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Fenómenos: El Festival Sónar 2000 de Barcelona

Los sonidos del sonido

Lo que hace siete años empezó con mil personas ya devino en una megamuestra de tres pisos y cincuenta mil visitantes. Hace unos días terminó el 7º Festival Internacional de Música Avanzada y Arte Multimedia de Barcelona (mejor conocido como Sónar). Hubo afiches censurados, delegación argentina encabezada por Gustavo Cerati y huestes sónicas de Europa. Rodrigo Fresán estuvo ahí y cuenta cómo es este evento que piensan traer a Buenos Aires.

Por RODRIGO FRESAN,
desde Barcelona

Empezó, como corresponde, con una tormenta. Una tromba de agua, barro, furia y electricidad que arrasó un monasterio en las montañas y arrastró autos y personas al ritmo de truenos cuadrafónicos. Nadie la vio venir, nadie tuvo tiempo de besar su impermeable. Si estabas en tu casa, te escondiste debajo de la cama pensando que el gran Disc Jockey celestial había decidido cerrar su discoteca, si estabas en la calle probablemente no hayas vivido para contarlo o no puedas hacerlo ahora con los pulmones tan llenos de agua. En cualquier caso ahí, truenos y rayos, van los títulos de esta película. Al día siguiente, sin prisa ni pausa, comenzó el crescendo transpirado de una de esas siempre inéditas y siempre inesperadas olas de calor que todavía hoy, mientras escribo esto, no nos da respiro ni nos deja respirar. Una semana sobrenatural y parapsicológica y no es casual, pienso, que el isotipo del 7º Festival Internacional de Músca Avanzada y Arte Multimedia de Barcelona –mejor conocido como Sónar– sea una cucharita doblada por el mango y su imagen corporativa (el año pasado fue un perro embalsamado con rueditas en las patas) la conformen dos siniestras mellizas de mirada telekinética y catalana y dos señoras iguales y catalépticas (que en realidad son una duplicada por gracia y magia del Photoshop y todo eso) con su(s) cabeza(s) enterrada(s) en el suelo. Avestruces que no quieren oír o mujeres con tímpanos underground. Oír otra cosa. En cualquier caso, esta última imagen no causó mucha gracia en una España que soporta con desconcierto una epidemia de maridos asesinos y golpeadores, gente a la que no le gusta el baile o la música, seguro. Se quejó el Instituto Catalán de la Mujer, los organizadores –más preocupados por cuestiones como “el desfase entre la realidad cultural y las instituciones dedicadas a la cultura”– le restaron importancia al asunto. No importa, no importó: ahí están los dos pares de mujeres sobrenaturales. Al que no le guste que no baile.
En el catálogo del Sónar, objetos flotantes, mellizas levitantes, cosas de mandinga y de Carrie White y nombres que parecen arrancados de una novela escrita por la hipotética hija de Philip K. Dick: Chicks On Speed, Braille, Opopop, Laptop Orchestra, Wevie Stonder, Death in Vegas, Rascacielos, Zobie Nation, Mannequin Lung, Les Jardiniers y todo eso. Música que no se distingue por su genialidad innovadora (pensar en que oírla es como mirar fijo el mar, con los ojos cerrados y elegir una ola en lugar de otra) pero que sí innova en el modo de cómo escucharla. Música de fondo. Música para protagonizar la película invisible de la vida. Música, droga y sol. Todos se mueven, todos bailan como si estuvieran en el centro exacto de una tormenta de arena. Hace calor, dije, y va a seguir haciendo calor.

EL CONCEPTO Una especie de Cyber-Woodstock. Tres días de paz, amor y whitmaniana celebración de la electricidad del cuerpo y de la máquina. Y calor. Empieza un jueves al mediodía y termina un domingo avanzada la madrugada. Se empieza fresquito y se termina “cocido”, “quemado”, “frito”. Elegir una de estas palabras es lo mismo que elegirlas todas. Siete años atrás mil personas –todavía nostálgicas porque todo tiempo pasado fue mejor y porque un secreto es secreto si son pocos los que lo conocen– eran de la partida y ahora más de cincuenta mil son los que llegan. El baile, sí, como acto reflejo y pulsión última. Lo que le pasaba a San Vito, lo que ocurría cuando te picaba una tarántula y te obligaba a bailar la tarantella. El Sónar como una especie de inversión de lo que se contaba en aquella novela negra de Horace McCoy. En la depresiva ¿Acaso no matan a los caballos? una pareja maldita durante los años más down de la Depresión norteamericana se apuntaba en uno de esos concursos de baile non-stop para resistir hasta el final y ganar un premio y conseguir así el dinero para reinsertarse en la sociedad. Los bailarines automáticos del Sónar sólobuscan escaparse de la sociedad por tres días, establecer un paréntesis rítmico fuera de todas las cosas. Desaparecer en la multitud y evaporar sus documentos de identidad (pero no sus tarjetas de crédito) con la transpiración que se les escapa por todos y cada uno de los poros. Intoxicarse para desintoxicarse. Huestes sónicas llegando desde toda Europa para hacer olvidar por unos días que Barcelona es famosa por Gaudí y convertirla en capital mundial del espasmo electrónico. Hay muchos argentinos sónicos, hay delegación argentina, hay stand del sello Frágil, hay Gustavo Cerati dando vueltas por ahí. Fáciles de reconocer: sus bermudas y sus sombreritos están muy limpias y bien planchadas. En serio.

EL LUGAR Dos ambientes. Dos estados de ánimo. Día y noche. Mañanas y tardes en el Centre de Cultura Contemporánia de Barcelona. Un edificio blanco y horizontal y largo súbitamente divido en territorios sónicos: Hall CCCB, SonarLab, SonarMática (ambiente dedicado al espíritu de Berlín, ciudad donde todo empezó y sigue empezando, una mezcla de las primeras catacumbas del cristianismo con las aéreas catedrales del futuro), SonarVillage y afuera –en la Capella dels Angels, una capilla futurizada- el Sonar Macba. Hay cola para entrar. Hay calor. Adentro, un sector de stands como los de la Rural o la Feria del Libro donde no se promocionan vacas ni libros sino sonidos y sus cómo y porqués. Un patio tapizado de césped artificial y un escenario al que durante todo el día se trepan Djs heroicos reclamando para sí la gloria milenarista que supieron conseguir. Pensar en algo así como la revancha de quien alguna vez fuera el último eslabón de la cadena disco o una dudosa star del tipo Alejandro Pont Lezica. “Soy un D.J. / Soy lo que hago sonar / Tengo creyentes creyendo en mí”, cantaba Bowie al principio de los tiempos sónicos cuando Brian Eno sintetizó el virus en Berlín y lo soltó en el mundo. Ahora, un cuarto de siglo más tarde, la especie ha evolucionado y domina el planeta. Los discjockeys son próceres independentistas porque revierten el orden natural de las cosas y socavan desde abajo las bases de una cultura rock que convertía a los músicos en dioses. Cualquiera puede ser un disc-jockey pero se necesita mucho dinero para ser, por ejemplo, Sting. Así, el discjockey como ídolo es una forma de rebeldía exquisita. Una forma de violencia pacífica y no una declaración de principios sino de finales. No se puede ir más lejos que eso salvo que, cualquier día de éstos, los barmen se rebelen, invoquen a sus antepasados del Ritz parisino o del Plaza neoyorquino y se conviertan en los nuevos titanes invocando la figura ancestral de Tom “Cocktail” Cruise y la gente vaya a verlos mezclar licores percusivos en sus cocteleras de acero como ahora otros mezclan samplers en sus bandejas giratorias mientras el sol cae y la fiebre se levanta y por quinientas pesetas te sacan una foto junto a las mellizas sónicas.
La noche se traslada al Pavelló de la Mar Bella, junto al mar. Un santuario que ya quedó chico y que será otro el año que viene. SonarClub, SonarPub, SonarPark, SonarChic. Bailar hasta que la madrugada nos separe, sí. Un inmenso recinto polideportivo cubierto para que once mil personas con química hasta las cejas no dejen de estremecerse. Tres noches tres donde se entiende lo que alguien puede llegar a hacer con la multitud si se la bombardea con las secuencias de sonido precisas y los ritmos indicados. Todos respondiendo simultáneamente a sutiles variaciones rítmicas y coordenadas de latidos. BPM = Beats Per Minute. Afuera, la primera noche, un grupo de poseídos arroja una motocicleta sobre otro grupo de poseídos. Afuera, la última noche, una avalancha de espaldas mojadas sin entrada cruzaron la frontera bailando ante la mirada impotente de los controles de inmigración. Estuvo bueno. Nadie baila con nadie y todos bailan con todos. Aquí las individualidades de la mañana y tarde se funden en la multitud anónima. Está mal visto hablar mientras se baila y,atención, no se trata aquí de conocer gente o entender el movimiento puro como introducción al sexo casual. John “Tony Manero” Travolta y sus contorsiones libidinosas es el equivalente del Cromagnon para estos Homo Tecnos, cada cual y cada quien atiende su juego y el que llegó aquí pensando en que va a encontrar al amor de su vida está fuera de sitio y de teoría: sería algo tan idiota como ir a una orgía para aprender a hacer el amor.

LA TEORIA Empezar, por ejemplo, con Stockhausen, Karl-Heinz. Miércoles por la tarde. Prólogo histórico en manos de un venerable. El considerado pope indiscutible de la música de alta cultura creada durante la segunda mitad del siglo pasado –el XX– presentó su obra Hymnen. Dice, explica, justifica el programa del Sónar: “Uno de sus trabajos electro-acústicos más reconocidos. La obra, concebida en 1967 a partir del proceso de creación de ‘Telemusik’ en Japón unos meses antes, es un revolucionario canto a la unión entre los pueblos y una enérgica condena a la intolerancia, que toma alrededor de cuarenta himnos nacionales de distintos países del globo como base de su discurso, junto a interferencias radiofónicas y grabaciones ambientales”. Me avergüenza un poco reconocer aquí que yo pensaba que Stockhausen estaba muerto; pero todo esto que aquí se escribe y se describe pretende ser una mirada sincera más allá del desconcierto ante ciertas visiones irremediablemente ajenas. “No me interesa la expresión”, dijo un expresivo Stockhausen; “Stockhausen ya es historia”, se quejó un moderno y se lamentó que las dimensiones del teatro impidieran el montaje de su música para dos helicópteros. Un poco de viento de hélice no hubiera venido mal. A la noche siguiente, Marc Almond. Sabía que Almond estaba vivo, todavía, luego de su todavía himnótico (por himno) “Tainted Love” de sus tiempos con Soft Cell. Me acuerdo que esa canción la pasaban mucho en Palladium, aunque no me acuerdo si el nombre de esa discoteca porteña del ayer se escribía con una o dos L. Almond –una especie de mito viviente y hortera, un Tom Jones moderno– anunció la reunión de Soft Cell y, dicen, cumplió con creces. Fuera de programa y de festival y como perdidos en la multitud, Radiohead ofreció un concierto casi secreto –también en el Tívoli– presentando canciones nuevas de un álbum a aparecer durante el otoño y casi aterrorizados por el hecho de que su ya legendario O.K. Computer hubiera alcanzado el segundo puesto en una encuesta histórica y total pisándole las balas al Revólver de los Beatles. “Morning Bell”, “Optimistic”, “Inocent Civilian” –canciones flamantes– es más de su inspirada música para alienarse. Gustó a los fans y decepcionó a los inquisidores pero a nadie le importó demasiado. Radiohead es el epítome del individualismo y no estaba en el Sónar y difícil comulgar con sus susurros primales que apenas esconden gritos secundarios. Afuera, en el festival de festivales, la gente seguía bailando y un nombre raro se fundía con otro nombre raro sin que importara demasiado la capacidad o necesidad crítica. Así, para algunos, el descarado y evidente y gracioso playback como statement estético de Gentle People fue algo “genial” (ah, los usos y desusos de esa palabrita) y para otros fue una indignante estafa. Alguien optó por hundirse en las tinieblas del ciclo SonarCinema y ver, por ejemplo, una película japonesa titulada Nn891102 donde se narra la historia de un superviviente del bombardeo a la ciudad de Nagasaki obsesionado –años después, como d.j. existencialista– en reproducir el sonido de la explosión atómica. Alguien relee una copia castigada del Neuromancer de William Gibson, autor gurú de cyberpunk que acertó en todo menos en el detalle de que los ordenadores no serían el privilegio de unos pocos. Alguien me comenta que hay interés argento en el asunto y ya se teoriza un próximo Sónar Made in Buenos Aires: dos festivales calurosos, dos veranos al año, mi junio es tu diciembre. Yo, por ejemplo, me refugié en el aireacondicionado de la exposición oficial del Centre en un primer piso por largas escaleras mecánicas. La paradoja de un montaje alrededor de “La Cultura del Trabajo” (sonidos de fábrica, valijas de inmigrantes, lockers de obreros, reproducciones de oficinas) sobrevolando un jardín donde nadie trabaja ni piensa en trabajar. Tiene gracia. En uno de los ambientes de la exposición –una sala de espejos y computadoras descartadas– una chica sónar primero baila y después, enseguida, sufre un ataque de epilepsia. Quemada.

EL TRANCE Hay que tener mucho cuidado –tengo que tener mucho cuidado– a la hora de escribir sobre todo esto. Las dificultades de nunca haber tenido un disco de Kraftwerk, de preferir bailar canciones a sonidos, de no entender la casi vertiginosa evolución de géneros y estilos que –lo mismo les pasa a los que no saben de las irreconciliables diferencias entre la Coca y la Pepsi– no tienen el mismo sabor por más que lo parezca. Hay, siempre, un ingrediente secreto en la fórmula. Ahora, días más tarde, la lectura pausada de las críticas musicales de lo que ocurrió y se escuchó en el Sónar tienen para mí el sabor exótico y ajeno de una comida thai o una crónica de una corrida de toros (en realidad puedo entender más la universalidad de lo picante o la aguda contundencia de una cornada bien puesta) y mucho de lo poco que se recuerda de un sueño mojado a la hora de despertarse en seco. Releo Altered State: The Story of the Ectasy Culture and Acid House –libro/ensayo/historia fundamental de Matthew Collin– y ahí, sí, entiendo el Big Bang de este universo: jóvenes sin dinero para o sin ganas de pagarse la entrada a un concierto de rock que toman una casa abandonada, enchufan un equipo de sonido, se tragan una pastilla y bailan y bailan y bailan la felicidad de su desencanto. La versión corporativa y festivalera de la ecuación me hace un poco de ruido. Un ruido ingenuo de mi parte, pero ruido al fin. Un sampler de sana duda donde no queda la música. Conversando con un dedicado sonarita coincidimos en algo: la música de, por ejemplo, los Beatles es importante porque funciona como el perfecto soundtrack de un momento trascendente; la música del Sónar funciona como perfecto soundtrack de un momento apenas trance. Una época/paréntesis donde no pasa nada. Un instante de suspenso mientras esperamos que decante el jolgorio y la desilusión del inicio de un nuevo siglo y que toda esa tecnología de punta descienda desde las alturas para clavarse en nuestras cabezas y nazca un nuevo arte después de tanto retrorevival fin de milenio. Queda –me quedo– con una de esas imágenes que, sí, dice más que mil palabras y mil sonidos. La perfecta inversión de aquella otra postal acuariana en que una adolescente le ofrecía una flor a la boca de un fusil durante alguna de las marchas en contra de Vietnam. Ahora, hace unos días, en el Sónar, una joven fumaba un porro y un agente de seguridad se acercó –solícito y dócil– a ofrecerle un cenicero para sus cenizas de colores.
Tal vez sea cierto. Tal vez vayamos a evolucionar después de todo.
Mientras tanto y hasta entonces por qué no. seguir bailando.

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