Hitos
La expedición de Shackelton y su tripulación a la Antártida
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Los
hombres
de
HIELO
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Por
Guillermo Saccomanno
Travesía
sin precedentes, cargada de un pathos viril en el que se sentirían
a sus anchas tanto Joseph Conrad como Jack London, la epopeya de Ernest
Shackelton y sus expedicionarios ofrece elementos literarios suficientes
como para detonar la fantasía de un escritor de aventuras. Los
textos que se encuentran sobre el Endurance son, por lo
general, de una prosa lisa, de crónica periodística que
incursiona en lo novelesco. Pero si estos textos logran despertar una
atracción narrativa inmediata, sin duda se debe a que la historia
supera a quien se le arrime.
La
construcción del héroe No se puede negar que Shackelton
era un inepto para la mayor parte de las situaciones de la vida cotidiana,
cuentan quienes lo conocieron. Pero tenía un talento, casi podría
hablarse de genio, que consistía en su capacidad de liderazgo
para conducir a un grupo de hombres en situaciones extremas, de arrancarles
a los otros un límite de resistencia que ellos mismos ignoraban.
Uno de ellos dijo de Shackelton: Para la dirección científica,
denme a Scott; para un viaje rápido y eficaz a Amundsen, pero
cuando estén en una circunstancia desesperada, cuando parezca
que ya no existe salida, arrodíllense y recen para que venga
Shackelton. Años más tarde de la travesía
del Endurance, Shackelton le escribía a su mujer:
A veces pienso que no sirvo para nada que no sea estar en regiones
salvajes e inexploradas con otros hombres.
Hijo de un médico de clase media irlandesa y alumno de una escuela
privada prestigiosa, a los dieciséis, con ganas de epopeya, Shackelton
se enroló en la marina mercante británica. Pero el desarrollo
progresivo de esa carrera no tenía emoción alguna para
su personalidad inquieta. En 1901, cuando ya era tercer oficial de una
importante compañía mercante, se anotó como voluntario
en el Discovery, la expedición antártica a
cargo de un famoso explorador, Robert Scott, que llegó a mil
trescientos kilómetros del Polo, más lejos de lo que cualquiera
había llegado.
En 1904 se casó con Emily Dorman, hija de un abogado que lo superaba
en posición. Ernest ansiaba ofrecerle a su esposa un nivel de
vida como ése en el que se había criado. Pero fracasó
en el periodismo, en los negocios y en la política. Por eso,
a comienzos de 1907 se propuso liderar la primera expedición
que tenía como objetivo explícito el Polo. Después
de siete meses de preparativos, con lo aprendido en el Discovery,
Shackelton consiguió disponer del Nimrod. A bordo
llevaba diez caballos manchúes y nueve perros. Con tres compañeros
y un sinfín de peripecias llegó a ciento sesenta kilómetros
de su meta, pero debió retroceder y abandonar la travesía
por falta de alimentos. Si sobrevivieron, se debió a la carne
fresca de los caballos, que les permitió evitar el escorbuto.
A su regreso con gloria a Inglaterra, convertido en héroe nacional,
Shackleton se aproximaba a sus sueños al ser nombrado Sir.
Durante un tiempo vivió de esa gloria. Publicó un libro,
El corazón de la Antártida, y se dedicó a dar conferencias.
Apremiado económicamente, convirtió el Nimrod
en museo cobrando la entrada. Pero estos rebusques le resultaban poco
confortantes. En 1912 fracasó de modo fatal una nueva intentona
de Scott por alcanzar el Polo. Si hubiésemos vivido, podría
contar una historia de sufrimientos, resistencia y valor de mis compañeros
que habría conmovido a los ingleses, anotó Scott.
Estas notas apuradas y nuestros cadáveres contarán
la historia. Un año más tarde, el viaje de Scott
y sus apuntes eran retocados por Sir James Barrie, el autor de Peter
Pan, que con su prosa efectista emocionaba a los ingleses, ahora ambivalentes
con respecto a la Antártida: financiar otra expedición
tenía bastante de derroche. Sin embargo, empezó a circular
un folleto aspirando a la recolección de fondos para otra expedición.
Desde el punto de vista sentimental es el último gran viaje
polar que pueda hacerse, decía el folleto. Será
un viaje más importante que ir al Polo y regresar, y creo que
corresponde a la nación británica llevarlo a cabo, pues
nos han derrotado en la conquista del Polo Norte y en la del Polo Sur.
Queda el viaje más largo e impresionante de todos, la travesía
del continente. Firmaba esta declaración, otra vez, a la
carga, Sir Ernest Shackelton.
Con su característica ambición, Shackelton consiguió
el apoyo de magnates del yute y el tabaco, de una compañía
de armas de fuego y de escuelas privadas, así como de la Real
Sociedad Geográfica. Además, vendió por anticipado
los derechos de noticias e imagen de la expedición. Para este
negocio que prometía ser suculento buscó la intervención
de James Francis Hurley, un fotógrafo y documentalista fílmico
australiano con más inspiración publicitaria que periodística.
No cabe duda de que gran parte del mérito del registro de la
epopeya que los aguardaba se debió a las imágenes que
captó Hurley, lo que explicaría, más tarde, la
rivalidad más que subterránea entre el comandante y el
fotógrafo, no menos ansioso de fama y dinero.
Aguante,
Endurance Mientras Shackleton reunía provisiones,
diseñaba trineos, juntaba perros canadienses y tiendas especiales,
en julio de 1914 era asesinado el archiduque Fernando de Austria y se
prendía la mecha que haría estallar la Primera Gran Guerra.
El Endurance era el barco más resistente de todos
los que se habían construido hasta entonces en Noruega. Según
los cronistas de la época, era un elegante bergantín de
tres palos. Como barco a vela, tenía su distinción. Disponía
de un motor alimentado a carbón. Medía cuarenta y cuatro
metros de eslora y ocho de manga. Equipado para enfrentar los peligros
del mar helado, su quilla y su proa habían sido cuidadosamente
trabajadas.
Las anécdotas que se cuentan acerca de la contratación
de la tripulación tienen su costado humorístico. Al médico,
por ejemplo, Shackelton lo contrató por su buena voz. En efecto,
el médico cantaba, pero a Shackelton no le importaba que fuera
demasiado virtuoso: No me importa que no sea Caruso, le
dijo. Pero supongo que podrá cantarles un poco a los muchachos.
Lo que a Shackelton sí le inquietaba era la futura compatibilidad
entre los suyos.
Con Inglaterra dentro de la guerra, el proyecto parecía no interesarle
a nadie. Finalmente Shackelton congregó a la tripulación
para anunciar que despacharía un telegrama al Almirantazgo poniendo
la expedición al servicio del gobierno. La respuesta fue: Adelante.
Winston Churchill, por entonces ministro de Marina, le ordenaba que
la expedición siguiera su curso. El 18 de agosto de 1914 el Endurance
zarpó de Plymouth.
Después de anclar unos días en Buenos Aires, en octubre
zarpó hacia las Georgias del Sur. El ánimo era óptimo.
Aquellos que no soñaban con la gloria lo hacían con una
paga. Navegando entre formidables placas de hielo, el Endurance empezó
a adentrarse en el Mar de Wedell. Bajo vientos poderosos y nevadas aluvionales,
el trayecto se iba volviendo cada día más lento. A los
costados, orcas, focas y pingüinos contemplaban el avance del barco.
En enero de 1915, el Endurance quedó finalmente paralizado
por el hielo. Con asombro y entusiasmo, sin tomar todavía conciencia
de lo que se cernía sobre ellos, los navegantes solían
bajar a los témpanos, realizaban excursiones y jugaban al fútbol.
A pesar de que cada tanto izaban las velas o forzaban el motor cuando
se insinuaba un estrecho canal de agua, la esperanza de mar abierto
se cancelaba. Aunque Shackelton procuró comunicarse por radio
con las islas Malvinas, donde se encontraban los transmisores más
próximos, fue en vano. No sólo era imposible avistar tierra
firme. Tampoco sabían donde estaban. Las noches, las temibles
noches polares se alargaban. Ahora a Shackelton le preocupaba establecer
un campamento para protegerse del invierno. Las actividades de a bordo
sefueron reduciendo. Después de una excursión nocturna
en trineo uno de los expedicionarios tuvo la impresión de haber
estado marchando en la superficie lunar. En agosto de 1915 un diario
relata: Nuestra posición se volvió realmente peligrosa.
Los grandes bloques de hielo se desplazan chocando unos contra otros
con el deseo de arrojar su potencia contra nosotros.
Una de esas noches de agosto, Hurley bajó al hielo con su equipo.
Necesité unos veinte flashes, uno detrás de cada
montículo, para iluminar satisfactoriamente el barco. Casi cegado
por los destellos sucesivos, me perdí entre los témpanos
golpeándome los tobillos y hundiéndome en charcos helados,
anotó en su diario. Las imágenes espectrales del Endurance
prisionero del hielo dan una idea de la audacia de este fotógrafo
para el que no existían tomas imposibles.
Finalmente, un sábado por la noche, mientras disfrutaban melancólicos
de la música del gramófono, el barco se estremeció
como por el efecto de un terremoto. Temblando, se inclinó a estribor.
Las alarmas continuas tensaban los nervios. Finalmente, un témpano
a babor se rompió y enormes hielos se dispararon desde debajo
de la sentina de babor. En segundos, el Endurance estaba
escorado. Y fue el principio del fin. El agua no tardaría en
llegar a la sala de máquinas.
Es difícil escribir lo que siento, escribía
Shackelton. Ahora el Endurance está crujiendo y temblando,
su madera se rompe, sus heridas se abren y va abandonando lentamente
la vida en el comienzo mismo de su carrera.
Hombres
sin mujeres A partir del naufragio, Shackelton y sus hombres improvisaron
un campamento no demasiado lejos del Endurance, todavía
asomando entre los témpanos. A menudo algunos hombres volvían
al barco en busca de pertrechos. En uno de esos viajes Hurley se arriesgó
chapoteando en el interior del Endurance y sumergiéndose
rescató sus latas de película.
Shackelton sabía que los esperaba una larga marcha si querían
sobrevivir. Instó a sus hombres a despojarse de todo lo que pudiera
ser suntuario, por mínimo que fuera. Como ejemplo, Shackelton
tiró unas monedas de oro, su reloj también de oro, sus
cepillos de plata. De la Biblia que le había regalado la reina
conservó apenas las hojas del Salmo 23 y unos versos de Job:
¿De qué entrañas llegó el hielo?/
Y la blanca escarcha del cielo, ¿quién la engendró?/
Las aguas están escondidas, como por una piedra/ y el rostro
de las profundidades está helado.
Arrastrando equipos y botes, sacrificando los perros, escatimando las
provisiones, en perpetuas marchas sobre la superficie helada del mar,
los hombres se desgastaban queriendo huir de las inclemencias de un
paisaje cuya temperatura descendía más de veinte grados
bajo cero. El primer campamento fue bautizado Paciencia. El segundo,
Océano. El menú diario incluía carne de foca, estofado
de pingüino con cacao y té. Los hombres dormían en
tiendas empapadas por los vendavales, acurrucados en sacos mojados.
En la lealtad a Shackelton se probaba la resistencia mental y física.
Shackelton siempre llevaba la delantera. Si encaraban otra marcha, después
de agotarse, comprobaban que apenas habían hecho unos pocos kilómetros.
El tiempo transcurría siempre igual. Sin embargo, Shackelton
no cedía frente a los días de vendaval ni ante las placas
que no daban señales de quebrarse para abordar los botes que
continuaban transportando, mal dormidos, mal comidos, a la rastra. Esa
era la rutina.
Finalmente, en abril de 1915, el grupo se embarcó. La navegación
entre el viento y las olas los amenazaba con una tragedia inminente.
Cuando después de tres días y noches de zozobra arribaron
a los acantilados de la isla Elefante, cuando pudieron encontrar una
playa propicia, al pisar tierra firme después de 497 días
en el hielo sobre el mar, muchos hombressintieron como el efecto de
una borrachera. Si bien la isla representaba una salvación, ninguno
había pensado que sería tan hostil y sombría. Shackelton
advirtió las tensiones que se soterraban entre sus hombres. Si
quería mantenerlos con vida, tenía que mantenerlos en
acción.
La isla San Pedro estaba a unos mil trescientos kilómetros. Shackelton
eligió seis hombres. Lo acompañarían en el James
Caird, uno de los botes balleneros que conservaban.
La historia de los dieciséis días siguientes es
la de una lucha suprema en aguas convulsionadas, escribió
Shackelton. Pero cuando las olas inmensas se sosegaban, entonces sobrevenía
un peligro antiguo: la placa de hielo. El 2 de mayo, durante un vendaval
de ocho horas, a Shackelton se le presenta una ola gigantesca. En
mis veintiséis años en todos los estados del mar nunca
me había enfrentado a semejante explosión del océano,
escribió luego. Después de una calma sobrenatural, el
torrente de espuma se abatió sobre el Caird. Sin embargo, aun
inundado, el Caird salió a flote.
En un mar picado, envuelto en la niebla, en los primeros días
de mayo pudieron ver dos cormoranes. Era una buena señal, pero
todavía les faltaba divisar tierra y dar con un sitio apropiado
para recalar. Después de chocar con olas tumultuosas que prometían
arrojarlos contra los acantilados de la isla San Pedro, esa tierra que
anhelaban era ahora una presencia fatídica. La lluvia, el granizo
y la nieve los azotaba. En el anochecer del 10 de mayo condujeron el
Caird hacia una bahía. Más tarde habrían
de enterarse de que un vapor de 500 toneladas había zozobrado
con toda su tripulación, víctima del mismo huracán
que ellos habían resistido.
Los hombres descargaron sus escasas provisiones y se refugiaron en una
cueva. Al navegar los límites de la isla San Pedro encontraron,
desperdigados, mástiles, fragmentos de mascarones, chapas, remos
destruidos en un auténtico cementerio de barcos. También,
con esos naufragios habían llegado a ese rincón las ratas.
Un amanecer, después de desayunar el ya clásico estofado,
endurecidos y casi congelados, admitieron que no tenían otra
alternativa que atravesar los filosos picos nevados de la isla para
llegar al puesto ballenero más cercano. Escalar, descender, siempre
flanqueados por precipicios. En una oportunidad, al encontrarse frente
a una pendiente mortal, se abrazaron formando una bola humana para arrojarse
al vacío en el descenso por la cuesta nevada. Cuando habían
ya agotado sus reservas físicas, tras caminar treinta y seis
horas sin descanso, percibieron signos humanos a lo lejos.
Barbudos, el pelo sobre los hombros, los rostros deformados y oscurecidos
por la intemperie, vestidos con andrajos, ya no eran hombres sino espectros
quienes llegaron a la estación ballenera Stromness.
El
olor a ballena muerta En Inglaterra Scott tenía más
reputación. Un héroe polar muerto en el intento tenía
más prestigio que uno como Shackelton, que había sobrevivido
los hielos. Pero Shackelton se había ganado la imaginación
colectiva. T. S. Eliot lo evocó en un poema de La tierra
baldía: Cuando cuento, sólo estamos tú
y yo, juntos/ pero cuando miro hacia delante en el camino blanco/ siempre
hay otro que anda a tu lado.
Durante los veintidós meses que estos hombres habían pasado
en el hielo, la guerra fue un tema constante de conversación.
Lo primero que Shackelton preguntó al entrar en la estación
ballenera fue cuándo había terminado. La guerra
no terminó, le dijeron. Hay millones de muertos.
Europa está loca. El mundo está loco.
Con la guerra, muchas cosas habían cambiado. También el
concepto de heroísmo. Mientras Shackelton reclutaba embarcaciones
para rescatar a los hombres que permanecían en la isla Elefante,
en Malvinas, un viejo lobo de mar le recriminó que debería
haber ido a combatir en vez de andar haciendoel tonto en los icebergs.
Los ejércitos empantanados en las trincheras, el uso del gas
venenoso, los submarinos, todos y cada uno de los incidentes de la guerra
habían modificado el imaginario de lo heroico. Con amargura,
Shackelton anotó: Ahora a la lista de víctimas la
llaman lista de honor.
Después de rescatar a sus hombres, la expedición de Shackelton
terminó en Buenos Aires el 8 de octubre de 1916. Al separarse,
uno de sus expedicionarios apuntó la melancolía sentida
al despedirse del mejor grupo de hombres con los que había tenido
la suerte de estar.
El ministerio británico de Relaciones Exteriores comprendió
enseguida el valor publicitario de la odisea de Shackelton. Si bien
los expedicionarios pudieron disfrutar del reconocimiento público,
la guerra imponía cuestiones más importantes. Algunos
de los tripulantes del Endurance se alistaron para entrar
en combate. Hurley, por su lado, explotaba las fotos, películas
y diapositivas de la expedición. En 1917 volvió a la isla
San Pedro para obtener más material. Su film En las garras de
la placa polar se estrenó en 1919, después de la guerra,
con bastante éxito.
Shackelton, después de la expedición, estaba a la deriva.
Sus facciones se habían hinchado con el alcohol. En Nueva Zelanda
le dictó a Edward Saunders las partes esenciales de su libro
South. El relato está dedicado: A mis compañeros.
El libro fue aclamado por la crítica, pero su autor no cobró
un solo penique, pues los derechos habían sido asignados a uno
de los patrocinadores del viaje. Al terminar la guerra, Shackelton estaba
en bancarrota. En nombre de la gloria pasada, convocó a los tripulantes
del Endurance para regresar a los hielos. Esta vez el barco
se llamaba Quest. Y zarpó de Londres en septiembre
de 1921. Cuando el Quest anclaba en Río de Janeiro,
Shackelton sufrió un ataque al corazón, pero no le concedió
importancia. En enero, al aproximarse otra vez a la isla San Pedro,
Shackelton escribió en su diario: El familiar olor a ballena
muerta lo impregna todo. Es un lugar extraño y curioso.
Mientras tanto, uno de sus marineros anotaba: El jefe dice con
franqueza que ignora qué haremos después de San Pedro.
Se acercaba la Navidad. El frío atacaba de nuevo. Uno de los
marinos le ofreció a Shackelton más cobijas. Puedo
aguantarlo, dijo Shackelton. Un nuevo ataque al corazón
volvió a derribarlo, esta vez definitivamente. La tripulación
emprendió el regreso a Montevideo. También, la repatriación
de sus restos. Pero Emily, la viuda, prefirió que el cuerpo de
Shackelton reposara en la isla San Pedro con los balleneros noruegos,
quienes habían sido tal vez los que mejor apreciaron sus conquistas.
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