos en trámite y “¡¡¡el amor llegó más rápido en España que en Alemania y Holanda!!!” se entusiasman los patrióticos responsables del engendro. Corte a una habitación donde el payasesco Israel dialoga con el curtido guía turístico y langa todo terreno Iván sobre las medidas de sus respectivos miembros viriles. Corte a la peluquera Silvia que llora a solas en la cocina luego de la pelea que tuvo con María José. Corte a Nacho, el joven y circunspecto médico, súbitamente precipitado al ridículo mientras ensaya la coreografía de West Side Story a la que los obliga la producción si no quieren ver reducida su asignación semanal de dinero para comida y cigarrillos y morirse hambre. Nacho deja el bailoteo y entra al confesionario y mira a cámara y dice que “las cosas están mal” y no se refiere a su pericia para el baile. En la huerta, junto a la piscina, la sospechosa modelo Ania toma sol mientras la joven y sexy nadadora Vanessa chapotea sus encantos. Las dos conversan acerca de que es una suerte que las cosas ahora estén claras y que se descartara la idea inicial de, gane quien gane, darle los veinte millones a la hija “con problemas” de María José. “Yo vine aquí a pensar con la cabeza y no con el corazón”, se zambulle Vanessa. Nadie tiene ganas de cagar, pero ya va atener ganas alguno. Mientras tanto, se cagan entre ellos. Así son las cosas. La realidad real y la vida verdadera. Así es la vida y la vida no es bella.

tres Detrás de las paredes que ayer te han levantado te pido que diviertas todavía. Detrás de las paredes huecas de la casa hueca del Gran Hermano viven las cucarachas mediáticas. Un equipo de ciento treinta personas trabajando en tres turnos y coordinando la electricidad de cuarenta y cinco monitores, veintinueve cámaras, sesenta micrófonos y cuarenta mil metros de cable. Operarios que ya se confiesan adictos a espiar y que, en sus casas, no ven la hora de volver al trabajo. Más atrás están los curiosos que llegan al municipio madrileño de Soto del Real para ver la escena del crimen desde afuera o el sitio exacto donde se está produciendo el milagro. Una vecina, siniestra, comenta: “No me gusta nada lo que está pasando, no sé lo que vamos a aprender de esto”. Todavía más atrás está el público fascinado por las tetas de Vanessa, por la supuesta manipuladora María José, por todo y por nada. Y los críticos, los apólogos, los analistas que diagnostican “el principio del fin de la fama de los famosos, porque ha llegado el momento de la fama de los infames”, los productores que venden todo el asunto como “experimento sociológico y avanzada de una nueva televisión”, los sites y chats y fotos que proliferan en la red, el “reputado equipo de psicólogos” que afirma que “todo está bajo control y dentro de lo que se esperaba”, los directivos del canal que sonríen ante la brutal escalada del rating, los antropólogos que hablan de “un ancestral ritual de iniciación”, el boom de suscripciones al cable que ofrece dosis de sol a sol, el periodista de Diario 16 que se somete a veinticuatro horas de emisión y vive para contarlo y escribirlo, el patrocinador que se retira asqueado, los pensadores que piensan. Fernando Savater: “En ese programa se cogen a chicos y chicas de buen ver, sanotes y que seguramente acabarán enseguida follando, que es lo que a uno le gusta ver. Pero las verdaderas emociones fuertes es que hubieran metido ahí a un anciano de ochenta años, a un enfermo de cáncer, a personas de esas que necesitan que les cambien tres veces una cánula de orina, que son las vivencias en las casas. A la cadena de televisión le ha salido un guateque, pura juerga. Pero en la mayoría de las casas no encuentras eso, encuentras un enfermo de Alzheimer y gente así. Que la gente estuviera viendo de verdad cómo es la vejez, me parecería muy interesante y sería muy ilustrativo para los demás. Pero no, lo que se ha buscado es que veamos un poco el culo a la niña”. Román Gubern: “El programa Gran Hermano confirma dos cosas. Una, que a la gente le gusta más espiar vidas ajenas, que discurren de modo supuestamente improvisado y sin guión, que contemplar espectáculos puestos en escena por profesionales de la ficción. Es decir, que el fisgoneo cotidiano estimula a la gente mucho más que la vertebración propia de una obra de arte. Y otra, que el deseo de notoriedad y de enriquecimiento de los arribistas puede pulverizar todas las inhibiciones y hacer salir a pública subasta cualquier intimidad, sea de alcoba o de retrete. No nos descubre nada que sea muy bueno, pero nos confirma la hondura de las eternas flaquezas humanas. Y que existen empresas dispuestas a enriquecerse sin escrúpulos con tales basuras”. Todos coinciden –por diversos motivos– que Gran Hermano es el perfecto símbolo de la Nueva España y el imaginario popular hace que lo mucho de poco o lo poco de mucho que ocurre en Gran Hermano se haga más robusto con datos e injertos del imaginario popular y de la leyenda urbana: hay un “topo” de la producción entre ellos que va ordenando la trama aparentemente improvisada; los concursantes reciben un sueldo y se comprometieron a pagar el 20 por ciento a la productora de todo lo que de aquí en más ganen fuera de la casa como famosos virtuales; está todo arreglado y ya se sabe quién va a ganar; nada de lo que se ve esverdad, del mismo modo en que las imágenes de la llegada del hombre a la Luna fueron transmitidas desde un estudio de televisión.

cuatro“Resulta curioso que los benefactores de la humanidad deban ser gente entretenida. Ese es el caso por lo menos en América. Cualquiera que quiera gobernar el país tiene que saber entretenerlo.” Así empieza Ravelstein, la nueva novela de Saul Bellow. Y tiene razón, está en lo cierto. Pensar en que Carter y Bush y Ford (que se caía mucho, pero sin gracia) y Johnson no eran divertidos. Clinton y Reagan fueron y son divertidos (pensar en el reciente video de Bill que tiempo atrás hubiera sido considerado un suicidio político y hoy se celebra como inteligentísima boutade, pensar en la no hasta hace mucho irreconciliable idea de un actor presidente). Kennedy era divertidísimo y Nixon era tan aburrido que no le quedó otra que un deshonroso gran finale. Todos ellos, claro, por televisión. La caja boba de Pandora.
En su voluminoso ensayo The Fifties, el periodista-historiador David Halberstam se refiere a la década del ‘50 como el momento en que la televisión entró en las casas de Estados Unidos (y enseguida del mundo) para ya no irse. Halberstam apunta el dato nada casual que los primeros programas de éxito –las llamadas situation comedies– se basaran en una imitación graciosa de la vida. Familias, amigos, trabajo. Un lugar donde mirarse para reconocerse o, mejor, soportarse y soportar el mundo moderno. La televisión empieza imitando a la vida y ahora hace que la vida imite a la televisión. Neal Gabler en Life: The Movie (How Entertainment Conquered Reality) analiza el sitio que supimos sintonizar medio siglo después. Nuevo milenio, la televisión como un miembro más de la familia y la percepción de la realidad de las masas distorsionada irreversiblemente por problemas de antena. Gabler argumenta que –gracias a una espectacular espectacularización de la realidad– se han desdibujado los límites entre lo ficticio y lo verdadero, y así las vidas y las muertes de O.J. Simpson, Lady Di, Monica Lewinsky y Eliancito se degustan como si fueran series de televisión y, casi de inmediato, son convertidos en miniseries con actores clase B (próximamente Elián: The Movie, ya anunciada por la CBS y, ahora mismo, la telenovela crota El niño que vino del mar, contando la saga de, por razones legales, el pequeño Felipín), mientras la policía norteamericana saca a la venta el video de la masacre escolar de Columbine. A todo y a todos se les pide y se les exige el mismo crescendo dramático y la misma capacidad de ocurrencia que a Dallas o a Dinastía. Tal vez, quién sabe, todo haya empezado con la filmación casual de la tapa de los sesos de J.F.K. volando por los aires una soleada mañana en Dallas, o con la planificada emisión de la Guerra de Vietnam todas las noches en vivo y en directo desde los arrozales a los livings de Iowa. Quién sabe. En cualquier caso, ya es demasiado tarde para contener la avalancha o escaparle al huracán. El terremoto no deja de sacudir la conciencia de un Occidente herido. Cabe pensar si la Roma de los tiempos de Calígula era un poco así de idiota y perverso. Pan y circo y, sobre todo, morbo. La glamourización de la noticia importante por la CNN muta ahora a la adicción a la no-noticia en los reality shows. La peligrosa estupidez de los bloopers –esa triste necesidad de aparecer en televisión como sea y lo más ridículo posible– y la versión light de MTV Real World devino en este Gran Hermano definitivamente hard y pavimentó el camino a esto que nos pasa. Atrás quedaron los días en que un desconocido se ponía nervioso frente a una cámara y un micrófono. Hoy todos sabemos lo que hay que hacer, todos hemos aprendido. Tenemos un sentido nato del tempo dramático y conocemos a la perfección el momento donde dejar caer la frase irónica o el chiste ingenioso. Todos sabemos vendernos como en aquel programa de las madrugadas del Canal 2. Ni siquiera hay que dejar de ser como se es. Tinelli y Repetto son el presente de algo que, antes, exigía casi deentrada ser alguien diferente frente a las cámaras. Actuar. Ya no hace falta. Todos somos estrellas de televisión, la única diferencia está en que unos ganan más que otros.
Un dato curioso, o no tanto, un detalle preocupante: desde que comenzó Gran Hermano bajó el rating de todos los noticieros de la televisión española.

cinco Pensar en Gran Hermano como la avanzada de una nueva forma de televisión que ha llegado para quedarse. Poco cuesta y duele mucho pensar en la seguramente cercana aproximación argentina a la bestia: ¿encerrar juntos a víctimas de la dictadura con militares retirados? ¿A hinchas de Boca y de River? ¿A ex vedettes? ¿A ex parejas? La televisión “verdadera” y barata. Meses atrás, una norteamericana se casó en directo con un millonario como premio de un concurso, para anular el matrimonio a los pocos días y ahora ser tapa y desnudo central de Playboy. Detrás de todo esto viene Sobrevivir (diez hombres y diez mujeres arrojados a una isla desierta para que se las arreglen como puedan) y Encadenados (una mujer y cuatro hombres o cuatro mujeres y un hombre pasan cinco días unidos por pesados grilletes de hierro que intimidarían hasta a Houdini) y, mientras tanto, ahí están esos sites domésticos en la red, donde parejas alquilan su intimidad al mejor postor. El tipo de cosas que miraba en su televisor gigante la mujer sonámbula del bombero incendiario en Fahrenheit 451. El ministro del Interior alemán Otto Schilly acaba de elevar el pedido de inconstitucionalidad para todo el asunto amparado en el primer artículo de la Carta Magna de su país: garantizar la dignidad de las personas. Varios rivales políticos y correligionarios le preguntaron si no estaba exagerando un poco. Mientras tanto, Bart, el ganador de la versión holandesa y original de Gran Hermano, que perdió 14 kilos durante su larga estadía dentro de su casa y su programa, visita España y recuerda su mágica experiencia de alguna vez desempleado y ahora disc-jockey famoso. El tape de su salida triunfal de la casa lo muestra rodeado por multitudes y fuegos artificiales luego de haber hecho el amor con Sabine frente a las cámaras (y debajo de una frazada) y de haber vencido a todos sus amigos. En las imágenes, Bart alza los brazos como un Mesías resucitado. Ahora, cuando le preguntan qué fue lo más duro del encierro, bosteza y responde: “El enorme aburrimiento”. Le preguntan por Sabine, su amor mediático. “No he vuelto a verla”, contesta como si hablara de otro programa de televisión.

seis Ahora es jueves y hay uno menos ahí adentro, en la casa y en el televisor. Hoy toda España habla –sigue hablando– de lo que ocurrió ayer por la noche a la hora de la primera baja. Los diez concursantes –en la euforia del principio– habían decidido votar todos por todos hasta provocar un empate técnico y que fuera el público quien se viera obligado a decidir. Se querían demasiado como para ser responsables de la expulsión de uno de ellos de ese paraíso, casi se disculparon. Todos habían hecho sus valijas. Todos estaban nerviosos como si estuvieran jugando a la ruleta rusa. Durante la tarde, alguna vomitó de angustia y yo lo vi en vivo y en directo. Estaban, sí, cagados de miedo. Afuera, todos los diarios españoles postergaban el cierre y mantenían una página abierta para anunciar el veredicto. El público eligió y eligió sin piedad destrozando la flamante pareja de Jorge, el soldadito soñador de veinticinco años “más bondadoso que Robin Williams en cualquiera de sus películas”, y de María José, la divorciada pulposa de 30 “a la que no le cabe el corazón en el cuerpo ni el busto en el corpiño”, como los definiera el cáustico periodista Ramón de España. Adiós, nena. La sevillana había caído mal. Primero se la acusó de manipuladora cuando quiso ganarse las simpatías y las lágrimas de todos diciendo que estabaallí por su hija con parálisis cerebral, después se la sospechó calculadora a la hora de la seducción del demasiado inocente Jorge. María José era la mala de la novela, pero –a diferencia de las malas de las telenovelas “falsas”– no resultó imprescindible para la continuidad de la trama. Pocas cosas más seductoras para los televidentes que, por una vez, tener el derecho de matar a la mala. Una voz anunció el veredicto, María José rompió en llanto. Jorge montó en cólera. Todos se abrazaban gimiendo (algunos con indisimulable alivio), mientras una voz anunciaba a la condenada que tenía nada más que cinco minutos para despedirse. María José decía “no quiero irme”, Jorge le proponía matrimonio ahí nomás mientras pateaba paredes. Había algo perturbador en ellos. Estaban desesperados pero, también, actuaban su desesperación. En estudios centrales, la madre de María José respiraba aliviada porque “todo esto se acabó” ante la mirada piadosa de la conductora que parecía decirle “pobre mujer, usted no entiende nada, usted no es moderna y no comprende que esto es un acontecimiento histórico”. María José –mucho más apasionada y latina que el gélido Bart– lanzó un: “Aguanta por nosotros, necesitamos esos veinte millones. Serás el padre de mi hijo, gordito mío”, y salió por la puerta estilo frigorífico arrastrando su valija y mojada en lágrimas como si partiera al exilio o –quién sabe– volviera a casa con el desconsuelo de una niña balsera. Jorge seguía llorando con intensidad shakespeareana aullando un: “¿Por qué no a mí?”, mientras el sensato Israel le decía: “Macho, esto es televisión. No te lo tomes tan en serio. Y si te hubieran elegido a ti sería lo mismo, porque sería ella la que se hubiera quedado adentro, ¿no?”. Entonces se revelaron los porcentajes de las votaciones y si todo sigue así, si los nueve que quedan siguen provocando empates técnicos –tal como lo anunciaron ayer, reforzados por la muerte súbita de uno de ellos– y continúan dejando que el público siga siendo el único que baja el pulgar, entonces todo parece indicar que los próximos en ser puestos de patitas en la calle serán las cuatro mujeres restantes. Los productores deben estar un poquito preocupados ante la visión ininterrumpida de hombres solos rascándose los huevos durante un mes. Por suerte, todavía queda otra pareja por destrozar y pueden pasar tantas cosas ahí adentro. Tal vez ETA o una remake del Clan Manson decida darse una vueltita por Soto del Real. En cualquier caso, la vida en directo continuaba y María José llegaba a los estudios para ser entrevistada como una reina. “Hemos resuelto con Jorge ponernos a estudiar teatro”, informó a la concurrencia, que no esperaba otra cosa de ella. “¿Que te pareció la experiencia?”, le preguntaron. “Fueron los mejores diez días de mi vida”, respondió sin dudarlo y muy pero muy lejos de ese Truman que, al final, sólo quería salir de ahí lo más rápidamente posible para no volver nunca. Después, la producción le otorgó un premio consuelo: la posibilidad de hablar con sus compañeros. Así, la voz de María José descendió desde las alturas de su irreversible Más Allá con acento melifluo y lloroso mientras sus ex compañeros miraban al techo de esa casa falsa –su hogar– como si no entendieran de dónde salía y estuvieran pensando en fundar una nueva religión con María José como Dios invisible. Jorge –a no olvidarse que es soldado y que estos tipos a veces tienen reacciones muy inesperadas– conversaba con una foto de María José a la que le ensimismaba las palabras de su amor. La verdad es que se los veía a todos bastante alteraditos.
Se le pidió a una psicóloga su opinión acerca de cómo iba a seguir el asunto. “Hay un factor importante: están juntos y encerrados”, diagnosticó con cara de qué se yo.
Una cosa es segura: ahora son nueve. La semana que viene a esta hora van a ser ocho.
“Ejecutado el primer rehén”, tituló El País.

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