Viena,
ciudad abierta
No
es por azar que la capital de Austria ha jugado un papel central en
los asuntos políticos y culturales del siglo XX. Mansamente recostada
a los pies del Danubio y prácticamente al pie de los Alpes, Viena
es, en algún sentido, el portal que permite relacionar el Este
y el Oeste, las dos caras de una Europa que, al comienzo del siglo XXI,
enfrenta una coyuntura decisiva de la cual depende el futuro político
de la Comunidad. Si Viena importa hoy en la política global europea
es porque es un laboratorio, un workshop político-cultural en
el que el Viejo Continente se mira a sí mismo para encontrar
las respuestas que orienten su porvenir.
Por
Daniel Link,
desde Viena
Viena
tiene fama de ser una ciudad conservadora. Los restos de un pasado esplendor
imperial brillan con sus oros barrocos, neoclásicos o modernistas
por donde se quiera mirar y se mezclan todo el tiempo con un catolicismo
rancio que parece dominar, todavía, la conciencia del habitante
corriente de la ciudad. En pocas ciudades europeas sería posible
hoy encontrar, en un día feriado, niñas vestidas de blanco
que han tomado la primera comunión, recorriendo los parques recreativos.
Esos antiguos esplendores (levemente arruinados por un descuido o desaseo
displicente y encantador del que carecen, por principio, las perfectísimas
ciudades alemanas) y la nostalgia que se puede adivinar en algunas frases
y algunos anhelos austríacos son casi una desmesura para una
ciudad que alberga a poco más de un millón y medio de
habitantes, atónitos ahora ante la virulenta reacción
internacional contra el actual gobierno conservador, que necesitó
de las huestes provincianas de Haider para poder formar gabinete.
El lema
de la ciudad de Viena es Wien is anders (Viena es otra cosa)
Mein
Kampf
¿Crece el fascismo en Austria? Para el presidente de Portugal,
que pretende sostener las sanciones diplomáticas (es decir: meramente
protocolares) de la Comunidad Europea contra el Estado austríaco,
los riesgos de una radicalización hacia la derecha existen. Para
el presidente del gobierno de España, Don José María
Aznar, por el contrario, esos riesgos son sólo una quimera, razón
por la cual ha pedido a los demás gobernantes y al Parlamento
Europeo el cese de hostilidades contra el gobierno de Schüssel.
Pero Aznar, hay que recordarlo, no es menos conservador que el presidente
austríaco y el apabullante triunfo de su partido en las últimas
elecciones legislativas lo habilita para toda clase de inconveniencias
políticas. Para los argentinos, siempre dispuestos a interpretar
las sonoridades de la lengua alemana como el mero ladrido de un doberman
enfurecido, el fascismo está allí y es eso.
Los apacibles y corteses habitantes de la ciudad de Viena están
sobre todo dispuestos a demostrar que, independientemente de la posición
política que cada uno tenga en relación con el actual
gobierno, no es al nazismo a lo que hay que temer sino a la aplicación
de las crudas políticas del neoconservadurismo que, como muchos
observadores internacionales han destacado, son el fundamento de los
discursos extremistas del gobernador Haider y sus secuaces. En Viena
no hay actos de violencia contra los extranjeros (que constituyen el
18,1 por ciento de la población de la capital austríaca,
según datos oficiales de 1998) ni manifestaciones neonazis como
las que sí hay en los países del norte de Europa (Finlandia,
Suecia, etc...) o en la calle Florida de Buenos Aires. Las únicas
manifestaciones son las que desarrollan los diferentes grupos de oposición
al gobierno de Schüssel, que se turnan democráticamente
para hacer público su desacuerdo con las actuales políticas
(en lo que se refiere a los extranjeros, claro, pero también
en lo que se refiere a los nativos, para con quienes la
alianza gobernante ha demostrado el mismo grado de insensibilidad).
Portales migratorios En Viena se manifiesta mucho y se analiza mucho.
Hasta los conservadores (es decir: los optimistas) están dispuestos
a discutir los avatares de la política austríaca lo
que a esta altura de los acontecimientos, equivale a decir: política
europea. Boris Marte, secretario de Cultura de la ciudad de Viena,
explica la composición del electorado que llevó a la fama
internacional los trajes de Hugo Boss y de Helmut Lang que Jörg
Haider gusta lucir en las festividades. Del 27 por ciento de quienes
votaron por el FPö hace unos pocos meses, sólo el 20 por
ciento sostiene o acepta enunciados de extrema derecha. El resto de
ese cuarto por ciento de la población son electores disconformes
con lacoalición de conservadores y socialdemócratas que
regía los destinos de Austria desde 1984. Lo que se llama voto
castigo. ¿No es peligroso (o sintomático) que ese
voto castigo se haya volcado hacia la ultraderecha? Boris Marte, miembro
del öVP, el partido gobernante, reconoce que sí, pero al
mismo tiempo señala que las últimas encuestas delatan
una caída abrupta de la simpatía austríaca por
el FPö, que se encuentra hoy en el orden del 20 por ciento del
electorado. Konrad Becker, intelectual de la izquierda independiente
y director de Public Netbase (Instituto para Nuevas Culturas y Tecnologías),
organismo estatal, no se deja seducir por esas cifras. La institución
que dirige, cuenta, ha sufrido un recorte de fondos bastante radical
en los últimos meses, precisamente aquellos que venían
del gobierno federal. ¿Qué problema representan los extranjeros
para Viena? Ninguno, contesta sin titubear Becker. Si
alguien tiene problemas con los extranjeros es su problema y no el de
la sociedad. Por otro lado, Becker sostiene que ningún
europeo puede ser considerado extranjero en Viena, que quiere ser una
de las capitales de la nueva Europa, precisamente por su privilegiada
situación geopolítica. Para Boris Marte, por el contrario,
las cosas no son tan sencillas. No sólo por el alto porcentaje
de extranjeros que constituyen la población de la capital austríaca
sino precisamente por la situación geográfica del país.
Durante la mayor parte del siglo XX, el 80 por ciento de las fronteras
austríacas (las que daban al bloque comunista) estuvieron cerradas.
Hoy las fronteras con una decena de nuevas repúblicas (la Checa,
Serbia, Montenegro, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Macedonia y Eslovenia)
están abiertas, lo que multiplica los conflictos potenciales
(Sarajevo está a sólo 600 kilómetros de los simpáticos
cafés vieneses diseñados por Alfred Loos) y, también,
los flujos migratorios que tanto preocupan a los europeos.
De todos modos, la sociedad austríaca parece bastante atenta
a todo exceso de preocupación en este punto, como
en tantos otros. El pasado jueves 1º de junio, que coincidió
con un día feriado, los estudiantes secundarios manifestaron
en pleno centro de la ciudad su desacuerdo con el gobierno. Los niños
(con sus pelos pintados de verde o sus cabezas rapadas y sus piercing,
al ritmo de la música tecno y mientras remataban porciones de
pizza) se pronunciaron contra el fascismo en todas sus formas, contra
el cierre de fronteras, contra las cuotas de extranjeros
en las escuelas públicas como una forma velada de racismo, contra
toda forma de represión de la libre expresión y a favor,
de paso, de la legalización del consumo de marihuana. Diez días
antes, los gays de Europa central habían hecho lo propio en uno
de los tradicionales parades de Viena. En la calle, por todas partes,
los ciudadanos exhiben su disconformidad: Ich will das nicht (Yo
no quiero esto), escrito con los colores negro y azul de la coalición
gobernante, reza un cartel colgado de un balcón.
Claro que la disidencia también puede convertirse en un buen
negocio: prácticamente todos los museos progresistas
de la ciudad (la Kunsthalle, la Secession) venden (pero no regalan)
simpáticos prendedores con la leyenda Yo no voté a este
gobierno.
Si Europa, en ese laboratorio que actualmente es Viena, intenta responder
a la pregunta por el lugar que tienen hoy las aventuras extremistas
(de izquierda o de derecha) en las sociedades burocráticas y
liberales, la solución es sencilla: ninguno. Más allá
del escándalo que suscitaron en su momento las declaraciones
de Haider, lo cierto es que hoy parece imposible desarticular la hegemonía
neoliberal, desde la derecha (lo que es una suerte) o desde la izquierda
(lo que es una pena).
La
parte por el todo
La sensibilidad respecto de la situación política y cultural
en Austria (en España, en Portugal, en Francia, en Alemania)
forma parte de un malestar generalizado en relación con el futuro
de la Comunidad Europea. Mientras los Estados avanzan sin prisa hacia
la monedaúnica (el euro que, por el momento ¡bendición
para turistas o viajantes, liberados por fin de las engorrosas cuentas
mentales para averiguar el equivalente de un millón de liras
o de cincuenta mil pelas o de mil chelines austríacos!
aparece sólo como expresión del precio de todas las mercaderías
que se venden en la Europa unida, pero que en un par de años
será de circulación legal), las dos grandes potencias
continentales, Francia y Alemania, alientan la constitución de
un Poder Ejecutivo comunitario fuerte y de un marco legal adecuado a
su desenvolvimiento. Se discute la adopción de una Carta de Derechos
Fundamentales que impida, precisamente, todo exceso que atente contra
la unidad pregonada por todos y deseada por algunos. La sinuosa Tercera
Vía elaborada teóricamente por el sociólogo británico
Anthony Giddens y adoptada con entusiasmo por el primer ministro Tony
Blair, bien puede definirse como un anuncio de la reaparición
de los temas propios de la izquierda en un mundo dominado por políticas
de derecha, o, lo que me parece más propio, declara el
sociólogo Alain Touraine, el modo que tienen los políticos
de centroizquierda para hacer una política de centroderecha.
En ese complicado y por momentos paradójico paisaje político
la pregunta por el lugar del arte alcanza coloraturas propiamente operísticas
y las respuestas parecen tan efímeras o tan sosas
como las que a los clamores de la política se escuchan.
Arte-facto
Si es cierto que Europa responde a la pregunta por la radicalidad política
con un rotundo ¡No!, se trate del ominoso extremismo de derecha
o del nostálgico extremismo de izquierda, la respuesta -también
europea sobre la radicalidad del arte es más compleja.
Por un lado, es cierto que el arte que hoy se produce en el Viejo Continente
es un arte regional y concebido a escala continental. Así, por
lo menos, lo demuestran los mecanismos de coproducción. Entre
los sesenta estrenos teatrales que ofreció el Festival de Viena
entre el 12 de mayo y el 18 de junio pasados, la mayoría eran
espectáculos producidos por diferentes instituciones europeas.
Hotel Europa, por ejemplo, tematiza precisamente el desgarramiento de
las dos Europas la del Este y la del Oeste a través
de una serie de escenas breves en diferentes cuartos de un hipotético
hotel reconstruido en una fábrica abandonada. Los actores pertenecen
a diferentes áreas idiomáticas y hablan en su propia lengua
o en un alemán que suena igual que el que usan los taxistas vieneses,
casi todos ellos inmigrantes del Este. Este fenómeno báltico,
tal como reza el programa de la pieza cuya contemplación
exige a los espectadores que sigan los pasos de diferentes guías
que los llevan de cuarto en cuarto, de historia en historia, con frecuentes
alusiones a la mafia, al dinero negro, a la fascinación esteeuropea
por los esplendores del rancio capitalismo occidental, ha sido
coproducido por la Comisión de Cultura y Educación de
la Unión Europea, Theorem (Proyecto cooperativo para el
reencuentro europeo de los teatros del Este y el Oeste) y el Instituto
Sueco para los países del Mar Báltico. Además,
la producción cuenta con el auspicio del Festival de Avignon,
Dexia (Crédit Local de France), Les Cars Lieutaud, The Alexis
Friev company y los Casinos de Austria (auspiciante principal del Festival
de Viena). Pero además, las escenas o habitaciones en las que
se desarrollan cada una de las escenas del drama de los extranjeros
de Europa cuentan con el apoyo de los ministerios de Cultura de la República
de Eslovenia, de Macedonia, de la Federación Rusa, de Polonia,
de Latvia, de la Municipalidad de Lujubljana, ¡de la fundación
Soros de Latvia y las Líneas Aéreas de Macedonia!, entre
otras instituciones. El itinerario de esta producción paradigmáticamente
internacional incluye la Bienal 2000 de Bonn (entre el 29 y el
30 de junio), el Festival de Avignon (entre el 13 y el 29 de julio),
el Proyecto Intercult de Suecia (entre el 25 de agosto y el 3 de septiembre)
y elFestival de Bologna 2000 (entre el 20 de septiembre y el 3 de octubre),
que son también coproductores de este paisaje teatral.
Si bien el ejemplo es extremo, los mismos mecanismos de coproducción
y coauspicio se verifican en el resto de la producción estética
más experimental (en teatro, cine, danza y artes visuales) que
Europa mostró al mundo a través de una de sus ventanas,
el Festival de Viena.
Pan
de Viena
El gusto medio de los espectadores austríacos parece coincidir
con la versión de La gaviota de Anton Chéjov dirigida
por Luc Bondy, a juzgar por la cantidad de representaciones programadas
(15 funciones en el Festival de Viena) y el éxito de público
y de crítica -unánimemente reverente ante las soberbias
actuaciones de los mejores actores teatrales en habla alemana.
De un naturalismo desbordado y apenas interrumpido por ciertos toques
de ciega obediencia al canon experimental del siglo XX (la
horrenda escenografía pseudoimpresionista, por ejemplo), la (a)puesta
de Bondy (coproducción del Festival de Viena y el Burgtheater
de la misma ciudad) no hace sino marcar una dramática indecisión
a la hora de decidir los ejes conceptuales de la práctica teatral.
Tironeada por compromisos antagónicos entre estéticas
divergentes, La gaviota era un compendio de todo el arte teatral del
siglo pasado: un museo, antes que un laboratorio. Ante la hipótesis
de que todo podría estar cambiando (el mapa de Europa, la cultura
de Europa, el arte de Europa), Bondy responsable del programa
principal del festival se refugia en los más
remanidos clichés del teatro burgués. Alguna razón
(política) deberá tener, dado que su contrato como director
del Festival de Viena acaba de ser renovado, para algarabía de
casi toda la capital austríaca.
Yo
no quiero esto, escrito con los colores negro y azul que utiliza
la alianza gobernante, como señal de resistencia ciudadana
Argentina
potencia
En el otro extremo del Festival, el programa experimental
del que Hotel Europa formaba parte, preparado por la argentina Hortensia
Völckers (cuyo contrato, hay que decirlo, todavía no ha
sido renovado por las autoridades austríacas) no hizo sino suscitar
el estupor de funcionarios, auspiciantes y los más rancios cultores
del arte teatral. Es que Völckers parece haber optado
precisamente por la desestización del arte (teatral, coreográfico,
multimediático) en todas las producciones que eligió para
su programa.
Es por eso que invitó a la coreógrafa Meg Stuart y a la
compañía de danza Damaged Goods no a montar un espectáculo
de danza, sino a realizar, durante los tres meses previos al festival,
un workshop cuyos resultados provisionales se mostraban al público
en sesiones que, naturalmente, iban cambiando día a día.
Lo que Meg Stuart mostró fue un fascinante estudio sobre el movimiento,
despojado de todo resto de estetización (y, también, de
todo argumento), en el que apenas si podían adivinarse ciertos
componentes temáticos o simbólicos. Montado en una fábrica
reacondicionada, la investigación de Meg Stuart alrededor del
movimiento, el cuerpo y el espacio suscitaba la estimulante impresión
de que no había allí ninguna pericia artística,
ninguna disciplina, ningún manierismo coreográfico. El
puro concepto y el más alto rigor como únicas condiciones
minimalistas para la aparición del arte, precisamente
en su misma negación.
Es por eso, también, que Völckers invitó a la compañía
británica Forced Entertainment, que presentó dos producciones
igualmente delirantes y rigurosas. En la primera de ellas, Dirty Work,
dos actores recitan, sentados en sendas sillas, una pieza imposible
de ser representada. Cuentan los más atroces acontecimientos
(torturas, suicidios) en yuxtaposición con el relato de amores
contrariados, grandes movimientos de masas y accidentes de tránsito.
Cuentan con un tono monocorde, y a partir de esos relatos desapegados
investigan los límites entre ficción yrealidad. En
ese momento suena un celular en el teatro, dice el actor. Y efectivamente,
en ese momento suena un teléfono celular en el teatro. La
luz comienza a bajar, dice la estupenda actriz (de un notable
parecido con Susan Sarandon), cuando la luz de la sala, en efecto, comienza
a bajar. En ese teatro desmesuradamente narrativo pero que lleva al
mínimo el juego teatral (apenas si hay actuación,
apenas si hay escenografía, apenas si hay iluminación)
se plantean las mismas hipótesis sobre un teatro futuro
que se adivinan en las piezas argentinas invitadas al festival la
retrospectiva completa de Federico León y Señora, esposa,
niña y joven desde lejos de Marcelo Bertuccio con dirección
de Cristian Drut.
La segunda producción de Forced Entertainment, Who can sing a
song to unfrighten me? (¿Quién puede cantar una
canción para sacarme el miedo?), era igualmente desmesurada,
pero por diferentes razones. Se trata de una performance de 24 horas
continuas a lo largo de las cuales 13 actores representan (¿representan?)
fragmentos de historias, sueños personales y colectivos, cuentos
infantiles. Durante una hora, por ejemplo, los estupefactos (o dormidos)
espectadores escucharon un disco de la década del 60 que reproduce
un absurdo método para el aprendizaje del idioma ruso. Cada una
de las lecciones ofrece la misma estructura una oración
en pasado, una oración en presente, una pregunta, algo así
repetida en inglés y en ruso. Lo singular es la total ausencia
de coherencia temática entre una oración y otra. Mientras
esas ridículas (pero absolutamente verdaderas) lecciones se suceden,
dos actores con máscaras de perro contemplan al público
con sus cabezotas ladeadas o inclinadas hacia el suelo. De esas naderías
y sólo de esas naderías, supone Forced Entertainment,
surgirá toda magia teatral.
La presencia argentina en este y en otros festivales europeos
permite deducir las preguntas que se plantean al teatro experimental
en el despuntar de este nuevo milenio: ¿Cuáles son los
límites entre ficción y realidad? ¿Cuál
es el resto de arte que podemos tolerar sin náusea, habida cuenta
de la instrumentalización que lo estético ha sufrido a
lo largo del siglo XX? ¿Cuál es el lugar del arte en el
contexto de las avanzadas sociedades de control y de consumo que dominan
hoy el mapa europeo y, también, las empobrecidas periferias?
¿De dónde pueden extraer las artes performativas la potencia
de pensamiento que les permita salvarse de la aniquilación total
y definitiva en manos de la trituradora en que se han convertido los
medios masivos de comunicación?
El
efecto Kafka
Las respuestas que a estas preguntas inquietantes sobre la radicalidad
del arte y la política o la radicalidad del arte y la política
ensayó el Festival de Viena con la cooperación de
otros festivales europeos y diferentes instituciones del continente
pasan por el exceso fisiológico de actuación el
puro moco de Cachetazo de campo (Federico León) y de Who
can sing a song to unfrighten me? (Forced Entertainment), o por el teatro
de sillas de Señora, esposa, niña, y joven
desde lejos (Bertuccio/Drut) y de Dirty Work, o por el vacío
de arte de Highway 101 (Meg Stuart y Damaged Goods) y de Museo Miguel
Angel Boezzio (Federico León), o por las malas lenguas
de Hotel Europa y de Historia incierta (el espectáculo de los
actores croatas que se limitan a hablar, sobre el escenario, de sus
vidas privadas y profesionales en Zagreb). Europa encuentra, podría
decirse, alguna verdad estética en la negación del arte
pero también en la negación de Europa como unidad política.
Contra la geopolítica de la Unidad Europea el arte levanta las
banderas de las geoafecciones (si se tolera el neologismo). No es casual
la presencia masiva de tanta periferia compañías
norteamericanas, argentinas y de la otra Europa en
la añeja capital de Europa Central. Es como si los europeos (los
austríacos, en este caso, como representantes de todas las contradicciones
del continente) pensaran a la sombra de la terrible frase de Franz Kafka
casualmente, el más grande escritor del Imperio austrohúngaro:
Sí, claro que hay esperanza en el mundo. Pero no para nosotros.
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