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Vale decir


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Fue probablemente el intelectual más completo de la Revolución Rusa. Combinaba, como muchos de su tiempo, la teoría y la acción en un perfecto equilibrio. Pero iba más allá. Conocedor de la literatura, amante de la novela y la poesía, podía imaginar el tiempo de nacimiento de una cultura diferente. Desdeñaba el concepto de cultura proletaria, prefería, con razones, hablar de una cultura socialista. A sesenta años de su asesinato, en la obra de León Trotsky, como en la de Marx y la de Deutscher, se encuentran los momentos más altos del caudaloso pensamiento comunista.

Por Susana Viau

Isaac Deutscher, citando a Carlyle, dijo en uno de los volúmenes de su trilogía que había tenido que sacar a León Trotsky de abajo de una montaña de perros muertos. Desescombrar la “enorme carga de calumnias y de olvido”. El profeta desarmado se publicó en 1959, Stalin ya no estaba en la escena, la historia cierta había comenzado a hacerse un pequeño un lugar en la URSS, pero la entrada de las tropas soviéticas en Hungría volvió a cerrar la hendija por la que se filtraba la brisa renovadora. La tarea de Deutscher tenía sentido, el duelo de las ideas, empapado en sangre, seguía vivo. Los años sesenta, y los setenta se modelaron en aquella polémica en la que se jugaba, nada más y nada menos, que el destino de la Revolución. Revolución permanente, revolución en un solo país, sindicatos independientes del partido sí o no, partido de cuadros sí o no. Trotsky tuvo, incluso, su socias cinematográfico en Richard Burton; el cine polaco mostraba las miserias de la burocracia. Esa esperanza y esa cultura están hoy también cubiertas de una montaña de perros muertos y Trotsky sirve, en el analfabetismo funcional de la política argentina, apenas para nombrar, como un estigma, una rígida, monástica, conducta moral. Nada más alejado de la verdad.


En el escritorio de su casa de Coyoacán, donde sería asesinado el 20 de agosto de 1940. Antes de morir, Trotsky le dijo a su secretario, tocándose el corazón: “Lo siento aquí. Lo lograron”.

Como Paul Nizan en Aden, Arabia, Trotsky abre su autobiografía destruyendo un leyenda. Nizan lo hacía con la juventud (“Yo tenía veinte años, que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”); Trotsky, con la infancia: “Se tiene a la infancia por la época más feliz de la vida. ¿Lo es realmente? No lo es más que para algunos, muy pocos. Este mito romántico de la niñez tiene su origen en la literatura tradicional de los privilegiados”. En la casa de Ianovska no había ni hambre ni frío pero allí “todos los músculos estaban tensos, todos los pensamientos enderezados hacia una preocupación: trabajar y acumular”. “Liova” sabía de qué hablaba y no sólo por la grisura de esos primeros años.
Sería inútil internarse en la literatura rusa sin indagar en los trabajos de Trotsky sobre Tolstoi, sobre Gógol, o en sus anotaciones sobre Maiakovski, a quien le reclamaba “el dramatismo de la distancia”, le reprochaba la hipérbole superficial, le pedía pudor. “No se puede gritar más fuerte que la guerra o la revolución. Y si se hace, es posible que se quede destrozado. El sentido de la medida en el arte es semejante al realismo en política.” Cómo imaginar que Trotsky, el antifascista visceral, amaría el Viaje al fin de la noche. “LouisFerdinand Céline escribió entró en la gran literatura como otros entran en su propia casa. Hombre maduro, dotado de la vasta provisión de las observaciones del médico y del artista, con una soberana indiferencia respecto del academicismo, con un sentido excepcional de la vida y el lenguaje.” “Céline es un moralista”, será su conclusión, “...está libre de todo convencionalismo, rechazando brutalmente los colores de la paleta patriótica. Tiene sus propios colores, que ha arrancado a la vida en virtud de sus derechos de artista”.
Los profesores de literatura no suelen recomendar El dieciocho Brumario y mucho menos reclamar que sus alumnos echen una ojeada a Mi vida o a los Escritos sobre arte y cultura. Sin embargo, parece casi imposible hablar de los Cantos de un hooligan sin saber que Sergio Esenin “había asimilado más profundamente Teherán que Nueva York” porque “el lirismo interior del niño de Riazan encontró en Persia muchas más afinidades que en las capitales cultas de Europa y América”. Lo decía Trotsky ante la tumba de Esenin, el único hombre de la dirección bolchevique que acompañó al suicida. La revolución y él, reconoció con dolor, no eran de la misma naturaleza. “Se ha dicho que cada ser lleva en sí el resorte de su destino, desarrollado hasta el final por la vida. En esta idea no hay más que una parte de la verdad. El resorte creador de Esenin, al desarrollarse, ha chocado con las duras aristas de la época y se ha roto.”

 


Trotsky, a la izquierda de Lenin, durante el discurso de éste ante el desfile de las tropas rusas que partían el 5 de mayo de 1920 rumbo al frente polaco. Años más tarde, el stalinismo lo borraría de la foto.


 

Esos trabajos son el producto del “día de descanso, que hay que aprovechar para lavarnos la camisa, cortarnos el pelo y engrasar el fusil.Toda nuestra actividad económica y cultural actual no es más que una reorganización de nuestras fuerzas entre dos batallas y dos campañas”.
Fueron más de dos batallas y dos campañas: la militancia menchevique, la presidencia del Soviet de Petrogrado, la jefatura del Ejército Rojo, el disciplinamiento partidario y la firma de la paz de Brest, la represión de Kronstadt, la lucha por la legitimación del derecho a “la fracción” en la vida interna del partido, el error de silenciar el testamento de Lenin, las cárceles, los confinamientos, las fugas, los exilios, la crítica a la concepción bolchevique de partido, germen, para él, de toda burocratización, la muerte de los hijos, los atentados del stalinismo, Natalia Sedova, sus amores, Frida Kahlo, la creación de la Cuarta Internacional, el peregrinaje por el planeta en busca de un visado; Cárdenas y México que aparecen milagrosamente como el exilio definitivo, y con él, las visitas de los camaradas, el cuidado de los conejos, las cartas a Lieva, el hijo que le quedaba, firmadas como “tu viejo”, y la inesperada muerte de Lieva, seis meses antes del fatídico martes 20 de agosto, cuando llegó Ramón Mercader camuflado bajo la identidad de Frank Jacson y con él llegó el piolet camuflado en un abrigo demasiado pesado para ese día de sol: el pico entró destrozando el parietal y perforando siete centímetros un cerebro que los forenses consideraron extrañamente grande. No cayó ni perdió la lucidez. Tenía la certeza de la muerte inminente. Se lo advirtió a Joe Hansen, su secretario, tocándose el corazón: “Lo siento aquí. Lo lograron”.
“El 22 de agosto relata Deutscher, de acuerdo con una costumbre mexicana, un largo cortejo fúnebre llevaba el cadáver de Trotsky a lo largo de las principales avenidas de la ciudad. Los trotskistas norteamericanos intentaron llevarlo a Estados Unidos pero el Departamento de Estado le negó una visa aun muerto”. En la calle se escuchaba un corrido, el Gran Corrido a León Trotsky: “Murió León Trotsky asesinado/ de la noche a la mañana/ porque habían premeditado/ venganza tarde o temprano/ Fue un martes por la tarde/ esta tragedia fatal/ que ha conmovido al país/ y a toda la capital”.
Trotsky según el seudónimo con que se había bautizado arrancándole el apellido a un carcelero hubiera tenido piedad por el bardo anónimo y habría dicho que sus versos eran un buen testimonio para la historia aunque no tuvieran la menor familiaridad con la poesía.

Trotsky y libertad

Por Alejandro J. Alagia *

Trotsky, como ningún otro marxista de su época, caracterizó la dialéctica de la modernidad como la tensión permanente y dramática entre socialismo o barbarie. Años después, el marxismo academicista hablaría de ello como modernidad inconclusa, o frustrada, según los aires más o menos posmodernos. Su crítica a la razón instrumental, desatada y descentrada del sujeto, hizo posible concebir al fascismo y a la burocracia stalinista como productos irracionales de la modernidad para cancelarla.
Este punto de partida permitió fundar derechos y libertades, no en la etizante fuente del neokantismo sino en el carácter social que rodea la producción política de cualquier norma jurídica: el ejercicio del poder punitivo legitimado por normas impersonales para operar selectivamente era, a la vez, limitado por otras normas de distinto signo que recortaban la jurisdicción más irracional del castigo. Ambos tipos de norma brotaron de la misma revolución. En esa tradición jacobina se inscribe la posición del creador del ejército rojo frente a una de las más relevantes libertades básicas: la de la expresión. Literaria, artística o política, la reconocía sin las excepciones que la moralidad burguesa imponía no sólo a la obra de arte sino sobre todo a lo que se llamó, en el derecho anglosajón, libelo sedicioso y que sirvió para la persecución de anarquistas y socialistas.
La histeria de una minoría y la apelación al orden público hicieron de la propaganda revolucionaria y de la obra artística obscena un delito de expresión, que requerirá para su configuración un elemento de idoneidad, de peligro claro y presente, como el utilizado por el gran juez Holmes. Como estos requisitos dependían de la subjetividad del juez o del apologista, el delito habilitaba poder punitivo sin límite objetivo alguno. Detrás de todo esto parece habitar la idea hobbesiana de la chispa que puede encender un fuego devastador.
En Literatura y Revolución, Trotsky no podía ser más claro: en el arte como en la teoría, el estado no debe dar órdenes; puede estimularlos y protegerlos, pero sólo indirectamente puede dirigirlos. No puede y no debe hacerlo porque el empleo de la fuerza en esos campos empobrece la cultura de los pueblos. Para Trotsky el único límite admisible era la existencia del propio Estado. Defendiendo otro tipo de sociedad, pero con celo honesto por la libertad del hombre, un conspicuo liberal como Rawls llegaría, mucho después, a la misma conclusión: la afectación al orden público sólo puede ocurrir cuando lo apologético se expresa en un contexto de fragilidad institucional, puesto que una crisis semejante revelaría la falta de tiempo para discutir razones. Contrario a la idea de una “cultura proletaria”, defensor de la máxima libertad de expresión posible para todos, el socialismo de León Trotsky desmiente la imposibilidad de coexistencia de socialismo y libertad.

* Fiscal correccional y Profesor de Derecho Penal en la UBA.

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