Cine Cien años de perdón: la película de los desclasados Vivir afuera El cine argentino suele aventurarse a contar historias de tipos dispuestos a todo con tal de sacarle algo al sistema. Con Cien años de perdón, José Glusman se arriesga a más: en un pueblo de Entre Ríos donde mejor no llamar a la policía, un tipo secuestra a un amigo para cobrar el rescate y salvarse. El resultado es un retrato feroz de esa realidad que Hollywood ambienta en un futuro improbable y que, en este país, empieza a ser el pan nuestro de cada día. Por Juan Ignacio Boido Para
qué llamar a la policía si es peor, dice uno de
los personajes de Cien años de perdón. ¿Para
que la plata se la lleven ellos? Esta declaración de principios
con que la película demarca su propio territorio, la zona en
la que va a adentrarse, es más contundente aún de lo que
parece. La que lo dice es Berta, una idische mame viuda a quien le exigen
50 mil dólares como rescate por su único hijo. La voz
en la otra punta del teléfono, que exige mantener las negociaciones
fuera del conocimiento de las fuerzas del orden, es la de Huguito. El
Huguito para los habitantes de Basavilbaso, el pueblo entrerriano donde
Berta y Mauricio Matzkin, el secuestrado, regentean un bazar alguna
vez redituable y hoy tan en la lona como el resto de ese pueblo crecido
en torno a una estación a la que ya no llega ningún tren.
Amigos de toda la vida, el Huguito quedó en deuda con Mauricio
cuando trabajaba en su negocio y aprovechó unas vacaciones de
su patrón para desvalijar la caja y pagar unas deudas. Cuando
descubre el robo, Mauricio prefiere, como su madre muchos años
después, no avisar a la policía, pero acepta la hipoteca
que el padre de Hugo pone sobre la casa, como garantía del pago
de la deuda. El tiempo pasa y el Huguito no paga. El pueblo se hunde,
los esfuerzos de la familia Merides para saldar la deuda hacen agua,
el negocio de los Mazkin, se viene en picada y a Mauricio no le queda
otra que llegar una mañana a la casa de su amigo para reclamarle
lo que alguna vez le robó. Sin trabajo, convertido en curda empedernido,
con una hermana puta que acaba de volver de Buenos Aires, condenado
a vivir en una pocilga con un padre buenudo y una madre con Alzheimer,
el Huguito se sale de las casillas: trompea a Mauricio hasta desfigurarlo
y, antes de dejarlo ir en ese estado, decide atarlo en la pieza del
fondo y exigir 50 lucas a la madre, con las que piensa mandarse a mudar
con toda la familia y poner una despensa en Paraguay. ARGENTINA IMPOTENCIA Más abajo parece que no podemos caer. Más abajo sería pelearse por una lata de comida, dice José Glusman, el director, actor y co-guionista de Cien años de perdón. Pero todo indica que sí, que vamos a llegar todavía mucho más abajo. Yo simplemente ubiqué la película en el escalón de degradación en el que me parece que estamos. Esa meseta parece exactamente la traducción al criollo de los peores augurios deparados por la ciencia-ficción apocalíptica, donde las ciudades devienen fortalezas para privilegiados y el común de los mortales queda condenado a la supervivencia en extramuros, donde la seguridad es un factor extorsivo de rasgos medievales. A más de uno le puede parecer que ésa es la situación en el interior, dice Glusman, pero si abrimos un poco más la lente, y miramos desde el mundo y no desde Buenos Aires, nos daremos cuenta de que así estamos nosotros en la Capital también. Creemos que no es así porque por acá todavía pasan bondis, está el Obelisco, ponés la Rock&Pop y escuchás un poco de joda, y así nos vamos creyendo la ilusión de tener una vida mejor que tierra adentro. Seguro que hay mil o tres mil familias que la tienen, pero el resto estamos viviendo una ficción. LA
TIERRA BALDIA Cuando la realidad entra en uno de esos picos durante
los que parece inigualable (cuando, por ejemplo, los exorcismos a corazón
abierto celebrados por un par de hijas sobre su padre en un departamento
de Caballito dejan a American Psycho como un bebé de pecho),
la ficción es forzada como nunca a entretejer una trama sobre
la cual proyectar, como telón de fondo, el mundo real. Cien años
de perdón desborda de ejemplos. El primero y más evidente
es que Basavilbaso existe y, cuando Glusman y su gente llegaron a filmar
la historia del secuestro de Mauricio, los dueños del local que
serviría de escenario, después de leer el guión,
se ofrecieron a prestar el apellido de la familia pintado sobre la puerta
de entrada de su negocio: así fue como el Charcoff del guión
pasó a ser el Matzkin que todos conocen en el pueblo. La AMIA
de Basavilbaso abrió una sinagoga de 150 años, hoy cerrada
al público y convertida en monumento histórico, para que
la idische mame de la película (una impecable Helena Tritek)
rece por su hijo. Pero el más elocuente de los ejemplos es el
telón de fondo que recorre toda la película: una estación
de radio local (con la voz de Lalo Mir) que va informando de la resistencia
a la última ocurrencia municipal: la tristemente citada Fiesta
del Durmiente. SCHWARZENEGGER IN LOMAS DE ZAMORA A primera vista, el conflicto social de Cien años de perdón es el enfrentamiento entre una familia católica y una judía. Pero, en plena vuelta a la Edad Media, a Glusman eso le parece apenas un efecto más que la causa. Cada uno de los personajes ha tenido un pasado mejor: un pasado de producción. Ahora, que la cosa se les viene pinchando por todos lados, apelan a lo que pueden: el grande aprieta al chico, y el chico al de más abajo. Por lo general, el tipo que es la última ficha en este efecto dominó todavía cree que puede salvarlo alguna changuita, la quiniela, el prode que ahora vuelve... Pero cuando revienta, se superan los lugares comunes del judío y el antisemita o el negro y el racista. Uno se enfrenta con la miseria intrínseca del ser humano. O sea, con miserables. Aquello que la película deja entrever, Glusman hace todavía más explícito en su análisis de la realidad: la aparición de los miserables, los desclasados, los desgajados, como nueva categoría social. Creo que hay una línea que no han respetado. El señor feudal te basurea desde su castillo: antes te ponían milicos y te mataban; hoy te compran la empresa, te la desguazan y te destruyen, o disponen que te quedes en la calle porque así lo decreta el gerente de Recursos Humanos. Llevar a la gente a semejante nivel es violar el respeto por la dignidad. Si a una persona la empujás a elegir entre vivir o no vivir, bueno, qué va a elegir. Y así como tuvimos que incorporar a nuestro imaginario la categoría desaparecidos, hoy tenemos que incorporar una realidad que, por lo menos muchos de nosotros, no podíamos imaginar. Por eso no nos hace falta imaginar esta clase de ficciones en un difuso porvenir. En El vengador del futuro se peleaban por el aire y los seres humanos sufrían deformaciones por falta de oxígeno: Hollywood se permite fantasear necesidades. A nosotros, que ya nos empezamos a pelear por la comida y vemos minas con la cara deformada pero por el colágeno, nos alcanza con mirar alrededor. Y ahí aparece esta categoría nueva de NN que tenemos: tipos borrados del sistema, que pasan a vivir en la calle y de los que una mañana leés en Crónica que la última noche murieron diez de frío. Acá, Schwarzenegger tendría que lidiar con las capas de agua que suben en Lomas de Zamora. LLAMAN A MI PUERTA Para muchos de los que comentaron la película, el paisaje de Cien años de perdón el patetismo de los Merides, el desquicio de Huguito, la docilidad casi idiota de Mauricio, la preocupación idische mame de su madre, y hasta los trances de una vieja con Alzheimer muestra una elección estética por el grotesco criollo. A la luz del despotismo casi caricaturesco de las corporaciones y de los mutantes que pueblan las revistas, quizás habría que revisitar el diccionario y ver qué es grotesco y qué no. Pero la pregunta un poco más urgente en medio de este panorama es, según Glusman: ¿Qué queda para uno? Vas a la heladería del barrio y resulta que es la sucursal número quinientos de una multinacional. Querés poner un kiosco y resulta que son también una cadena y necesitás la franquicia. Querés comprarte un taxi y resulta que un solo tipo es el dueño de cuatrocientos coches. Seguro que Macri, o el Exxel, o Soldati, se deben quejar también, pero mientras ellos despotrican, nosotros estamos llegando al nivel de pelearnos literalmente pobres contra pobres, jodiéndonos entre nosotros. Y, si alguien dice algo, desestabiliza la democracia. Y si no dice nada, se la mandan a guardar. Esto es como lo de Brecht: primero golpearon la puerta de la otra cuadra y no me importó, después la del vecino y tampoco me importó. Ahora nos están golpeando la puerta a todos los que tenemos puerta. Y al que no le está pasando, ojo, porque es el que golpea la puerta. El que puede llamar a la policía. |