Nació
en la Argentina y a los diez años sus padres lo llevaron a vivir
a Israel. Estuvo casado con la cellista Jacqueline du Pré hasta
su muerte. Es director de la ópera estatal de Berlín y
titular de la Sinfónica de Chicago. Antes de los conciertos como
pianista que dará el jueves y el sábado que vienen en
el Colón, Daniel Barenboim explica por qué se confunde
a los directores con agentes de tránsito, cuáles son las
diferencias entre tocar y dirigir, qué es exactamente la música
y por qué se pone del lado de los palestinos en el conflicto
con Israel.
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Arriba:
Barenboim al piano junto al violinista Pinchas Zukerman y Jacqueline
du Pré en los estudios Abbey Road.
A la izquierda: con Artur Rubinstein, quien para Barenboim tenía
�manos perfectas�, y la Filarmónica de Israel en el Royal Albert
Hall.
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POR
SOL ALAMEDA, DE EL PAIS DE MADRID
La ópera
estatal de Berlín, Unter der Linden, está a medio camino
entre la Puerta de Brandeburgo y Alexanderplatz, en lo que fue la zona
comunista de la ciudad hasta la caída del Muro. Alrededor del
edificio, varias máquinas y un montón de operarios trabajan
en la calzada. Toda esa parte de la ciudad está en obra. La ópera,
en cambio, como enclave musical, se repuso muy pronto de su antigua
decadencia: en cuanto Daniel Barenboim fue nombrado su director titular.
La tarde en que tuvo lugar esta entrevista, el famoso pianista y director
de orquesta también titular de la Sinfónica de Chicago
ensayaba una obra de Schönberg. En una sala soleada, cuatro cantantes
y un pianista atendían a sus gestos, mientras el fotógrafo
se arrastraba entre los atriles intentando registrar los movimientos
del director, que decía unas palabras en inglés o alemán,
indistintamente, pero lo más prodigioso eran sus manos, expresivas,
capaces de sugerir matices inesperados, unas manos minúsculas,
de niño. También su cuerpo es pequeño, y Barenboim
ha elegido un traje enteramente negro, de lino, a pesar del frío
que todavía azota la ciudad.
Cuando acaba el ensayo, y antes de comenzar la charla en su pequeño
despacho, el maestro saca un puro, lo divide por la mitad, enciende
el extremo y comienza a hablar: Estoy muy contento de que haya
visto el ensayo, aunque esta ópera es un poco monótona
y difícil. Sus colegas a veces escriben sin imaginar lo que significan
los ensayos. El público tampoco sabe lo que hace un director.
Piensa que actúa como un agente de tránsito: alguien que
hace indicaciones concretas; tal cosa más rápido o más
lento. Pero la gente ignora en qué consiste lo que él
tiene que dar a los cantantes y a los músicos. Para un director
de orquesta profesional, que tiene delante una orquesta profesional
y con buena voluntad, lo menos difícil resulta hacer tocar a
los músicos como él quiere.
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A
los diez años, tocando la espineta en la casa
natal de Mozart, en Salzburgo, 1952.
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¿No
es difícil lograr que los músicos toquen como usted quiere?
No, si el director sabe lo que quiere y la orquesta es capaz.
Pero con eso solamente no se hace música.
¿Con qué se hace?
Cuando cien personas que están tocando un concierto
se encuentran en un estado que produce el milagro de que todos ellos
sientan y piensen lo mismo. Esos momentos en que parece que la orquesta
tuviese un pulmón colectivo, por el cual toda ella respira la
música del mismo modo. Partiendo de la base de que todos los
músicos sean profesionales, eso de respirar la música
con un pulmón colectivo es la tarea del director.
¿Y esa mística la logran todos los directores o sólo
los buenos?
Perdón, pero empecemos por decir que, antes de ser
una cuestión metafísica, es una cuestión física.
Porque los sonidos que usted ha escuchado de esta ópera de Schönberg,
por ejemplo, aunque estén en un disco, no viven en este planeta.
Un disco es un documento concebido para hacer permanente algo que es
efímero. El disco no es el sonido, sino el documento de una ejecución.
Los sonidos, físicamente, no están. La Quinta sinfonía
existió en el cerebro de Beethoven cuando él imaginó
esos sonidos, pero lo que nos queda es un sistema de manchas negras
sobre papel blanco, eso que llamamos partitura. A esas manchas negras
sobre papel blanco, a esos sonidos, hay que hacerlos entrar en nuestro
universo. Quiero decir que hay un aspecto físico en el sonido.
El sonido tiene peso, no es sólo una cosa de color. Y necesita
tiempo. Hay una relación entre el tiempo y el espacio, y por
eso, cuando hablo del pulmón colectivo, quiero decir que sólo
aparece cuando toda la orquesta respira de la misma forma y consigue
unificar los sonidos.
¿Usted cómo lo consigue?
Trabajando en la preparación, el fraseo, el énfasis,
el tiempo, la dinámica, el equilibrio. Es que el sonido tiene
con el silencio una relación similar a la de la ley de la gravedad.
Para levantar este cenicero, por ejemplo, necesito cierta fuerza; y
una vez que lo he levantado, necesito poner más energía
para que no se caiga. Con el sonidoocurre igual. Cada instrumentista
produce la energía para crear un sonido, pero si no continúa
poniendo más energía en el sonido, éste cae en
el silencio. Por eso hablo del peso del sonido.
Elías Canetti dijo de los directores de orquesta: Cada
detalle de su comportamiento público arroja luz sobre la naturaleza
del poder. Alguien que no supiera nada sobre la naturaleza del poder
podría descubrir uno tras otro sus atributos observando detenidamente
a un director de orquesta. ¿Qué opina?
Eso demuestra, por una parte, una gran capacidad de observar
fenómenos psicológicos, y una falta de comprensión
total de lo que es la música. Claro que, si se considera como
poder que el director diga que algo tiene que ir más lento o
más rápido... Creo que muchos directores tienen una mala
relación con esa clase de poder. Son los que olvidan (eso es
lo que Canetti no entiende) que el director es el que menos poder tiene,
en realidad. Por una razón: él es el único de todos
los músicos que no tiene contacto físico con el sonido,
que no lo produce. El director depende del oboísta, de los violines,
de todos.
¿Tiene que engatusarlos?
Tiene que engatusarlos, seducirlos, conquistarlos. Porque
él mismo no puede tocar. Eso es algo que olvidan los directores
a quienes se les sube el éxito a la cabeza, y se creen omnímodos:
se emborrachan con un poder que no tienen. Lo que sí tienen es
el poder de inspirar, de animar. Pero el sonido es lo único que
hace la música, y eso se lo va a dar otro. Se lo tiene que dar
otro.
El sonido se lo dan los instrumentistas. ¿Y la música?
Si alguien dice que la música es una experiencia poética,
o matemática, o filosófica, o sensual, está hablando
de su relación con la música, pero no de la música
misma. Porque la música se expresa solamente a través
del sonido. Un gran artista italiano de principio de siglo, Busoni,
fue quien dio la única buena definición que conozco, en
ese sentido: la música es aire sonoro, dijo. Aire con sonido.
No es más que eso.
¿Es cierto que, cuando vivía en Buenos Aires, de niño,
pensaba que la Tierra era un lugar donde todo el mundo hacía
música y tocaba el piano?
Mis padres tenían un apartamento modesto y pequeño,
y los dos enseñaban piano. Mi madre, a los principiantes; mi
padre, a alumnos más adelantados. O sea que, cada vez que sonaba
el timbre, llegaba alguien que venía a tocar el piano. Hasta
que yo salí de casa, nunca me había encontrado con nadie
que no lo hiciera, así que para mi mente infantil todo el mundo
se dedicaba a tocar el piano.
¿Le gustaba el piano o era un estudio que le imponían?
Siempre me gustó. Ahora se cumplirán cincuenta
años de mi primer concierto, que toqué cuando tenía
siete.
Muchas veces se ha hablado de lo difícil que es crecer siendo
niño prodigio, como fue usted.
El típico niño prodigio es un niño con
mucho talento, con padres de mucha ambición, que lo meten en
una torre de marfil donde el niño vive con su talento, a veces
excepcional, pero sin relacionarse con el mundo que es normal para un
niño de su edad. Yo, gracias a Dios, no tuve esa mala suerte.
Mis padres fueron muy inteligentes, no me explotaron para nada, vieron
la importancia de que yo tuviera una vida de niño. Yo pasaba
de esa vida normal a la música, pero no vivía en permanente
compañía de adultos, excepto cuando hacía música.
Por eso no tuve problemas, como ha sido el caso de muchos niños
prodigio. Si miro hacia atrás, no tengo la sensación de
haberme perdido la juventud o la niñez.
¿Es cierto que Zubin Mehta lo alzaba en brazos y paseaba sobre
los hombros?
Sí, cuando estábamos juntos estudiando dirección
de orquesta, en Siena. Yo tenía trece años y él,
diecinueve, y me llevaba, como usted dice, sobre los hombros.
¿Por qué, siendo un gran pianista, necesitó
dirigir una orquesta?
Ocurrió de niño. Creo que echaba de menos los
colores de la orquesta. El piano es un instrumento poco interesante...
neutral. Cualquier peso que pongas sobre las teclas produce un sonido.
Puede que no sea un sonido muy interesante, pero es un sonido. Por eso,
todos los grandes pianistas, en todas las épocas, han sido gente
que se hacía la ilusión de que con el sonido podían
crear todas las cosas que el piano físicamente no podía
hacer. Porque el piano, para quien empieza, es mucho más fácil
que el violín; tiene sus patas y se para solo, independiente.
El sonido de un violín o de un oboe está producido por
quien lo toca. Al violín hay que sostenerlo, hay que mantenerlo
cerca del cuerpo, en una posición bastante incómoda, y
además tener el control del arco, y además encontrar las
notas. En el piano, basta dar la nota. Pero luego, justamente por su
neutralidad, el piano da posibilidad de millones de colores que el violín
no es capaz de dar. Creo que era eso lo que me fascinaba: yo estaba
en el piano, tratando de crear colores, y de pronto oía otros
colores realmente, hechos por los otros instrumentos. Y también
los quería. El color de un violín, de un oboe... Es una
cosa muy subjetiva. Lo que para mí es oscuro, tal vez para usted
sea claro. Es el timbre.
Supongo que el placer que le proporciona tocar el piano debe de ser
diferente al de dirigir una orquesta.
Tocando el piano se siente un placer físico, el placer
físico más grande que existe, porque para producir sonido
en un piano debe darse un contacto físico, y muy sensual. Dirigir,
en cambio, es poder amalgamar esas tonalidades tan diferentes, esos
colores, multitud de sonidos.
Cuando toca para usted, solo en casa, por necesidad o placer, ¿qué
toca?
Depende. De todo menos Mozart y Beethoven, que he tocado muchas
veces. Suelo tocar la Iberia, de Albéniz, que nunca he interpretado
en un concierto. Y Liszt.
¿Para qué sirve en la vida tener una educación
musical?
Bueno, en las escuelas se da más información
que formación. Me parece que la educación consiste en
dar a los niños las bases para una vida de adultos. Darles, por
ejemplo, el sentido de la curiosidad, porque con curiosidad se aprende
todo. Si usted siente la suficiente curiosidad por la poesía
china, va a aprender chino para leerla. El equilibrio es otra cosa que
necesita el ser humano: el equilibrio entre lo emocional, lo cerebral
y lo sexual, o lo atávico. Yo, sinceramente, no conozco mejor
método para enseñar ese equilibrio a los niños
que a través de la música. Porque la música es
justamente eso... Y además, fíjese el placer que tendría
la gente si pudiera sentarse en su casa y tocar, aunque sólo
fuera un pequeñito vals... ¡Es algo tan diferente a apretar
el botón para que suene un CD!
A los diez años, sus padres, judíos rusos, le llevaron
a vivir a Israel. Usted ha hablado de lo importante que fue para su
formación crecer allí.
Vivir allí me ayudó a asentar ciertos valores,
a darles sentido a ciertas cosas. Si uno crece en una sociedad que está
hecha, no participa: piensa únicamente en su propio desarrollo.
Es como entrar en un edificio completamente construido: uno puede mirarlo,
admirarlo. Pero es algo muy diferente ayudar a levantar ese edificio,
ser uno de los albañiles que lo crearon. Yo soy israelí
y argentino. Estuve en Israel durante las guerras: las de 1956, la del
Sinaí, la llamada de los Seis Días en 1967, y la guerra
del Golfo. Porque quise estar allí: es mí país
y quería estar con ellos. Aunque esté en desacuerdo con
muchos aspectos de la vida política de Israel.
Como estar a favor de la paz con los palestinos.
Absolutamente. El problema, para mí, es simple. El
pueblo judío fue perseguido en mayor o menor grado durante dos
mil años; por la Inquisición en España, por los
nazis en Alemania... Siempre hubo persecuciones, y siempre fueron una
minoría. En 1948 se creó el estado de Israel, y por primera
vez los judíos fueron la mayoría y tuvieron todo lo que
es normal en una nación. No había sólo artistas
y banqueros judíos; había policías, y agricultores,
y soldados, y prostitutas. Y esa transición, de ser una minoría
(perseguida, además) a ser una nación, yo creo que se
hizo muy bien. Ahora, como resultado de la Guerra de los Seis Días,
Israel se encontró controlando a una minoría de millón
y medio de palestinos: el mismo pueblo que diecinueve años antes
era una minoría, a menudo perseguida, estaba controlando a otra
minoría. Y esa transición, a mi modo de ver, no se hizo
del modo debido.
¿Cree que los israelíes tratan a los palestinos como
ellos fueron tratados en Europa y Rusia?
El pueblo judío tiene derecho a ser una nación.
Pero no tiene derecho, justamente por su historia, a tener bajo control
a otra minoría. Así comenzó el problema más
grave. Porque hay muchas formas de ver qué pasó en 1948,
por qué huyeron los palestinos: hay elementos diplomáticos,
sociológicos, todo lo que usted quiera. Pero ahora la situación
es otra: Israel es un país poderoso, fuerte, y moralmente está
obligado a no controlar a la minoría palestina. Incluso estratégicamente
hablando, no estar en paz con los palestinos es algo negativo para el
futuro de Israel, y lo digo desde el punto de vista israelí.
Se habla de que Israel necesita seguridad, pero la única seguridad
válida, y que tiene sentido a largo plazo, es la seguridad de
ser aceptado por los vecinos. Por eso, pocas veces en la historia han
ido tan de la mano la moral y la estrategia. De ahí nacen los
fallos de la política israelí desde el año 1967.
Es cierto, y es natural, que muchos árabes no quieran la paz
con Israel. También hay muchos israelíes que no la quieren...
Pero el tiempo no juega a favor de un Israel aislado; juega más
a favor de los árabes, que son millones y están por todos
lados. Ellos se pueden permitir esperar cincuenta años; nosotros,
no.
¿A lo largo de tantos años ha cambiado mucho lo que
quiere expresar con su música?
La verdad, no lo sé. Pero la columna vertebral de
lo que soy como músico no ha cambiado. Tuve la suerte de que
mi padre fuera un gran profesional. No sé si es por eso que,
después de tantos años, no ha cambiado mi forma de tocar
el piano. Eso no es común: todos los pianistas cambian de profesor
y de método diez mil veces. Yo, en cambio, siempre he tocado
de una forma, nunca he tenido la mínima duda de cómo he
de realizar algo. Pienso mucho qué es lo que quiero expresar,
pero, una vez que lo encuentro, jamás he variado de herramienta.
En ese sentido, mi gran inspiración fue Gandhi.
¿Gandhi?
Él dijo que, para obtener un resultado, hay que utilizar
los medios correctos. En su caso, para llegar a la independencia de
una sociedad sin violencia, no se podía optar por medios violentos,
porque el medio cambia el fin que se persigue. En la música es
igual. Si quiero una sonoridad grande y suave, no puedo utilizar medios
duros y crispados. Hay que saber qué medios técnicos y
musicales usar para lograr el fin que uno persigue, si uno no quiere
que el fin cambie.
Tiene manos muy pequeñas, no parecen las de un pianista.
Bueno, ya sabe lo que dicen: cada tipo de manos tiene sus
ventajas e inconvenientes. Para tocar el piano, una mano pequeña
está en desventaja para los acordes, pero una demasiado grande
no tiene tanta flexibilidad. Yo sólo he visto la mano perfecta
de pianista en Rubinstein: tenía una distancia enorme entre el
pulgar y el índice, y los otro cuatro dedos eran de la misma
longitud. Por eso, cada vez que bajaba los dedos por el teclado, bajaba
algo que tenía el mismo peso y era igual de largo. Pero es un
caso único.
¿Y qué opina de Glenn Gould? Es como si sus manos fueran
las de un loco. Tan diferente de usted, en todo sentido.
Tiene algo... Pero la música es eso. Lo considero
un gran pianista, extraordinario, pero no es mi estética. Desempeñó
un papel muy importanteen el siglo veinte, porque fue quien nos redescubrió
a Bach en una época en que no se tocaba.
¿Las Variaciones Goldberg son tan difíciles de tocar
como se dice?
Sí, sí. ¡Ja! ¿Sabe que alguien
dijo que la música no debería enseñarse porque
puede llevar a estados de tensión, de alucinación? Pero
la música, al mismo tiempo, puede dar el sentimiento de toda
la naturaleza.
¿Usted toca así?
Trato de hacerlo. Era la forma de tocar de Rubinstein, que
veía la música como algo sano y noble. Como el calor.
Lo positivo, lo contrario de lo enfermizo. Aunque la música también
tiene algo enfermizo, algo de droga. La música, en realidad,
es todo.
¿Podría decirnos cómo influyó la enfermedad
y luego la muerte de su mujer, la cellista Jacqueline du Pré,
en su modo de tocar?
La muerte fue sólo el último golpe: estuvo
enferma dieciocho años. Fue una enfermedad muy cruel, que consume,
cambia la personalidad. El período más difícil
fue desde el momento en que surgieron los primeros síntomas hasta
el día en que se pudo diagnosticar la enfermedad. Le hablo de
hace más de treinta años. Quizá ahora ya no ocurra
así, pero entonces sólo se podía diagnosticar negativamente:
nos decían que no era esto, ni era lo otro, y entonces debía
ser esclerosis. Esa conclusión tardó más de cuatro
años en llegar, y lo peor es no saber... Cuando surgieron los
primeros síntomas yo tenía veintiséis años.
Y no es fácil a esa edad. Hubo momentos de desesperación.
Respondiendo concretamente a su pregunta, le diré que hacer música
es siempre un reflejo de la vida interior. Por eso es importante tener
una vida rica e interesante: porque todo se refleja en el acto de tocar,
todo lo que uno tiene dentro, de forma más o menos directa. Más
tarde o más temprano, todo sale. Qué más puedo
decir.
Su historia de amor con Jacqueline du Pré parece uno de esos
casos en que una persona de talento excepcional se encuentra, como por
milagro, con la única persona que puede comprenderlo. Un entendimiento
en cuerpo y alma.
Fíjese que la primera vez que nos vimos no fue nada romántico,
sino algo banal. Yo estaba en Inglaterra y tuve una mononucleosis, una
enfermedad muy desagradable. Me quejaba mucho, y mis amigos me dijeron
que Jacqueline du Pré tenía el mismo problema. Nunca nos
habíamos conocido, curiosamente. Pero la llamé por teléfono
y empezamos a comparar nuestras mononucleosis. Así nos conocimos.
Tres o cuatro meses más tarde nos encontramos por casualidad
en casa de unos amigos y estuvimos tocando música de cámara.
Desde ese momento ya no nos separamos.
Para usted, ¿también era la gran artista que dicen
que fue?
Era enorme, una fuerza de la naturaleza. No la clase de artista
que tiene tal cosa pero no la otra, como suele suceder. Era como si
la música le saliera por todos los poros y salpicara a todos
los lados, a todo el mundo a su alrededor.
¿Ella qué decía de usted como pianista?
Le gustaba. Creo que de otro modo no se hubiera casado conmigo.
Tocábamos muy bien juntos. Nunca he vuelto a tocar con nadie
como con ella.
¿Qué le gusta que digan de usted?
Lo que me importa es que la gente que estuvo en un concierto
haya captado lo que traté de expresar. Que le guste o no es otra
cosa. Es evidente que, cuanto más personal es el mensaje, más
personal es lo que uno está diciendo. Cuando uno se expresa de
modo menos neutral, también para los demás resulta algo
muy cercano y, en consecuencia, será más espantoso o más
maravilloso.
¿Es mejor que exista una proximidad entre el alma del compositor
y el músico que lo interpreta?
Ésa es la dialéctica de qué es un intérprete:
cómo es posible que se pueda expresar tanto de sí mismo
usando las notas que otro escribió. Es imposible de explicar.
Pero sucede.
Sucede. Y es algo similar a lo que hablábamos antes,
sobre el sentimiento de poder de un director de orquesta. Yo debo tener
la amplitud de espíritu necesaria para saber que, cuanto más
trate de centrarme en el mundo del compositor, y más me ocupe
de leer no sólo las líneas sino lo que está entre
las líneas también, más me puedo expresar a mí
mismo. Ésa es una gran verdad. Si pienso: esto lo hago así
porque de este modo me puedo lucir, lo estropeo. Hay que tener la convicción
de que uno se puede lucir al máximo y expresarse a sí
mismo al máximo olvidándose de sí mismo, buscando
al otro. Yo sé que me comunico más con el público
cuanto más me olvido de que el público está ahí.
Cada uno de nosotros tiene cierta energía, espiritual y física.
La que sea, pero una cantidad determinada. Si utilizo el veinte por
ciento de esa energía en pensar cómo voy a comunicar con
el público, esa cantidad de energía no la uso para otra
cosa. En cambio, si me olvido del público y uso esa energía
para la música, el público lo sentirá.
Alguien dijo sobre su talento que, si se hubiera dedicado a la composición,
sería como Mozart.
¿Sí? Pues no seré yo quien lo diga.
Me gusta muchísimo la composición, pero no tengo ningún
talento para ella. Y prefiero decírselo yo a usted a que me lo
diga usted a mí... Me consta que no tengo la originalidad del
talento musical.
Cuando un pianista como usted, o un director de orquesta como usted,
ve el talento de los más grandes compositores, ¿qué
reflexión le sugiere?
Que son de otro mundo.
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