Teatro
Pavlovsky y Veronese visitan posmortem a la Duras
Ya
no sos
mi Marguerite
Marguerite
Duras, y más precisamente su muerte, inspiraron el monólogo
escrito e interpretado por Eduardo Pavlovsky en Babilonia bajo la dirección
de Daniel Veronese. Una sucesión de episodios crudos conforman
esta rara joya del teatro, en total coherencia con lo que cree Pavlovsky:
mostrar y decir aquello que no muestra ni dice la televisión.
Por
CECILIA HOPKINS
Estaba
sobre una pared blanca, quieta, parecía muerta. Nunca antes había
tenido interés en una mosca, pero había algo en ella que
me atraía enormemente. Así comienza su monólogo
el protagonista de La muerte de Marguerite Duras, obra escrita e interpretada
por Eduardo Pavlovsky que acaba de estrenarse en Babilonia con la dirección
de Daniel Veronese. La visión de la mosca a punto de morir, la
imagen de su dignidad solitaria, impresiona tanto a este hombre que,
a sus 66 años, llega a la conclusión de que por primera
vez en su vida está frente a la materialidad de la muerte en
toda su magnitud. Este hecho desencadena en él una corriente
de recuerdos y reflexiones teñidos por la melancolía y
el extrañamiento, al punto de bautizar al insecto moribundo con
el hombre de Marguerite Duras, esa otra gran solitaria.
Pavlovsky todavía se encontraba ensayando su nuevo espectáculo
cuando tuvo lugar la entrevista con Radar. El texto definitivo de la
obra fue tomando forma en los ensayos con Veronese, y según cuenta
su autor e intérprete, se fue generando a partir de improvisaciones
sobre temas determinados previamente: Mi estilo de actuación
es muy difícil de dirigir dice Pavlovsky no porque
yo sea un actor rebelde sino porque improviso, modifico permanentemente
en base a lo que yo llamo el devenir del personaje. Es que estoy despiadadamente
solo en escena, el personaje es un hombre de mi edad, con una mujer
que ha sido muy importante para él, y le habla sobre su vida
y expone su pensamiento acerca de la muer-
te, aunque no lo hace de manera discursiva.
Las idas y venidas del monólogo que desgrana el personaje de
La muerte de Marguerite Duras enhebra experiencias ocurridas en diferentes
épocas de su vida, pero cada situación es narrada con
soberbia nitidez, enmarcadas en los límites de un comienzo y
un final igualmente precisos. Una de las historias más sorprendentes
corresponde al detallado relato del romance fugaz que el personaje mantuvo,
a fines de los 60, con una adolescente que lo trata de usted y se fascina
besándolo cuando siente el movimiento de la dentadura postiza
de él dentro de la boca. El episodio comienza y termina con esa
anécdota, un momento teatral que excede los moldes habituales
por efecto de su cruda sencillez, de la brutal degradación que
expone el personaje frente al público. Fuera del escenario, Pavlovsky
se sumerge en otra clase de monólogo, no menos intensa: El
teatro tiene que mostrar experiencias absolutamente diferentes a las
que muestran el cine y la televisión: el actor tiene que asumir
un riesgo con su cuerpo, buscar niveles de expresividad que vayan más
allá del como si representativo. A mí hay un solo teatro
que me interesa y es aquel que no tiene que ver con una condición
histórica, enmarcada en la psicología de los personajes.
Ese teatro no me conmueve ni traduce nada. A mí me interesa un
teatro de estados, que es exactamente lo opuesto: un teatro donde no
hay una línea en el personaje sino que coexisten una multiplicidad
de niveles que rompen la unidad del personaje y lo invaden desde distintos
lados. Creo que siempre hay líneas temáticas, pero la
aparición de estados de intensidad desbordan al personaje, rompen
su silueta. Tal como está funcionando el mundo actual, pareciera
que el actor ya no puede expresarse a través de las técnicas
legadas por Stanislavsky o Strasberg. Hasta en Estados Unidos se busca
romper con el imperialismo de la psicología para buscar otras
formas que expresen más fielmente la realidad. Ya hemos visto
hasta el hartazgo cómo el teatro representativo apela a la memoria
emotiva o al método de las acciones físicas. Por qué
no investigar el teatro de los estados o devenires, que significa una
ruptura de la psicología del personaje: la irrupción,
no solamente de estados de exaltación, sino de otros matices,
como la expresión de la intensidad del silencio.
Ahora bien, ¿quién es ese hombre que hilvana sus recuerdos,
que comparte en forma de balbuceo algunos pasajes de su juventud y adultez
con Aristo, su mujer de toda la vida? Pavlovsky responde
sin eufemismos: Yo no hago nada que no tenga que ver conmigo.
En este trabajo, no sé si se debe a mi edad o a mi experiencia,
tuve un personaje que ya mostraba unaunidad existencial enorme, prácticamente
desde el momento de iniciar los ensayos. Así que me instalo y
devengo. En el escenario es donde más me muestro como ser humano.
Uno de los inconvenientes que tuve cuando empecé a hacer teatro
a fines de los 50, fue lo que me dijo mi analista sobre mi trabajo como
actor: es que él interpretaba el teatro según la concepción
freudiana, como una actividad de carácter exhibicionista y perversa,
por la exposición ante el público, cuando en realidad
era exactamente lo opuesto. Mi necesidad no era otra que descubrirme
en esa creación, a través del riesgo de desnudarme pasionalmente
y llegar a un nivel de autenticidad muy fuerte, como escribió
Grotowski. El teatro me ha dado la posibilidad de experimentar emociones
que yo desconocía de mí mismo: me hizo crecer como psiquiatra,
me dio posibilidades expresivas nuevas. Le debo grandes descubrimientos
personales. Por eso digo que el teatro es terapéutico. Para mí
tiene un interés experimental enorme, que no lo tiene el cine,
donde sufro la espera y donde me siento como un empleado.
Como el propio Pavlovsky, el personaje de La muerte de Marguerite Duras
también fue boxeador. En un momento, con un dejo de nostalgia
y usando casi las mismas palabras que el protagonista de Potestad,
en una circunstancia similar recuerda el aspecto que él
tenía a los veinte años, su planta varonil, su resistencia
física. Y no parece imponerse porque sí esta similitud
entre el discurso de su nuevo personaje y aquel apropiador de niños
que, antes de revelar su condición de tal, subyuga al espectador
por su humanidad y don de gente. Una vez más, el texto de Pavlovsky
tuerce su rumbo inicial para internarse en una situación en la
que la tortura asoma hasta ganar un primer plano. El relato suena estremecedor:
alguien a quien el personaje conoce en la calle le ofrece una paga suculenta
por trompear a gente también desconocida, maniatada en el interior
de una casa de barrio. El contrato termina abruptamente, cuando se ve
obligado a golpear a una mujer embarazada. Horrorizado a su modo por
el recuerdo, pasa del tema del boxeo al teatro, otro de los entusiasmos
juveniles que el personaje comparte con el propio Pavlovsky. En
el momento de contar su historia, al personaje le van pasando diferentes
cosas al mismo tiempo. Se trata de la irrupción de microhistorias
simultáneas, con micro-lógicas que las definen, que yo
llamo estética de la multiplicidad. Al no existir un tiempo lineal
y cronológico nítido, el espectador hace su propia historia
con estos elementos: reconstruye el texto dramático que a mí
me interesa. No sé, me parece que este teatro interesa especialmente
a la gente joven porque tiene otra manera de ver la realidad: les atrae
la forma de contarlo, con sus desvíos, con el cuerpo afectado
del actor, que no representa un cuerpo biológico, sino que expone
un régimen de conexión pura. Lo puedo ejemplificar con
el Mayo del 68: allí las condiciones estaban dadas pero
nada de lo que pasó en la calle se puede explicar a partir de
las condiciones históricas, sino precisamente por un desvío
de la historia. Lo que pasó fue un acontecimiento en el que los
cuerpos humanos se contagiaban, adquirían ritmos, velocidades,
estados.
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