El Rey mago Revolucionó dos veces el ajedrez: cuando apareció y cuando desapareció. Durante veinte años enloqueció a la Casa Blanca y al Kremlin. Llevó el ajedrez a la tapa de los diarios. Acusó a los grandes maestros soviéticos de negociar empates entre ellos para impedir que él se coronara campeón mundial. Cuando por fin logró derrotarlos, fue destronado mediante una disposición burocrática. Cuando volvió en 1992, el gobierno yanqui libró un pedido de captura internacional. Radar rastreó a amigos y enemigos de Bobby Fischer para reconstruir la vida del hombre que hoy, desde Budapest, propone modificar el ajedrez para vencer a las supercomputadoras con lo único que ellas no tienen: imaginación. Por Juan Ignacio Boido Para
muchos, si no para todos, Bobby Fischer apareció de la nada,
como una sublimación de todas las aristas dispersas que habían
ido puliendo el ajedrez durante los últimos trescientos años
hasta darle su forma actual. Era a la vez un compendio y una entidad
imposible de asimilar a ninguno de los modelos anteriores. No era un
humanista disipado, como el genial Philidor, que a mitad del siglo XVIII
tiró por la borda el rigor del claustro académico para
sumergirse en el Café de la Régence parisino, donde se
divertía escuchando a sus amigos Rousseau y Diderot y Robespierre
advertirle que los esfuerzos mentales de las partidas a ciegas podían
volverlo loco. Tampoco era el diamante casi perfecto pero teóricamente
en bruto que fue Paul Morphy, el norteamericano capaz de anticipar intuitivamente
posiciones y estrategias que recién años después
entrarían en los libros. Ni se acercaba al juego deliberadamente
complicado de Alexandre Alékhine. Ni, mucho menos, era un dandy
como el cubano José Capablanca, que durante los 20 y los
30 recorría el mundo con pasaporte diplomático y
graduaba la duración de sus partidas de acuerdo a la hora en
que había citado a una dama en su suite. Fischer fue, en cambio,
una categoría en sí mismo, completa y absolutamente revolucionaria,
de una autonomía que le permitió desafiar a la falange
de ajedrecistas soviéticos que por esos años monopolizaban
el ajedrez. Y despreciarlos públicamente, al punto de tratarlos
como peones políticos no como contrincantes, sin por eso quedar
pegado al anticomunismo burdo de Washington. Según George Steiner,
verlo caminar hacia su silla antes de una partida era como ver
entrar en escena al mismísimo Hamlet. Para Marcel Duchamp,
contemplar a Fischer frente al tablero era como ver a un derviche
a punto de pasar al otro lado de la iluminación. Para Arthur
Koestler, estar ahí, era como mirar a alguien que en cualquier
momento podía encontrar la línea más corta que
unía el cero con el infinito. Aun hoy, para quienes levantan
apuestas de matchs imposibles por Internet, Fischer sigue siendo imbatible.
La composición de sus partidas es rutinariamente comparada por
muchos con la claridad matemática de las fugas de Bach y la precisión
técnica de las sonatas de Mozart. Esto es
lo que sé desde chico: uno debe Fischer fue una mente decidida, capaz de unir un talento natural al que todo parecía caerle del cielo con el conocimiento enciclopédico más vasto de la historia del ajedrez humano. El dato fundamental para entender cabalmente su irrupción en el mapa es la situación del ajedrez en la Unión Soviética de posguerra. El bloque de jugadores de la URSS ya había desterrado del mundo ajedrecístico al dandismo, a los médicos y matemáticos aficionados a las genialidades de salón, más apoyadas en improvisaciones deslumbrantes que en modificaciones milimétricas a estrategias largamente estudiadas. Si el Kremlin entendía o no la Guerra Fría como un juego de mente es un tema aparte, pero estaba claro que, con buena parte de sus intelectuales en Siberia, el ajedrez fue convertido en el estandarte intelectual soviético. Para cuando Fischer nació, en Chicago, en marzo de 1943, todos los colegios de la URSS recibían periódicamente la visita de cazatalentos de Moscú y en todo el territorio soviético proliferaban institutos especiales donde los niños entrenaban en turnos de ocho horas diarias. Chicago, en cambio, no tenía ni una sola academia de ajedrez. Nada más ajeno al autodidactismo de Fischer que esos planes quinquenales de estudio, que incluían séquitos de asesores para cada jugador en cada torneo y pactos secretos entre ellos para evitar intrusos en los primeros puestos de las tablas de posiciones. Mientras los grandes maestros soviéticos vivían en la holgura económica, subvencionados por el Partido, Fischer se convirtió en un abanderado de los reclamos de mejoras en premios y condiciones de juego para poder vivir del ajedrez. Esta actitud no sólo le permitió llegar a la primera plana de los diarios, además lo hizo ver como un maníaco caprichoso, un niño malcriado, en vez del adulto en miniatura que deseaba con tal intensidad destronar a los soviéticos que, desde los trece años, no hizo más que acostarme pensando en el ajedrez y levantarme pensando en el ajedrez. Yo creo que mi inconsciente está dedicado al ajedrez todo el tiempo. Incluso cuando no estoy estudiando o sentado delante de un tablero, se me ocurren cientos de ideas nuevas. Las cosas simplemente me vienen. Por lo poco que se sabe, la infancia de Fischer parece la de un autómata lanzado hacia un único objetivo. En 1945, el matrimonio de sus padres vuela por los aires. Papá Fischer, un biofísico alemán que había conocido a su mujer en Suiza, donde se casaron y desde donde emigraron a Estados Unidos justo antes de la guerra, se manda a mudar. Muchos suponen un regreso intempestivo a Alemania. Fischer nunca vuelve a saber de él. Previo paso por Los Angeles y Arizona, la madre se instala en Nueva York con sus dos hijos. Joan, cinco años mayor que Bobby, es la encargada de cuidarlo de noche, mientras la madre termina un Master en Enfermería (carrera que había empezado a cursar, curiosamente, en el Primer Instituto Médico de Moscú). Para entretenerse, los hermanos juegan al Monopoly, a las damas y al ajedrez, que había aprendido solo, leyendo las instrucciones que traía en la caja un tablero para principiantes. Al principio era un juego como los demás. Un poco más complicado solamente. Entre los seis y los diez años, ese juego apenas un poco más complicado que los otros comienza a fagocitarlo progresivamente: compra cuanto libro de ajedrez se cruza en su camino, deja sistemáticamente plantados a los pocos amigos que quieren estar con él, se vuelve un problema para la psicopedagoga de su escuela. La solución materna es anotarlo en las clases del Club de Ajedrez de Brooklyn para que por lo menos tratara con algunos chicos de su edad. La solución es peor que la enfermedad: el tiempo libre que le deja el club lo pasa cuidando a su tío abuelo, con quien juega horas y horas sobre la cama, y poco a poco se va atreviendo a buscar contrincantes entre los adultos que juegan por dinero en Washington Square y el Central Park. La madre, desesperada, consulta a varios psiquiatras. No hay mucho que hacer, le dicen. Si eso es lo que le gusta, hay que dejarlo jugar; le podrían gustar cosas peores. Durante cuatro años hice lo imposible para que se alejara del tablero, diría ella mucho después. A los diez años, Fischer se hace socio del Club de Manhattan, el más competitivo de Estados Unidos, y pasa el verano jugando como un poseído, hasta ganarle en una demostración al campeón norteamericano, el gran Samuel Reshevsky. Se anota en torneos de adultos, entra quinto, sexto, aprende a no perder los estribos, a no llorar nunca, a exigir silencio cuando juega en las plazas. Paralelamente, empieza a tomar clases con John Collins, un espástico en silla de ruedas, que es campeón estatal de Nueva York: él es quien le organiza las lecturas que lo convertirían en el jugador con mayor preparación teórica en la historia del ajedrez. El último empujón se lo da una maestra que, en plena clase, le grita: Fischer, no puedo obligarlo a que me escuche ni evitar que juegue alajedrez. Pero al menos no traiga el tablero a clase. Desde ese día, empecé a jugar de memoria y descubrí que así podía jugar todo el tiempo. Muchos años después, cuando le preguntaron cómo fue exactamente ese período, del que emergió con una fe casi mesiánica en sí mismo, dispuesto a convertirse no sólo en campeón del mundo sino en el mejor jugador de la historia, la respuesta fue: No sé, a los once simplemente empecé a jugar bien. Todo lo
que quiero hacer en la vida Primer
inconveniente: cuando Fischer empieza a jugar bien, no tiene casi nadie
con quién jugar: mientras el título mundial pasaba de
mano en mano entre soviéticos, el campeonato norteamericano se
suspendía por falta de quórum, la vieja guardia de ajedrecistas
norteamericanos volvía a sus profesiones y abandonaba la práctica
competitiva, por lo asfixiante que resultaba sobrevivir en un medio
de premios insignificantes en metálico y escasísima organización.
¿Quién podía entrenar a ese monstruo? Nadie. Durante
las siguientes dos décadas, Fischer enfrentará por las
suyas a los soviéticos, revitalizando el fervor por el juego
en Estados Unidos. Lo que no logrará nunca es otorgarle autonomía,
una vida propia, despegada de ese fanatismo mercantilista que los yanquis
prodigan a sus ídolos. Yo le doy
al ajedrez el 98 por ciento de mi energía mental. Otros le dan
Entre
los trece y los diecinueve, los soviéticos lo someten a una guerra
de nervios sistemática, que termina por cincelar al Fischer del
que hablamos hoy. El mismo año en que deja la escuela definitivamente
y destrona a Reshevsky (cuatro veces campeón nacional) permaneciendo
invicto durante las trece partidas, parte con su madre a Portoroz (Yugoslavia)
a participar en las eliminatorias para el Campeonato Mundial. Un millonario
aficionado al juego intenta financiarle el viaje a Portoroz a cambio
de un favor: Lo único que le pido es que, cuando gane,
diga Nunca hubiese podido ganar este torneo sin la ayuda de Sam Blanker.
Fischer lo mira sin mover un músculo y contesta: Si gano
un torneo, lo gano yo solo. Yo soy el que juega. Nadie me ayuda. Gano
yo con mi talento. Finalmente, el pasaje lo paga un programa de
televisión a cambio de una entrevista, y Fischer aprovecha para
triangular con Moscú en el viaje de ida. De ese viaje se lleva
dos recuerdos imborrables: las postergaciones indefinidas de sus partidas
con los grandes maestros soviéticos y el desfile interminable
de campeones olímpicos al que fue sometido: levantadores de pesas,
gimnastas, nadadores, cada uno con su medalla olímpica de oro.
Para los pocos europeos que siguen el juego, ese chico de quince años
es la gran esperanza occidental. Pero Fischer entra quinto, detrás
de los soviéticos que se negaron a jugar con él en Moscú.
Como consuelo le queda convertirse en el Gran Maestro más joven
de la historia. Y queda esperar cuatro años hasta las eliminatorias
siguientes, que se realizarán en Curaçao. Uno está
solo con su oponente y el Durante
la década que sigue, la que lo separa de su único match
por el título del mundo en 1972, el planeta entero asiste a la
transformación de Fischer en una figura de dimensiones titánicas.
Él, por supuesto, lo sabe: él es la libido del juego.
Cada uno de sus pasos, en cualquier lugar del mundo, merece la atención
de las embajadas soviéticas y norteamericanas. Sus matches con
los rusos, a los que se presenta con la verborragia de un Alí
o un McEnroe, calientan tanto la Guerra Fría. Más de un
diario manda a cubrir las partidas por sus corresponsales políticos.
Sin embargo, Fischer sigue preparándose solo. Es famosa la anécdota
durante uno de sus enfrentamientos con Petrosian, cuando en la mitad
de la noche Fischer pidió que lo cambiaran de habitación,
porque en el cuarto de al lado su contrincante no paraba de hablar con
el séquito de Grandes Maestros con los que analizaba posiciones,
amén del sonido de los dos teléfonos directamente conectados
a Moscú, desde donde otros tantos Maestros aportaban lo suyo.
Fischer, en cambio, entrena y analiza solo. Su compadre y sparring desde
los días del Club de Manhattan, el reverendo William Lombardy,
lo explicó así: Es cierto que entrena solo, pero
está aprendiendo permanentemente de las partidas de otros jugadores.
Afirmar que Fischer desarrolla su talento solo es como decir que Beethoven
o Mozart o Shakespeare o Tolstoi se desarrollaron sin la música
o la literatura anterior a ellos. Genio. Es
una palabra. ¿Qué significa Nadie
se imagina a un piloto automovilístico eligiendo una carrera
en la que perdió como una de sus performances más notables,
o a un químico señalando un experimento fallido como su
cima científica. Pero, cuando a fines de 1969 publica Mis mejores
60 partidas, Fischer decide incluir nueve empates y tres derrotas. Ese
gesto de humildad dejó pasmados a los que esperaban otra muestra
más de pedantería de su parte. El combustible en
el arte de Fischer, y la manifestación de ese arte, es el intento,
escribió por aquel entonces Frank Brady. Al escribir intento,
Brady no se refería al consuelo de haber dado batalla sino al
afán con que Fischer buscaba desconcertar, en un juego de inteligencia,
introduciendo el elemento más perturbador: lo impredecible, esa
clase de combinaciones que parecían simplemente no estar ahí,
en la cabeza de nadie. Prueba de esa innovación sistemática
con la que redefinía incluso las situaciones más agotadas
sobre el tablero son las incontables ramificaciones que proponen los
análisis teóricos de su libro. Un libro que, en su momento,
alarmó al Kremlin tanto como la llegada del hombre en la Luna. El ajedrez
es como una guerra Reykjavik fue el epítome de los escándalos que podían desatar Fischer cuando quería: desplantes, exigencias casi insaciables, repercusiones en Washington y Moscú, una habilidad endemoniada para invertir la carga de nerviosismo hasta retrasmitirla a su adversario. ¿Por qué tensó la guerra psicológica hasta el límite, reclamando mejoras en condiciones económicas previamente aceptadas, discutiendo derechos de televisación firmados por él mismo, estando todavía en Nueva York el día de la primera partida, cancelando reservas hasta en cuatro vuelos diarios, aceptando viajar recién cuando recibió una llamada de Henry Kissinger y un millonario se ofreció a salvar las diferencias financieras con tal de verlo jugar contra Spassky? ¿Y por qué, ya en la capital de Islandia, en medio de un escándalo que desplazaba de la primera plana de los diarios neoyorquinos a las elecciones presidenciales, mientras la mitad del público había abandonado Reykjavik creyendo que Fischer nunca se presentaría, ofendió a los lugareños por no tener un solo bowling en toda la ciudad? ¿Y por qué, después de la derrota en la primera partida, decidió no presentarse a la siguiente hasta que no retiraran las cámaras de televisión ocultas, cuyo rumor lo desconcentraba? Larry Evans, que estaba con él, dijo: Estaba en otro mundo. Pocos días antes me había dicho: Larry, tengo que ventilar la presión de alguna manera. Qué culpa tengo de que cada paso que dé sea observado por el mundo. Fischer, por su parte, desmiente toda interpretación no ajedrecística: No creo en la psicología, sólo creo en las buenas jugadas. Como sea, de no haber sido por la caballerosidad de Spassky, que, aunque cansado de postergar las partidas durante casi dos semanas, aceptó una disculpa escrita de Fischer y desoyó las órdenes del Kremlin (ampararse en las reglas y volver a la URSS con el título bajo el brazo), Fischer no hubiese podido dar la clase magistral que dio durante julio de 1972 en Reyjkavik. El ajedrez es una de las pocas artes en que la composición y la ejecución se dan en simultáneo, dijo Najdorf entonces. Algunas de esas partidas fueron como oír a Mozart componer y ejecutar una de sus sonatas. ¿Qué se necesita? Supongo que lo mismo que para todo: práctica, estudio y talento. Nada parecía impedirle, ahora que había destronado a los soviéticos después de un cuarto de siglo de supremacía y con un último embate histórico (sólo cinco derrotas en 65 partidas), imponer algunas modificaciones reglamentarias para la defensa de su título contra la nueva promesa rusa Anatoli Karpov, en Manila a mediados de 1975. Nadie podría ver en sus propuestas la intención de tomar revancha y beneficiarse. Si los empates dejaban de contar en el tanteador, cada uno jugaría a ganar. Eso agilizaría el juego y le daría un atractivo comparable al de los deportes más populares. Pero en el plenario de la FIDE, el bloque soviético le votó en contra: los empates seguirían dando puntos. El único país no satelital que también vetó la propuesta fue Argentina, gesto imperdonable considerando que tres años antes Fischer había propuesto Buenos Aires como sede para jugar su match contra Spassky. Las innovaciones fueron rechazadas por un solo voto (32 a 31) y, cuando Fischer no se presentó a la primera partida, Karpov fue declarado campeón del mundo. El título volvía a la madre URSS. Desde entonces, hace exactamente veinticinco años, Fischer no volvió a jugar en público. Hagan
lo que quieran. Pero no pueden decir que no demostré que los
rusos son unos tramposos. Por lo tanto, eso que Enseguida
se le perdió el rastro. Proliferaron al principio los rumores
de un regreso fulminante. Se sabía que había dicho: Karpov
es un mentiroso y sobre todo un mediocre. Pero eso fue todo. Al
parecer, por esos años rompe lanzas con la secta cristiana a
la que se había incorporado en secreto y en cuyas cuentas bancarias
venía vaciando buena parte de sus ganancias desde 1962. Se recluye
en una casa prestada en Pasadena, Los Angeles, a la que le llegan propuestas
para jugar, algunas francamente irrisorias, otras casi insolentes, como
la que le hizo un empresario neoyorquino: crear acciones Bobby Fischer
para cotizar en Wall Street. No pueden entender que un hombre
quiera vivir de lo que hace, fue todo lo que declaró. Los
diarios vuelven a mencionarlo en 1981, cuando da a conocer una carta
abierta, Yo fui torturado en la comisaría de Pasadena,
en la que denunciaba haber sufrido tormentos físicos y psicológicos
durante tres días luego de ser detenido sin ningún motivo
a cinco cuadras de su casa. Ligar esto a su deserción de la secta
y, a su vez, adjudicar sus excentricidades a la pertenencia a esa secta
fue, para muchos, la manera más fácil de desentenderse
del tema. La Casa Blanca, por poner un ejemplo, que le había
pedido que no fuera a Cuba por la patria y que en cambio sí fuera
a Reykjavik también por la patria, un día le canceló
indefinidamente una visita para hacerle lugar en la agenda a la entonces
nueva refugiada rumana Nadia Comaneci. El
ajedrez es la vida. En ambos casos, El único motivo por el que el mundo tuvo la deferencia de recordar a Bobby Fischer en 1992 fue por los veinte años de su match con Spassky. Con esa excusa, un millonario yugoslavo les ofreció cinco millones parasentarse a jugar El Match por el Campeonato del Mundo, como si Kasparov no existiera. Un mes antes del comienzo de las partidas, Fischer recibió una carta judicial informándole de que en junio de ese año el presidente Bush había firmado, amparado en sus poderes excepcionales, sanciones contra Yugoslavia, prohibiendo todo intercambio comercial entre ese país y cualquier ciudadano norteamericano. Fischer, por supuesto, ignoró la advertencia. En el preciso momento en que se sentaba a jugar el match que terminaría con un previsible triunfo de su parte, el gobierno norteamericano libró un pedido de captura internacional contra su único campeón de ajedrez en todo el siglo. Construyan
la mejor computadora. La secuencia
aparentemente interminable de reclamos con que Fischer crispaba a los
organizadores son hoy consideradas condiciones básicas en cualquier
torneo modesto y hasta los jugadores rusos pueden vivir cómodos
del ajedrez, sin subvención estatal, gracias a su cruzada. El
problema, ahora, es otro: para algunos el juego llegó a un punto
muerto, un estancamiento en el que las únicas ventajas posibles
dependen más de la infalibilidad del cálculo de las computadoras
que de la imaginación de los jugadores. Con las modificaciones
rechazadas en el 75, Fischer intentaba dar un poco de aire al
ajedrez. Según Frank Brady: Recién ahora se puede
ver su locura. Su empeño en sacarle el polvo a un juego cada
vez más apático, plagado de empates, y volverlo una lucha
excitante, donde se jugara a ganar o perder. Gracias a él, no
sólo las reglas sino las estrategias y los sistemas sufrieron
el primer cambio importante en quinientos años.
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