LA
CONSTITUCION ARGENTINA
Choripanes,
baratijas, marcas truchas, santos de todo tipo y pelaje, música
de bailanta, graffitis, carritos de supermercado, pasajeros, gente sin
techo: Constitución parece haberse convertido en un lugar maldito,
donde se acumulan las marcas de la pobreza. Las fotos de Alejandro Lipszyc
y el texto de Beatriz Sarlo conforman el primero de una serie de ensayos
a cargo de diferentes fotógrafos y escritores en los que se explorarán
los diversos territorios que habitan esta bestia bautizada Buenos Aires.
POR
BEATRIZ SARLO
Frente
a la plaza tétrica, del otro lado de una trinchera por donde
pasan decenas de colectivos, el edificio de Constitución es un
fondo de escenografía, una fachada que fue suntuosa. Desolación.
Buenos Aires tiene estos lugares malditos, donde se acumulan las marcas
de la pobreza. En Constitución cualquiera puede comprobar que
el mercado es lo menos igualitario que existe. De la estación
salen esos trenes donde los vendedores ambulantes de una larga serie
esperan, a la entrada de cada vagón, que el anterior haya terminado
con su oferta. Constitución muestra la coyuntura, no sólo
porque es un nudo del transporte sino porque se ve el hueso, lo que
en otros lugares de la ciudad está cubierto. A Constitución,
a Pompeya, a algunas zonas de Parque Patricios sólo se las visita
por necesidad. Alejandro Lipszyc fue a sacar unas fotos. ¿La
necesidad de la representación? ¿Una representación
necesaria?
DISCOBOLO
Un
hombre desnudo, salvo los borceguíes. Es verano. Lo sabemos porque,
en la vereda de enfrente, la de la estación, otro hombre lo mira
y éste sólo lleva una remera blanca de manga corta. Unico
espectador de un acto teatral, cuyo argumento quizá sea movido
por la locura.
El hombre desnudo ha hecho un bulto con su ropa; las diagonales del
cuerpo y la separación de las piernas dan la impresión
de que estuviera por arrojarla, como si fuera un proyectil olímpico.
Está en el momento anterior al impulso, mirando el punto hacia
donde hará el lanzamiento. En un lugar de paso, en el medio de
la calle, sobre las líneas blancas del cruce, que los colectivos
acaban de dejar atrás en su camino hacia el sur, este hombre
hace su acto para casi nadie: el observador de remera blanca, que quizá
ni siquiera lo esté mirando; y el fotógrafo, que está
a sus espaldas.
El hombre actuó en soledad, lo cual es paradójico y refuerza
la hipótesis de una locura mayor. Se desnudó en la calle
cuidadosamente (imaginamos que se sacó y volvió a poner
los borceguíes), y se colocó en un lugar bien iluminado
pero inestable, ya que, cuando vuelvan a pasar colectivos como los que
se alejan, se verá obligado a retroceder o a avanzar. La fijeza
del instante es, precisamente, eso: instantánea. La inverosimilitud
de la fotografía se origina en su enigma. Es tan excepcional
que pierde el carácter realista que tienen habitualmente las
instantáneas. Imposible reconducirla a una historia común.
Fotografiar, de noche, la excepción, lo antisociológico.
LA
SERIE GEOMETRICA
Desde
qué hora están esos chorizos allí? ¿De qué
están hechos esos chorizos? Pienso en las discusiones de los
asados, donde los expertos enumeran los ingredientes permitidos y los
ingredientes prohibidos de los chorizos, defienden una carnicería
en particular, y exponen un sistema alimentario lleno de detalles menores
que se convierten en fundamentales.
Los chorizos que pueden ser objeto de teorías no son seriales.
Por el contrario, tienen una individualidad meticulosa, una identidad
que depende de las sustancias que los componen, de la destreza de sus
fabricantes, de la frescura asegurada por un proveedor conocido; finalmente,
están como identidades discretas, alineados en una parrilla frente
a un asador que los atenderá particularmente, interrogando a
los comensales si lo prefieren abierto al medio, sobre pan caliente,
en mitades para comer al plato, muy, muy cocidos o en ese punto donde
la superficie se pone tensa y marrón dorada.
Los chorizos que merecen ser discutidos son individualidades alimentarias
y deben responder a exigencias bien precisas. Son lo contrario de una
serie de chorizos idénticos, industriales (en oposición
a chorizos artesanales, individualizados por su vendedor ante los ojos
de su consumidor futuro). Nadie pregunta de qué están
hechos los chorizos de laserie: porque la serie es eso, una repetición
que tiene la posibilidad indiferenciada del infinito. La serie es indiferente
a la cualidad.
En el bar de estación, la pirámide de chorizos está
dispuesta sobre una estructura cónica, en realidad un cono truncado,
compuesto a su vez por triángulos de hierro de fundición.
Es un volumen geométrico cubierto de materia grasa, dispuesta
en unidades casi idénticas, alineadas de tal forma que se refuerza
el parecido entre una y otra. Los de arriba más cocidos que los
de abajo. Eso es lo único que los distingue, ninguna otra cualidad
que le permitiría a algún cliente pedir éste y
no aquel chorizo. La pirámide no permite ninguna discusión
de cualidades. Tiene, sin embargo, una rasgo diferencial: su sincretismo
de comida serial a partir de un origen no serial, el asado, momento
cualitativo de la cocina rioplatense.
MUSICALMENTE
KUKY DISCOS
Eso
anuncia el cartel descomunal, lo más iluminado de la noche, al
costado de la estación. ¿Qué discos vende Kuky?
La primera vez que escuché cuarteto fue en la estación
Boulogne, en un quiosco, sobre el andén norte. Transmitía
a todo volumen una música que entonces, hace unos veinticinco
años, identifiqué con la cumbia. Tuve, como toda persona
acostumbrada a una dieta que combinaba Woodstock y el Colón,
un reflejo instantáneo de extranjería. Pero no eran ellos
los que escuchaban esa música, los extranjeros. La extranjera
era yo, que de pronto me había metido en el campo sonoro de un
quiosco de discos, y había saltado como si me hubiera quemado
con una plancha. En el andén, nadie escuchaba otra cosa que la
música del quiosco. Sólo yo sentí que algo inhabitual
se expandía, carnavalesco, agresivo, estableciendo un imperio
musical extranjero, que seguramente tenía sus héroes y
sus princesas, cuyos nombres no me eran familiares en absoluto.
A Leo Dan, a Palito, a Ramona Galarza y a Tránsito Cocomarola
(así agrupados en un montón que, injustamente, no los
diferenciaba) los tenía. Sabía que ésa era la música
realmente existente en las casas obreras donde me sentaba a hablar de
política, porque era la política revolucionaria de los
70 la que me había llevado hasta ese andén de Boulogne,
donde se produjo la revelación de la diferencia. Siempre hay
un momento en que alguien descubre la existencia de Kuky Discos.
Me enfrentaba con la diferencia de clase, tajante y ofensiva: imposible
de cruzar con ningún manual de teoría marxista. La música
Kuky ocupaba naturalmente el espacio de la estación Boulogne.
En las bateas, los LP de cubierta medio ajada abrían una enciclopedia
de nombres y títulos que no exploré. Suficiente saber
que la música Kuky no tenía solución ideológica
ni revolucionaria. Ella estaría allí incluso en el momento
(así lo creíamos casi todos) en que otras diferencias
se volvieran irrelevantes. Kuky es una marca de clase, me dije entonces
y podría repetirlo hoy.
Hay otros carteles más neutros, que no designan la diferencia
del mismo modo insolente, publicidades transclase de jabones o aceites
que casi todo el mundo puede usar. La música Kuky, en cambio,
sigue sonando, desde 1976 hasta hoy; atravesó las décadas
más movidas de la historia argentina, con la persistencia de
los sustratos culturales. En la fotografía, la luz del cartel
se impone como el punto hacia el cual se dirige la mirada. A la derecha
del rectángulo, Kuky no es una publicidad sino una inscripción
pedagógica, hecha por un artista conceptual. Se la puede leer
intercalando un signo de puntuación: Musicalmente, Kuky;
los discos de Kuky son la opción musical.
Dos naciones emblematizadas por el cartel, los que compran en Kuky y
el resto del mundo. Incluso el resto del mundo puede escuchar
o bailar música Kuky, pero seguramente los discos no los compra
allí. En las otrasdisquerías de Buenos Aires hay bateas
de música Kuky, pero donde esa música encuentra su patria
es en Constitución. Allí se corta y empieza otra cosa,
otro país.
DUERMEN
Los
cartones como alfombra, duermen en público, la última
forma de la destitución.
Hasta que se impuso la política de tolerancia cero, en Nueva
York, durante las noches más frías del invierno, los dejaban
quedarse en Pennsylvania Station, para que no se murieran congelados.
Llegué una vez a Penn Station, a las dos de la mañana.
No hacía tanto frío como para que pudieran quedarse sin
problemas. Por eso, varios policías los iban rodeando, los hacían
levantar de los bancos y los arreaban hacia la salida. Ellos, los homeless,
volvían ni bien los policías se daban vuelta, y comenzaban
a caminar despacio, como distraídos, hacia los bancos. Esatáctica,
la de caminar distraídos, era empleada como quien se pone una
capa que lo vuelve invisible. Se deslizaban como gatos, tratando de
ser silenciosos, aunque los más borrachos o los más perdidos
siempre hacían algún ruido que los demás escuchaban
con fastidio. No bien recobraban sus posiciones en los bancos, los policías,
con un gesto pendular de la mano izquierda, como si llevaran el compás
de una música que sólo ellos oían, reanudaban esa
tarea, que iba a durar hasta el amanecer, la de sacarlos, de nuevo,
hasta los túneles del subterráneo.
En Constitución,
en cambio, estos durmientes están tranquilos, entre la escalera
y la reja han armado una cama king-size, donde se acostaron distendidos,
casi todos de espaldas o tapándose la cabeza para que la luz
no los despierte.
Otro, también sobre cartones, se ha envuelto por completo en
un plástico oscuro, dispuesto a pasar la noche contra una pared
de donde faltan varias hileras de mosaicos. Es una instalación,
un bulto donde se adivina la existencia de un cuerpo, un envoltorio
que ha desaparecido como figura humana debajo del plástico (tiemblo
al pensar que está evocando los bultos arrojados a las rutas,
a mediados de los años 70, como los pintó Diana Dowek,
en descampados, atados con alambre). El envoltorio es más prolijo
que el fondo contra el que se recorta, donde, con una lógica
previsible, faltan varias hileras de mosaicos. Debajo suponemos un hombre,
quizás una mujer.
Al despertar deberá recoger sus pertenencias, doblar el nylon
y los trapos, enderezarse y guardar todo. Cada uno de esos deshechos
es, sobre todo para los durmientes adultos que no tienen casa adonde
eventualmente volver, una propiedad portable. Los bolsos, los carritos
de supermercado, las valijas viejas son instrumentos valiosos de la
supervivencia. Nadie imagina lo que cuesta conservar algo cuando se
vive en tránsito.
En Suecia, cuando pregunté quiénes eran los pobres, me
dijeron que sólo los muy borrachos o los muy locos. Si alguien
preguntara quiénes son estos durmientes, habría que decirle
que sus historias pueden ser bien diferentes, aunque responden a cuatro
o cinco argumentos de la nueva pobreza. Ellos mismos, sobre todo si
son chicos, las cuentan casi como si las hubieran aprendido de un asistente
social. Esas historias de abandono se han vuelto típicas. Puedo
recordar años en que los que dormían en la calle eran
sólo los muy borrachos o los muy locos, los vocacionalmente linyeras.
BORROSOS
La gente
pasa, a toda velocidad, ante la cámara del fotógrafo que
ha elegido mostrarlos así, como si no pudieran distinguirse uno
de otro. Borrosos, movidos. Una mujer de pelo largo podría ser
joven, el hombre de saco, a su izquierda, podría estar hablándole.
En sentido contrario, caminan otros tres; sobre el ángulo derecho,
un chico, que adivinamos con el pelo cortado al rape, en remera; más
adelante, otro hombre también en camisa (¿o remera?) clara.
Encuadrada desde cierta altura, probablemente desde la escalera del
subterráneo que se ve muy bien en el fondo de otra toma, la foto
no dice nada. Una segunda foto: lo único nítido es el
cartel café-pizza-(hamb)urgues(as) y una columna.
De izquierda a derecha, caminan las sombras móviles: un pie de
mujer en tacos altos, dos piernas que terminan en zapatillas blancas,
bolsas, bolsas, bolsas y portafolios, por una extraña casualidad
quienes los llevan son todos hombres. No se ve mucho más. Es
un recorte de espacio que muestra el paso del tiempo. El espacio es
más material que los cuerpos: fantasmas desdibujados ocupan este
lugar sólo una fracción de segundo, apurados por llegar
hacia otro lugar, sin encontrar en éste nada que pueda fijarlos,
ni siquiera una fotografía, que les niega una silueta precisa.
El tiempo-movimiento se impone sobre el espacio y sobre el volumen de
los cuerpos. Desmaterializados, los cuerpos caminan huyendo de la cámara,
en esa noche permanente, bajo la luz cruda de intensos focos desparramados
por cualquier parte. La luz de Constitución, una cualidad desoladora.
ALTAR
Iluminado
con luces propias de faroles más potentes que los de la estación,
en el centro del altar, cubierto con una especie de casulla, los brazos
cruzados sobre el pecho, la mirada franca (¿o desafiante?), está
parado un vendedor. Las mercaderías se amontonan como ex votos,
en una pendiente que asciende para culminar en el gran oso de peluche
que reina entre una fila de congéneres más chicos. Todas
las importaciones que fundieron a la pequeña industria argentina
están ordenadamente dispuestas para que las compren los que probablemente
también se fundieron cuando sus patrones quebraron. El altar
es una burla de la globalización. Chatarra para los pobres.
Nunca las diferencias de clase gritan tanto como en estos puestos de
Constitución. El olor de las mercancías tiene ese relente
ácido del plástico, desde los bolsos hasta los radiograbadores
de marcas truchas. Alguien aconseja en alguna parte: fabriquemos cosas
que sean feas, que se destiñan, se achiquen, se rajen, se descosan,
se rompan, se descompongan, se deshagan, se rayen y duren poco. El capitalismo
asiático (o su eventual imitador argentino) define la estética
y la funcionalidad del mercado de los pobres. De nuevo: la diferencia,
la estratificación deja su impresión digital en todo.
Constitución es una pesadilla capitalista, donde las cosas llevan
una indeleble marca de clase.
El mismo rechazo frente a estas mercancías apiladas en su altar
tiene una marca de clase. ¿Quiénes somos los que miramos
de costado esta pirámide? ¿Cómo nos salvamos nosotros
de detenernos y comprar? Alivio de saber que las remeras, las tazas,
los relojes, los radiograbadores y los repasadores que usamos vienen
de otra parte. Alivio innoble de no tener esas cosas en casa.
CREENCIA
Dos
tigres y una monjita pintados en el muro proponen una especie de continuidad
un poco surrealista; del lado de los tigres se puede ver una firma y
una fecha. Algún aduanero Rousseau representó los tigres
de Borges contra un fondo selvático, saturado; sobre un ramo
de flores y una paloma con las alas abiertas, flota el torso de la Madre
Teresa de Calcuta, esa sacrificada empresaria mística, gran puestista
en escena, de la que ya hay una bibliografía que cuestiona sus
métodos de recaudación, su indiferencia hacia el origen
del dinero con tal de que siguiera viniendo para que ella pudiera invertirlo
en sus pobres.
En la estación más miserable de Buenos Aires, la Madre
Teresa, santa de los miserables, reluce como una especie de Toulouse-Lautrec
ingenuo, un Aristide Bruant de la santidad. Arriba y debajo de la imagen
se lee: Tengo hambre y Tengo sed. ¿Quién
sufre esas privaciones? ¿El artista popular que pintó
la pared de Constitución? ¿Los millones de miserables
que la Madre Teresa quiso auxiliar? ¿La propia Madre Teresa,
en cuyo caso se trata de un hambre y una sed simbólicos, una
especie de lema de su organización humanitaria? No importa. Entre
las flores hay un libro abierto, una especie de misal, que representa
la verdad escrita: en ello creeréis. Creemos que hay hambre y
sed, no sólo en un abstracto territorio de la beneficencia internacional
sino bastante más cerca.
En todas las estaciones argentinas siempre encontramos una virgencita
de Luján, contribución de la empresa de transporte a la
espiritualidad de sus usuarios. La Madre Teresa aparece aquí
como una intervención espontánea, un gesto estético
inesperado, pero coherente. En vez de Ceferino o la difunta Correa,
la Madre Teresa es una prueba de la globalización de las creencias:
una santa transmitida a todos lados por la televisión.
EXIT
La
nave de una iglesia, tres pisos de ventanales. En la sombra se adivina
la bóveda altísima, sólo cuatro focos dan una idea
de que eso continúa hacia arriba, en una oscuridad que la luz
de la calle no perfora nunca, porque, adentro, la luz de la estación
tiene esa tonalidad amarilla y sepia de las luces que nadie ha colocado
deliberadamente, lámparas que han quedado como restos de sucesivas
etapas geológicas, iluminando algunas veces objetos o carteles
y muchas veces nada, lo que esté cerca, lo que caiga por la casualidad
de los desplazamientos en una zona de luz, a diferencia de la luz de
la calle que entra inevitablemente para producir el contraluz espectacular
que la foto ha buscado.
Demasiado espectacular: estación negra, exterior clarísimo,
con una vitalidad mentirosa porque ese afuera clarísimo sólo
es luminoso en relación con la nave oscura de esta catedral deteriorada.
Lo que rodea a la catedral es penoso, incluso bajo la mejor luz. El
contraluz de la foto acentúa el efecto monumental, borra la basura,
lo roto, lo descascarado. El contraluz, siempre, es la belleza de lo
feo.
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