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Hitos A cincuenta años del suicidio de Cesare Pavese

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

¿Cuánto influyeron en el suicidio de Pavese las circunstancias que rodearon el suicidio de Maiakovski? ¿Planeaba publicar su diario, en vida o póstumamente? ¿Qué pasó entre la última anotación que hizo en su diario y su muerte, nueve días después? El filólogo Cesare Segre, responsable de la nueva edición sin cortes de El oficio de vivir, realizada en estos días por Einaudi para conmemorar los cincuenta años de la muerte del poeta italiano, arriesga sus hipótesis.

 

 

POR ALICIA MARTINEZ PARDIES, DESDE TURIN

“Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.” Pocas, muy pocas palabras apuntó en su diario personal Cesare Pavese el 18 de agosto de 1950, nueve días antes de suicidarse en uno de los hoteles más conocidos de Turín, el Roma, frente a la estación del ferrocarril donde, durante la noche del 26 al 27, intentó –en vano– que algunos amigos fueran a verlo, quizá con la idea de que pudieran disuadirlo de su decisión final. Tenía 42 años; pocos meses antes había sido consagrado con el prestigioso Premio Strega, pero la tormentosa relación que lo unía a una actriz de cine norteamericana (Constance Dowling, que inspiró su libro Vendrá la muerte y tendrá tus ojos) lo enfrentó a una variante aun más intensa del vacío existencial que había signado su vida desde la adolescencia. La muerte del poeta recibió una amplia cobertura en la prensa italiana, con hipótesis que iban de lo escandaloso a lo morboso. Dos años después, cuando se publicó en forma de libro el diario íntimo de Pavese, con el título El oficio de vivir, pudo delinearse más nítidamente el proceso interior que lo llevó al suicidio (no sólo la desilusión amorosa sino una crisis ideológica y un bloqueo creativo, entre otros motivos). La edición inicial del manuscrito estuvo al cuidado de Natalia Ginzburg e Italo Calvino, quienes realizaron una treintena de cortes al manuscrito original. En estos días, con motivo del medio siglo de su muerte, el sello Einaudi, donde Pavese trabajó como editor y publicó además toda su obra, presentará al público una nueva edición de El oficio de vivir, con un extenso estudio del filólogo Cesare Segre, uno de los más respetados de Italia. En diálogo con Radar, Segre anticipa los puntos más significativos de su trabajo sobre Pavese.
¿Esta nueva edición propone una nueva lectura de El oficio de vivir?
–Creo que no sería lícito sacrificar los aspectos psicológicos que el diario mismo denuncia como predominantes y determinantes. Pero, al mismo tiempo, hoy es posible ver la obra en su naturaleza literaria, como si hubiera sido llevada adelante según un proyecto. El mismo Pavese nos autoriza a contemplarla así, ya que, no obstante, y como para reforzar el carácter “literario” de este diario, vale releer otra de las entradas del libro, donde Pavese apunta: “El interés de este diario sería el imprevisto pulular de pensamientos, estados conceptuales que, de por sí, mecánicamente, indican los grandes hilos de tu vida interior. De vez en cuando tratas de entender qué piensas, y sólo aprés-coup vas a toparte con los engranajes con los días pasados. Ésa es la originalidad de estas páginas: dejar que la construcción se haga por sí misma, y ponerte delante, objetivamente, en espíritu. Hay una confianza metafísica en este esperar que la sucesión psicológica de tus pensamientos se configure en construcción”.
¿Pavese deseaba la publicación de su diario?
–Pocos días antes de suicidarse, Pavese incluyó una suerte de carátula en la carpeta verde donde solía conservar el manuscrito, en la que podía leerse El oficio de vivir, 1935-1950, seguido de su nombre. El hecho de escribir una fecha final puede interpretarse como una decisión de anular su propia existencia, en cuyo caso el verbo “vivir” aludía al pasado. Pero hoy se sabe que Pavese previó una forma, quizá parcial, de publicación de este texto (al menos como mensaje a las mujeres amadas). Y no póstuma, tal como se desprende de una de sus notas: “¿Por qué escribir estas cosas, que ella leerá y acaso la decidan a intervenir, a dar un giro?”. Debemos pensar que hasta la última página de este libro debe haber sido escrita bajo la obsesión de que la amada lo leería (“que lo sepa, que lo sepa”, escribió el 27 de mayo de 1950). No puede obviarse la penúltima entrada, del 16 de agosto, que está dirigida a ella: “Querida, acaso tú eres de verdad la mejor, la verdadera. Pero ya no tengo tiempo de decírtelo, de hacértelo saber. Y además, aunque pudiese, queda la prueba, la prueba, el fracaso”. ¿Qué pasó por la mente de Pavese, entre esa última entrada deldiario, ya legendaria, escrita el 18 de agosto, y el suicidio, ocurrido en la noche entre el 26 y el 27 de agosto? Nadie puede decirlo. Cierto, la desesperación se debe haber hecho cada vez más honda, quizá amplificada por cualquier mínimo episodio, llevándolo a cerrar de hecho la parábola, tal como ya había cerrado la redacción de ese diario. Es como si la escritura precediera y condicionara la acción. Si El oficio de vivir fuera solamente una obra literaria, diríamos que se trata de un “gesto violento y seguro que anonada y resume con autoridad toda una vida”, tal como el mismo Pavese había escrito sobre Edgar Lee Masters, en noviembre de 1938, a propósito de la única obra de ese autor, Antología de Spoon River. Hoy sabemos, en cambio, que El oficio de vivir es también la historia íntima de una desesperación y de la lucha contra esta desesperación; sabemos que esta angustia fue de un hombre concreto, y que signó gran parte de su vida. Pero Pavese era, sobre todo, un escritor. No por nada describió así la premisa de narrar: “Uno de los menos observados gustos humanos es el de prepararse eventos a plazos, organizarse un grupo de acontecimientos que tengan una construcción, una lógica, un principio y un fin. El fin es divisado casi siempre como un acné sentimental, una alegre y lisonjera crisis de autoconocimiento. Esto se extiende desde la construcción de un ataque o una defensa hasta la estrategia que rige una vida. ¿Y qué cosa es esto sino la premisa de narrar?”.
Entre los textos inéditos que usted analiza en su prólogo, hay un mensaje que Pavese escribió, la noche de su muerte, en la primera página de su libro Diálogos con Leucó...
–Se trata de un mensaje de saludo y de perdón, que dice: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No murmuren demasiados chismes”. Curiosamente el mensaje es muy parecido al que dejó otro poeta suicida, Maiakovski, quien dejó una carta que decía: “No se culpe a nadie. Y por favor, nada de chismes”. De alguna manera, Pavese eligió a Maiakovski como “fuente de inspiración” de su propio suicidio, acaso porque veía en la vida del poeta ruso singulares similitudes con la suya: Maiakovski se suicida al final del primer cuarto de siglo, Pavese al término del segundo cuarto. Maiakovski había sido encarcelado por el gobierno zarista, Pavese fue confinado por el régimen fascista. Los dos autores trabajaron para el cine. El último amor de Maiakovski fue una actriz, Veronika Polonskaia, tal como el de Pavese fue la norteamericana Constance Dowling. La noche de su muerte, Maiakovski le ruega en vano a la Polonskaia que suba a su habitación; horas antes de matarse, Pavese llama por teléfono a varias amigas, pidiéndoles, también en vano, que fueran a verlo al hotel. Pueden ser todas coincidencias, pero la similitud del mensaje final hace pensar que Pavese consideraba a Maiakovski como una especie de modelo.
¿Cuál es su análisis de la entrada final de El oficio de vivir?
–Pavese escribió esa última página no ya para sí mismo sino para su mujer, y para nosotros. Es una página literaria, de frases breves, aisladas, que ocultan la incapacidad o el rechazo de ordenar y enunciar racionalmente sus pensamientos turbados, la lucha entre el instinto vital y el de la muerte. Mientras invocaba piedad, no se sabe si a Dios o a su mujer (“Oh, Tú, ten piedad”), mientras tenía ya preparados quizá los somníferos que lo liberarían finalmente de la angustia (“Parecía fácil, al pensarlo. Y, sin embargo, lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo”), Pavese escribe esos tres sintagmas postreros, los dos primeros nominales (“Basta de palabras. Un gesto”) y un tercero de tremenda elocuencia verbal (“No escribiré más”), donde ejerce por última vez el acto de escribir. Pavese muere allí, como escritor. Es un escritor que no escribirá más. Nada más sabremos de él.

 

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