Caleta
Olivia tiene nombre de mujer. El mito cuenta que en 1901, cuando en
el Golfo San Jorge ancló el buque Guardia Nacional de la Marina,
cargando personal y materiales para la instalación del telégrafo,
a bordo, acompañando al capitán Ezequiel Guttero, viajaba
una mujer llamada Colette Olivier. Algunos piensan que Colette era la
esposa del capitán. Otros, su amante. Ser la única mujer
a bordo era ya un buen punto de partida para que a su paso se tejieran
conjeturas. ¿Qué podía atraer a una mujer hacia
este golfo inabarcable en el que la meseta patagónica se hunde
en el Atlántico?
Al margen de la coincidencia fonética entre el nombre de una
mujer y un accidente geográfico, la incógnita perdura.
De todos modos, si un pueblo necesita siempre un mito fundacional, éste
bien puede servirle a esta ciudad. Pero en la historia de Caleta no
cuenta sólo este indicio de una historia romántica. La
Patagonia, está comprobadísimo, dispone de un repertorio
inagotable de historias y Caleta no es una excepción.
Es el Far West, me había dicho Antonio Dal Masetto
cuando le comenté que viajaba a Caleta. Es el Far West
petrolero. Dal Masetto tiene bastante vivida la Patagonia. Este
territorio siempre ejerció una atracción literaria enorme.
Entre algunos de sus referentes pueden contarse las exhaustivas investigaciones
de denuncia de Osvaldo Bayer sobre los fusilamientos de los huelguistas
en 1920, bajo el gobierno de Yrigoyen (que luego servirían de
base al film La Patagonia rebelde de Héctor Olivera); Los dueños
de la tierra, la ya clásica novela de David Viñas sobre
aquellas luchas y la toma de conciencia social; y también, los
primeros cuentos de Dalmiro Sáenz, ambientados algunos ya en
los tiempos del vértigo petrolero.
Al salir de Comodoro Rivadavia buscando la ruta 3 en dirección
a Caleta puede llamar la atención el nombre de una avenida: Estados
Unidos. Este nombre no tiene consonancia literaria. Está ligado
a la influencia ejercida por las compañías petroleras
que operaron en la zona desde fines de los 50, creando una atmósfera
típica del subdesarrollo y la colonización. En este paisaje
se alternan casas chatas, galpones, trailers. Si se consulta la guía
turística de YPF, que ya no es más YPF, la información
sobre Caleta indica que se encuentra casi 100 kilómetros al sur
de Comodoro. En este trayecto la ruta 3 bordea el océano, de
un azul purísimo. Hay que pasar por Punta Peligro, la entrada
de cerro agudo y afilado en el mar, que presenta una curva angulosa
que, cada tanto, algún automovilista encara confiado y termina
clavándose fatalmente en el fondo del mar acantilados abajo.
Al llegar a Caleta, mientras se pasa cerca de unos inmensos tanques
negros de petróleo levantándose entre la ruta y la playa,
se divisan las primeras casas, edificaciones grises y bajas con techos
de chapa gris, cuya construcción parece haber sido abandonada
por la mitad. El paisaje que se abre a la vista es marrón, del
color de la tierra de la meseta. Un cartel al costado del camino avisa:
Bienvenidos. Caleta para Cristo.
Memorias
del subdesarrollo
En sus primeros años, los fundacionales, Caleta fue un puerto
de embarque de la producción lanar de la zona. En 1921, YPF analiza
el llamado Flanco Sur. Recién a partir de 1944 se encuentra petróleo
en las proximidades de Cañadón Seco. Cuando hoy se recuerda
en Caleta aquella época de YPF se despabila una melancolía
densa.
Los trabajadores del petróleo procedían del noroeste.
De Salta, La Rioja y, mayoritariamente, de Catamarca. El empleo era
temporal y bien pago, si se comparaba la situación de estos trabajadores
en sus provincias de origen. Venían acá con la esperanza
de volver a su tierra, pero terminaban afincándose y trayendo
a sus familias. En la provincia, para muchos, somos los negritos
del norte, se dice en Caleta. Catacruceños, nos llaman.
Mitad catamarqueños y mitad santacruceños. Me
acuerdo, empieza el escritor Elpidio Isla. Alto, corpulento, morocho,
con algo más de cincuenta años, Isla nació en Caleta.
Isla se llama Aquilino Elpidio, pero prefiere ser llamado Elpidio, como
su padre. Isla arranca: Me acuerdo, sí. Caleta era como
un pueblito del Oeste. En las mañanas de invierno los chicos
salíamos a juntar hielo para después derretirlo en las
casas, porque no teníamos agua corriente. Los inviernos, como
los recuerdo, eran más crudos que ahora. YPF lo abastecía
todo. Si en tu casa se quemaba una lamparita YPF mandaba un jeep con
un electricista y te la cambiaba. YPF te proporcionaba la vivienda,
una cabaña construida por canadienses o dinamarqueses. En los
campamentos, los obreros podían repetir cuantas veces quisieran
el plato de comida. Y no se guardaba para recalentarla al día
siguiente. En la proveeduría de YPF los precios no se remarcaban.
YPF te brindaba todo, desde la educación hasta un buenísimo
servicio de salud. Y cuando se te venían las vacaciones te daba
la facilidad para cambiar el auto y así trasladarte a tu provincia.
Isla recuerda con nostalgia: Si aquello no era el socialismo,
se le parecía bastante, dice.
Cuando Isla se hizo escritor sus relatos fueron respaldados por Juan
Rulfo. Exóticamente, varios de sus cuentos se publicaron en Boulder
(Colorado), como demostrando que nadie es profeta en su tierra. Recopiladas
en Las lluvias cortas, sus narraciones detallan con voz propia las vidas
de quienes hicieron de este lugar en el mundo un destino. Después
de la privatización de YPF vino lo peor, cuenta Isla. Hoy
Caleta tiene casi 40 mil habitantes y un 30 por ciento de desocupación.
La municipalidad banca 3500 personas. Y esta es nuestra realidad.
Aunque el cuadro que describe Isla es penoso, y basta recorrer Caleta
para ratificarlo, como escritor mantiene su confianza en el lugar. Soy
patagónico, dice Isla. Y acá está mi
narrativa.
Caleta-Texas
El sur del paralelo 42, a fines de los 50, cuando en el gobierno
de Frondizi se arreglaron los contratos petroleros, las compañías
yanquis se apoderaron de la zona. La Panamerican Oil Co., la South Cistern,
entre otras, enviaron aquí técnicos de nivel intermedio
que supervisaban la explotación de hidrocarburos. Esa época
que se recuerda como aventurera junta historias de texanos y putas,
de automóviles importados y dólares. En Caleta se acuerdan
de los boliches que proliferaban por entonces con nombres que dicen
bastante de aquel ambiente: Mogambo, Texas, Las Vegas, Blue Moon, California.
Se recuerda que los yanquis, con sus sombreros de cowboy, entraban a
los boliches, ponían sus botas tejanas sobre una mesa y prendían
sus cigarros con el dinero argentino mientras elegían las putas
más bellas. Porque en este sur donde circulaban los dólares,
el whisky y los Impala, venían a probar suerte mujeres hermosas.
Algunas, más tarde, habrían de afincarse en la zona, se
casarían con algún enamorado próspero, formarían
una familia hasta, en la actualidad, convertirse en abuelas respetables
que integran las fuerzas vivas.
Entre los personajes que se suele recordar de aquellos años figura
un tal Ojeda, chileno, pintor, que decoró tanto prostíbulos
como whiskerías con sus frescos. En sus murales, Ojeda reproducía
escenas del petróleo y del campo, paisajes patagónicos
que contribuían a reforzar el color local. Pero en 1978, al plantearse
la amenaza de guerra con Chile, el artista fue deportado.
En los 60, al reformularse la contratación con las compañías
yanquis, al levantar esos campamentos donde se ocupaban hasta mil obreros
en cada uno, los norteamericanos arrojaron al mar sus herramientas y
sus vehículos. El recuerdo de autos y camionetas cayendo en el
océano tiene bastante de cinematográfico. Entre restingas
y cormoranes, esta es otra de las historias patagónicas que espera
ser contada.
El
sueño eterno
En un cruce de avenidas, imponente, se levanta el Gorosito, una
gigantesca estatua que homenajea al obrero del petróleo. Creado
en 1969 por el escultor Pablo Daniel Sánchez, el Gorosito tiene
trece metros de altura. Y se plantó cuando ninguna construcción
de Caleta superaba los cuatro. Sin duda, el Gorosito corresponde a ese
pasado idílico y optimista en que el porvenir no era esta realidad
de desocupación y pobreza. El Gorosito, como respondiendo a una
estética socialista, muestra a un obrero, el torso desnudo, abriendo
una válvula de extracción de petróleo. El Gorosito
mira hacia el norte. Y su actitud expresa aquello que la Patagonia,
en ese instante, le suministra al país. Objeto tanto de veneración
como de sarcasmo, el Gorosito encarna la deformidad de una utopía,
aquello que se pudo, pero no. A su alrededor, en las calles céntricas,
en la mañana de un sábado frío y soleado, se oye
música cuartetera. Los negocios del centro de Caleta, vecinos
haciendo alguna compra, adolescentes, le dan a la ciudad una actividad
fugaz. Después del mediodía, Caleta se verá otra
vez vacía. Pero el Gorosito permanecerá ahí, desde
su estatura, recordando que alguna vez Caleta, como todos los argentinos,
esperaba otra cosa de la vida. Demasiado quizá.
Aunque el rescate de la memoria y la persecución de una identidad
pueden ser una obsesión para los escritores patagónicos,
estos no son temas que interesen a todo el mundo en Caleta. Aquellos
que tras la privatización de YPF juntaron unos pesos de indemnización
y pusieron un kiosco o compraron un remise están más preocupados
por la subsistencia cotidiana que por la revisión del pasado
como explicación de las contradicciones del presente. ¿Cómo
vas a pretender que la gente reflexione sobre lo que ocurrió
con los fusilamientos del 20 si le cuesta pensar todavía
cómo fue que se destruyó la ilusión del desarrollo
petrolero?, pregunta Isla.
El
bosque petrificado
Dejando atrás Caleta, hacia el sur, se pasa por Fitz Roy,
un caserío tímido al costado de la ruta. Un almacén,
un bar, una estación de servicio acorralados por el viento. A
un costado, herrumbrado, un acoplado cisterna. Por aquí, Carlos
Sorín, el director de La película del rey, filmó
la nunca estrenada Sonrisa de New Jersey con el por entonces ascendente
Daniel Day Lewis.
José Font, más conocido como Facón Grande, fue
uno de los protagonistas de aquella rebelión de 1920 que logró
alarmar a los poderosos estancieros Braun y Menéndez Behety.
En el film de Olivera, Federico Luppi era Facón Grande. Luppi
y Bayer, el año pasado, estuvieron acá, en la ruta 3,
lejos de Caleta y todavía más lejos de Buenos Aires, a
2000 kilómetros de distancia, cuando se levantó un monumento
en su homenaje. El viento envuelve la estatua. En torno, todo es nada.
La nada patagónica: meseta, elevaciones, aridez, una manada de
guanacos que se espanta cuando pasa un auto. Como una redundancia, en
la base del monumento hay un graffiti anarquista: Contra toda
autoridad, muerte a los patrones, dice.
Siguiendo por la ruta 3, al doblar hacia el centro de la provincia por
la ruta 49, se llega a un monumento de otra clase, un monumento natural:
el bosque petrificado. Entre cerros y cañadones se encuentran
restos de araucarias que, en su momento, hace 20 millones de años,
tuvieron más de cien metros de altura. Esos troncos de piedra,
de un marrón oscuro, veteados, que yacen ahí desde cuando
los continentes todavía no se habían separado, desde una
era en que los dinosaurios se paseaban tranquilamente entre una vegetación
subtropical, hoy atraen, en los veranos, 3000 turistas aproximadamente.
El cuidado y la protección de estas reliquias de la naturaleza
es reciente. En Caleta nunca se olvida que Saipen, una empresa italiana
que tenía como símbolo un perro negro con ocho patas y
ojos de dragón, se cuatrereó unos cuantos troncos petrificados
para decorar su casa matriz, sin contar un buen número de rocas
que contenían pinturas rupestres. Con martillos neumáticos,
dicen en Caleta, los italianos de Saipen se alzaron con los troncos
y las pinturas cargándolos en un barco con rumbo a Italia. El
saqueo de estos testimonios prehistóricos no es algo nuevo en
la Patagonia. Más de un turista, como al descuido, suele hacerse
de lascas, fragmentos de madera petrificada que se han desprendido de
los troncos, algo más grandes que astillas, compuestos con sílice,
que los indios, mediante percusión directa, golpeando roca sobre
rosa, aprovechaban para hacer sus hachas, flechas y puntas de lanza.
Como para demostrar que no todo está perdido, los cuidadores
del bosque petrificado son Fernando Escobar, de 26 años, y Gabriela,
su mujer. Fernando es brigadista de incendios, viene de trabajar algunos
años en Calafate y, junto con Gabriela, que es técnica
en medio ambiente, hacen todos los días 21 kilómetros
desde la seccional Horqueta para controlar el bosque petrificado. Los
dos tienen un aspecto saludable, de pioneros jóvenes que se sienten
capaces de desafiar las contingencias de este paisaje impiadoso.
Si se les pregunta cómo aguantan en el lugar, habitando esta
soledad, Fernando dice: Si la querés de verdad, la naturaleza
te adopta. Todas las mañanas, a caballo, Fernando y Gabriela
recorren la extensión inmensurable del bosque petrificado, palmo
a palmo, custodiando la existencia de choiques, matuastos y guanacos,
estudiando la flora, detectando cada tanto alguna astilla del pasado,
la punta de una flecha, una lasca imperceptible. Al volver a la casa
que sirve de base, donde una bandera flamea deshilachada, a Fernando
y Gabriela los esperan unos cuantos zorros colorados, mansos, como mascotas,
esperando que les den de comer.
Yo nací en Ciudad Jardín, en El Palomar, cuenta
Gabriela. Pero largué todo para venirme a este lugar con
Fernando, dice con una sonrisa traviesa y cómplice. Fernando,
pasando un mate, detalla alguna anécdota de los dos años
de pareja que llevan: Es la naturaleza lo que importa, dice.
Y después, con parsimonia, se pone a armar un cigarrillo. Afuera,
en la tarde, aunque hay un sol tibio, la temperatura es de varios grados
bajo cero. Para Fernando y Gabriela, acostumbrados a inclemencias más
fuertes, no hace tanto frío.
Patagónicos
En junio, algunos hechos despiertan inquietud en la zona. En la
provincia la Secretaría de Energía le reclama duramente
a Repsol-YPF y Vintage Oil Argentina que paguen las regalías
del gas que se ventea por negligencia y que cumplan con las normas vigentes
sobre contaminación. Hay también un juicio por acciones
de YPF: la venta de acciones bursátiles en el exterior perjudicó
a ex agentes de YPF y Gas del Estado. Una buena noticia, la primera
exportación de 40 mil kilos de ajo santacruceño a Brasil,
no es suficiente para atenuar la inquietud que despierta el lock out
de la pesquera Barilari que paraliza la actividad de unos 600 pesqueros.
La política cruenta del ajuste también golpea en Caleta.
Si se piensa en este panorama se comprenderá por qué cuando
en una familia de Caleta un hijo concluye el secundario se hace una
fiesta inolvidable. Que los hijos puedan ir a estudiar a una universidad,
trátese de Bahía Blanca, Córdoba o La Plata tiene
una connotación importante de oportunidad de ascenso social.
Otra interpretación de la vapuleada economía, con más
claridad que la explicación de un Chicago Boy, la suministran
los asaltos a un locutorio, un supermercado o el robo y asesinato de
un remisero a manos de una pareja boliviana.
Alejandro Burgos, próximo a cumplir treinta, es un poeta seguidor
de Baudelaire. Su admiración hacia el Subcomandante Marcos y
su compromiso poético se evidencia en uno de sus poemas, Pobreza.
Escribe Burgos: El hambre./ El hambre que avanza./ Como la tormenta
en la noche./ El hambre en su caballo raído,/ llega,/ se mete/
en el cuerpo, / en la cabeza./ No tiene dientes/ ni uñas/ pero
devora/ tu dignidad/ con la rapidez/ que los buitres se comen/ la carroña.
Pero los patagónicos también suelen disponer de un humor
especial ante la adversidad. Silvia Trillo Quiroga, después de
vivir en Neuquén, ya hace años que vive en Caleta. Silvia
coordina un centro comunitario orientado a la mujer y la familia en
el que se cubren las urgencias y necesidades de unos 300 chicos de la
calle. La institución, subsidiada por una cooperadora, tiene
el apoyo de docentes y vecinos. Casi todos estos chicos tienen
antecedentes policiales, dice Silvia. Y todo lo que precisan
es solidaridad, ternura, ser comprendidos. Después de un período
con nosotros es difícil que reincidan en el delito. En
este centro los chicos acceden a la educación por el arte. Hace
poco pudieron montar un rockservatorio. Entonces los chicos
formaron un grupo: Los clandestinos.
Los patagónicos tienen en claro que para hacer algo, hay que
hacerlo a pulmón. Y esta es la actitud de César Gribaudo,
el encargado del Museo del hombre y su entorno. César
tiene casi cuarenta años, es alto, flaco y desgarbado. Al hablar
se toca la barba: Lo que nosotros hacemos es apoyar la educación
y regionalización. Llevamos los chicos al paisaje y les enseñamos
a reconocer y clasificar la flora y la fauna. Después, en el
museo, les proponemos continuar el aprendizaje en libros y láminas.
Es una manera de generarles no sólo una valoración de
su tierra, sino de instruirlos en la preservación. La palabra
museo es exagerada para el local en que César y sus colaboradores,
con cartones, chinches y etiquetas, como en la escuela, pudieron rescatar,
para su exposición, una considerable cantidad de objetos de los
aborígenes, incluyendo la réplica de un carnotauro, primo
del dinosaurio. César se entusiasma y se pone didáctico
para mostrar sus hallazgos y describir sus proyectos, que suelen chocar
con la indiferencia gubernamental. Hace ya bastante que apalabré
funcionarios para obtener un viejo galpón petrolero, donde funcionaba
la proveeduría. Quiero recuperar su fachada, conservar su aspecto
y, adentro, en más espacio, disponer este museo como corresponde.
Pero hasta ahora, a pesar de las promesas, sigo esperando.
A César le importa no sólo el pasado prehistórico,
la detección de testimonios que causan verdaderas epifanías
en los investigadores extranjeros que exploran en la Patagonia. Queda
claro que la historia del petróleo es tan importante para el
museólogo como la de los animales prehistóricos o las
pinturas rupestres.
Laura Grau, una joven funcionaria de turismo, coincide en los planteos
de César. Es que para nosotros es tan crucial el rescate
del pasado petrolero como el prehistórico, dice. Para
nosotros es fundamental esa recuperación. Porque muchas
veces, cuando se discute la identidad patagónica, al acentuar
la historia de los aborígenes, en el énfasis que se deposita
en esta cuestión se suele tener la intención de tapar
las contradicciones más recientes, de escamotear un análisis
y una revisión de los conflictos más próximos,
su índole económica y política.
De nuevo, en estas reflexiones, como suele ocurrir cotidianamente en
la Patagonia, y no sólo en la Patagonia, la tensión entre
centro y periferia viene a primer plano.
Como me pasó en otros viajes al sur, uno se da cuenta que la
Patagonia no es sólo una experiencia de paisaje, si bien su marca
es determinante y constitutiva. La identidad patagónica, tan
discutida, persigue una construcción ideológica sin advertir
muchas veces que la tiene. Y esta identidad poco tiene que ver con el
color local que le adjudican los viajeros del centro, esa maqueta en
la que participan lineamientos del posmodernismo, la new age y la políticamente
correcta estrategia marketinera de Benetton, cada vez más propietario
de una porción riquísima del sur precordillerano. En todo
caso, el discurso de lo patagónico, como último gran relato
épico, en su esencia, articula las claves de la dominación
colonial, la conquista de un territorio tan desolado y hostil como vital
y seductor. Las historias que se encuentran en Caleta no hablan de otra
cuestión.
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