HOMENAJES
Tex Avery, el padre de Droopy, Bugs Bunny y el Pato Lucas.
Esto
es todo, amigos
A los 19 años empezó pintando los fondos del Gato Félix.
Cuando lo
autorizaron a rediseñar un personaje menor llamado Porky, le
inventó al Pato Lucas como co-equipier y los lanzó a ambos
al estrellato. Después sacó de la galera a un conejo que
repetía ¿Qué hay de nuevo, viejo? y
a un tal Droopy, que aparecía en todas partes. Con ellos consiguió
la primera nominación al Oscar para una animación. Sin
embargo, Tex Avery terminó sus días sin un peso. A veinte
años de su muerte, un homenaje al cerebro que revolucionó
los dibujos animados.
Por
SERGIO KIERNAN
El
lobo llega en su voituré, saluda al portero, se acomoda el bigotito
y las solapas del saco doble ancho, entra al cabaret, se sienta a la
mesa diminuta iluminada por una lamparita, y entonces comienza el show.
Caperucita Roja sale a escena, se desviste hasta quedar con algo cortito
y cavadón, y canta con voz mimosa. El lobo arranca: se le salen
los ojos, levita, silba, se golpea con un martillo gigante que llevaba
en el bolsillo, echa humo... en fin, tiene un brote como nunca se había
visto.
Red Hot Riding Hood, Caperucita al Rojo Vivo, se estrenó
el 8 de mayo de 1943 y es uno de los dibujos animados más delirantes
y recordados de la historia del género. Hace 57 años era
también uno de los más atrevidos: tiene un strip-tease,
una copera y un playboy como protagonista, y una clara oferta de hay
efectivo. El director de este disparate en technicolor producido
por la Metro era Frederick Tex Bean Avery, el menos conocido
de los revolucionarios de la animación, el que cometió
el pecado de no armar su propia productora, hacerse rico y transformarse
en Walt Disney.
Avery fue un tipo grandote, tejano, tímido y exagerado, pariente
lejano de Daniel Boone y de un juez linchador, Roy Bean, que se hizo
famoso en tiempos del Lejano Oeste por tener su tribunal en la cantina
y condenar a todo el mundo a la soga. A Tex, lo único
que le interesaba en la vida era dibujar y lo suyo era puro talento:
estudió un mes, se aburrió y se fue a Hollywood a buscar
trabajo. Con 19 años, logró ser asistente de un asistente
en los estudios de Walter Lantz y su tarea era rellenar con colores
planos los fondos del Gato Félix.
Su oportunidad apareció por la fiaca oceánica de su jefe,
que odiaba trabajar y empezó a darle a Freddy cada
vez más espacio para meter gags y cambiar el ritmo. Los historiadores
del género lograron detectar lo que bien puede llamarse el Período
Avery del Gato: son los cinco años en que hay una vocación
por el delirio ausente antes y después. Durante esos años,
jugando con sus colegas, que eran unos pesados, Avery perdió
un ojo: uno de los escritores le tiró un clip de metal con una
gomita, el juego más frecuente en el departamento creativo.
En 1935, Avery se mudó a la Warner Bros donde, por un problema
de espacio, lo ubicaron en una especie de chalecito en medio del estacionamiento
y lejos de la sección animación. Con cuatro jovencísimos
dibujantes y su jefe a dos cuadras de distancia, Avery empezó
a meterle para adelante. Primero arrancó con parodias adultas
de películas de moda en aquel entonces, como los documentales
de vida silvestre que aburrían las matinées de cine. En
los que Avery preparaba para la Warner, los patos emigraban en formación,
como bombarderos y controlados por radar, y los lagartos cambiaban la
piel detrás de un biombo, para no quedar desnudos en público.
Usando su ojo de buen cubero y ninguna teoría, Avery empezó
a deconstruir la animación. Su técnica fue
destruirla. Mientras que Disney trataba de convencer al público
del realismo de sus historias y los demás estudios armaban sus
cortos a partir de un guión que cerrara, la técnica
Avery celebraba el dibujo como dibujo, sin parar ni un segundo a crear
la ilusión de realidad. Para los dibujantes del chalecito, un
guión eran 30 gags y un remate, sin moraleja, sin
lágrimas, sin mucho que decir. En 1937, Avery rediseñó
un personaje menor del estudio, Porky Pig, y lo puso a cazar patos.
Frente a un fondo de lagunas habitadas por patos más o menos
realistas, aparece el Pato Lucas, riéndose como un orate hiperactivo,
que en lugar de hacer lo lógico huir del cazador
se dedica a gastarlo, tenderle trampas y seguirlo.
Este
contrasentido se refuerza con una fuerte dosis de nonsense y desafío
a la física. Mientras que Betty Boop, Félix y Mickey Mouse
viven en un mundo donde todo lo que sube tiene que bajar, Porky y su
banda semudan a un planeta donde caer de un barranco significa dejar
un agujero en el suelo con la silueta del caído; donde una explosión
te deja negrito y con la dentadura como un piano. Dos segundos después,
la víctima reaparece intacta, vengativa. Avery acelera el paso
de los dibujos animados y los hace maníacos, después de
que un experimento de entrecasa le muestra que el público alcanza
a entender una acción en cinco cuadros de película, o
sea: un tercio de segundo.
En 1940, los cinco locos del estacionamiento lanzan a un conejo cool
y malevo llamado Bugs. ¿Qué hay de nuevo, viejo?,
era su saludo. Su principal pasión en la vida era burlarse y
ganarle a sus perseguidores, como Elmer, y su salto a la fama fue ser
el primer dibujo animado nominado para un Oscar. Avery se pasó
entonces a la Metro, el estudio más rico y poderoso de la época
y empezó su era dorada. Lo curioso es que también es su
época más pasada de rosca, 14 años en que escribió
y dirigió 67 cortos cada vez más violentos y sexualizados
en el estudio más familiar, que producía El
Mago de Oz y tenía como estrella a Mickey Rooney. Las batallas
con la oficina de censura fueron memorables, con Avery explicando que
el lobo babeándose por Caperucita no era una incitación
al bestialismo pornográfico.
El
público lo respaldó, amando sus películas. Al contrario
de los demás cortos que, en esa era pretelevisiva, abrían
las funciones de cine, los de la Metro eran para grandes.
Las chicas eran preciosas, los personajes se volaban la cabeza a escopetazos,
morían en pantalla, eran feroces e inimputables. La idea de gracioso
era dos buitres con servilleta al cuello, cubiertos en mano, poniéndose
sal y pimienta mutuamente, listos a devorarse. O que una pelirroja tirara
por la ventana de un rascacielos, a 900 pisos de altura, a un baboso
que se ponía demasiado pesado, mientras su avejentada mamá,
vestida de madama, aplaudía. En esos cortos llovían yunques,
sobraba sangre, todo el mundo iba armado y una ardilla guardaba granadas
en su cuevita.
Avery le enseñó a todo su gremio cómo exagerar.
Cuando Droopy, su personaje más exitoso del período, persigue
al lobo, éste se esconde en una cabaña: entra, cierra
la puerta de madera, después otra de metal, después otra
de rejas y así hasta el infinito. Droopy, sin embargo, ya está
adentro. El lobo huye en un avión que en cuatro segundos lo deposita
en la otra punta del mundo. Droopy también está allí
y el lobo se desarma, literalmente, al verlo: es como si explotara,
con los brazos, las piernas y los ojos saliéndose de lugar. William
Hanna y Joe Barbera, niños mimados de la Metro por su Tom y Jerry,
aprendieron viendo al colega: su gato y su ratón ganaron una
ferocidad en el enfrentamiento que no tenían antes.
En 1954, la Metro cerró toda su producción de dibujos
animados, excepto la de Tom y Jerry, que aguantaría tres años
más. Avery volvió a la Lantz, donde duró apenas
un año. Harto, se mudó a un pueblo y se dedicó
al naciente mercado de los comerciales de televisión. Era justamente
ese medio el que mató su vida: al contrario de Hanna y Barbera,
que se dieron cuenta de que la tele los iba a hacer ricos y fundaron
lo que hoy es la mayor productora de dibujitos del mundo, Avery perdió
el tren.
Después vino la decadencia, el alcohol, la muerte por sobredosis
de un hijo, en 1972. Terminalmente deprimido, quebrado, enojado con
el mundo, a Avery le importó muy poco que los franceses para
variar, los franceses redescubrieran su obra y lo proclamaran
un genio. Al texano sólo le sirvió para recibir algunos
premios y llamar a medianoche, para charlar y charlar, a los imprudentes
fans que le habían dado sus teléfonos. Para 1977, arruinado,
le aceptó un trabajo de tercer nivel a Hanna y Barbera, para
desarrollar un personaje Kwicky Koala que nunca llegó
a nada. Murió en 1980, bastante más amargado de lo que
dejaba traslucir.
Suprema ironía, la televisión lo mantuvo vivo. A medio
siglo de su último debut en un cine, todos y cada uno de sus
cortos sigue en pantallaen algún canal del mundo, doblado a cuanto
idioma exista. Hasta en Rusia, donde estaban prohibidos hasta 1990,
los animadores lo imitaban y aullar como un lobo es un gesto
perfectamente entendible. Además de las colecciones en video
que llevan su nombre y no el del estudio, su herencia se ve en confusiones
como Ren & Simpy o La Máscara, y en el personaje del genio
de Aladdin. Roger Rabitt es un homenaje de punta a punta al universo
de Avery Toonland, el barrio donde viven las caricaturas, es su
cielo y su purgatorio y la esposa del conejo es simplemente otra
de las caperucitas rojas del maestro.
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