Fenómenos: El Festival Sónar 2000 de Barcelona Los sonidos del sonido
Por
RODRIGO FRESAN, Empezó,
como corresponde, con una tormenta. Una tromba de agua, barro, furia
y electricidad que arrasó un monasterio en las montañas
y arrastró autos y personas al ritmo de truenos cuadrafónicos.
Nadie la vio venir, nadie tuvo tiempo de besar su impermeable. Si estabas
en tu casa, te escondiste debajo de la cama pensando que el gran Disc
Jockey celestial había decidido cerrar su discoteca, si estabas
en la calle probablemente no hayas vivido para contarlo o no puedas
hacerlo ahora con los pulmones tan llenos de agua. En cualquier caso
ahí, truenos y rayos, van los títulos de esta película.
Al día siguiente, sin prisa ni pausa, comenzó el crescendo
transpirado de una de esas siempre inéditas y siempre inesperadas
olas de calor que todavía hoy, mientras escribo esto, no nos
da respiro ni nos deja respirar. Una semana sobrenatural y parapsicológica
y no es casual, pienso, que el isotipo del 7º Festival Internacional
de Músca Avanzada y Arte Multimedia de Barcelona mejor
conocido como Sónar sea una cucharita doblada por el mango
y su imagen corporativa (el año pasado fue un perro embalsamado
con rueditas en las patas) la conformen dos siniestras mellizas de mirada
telekinética y catalana y dos señoras iguales y catalépticas
(que en realidad son una duplicada por gracia y magia del Photoshop
y todo eso) con su(s) cabeza(s) enterrada(s) en el suelo. Avestruces
que no quieren oír o mujeres con tímpanos underground.
Oír otra cosa. En cualquier caso, esta última imagen no
causó mucha gracia en una España que soporta con desconcierto
una epidemia de maridos asesinos y golpeadores, gente a la que no le
gusta el baile o la música, seguro. Se quejó el Instituto
Catalán de la Mujer, los organizadores más preocupados
por cuestiones como el desfase entre la realidad cultural y las
instituciones dedicadas a la cultura le restaron importancia
al asunto. No importa, no importó: ahí están los
dos pares de mujeres sobrenaturales. Al que no le guste que no baile. EL CONCEPTO Una especie de Cyber-Woodstock. Tres días de paz, amor y whitmaniana celebración de la electricidad del cuerpo y de la máquina. Y calor. Empieza un jueves al mediodía y termina un domingo avanzada la madrugada. Se empieza fresquito y se termina cocido, quemado, frito. Elegir una de estas palabras es lo mismo que elegirlas todas. Siete años atrás mil personas todavía nostálgicas porque todo tiempo pasado fue mejor y porque un secreto es secreto si son pocos los que lo conocen eran de la partida y ahora más de cincuenta mil son los que llegan. El baile, sí, como acto reflejo y pulsión última. Lo que le pasaba a San Vito, lo que ocurría cuando te picaba una tarántula y te obligaba a bailar la tarantella. El Sónar como una especie de inversión de lo que se contaba en aquella novela negra de Horace McCoy. En la depresiva ¿Acaso no matan a los caballos? una pareja maldita durante los años más down de la Depresión norteamericana se apuntaba en uno de esos concursos de baile non-stop para resistir hasta el final y ganar un premio y conseguir así el dinero para reinsertarse en la sociedad. Los bailarines automáticos del Sónar sólobuscan escaparse de la sociedad por tres días, establecer un paréntesis rítmico fuera de todas las cosas. Desaparecer en la multitud y evaporar sus documentos de identidad (pero no sus tarjetas de crédito) con la transpiración que se les escapa por todos y cada uno de los poros. Intoxicarse para desintoxicarse. Huestes sónicas llegando desde toda Europa para hacer olvidar por unos días que Barcelona es famosa por Gaudí y convertirla en capital mundial del espasmo electrónico. Hay muchos argentinos sónicos, hay delegación argentina, hay stand del sello Frágil, hay Gustavo Cerati dando vueltas por ahí. Fáciles de reconocer: sus bermudas y sus sombreritos están muy limpias y bien planchadas. En serio. EL
LUGAR Dos ambientes. Dos estados de ánimo. Día y noche.
Mañanas y tardes en el Centre de Cultura Contemporánia
de Barcelona. Un edificio blanco y horizontal y largo súbitamente
divido en territorios sónicos: Hall CCCB, SonarLab, SonarMática
(ambiente dedicado al espíritu de Berlín, ciudad donde
todo empezó y sigue empezando, una mezcla de las primeras catacumbas
del cristianismo con las aéreas catedrales del futuro), SonarVillage
y afuera en la Capella dels Angels, una capilla futurizada- el
Sonar Macba. Hay cola para entrar. Hay calor. Adentro, un sector de
stands como los de la Rural o la Feria del Libro donde no se promocionan
vacas ni libros sino sonidos y sus cómo y porqués. Un
patio tapizado de césped artificial y un escenario al que durante
todo el día se trepan Djs heroicos reclamando para sí
la gloria milenarista que supieron conseguir. Pensar en algo así
como la revancha de quien alguna vez fuera el último eslabón
de la cadena disco o una dudosa star del tipo Alejandro Pont Lezica.
Soy un D.J. / Soy lo que hago sonar / Tengo creyentes creyendo
en mí, cantaba Bowie al principio de los tiempos sónicos
cuando Brian Eno sintetizó el virus en Berlín y lo soltó
en el mundo. Ahora, un cuarto de siglo más tarde, la especie
ha evolucionado y domina el planeta. Los discjockeys son próceres
independentistas porque revierten el orden natural de las cosas y socavan
desde abajo las bases de una cultura rock que convertía a los
músicos en dioses. Cualquiera puede ser un disc-jockey pero se
necesita mucho dinero para ser, por ejemplo, Sting. Así, el discjockey
como ídolo es una forma de rebeldía exquisita. Una forma
de violencia pacífica y no una declaración de principios
sino de finales. No se puede ir más lejos que eso salvo que,
cualquier día de éstos, los barmen se rebelen, invoquen
a sus antepasados del Ritz parisino o del Plaza neoyorquino y se conviertan
en los nuevos titanes invocando la figura ancestral de Tom Cocktail
Cruise y la gente vaya a verlos mezclar licores percusivos en sus cocteleras
de acero como ahora otros mezclan samplers en sus bandejas giratorias
mientras el sol cae y la fiebre se levanta y por quinientas pesetas
te sacan una foto junto a las mellizas sónicas. LA TEORIA Empezar, por ejemplo, con Stockhausen, Karl-Heinz. Miércoles por la tarde. Prólogo histórico en manos de un venerable. El considerado pope indiscutible de la música de alta cultura creada durante la segunda mitad del siglo pasado el XX presentó su obra Hymnen. Dice, explica, justifica el programa del Sónar: Uno de sus trabajos electro-acústicos más reconocidos. La obra, concebida en 1967 a partir del proceso de creación de Telemusik en Japón unos meses antes, es un revolucionario canto a la unión entre los pueblos y una enérgica condena a la intolerancia, que toma alrededor de cuarenta himnos nacionales de distintos países del globo como base de su discurso, junto a interferencias radiofónicas y grabaciones ambientales. Me avergüenza un poco reconocer aquí que yo pensaba que Stockhausen estaba muerto; pero todo esto que aquí se escribe y se describe pretende ser una mirada sincera más allá del desconcierto ante ciertas visiones irremediablemente ajenas. No me interesa la expresión, dijo un expresivo Stockhausen; Stockhausen ya es historia, se quejó un moderno y se lamentó que las dimensiones del teatro impidieran el montaje de su música para dos helicópteros. Un poco de viento de hélice no hubiera venido mal. A la noche siguiente, Marc Almond. Sabía que Almond estaba vivo, todavía, luego de su todavía himnótico (por himno) Tainted Love de sus tiempos con Soft Cell. Me acuerdo que esa canción la pasaban mucho en Palladium, aunque no me acuerdo si el nombre de esa discoteca porteña del ayer se escribía con una o dos L. Almond una especie de mito viviente y hortera, un Tom Jones moderno anunció la reunión de Soft Cell y, dicen, cumplió con creces. Fuera de programa y de festival y como perdidos en la multitud, Radiohead ofreció un concierto casi secreto también en el Tívoli presentando canciones nuevas de un álbum a aparecer durante el otoño y casi aterrorizados por el hecho de que su ya legendario O.K. Computer hubiera alcanzado el segundo puesto en una encuesta histórica y total pisándole las balas al Revólver de los Beatles. Morning Bell, Optimistic, Inocent Civilian canciones flamantes es más de su inspirada música para alienarse. Gustó a los fans y decepcionó a los inquisidores pero a nadie le importó demasiado. Radiohead es el epítome del individualismo y no estaba en el Sónar y difícil comulgar con sus susurros primales que apenas esconden gritos secundarios. Afuera, en el festival de festivales, la gente seguía bailando y un nombre raro se fundía con otro nombre raro sin que importara demasiado la capacidad o necesidad crítica. Así, para algunos, el descarado y evidente y gracioso playback como statement estético de Gentle People fue algo genial (ah, los usos y desusos de esa palabrita) y para otros fue una indignante estafa. Alguien optó por hundirse en las tinieblas del ciclo SonarCinema y ver, por ejemplo, una película japonesa titulada Nn891102 donde se narra la historia de un superviviente del bombardeo a la ciudad de Nagasaki obsesionado años después, como d.j. existencialista en reproducir el sonido de la explosión atómica. Alguien relee una copia castigada del Neuromancer de William Gibson, autor gurú de cyberpunk que acertó en todo menos en el detalle de que los ordenadores no serían el privilegio de unos pocos. Alguien me comenta que hay interés argento en el asunto y ya se teoriza un próximo Sónar Made in Buenos Aires: dos festivales calurosos, dos veranos al año, mi junio es tu diciembre. Yo, por ejemplo, me refugié en el aireacondicionado de la exposición oficial del Centre en un primer piso por largas escaleras mecánicas. La paradoja de un montaje alrededor de La Cultura del Trabajo (sonidos de fábrica, valijas de inmigrantes, lockers de obreros, reproducciones de oficinas) sobrevolando un jardín donde nadie trabaja ni piensa en trabajar. Tiene gracia. En uno de los ambientes de la exposición una sala de espejos y computadoras descartadas una chica sónar primero baila y después, enseguida, sufre un ataque de epilepsia. Quemada. EL
TRANCE Hay que tener mucho cuidado tengo que tener mucho cuidado
a la hora de escribir sobre todo esto. Las dificultades de nunca haber
tenido un disco de Kraftwerk, de preferir bailar canciones a sonidos,
de no entender la casi vertiginosa evolución de géneros
y estilos que lo mismo les pasa a los que no saben de las irreconciliables
diferencias entre la Coca y la Pepsi no tienen el mismo sabor
por más que lo parezca. Hay, siempre, un ingrediente secreto
en la fórmula. Ahora, días más tarde, la lectura
pausada de las críticas musicales de lo que ocurrió y
se escuchó en el Sónar tienen para mí el sabor
exótico y ajeno de una comida thai o una crónica de una
corrida de toros (en realidad puedo entender más la universalidad
de lo picante o la aguda contundencia de una cornada bien puesta) y
mucho de lo poco que se recuerda de un sueño mojado a la hora
de despertarse en seco. Releo Altered State: The Story of the Ectasy
Culture and Acid House libro/ensayo/historia fundamental de Matthew
Collin y ahí, sí, entiendo el Big Bang de este universo:
jóvenes sin dinero para o sin ganas de pagarse la entrada a un
concierto de rock que toman una casa abandonada, enchufan un equipo
de sonido, se tragan una pastilla y bailan y bailan y bailan la felicidad
de su desencanto. La versión corporativa y festivalera de la
ecuación me hace un poco de ruido. Un ruido ingenuo de mi parte,
pero ruido al fin. Un sampler de sana duda donde no queda la música.
Conversando con un dedicado sonarita coincidimos en algo: la música
de, por ejemplo, los Beatles es importante porque funciona como el perfecto
soundtrack de un momento trascendente; la música del Sónar
funciona como perfecto soundtrack de un momento apenas trance. Una época/paréntesis
donde no pasa nada. Un instante de suspenso mientras esperamos que decante
el jolgorio y la desilusión del inicio de un nuevo siglo y que
toda esa tecnología de punta descienda desde las alturas para
clavarse en nuestras cabezas y nazca un nuevo arte después de
tanto retrorevival fin de milenio. Queda me quedo con una
de esas imágenes que, sí, dice más que mil palabras
y mil sonidos. La perfecta inversión de aquella otra postal acuariana
en que una adolescente le ofrecía una flor a la boca de un fusil
durante alguna de las marchas en contra de Vietnam. Ahora, hace unos
días, en el Sónar, una joven fumaba un porro y un agente
de seguridad se acercó solícito y dócil
a ofrecerle un cenicero para sus cenizas de colores. |