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Robó más de cien bancos y joyerías. Se disfrazaba, no para robar, sino para gastar la plata. El Corriere della Sera lo bautizó “el solista de la metra” por el arma que llevaba oculta en un estuche de violín y nunca disparó. La Interpol lo consideraba el enemigo público número uno de Europa. Gian-María Volonté y Alain Delon lo interpretaron en el cine. En 1965 fue capturado en un terrible tiroteo y condenado a 20 años de trabajo forzado. En la cárcel empezó a escribir y a pintar. En 1977 fue indultado “por méritos artísticos” por los presidentes de Italia y Francia. En entrevista exclusiva con Radar en las afueras de Milán, Luciano Lutring habla de sus grandes golpes, sus años en la cárcel, la muerte de su hijo y el lado oculto de la mala vida que conoció, disfrutó y padeció como pocos.

POR MARINA MACOME, DESDE MILAN

Fue bautizado por Il Corriere della Sera como “el solista de la metra”, porque en todos sus robos llevaba, en el estuche de un violín, el arma “que nunca disparó”. Buscado por Interpol y la policía de media Europa, acusado de más de un centenar de robos de bancos y joyerías, fue capturado en Francia y sentenciado a veinte años de trabajos forzados en 1965. Cumplió mitad de la condena en cárceles de máxima seguridad y en un manicomio hasta que, en 1977, marcó un hito al ser el único caso de un detenido “graziato” en virtud de sus méritos artísticos por los presidentes de dos países: el francés Pompidou y el italiano Leone.
A casi un cuarto de siglo de su excarcelación, y con sesenta y tres años cumplidos, Luciano Lutring vive en el lago Maggiore, a pocos kilómetros de Milán. No se puede decir que se esconda, no cambió su nombre; todos sus vecinos conocen su historia, como sus cuadros. Lo que nadie sabe es qué pasó con el fabuloso botín de su carrera delictiva (que, según los cálculos de los expertos, habría ascendido a casi quince millones de dólares actuales): la policía francesa no recuperó un solo billete y el propio Lutring sostiene que no le quedaba nada cuando lo capturaron. Durante su estadía en la cárcel escribió varios libros, pero todos sus derechos de autor le fueron secuestrados por lo que él llama “daños de guerra” (dos de ellos fueron llevados al cine: en uno, autobiográfico, titulado Il solista della mitra, Gian-María Volonté hizo de Lutring; en el otro, una novela llamada El Zíngaro, fue Alain Delon quien interpretó al gitano). Después pasó al pincel y le fue mucho mejor: la Unesco y la Unicef lo premiaron, así como la Academia Internacional de San Marco, la Academia Cultura de Europa, la Academia Altair francesa y la Columbian Academy de Missouri lo nombraron miembro honorario.
En la actualidad, Lutring vive en una casa alquilada con sus hijas gemelas (actualmente divorciado, comenta feliz: “El juez me dio la tenencia”), se mantiene con lo que obtiene de los cuadros que vende, cada tanto da conferencias (la última fue en la Universidad de Trento, en un simposio en el que participaron el profesor Ernesto Savona, la criminóloga Elisabetta Loi y él), y hasta se escandaliza porque Daniela Nipoti (la Ludovica Squirru italiana) le dedica una mención en su Manual de Astrología entre los nacidos bajo el signo de Capricornio: “despiadados e implacables, como Luciano Lutring, Mao Tsé Tung y Alphonse Capone conocido como Al”. Él se enfurece: “¡Soy de Capricornio, pero Mao y Capone mataron a cientos de personas y yo no maté a nadie!”.
Al llegar al lugar fijado para la cita con el otrora “solista de la mitra”, me encuentro con tres patrulleros y un revuelo considerable. A mi lado, la portera del edificio le comenta a un peatón: “Asaltaron a un orfebre”. Miro alrededor y de pronto creo reconocer a mi entrevistado por las fotos que he visto de él: un hombre corpulento con los brazos llenos de tatuajes y bigote a la tártara, que avanza por la calle custodiado por dos niñas gemelas, sin sorprenderse mucho al ver tantos uniformados. Luego de las presentaciones de rigor, el increíble Luciano Lutring dirá que la policía uniformada no lo inquieta tanto como la otra: “La que no va vestida de poli”. Para entonces, ya estamos sentados con sus hijas gemelas, Natasha y Katiusha (a quienes todavía no ha aprendido a distinguir del todo, según sus propias palabras: “Una vez le puse el supositorio dos veces a la misma”). Ésta es la increíble vida del hombre que en 1965 ingresó en la cárcel de la Santé como “el peligro público número uno” y salió en libertad doce años después, convertido en un artista.
¿Cómo empezó su “carrera”? ¿Por necesidad?
–Mi padre era un domador de caballos húngaro y mi madre era farmacéutica, pero tenían un par de verdulerías y un bar (en su época conocido como “Crimen Bar”, por ser el punto de reunión del hampa de Milán). Esos negocios nos permitían vivir sin dificultades económicas. Ellos querían que estudiara música. Mi padre quería que fuese violinista. Mi madre, en cambio, prefería que tocara el piano, porque amaba a Bethoveen.
En algún artículo leí que ella quería una hija mujer cuando nació usted.
–De hecho tuvo una hija, pero murió. Por eso me hacía jugar a mí con las muñecas de mi hermana muerta. Era de lo más grotesco. ¡Hasta la máquina de coser quería que usara! Yo le decía que prefería jugar al soldado, a los partisanos con sus fusiles, pero no había caso. Fui creciendo con semejante rebelión adentro...
¿Y qué pasó?
–Y me fui cansando... Un verano dejé los estudios, compré un Cadillac y me fui para el mar con un grupo de amigos no muy presentables. Ahí robamos un MG del estacionamiento de un hotel. En el baúl había valijas. Las abrimos y lo único que encontramos fueron tangas, corpiños y medias de nylon bien sexies. Ellos se cansaron; yo seguí revolviendo hasta encontrar unas fotos de una increíble morocha. Miré a mis compañeros y les dije: “Muchachos, yo devuelvo todo”. Corrí hasta el hotel, esperé en el lobby a que apareciera la morocha. “¡Puerco italiano!”, fue lo primero que ladró a mi intento de entablar conversación. Estaba furiosa porque le habían robado todo. Yo me hice el conectado, el que conocía a mucha gente y le aseguré que recuperaría sus valijas. La mañana siguiente perfumé el Cadillac (porque dormíamos en el coche, con mis amigos) y le entregué lo que habíamos robado. Sin decirle, por supuesto, que había sido yo el ladrón. Esa noche salimos a bailar y menos de un mes después nos casamos en Zurich.
¿Ella de qué trabajaba?
–Era modelo y bailarina.
¿Usted le reveló su verdadero oficio?
–¡No! Le dije que era un industrial. Además, todavía no me “dedicaba” de lleno. De hecho, cuando se me acabó la plata volví a Milano, a lo de mi mamá.
¿Qué edad tenía?
–Veintiuno. Mi madre, una pequeña burguesa, quería para mí un matrimonio importante, con la novia de blanco. En cambio yo me había casado como un gitano. Cuando le presenté a Yvonne como mi novia se escandalizó. Delante de ella me dijo: “¡No te permito ponerte de novio con una mujer así!”. Yvonne era muy sexy, y estábamos en 1956, un escándalo para esa época. Como la mamma siguió vociferando le mostré el certificado de matrimonio, y ahí me echó a los gritos de la casa. Llevé conmigo lo que pude y fui vendiéndolo de a poco: el acordeón, el violín. Lo único que conservé fue el estuche. Y a los seis meses empecé con los asaltos a bancos y joyerías.
¿Todo por culpa de su madre, me va a decir?
–Mira, si la mamma hubiese aceptado a la Yvonne, quizá todo habría sido diferente. A fin de cuentas, mis padres estaban bien económicamente: jamás hubiese tenido necesidad de robar bancos. Y menos pollos, que así empecé.
¿Recuerda su primer asalto a un banco?
–Fue por culpa de mi tía Victoria. Estaba enferma y me mandó a pagar la luz al Banco Agrícola Milanés, el de Piazza de Angeli. Me hicieron esperar horas detrás de ese mostrador. Así que di un puñetazo en el mostrador, el cajero se aterrorizó y me dio la plata. Ahí pensé: “Qué fácil, gritas un poco y ya te dan el dinero”. Bueno, en realidad el cajero vio que yo llevaba una pistola, cuando se me abrió el saco al golpear el mostrador.
Pero si llevaba una pistola no fue algo tan casual...
–Es que siempre la llevaba encima, para darme corte con las chicas. Abría mi saco y dejaba ver la culata, era un revólver de la policíacanadiense. Siempre lo llevaba descargado porque ya ni se conseguían las balas. Pero el empleado lo vio y se paralizó.
¿Cuántos bancos robó?
–Tantos... No podría decir el número.
En los diarios franceses e italianos de la época calculaban al menos dos robos a la semana a lo largo de siete años.
–¿Eso llega al centenar? Puede que hayan sido más.
Siendo tan público, ¿cómo podía seguir robando con ese estilo tan particular?
–Es que yo hacía lo contrario al resto de los ladrones. Cuando robaba lo hacía con mi cara a la vista: era cuando salía por ahí que me disfrazaba. La mayoría de los ladrones de bancos se cubre con una máscara o con una media cuando roban. Yo hacía al revés.
¿Puede contarme un robo standard?
–A las joyerías, por ejemplo, entraba muy producido. Llevaba un ramo de flores en una mano y la metra dentro del estuche del violín, en la otra. Preguntaba por algún collar con el cual acompañar el regalo floral. Mientras tanto, se abría la puerta y entraba mi compañero, que preguntaba por el dottore Dutre, el nombre que fuera, para ir chequeando cuánta gente había en el lugar. Yo miraba, y cuando todo estaba bajo control le hacía la seña. Él entonces sacaba la pistola y decía: “Esto es un asalto”. Lo divertido es que yo era tan poco sospechoso que más de una vez la empleada se me colgaba del cuello pensando que era de veras un cliente. Yo la tranquilizaba con un “Querida, es un minuto nada más”, mientras intentaba liberar mi cuello de sus manitas. Después le regalaba las flores, le hacía algún cumplido, agradecía a todos y nos íbamos. No son casuales los titulares de los diarios franceses: “Otro golpe del ladrón gentilhombre”.
¿Y ese robo tan comentado del concurso de Miss Italia?
–Ése fue en el ‘64. Se organizó una exposición de joyas junto con la elección de Miss Italia, el 4 de setiembre, me acuerdo todavía. Y fuimos ahí y robamos todo lo que las chicas tenían que desfilar.
¿Cómo manejaba la vuelta a su hogar cuando Yvonne no sabía aún de esas rapiñas?
–Al principio era un poco surrealista llegar exhausto después de un robo y ella en la puerta, que me hacía poner esos patines de lana para que no rayara el piso. Yo venía transpirado de escapar de la policía y ella con esas pantuflitas. Era una cosa de locos. Al final se terminó dando cuenta ella sola.
¿Es cierto que en varias oportunidades los bancos declaraban que les habían robado más de la cuenta?
–Eso era por el seguro, incluso nos hicieron pelear entre los de la banda. Cuando robábamos cien millones y los diarios decían doscientos, surgían sospechas: ¿alguno se quedó con algo? Mientras tanto, el banquero se salvaba con las compañías de seguros.
¿Cuál fue el robo más espectacular?
–El más desconcertante, diría yo: fuimos un mediodía a asaltar un banco, no muy lejos de donde estamos ahora. Entramos, desenfundamos y el cajero exclama: “¡Todavía acá! Se acaba de ir la policía, hicieron el inventario y todo”. Es que otra banda había robado el mismo banco esa mañana. No lo podíamos creer. Es que éramos tres bandas: la Lutring, la Cavallero (que fue la que se nos adelantó ese día) y la Tonella.
¿Y qué hay de las pieles?
–Una sola vez organizamos un gran golpe de pieles. Nuestro objetivo eran chinchillas y visones. Los aviones, por ese entonces, no eran muy seguros, así que estas pieles venían en barco y, al llegar a Génova o a Trieste, se las ponía en un depósito. Nosotros encontramos el sistema para desvalijar uno de estos lugares. Conseguimos un furgón para cargar unas diez mil pieles. Una vez con el camión lleno, nos fuimos a un descampado acontrolar si había algo para descartar. En el caos de cosas habíamos levantado también unas cajas que resultaron tener miles de zapatos dentro. En vez de tirarlas, se las regalamos así como estaban a la gente de mi barrio, porque en la posguerra había mucha miseria en Italia. Tiempo después de liquidar las pieles, pasé por el barrio, me bajé del Cadillac, entré al bar y pregunté: “Eh, muchachos, ¿qué tal los zapatos?”. Creyeron que me estaba burlando y casi me matan. Es que resultaron ser todos para el pie izquierdo: era un muestrario.
¿Cuán jugosos eran los botines?
–Los mejores. Lo gracioso es que nunca me encontraron una lira. Es ahí cuando la policía se encabrona conmigo. Algunos creen todavía hoy que tengo la plata escondida en alguna parte. Si supieran...
Resulta increíble que no le haya quedado nada.
–Triste, pero cierto. La plata se fue. Cuando eres buscado, tienes que pagarle a medio mundo. Cien de acá, doscientos de allá, a lo largo de tantos años... ¡Y no recuperaron ni un billete! Lo único que me sacaron fue el estuche del violín con la metra.
Sorprende verlo en fotos con Ciampi, el actual presidente italiano...
–Ah, eso fue cuando hice una donación en Navidad para ayudar a unos niños enfermos. Yo pienso que los niños y los ancianos son sagrados. El que viola a un chico es una persona indigna, con todas las mujeres que hay in giro... En la cárcel conocí a un tipo que enseñaba catecismo y terminó preso por aprovecharse de sus alumnos. Le di tantos palazos que seguramente le vio de cerca la cara a Jesús. ¿Querías un lazarino para hacer una misa? Aquí te doy yo una misa, fortachón.
¿En la cárcel descubrió su veta artística?
–Para la pintura, porque lo de escribir fue un pasatiempo. Y para la música no servía. Sí, empecé ahí, en la cárcel. Cuando me sacaban las acuarelas seguía pintando con dentífrico, azafrán, harina... No podía pintar al óleo porque no me daban aguarrás, por temor a que incendiase la celda, y porque en los óleos hay cadmio y con eso podría haberme suicidado. Allí pinté un Cristo con dentífrico, por ejemplo, que se encuentra en el Museo del Padre Pío en San Giovanni Rotondo.
¿Cuánto ganó por las películas que se filmaron basadas en sus libros?
–Los derechos de autor me fueron secuestrados para resarcir las partes lesionadas. ¿Sabías que al director de una de ellas, la de Alain Delon, lo conocí en la cárcel? Giusseppe Giovanni, se llamaba. Estábamos los dos presos. Hoy vivo en una casa que no es mía y no es una mansión, pago el alquiler, pero soy siempre moroso. Si tuviera una propiedad, me la confiscarían, porque la pregunta sería: “¿Con qué dinero la ha comprado?”. Yo sobrevivo, vendo alguno que otro cuadro, no rompo las pelotas, y ya no robo. Con la justicia tengo una terrible deuda todavía: es por eso que no quiero organizar muestras. Jamás vendo a través de galerías: me confiscarían las ganancias de inmediato.
¿Cómo lo agarraron? ¿Cómo fue que fracasó ese asalto?
–¡No fracasó ningún asalto! Fue el 1º de setiembre de 1965. Andábamos preparando un grosso lavoro para Navidad. Yo vivía en Francia porque en Italia era demasiado buscado. Robamos un auto para el golpe. Apenas anduvimos unas calles, notamos que no tenía nafta. Para nuestra desgracia, la estación de servicio donde desembocamos había sido robada tres o cuatro veces (eso lo supe después) y la policía estaba en la esquina pidiendo documentos. Cuando se nos acercaron, uno de los míos entró en pánico y se puso a correr. El chofer y yo pusimos en marcha el coche y rajamos. Los polis meten la sirena y nos siguen con el patrullero. ¡Todo fue tan rápido! Como no tuvimos tiempo de cargar nafta, el auto se nos paró a las pocas cuadras. Ahí mi socio levanta las manos y se entrega. Yo, que tenía la conciencia un poco más sucia, intenté escapar y empezaron los tiros. Me dieron siete balazos. La policía francesa de ese entonces parecía laGestapo, con esos sobretodos de cuero... En París estaban los famosos bloussones noires, esos con las cadenas, que tenían peor pinta que los ladrones...
¿Y entonces?
–Me faltaba el aire... Imagina correr hecho un colador. Como pude alcancé a parar otro coche y mira mi suerte: resultó ser un oficial de policía también. Pero levantó las manos y se corrió al otro asiento sin chistar. Mientras tanto llegaban otros uniformados, esos de la guardia municipal, y todos disparaban contra mí. Dicen que una mujer parió ahí mismo, del miedo, pero el bebe nació sano. En medio del caos le dieron a este hombre en la cabeza. Por suerte no murió hasta llegar al hospital porque empezaron a decir que yo le había disparado. Mis dos pistolas eran calibre nueve, pero la bala que lo hirió de muerte correspondía al calibre de los policías. El hombre era un polaco del servicio secreto, o algo por el estilo, creo que trabajaba para el servicio de documentación de la policía francesa. Un personaje enigmático... Era plena época de Guerra Fría. Para que no hubiera escándalo ocultaron su nombre; desapareció en el proceso. Sólo quedó el otro policía, el de Moulins, el que quedó paralizado.
Pero usted dijo que su regla era no lastimar a nadie...
–¡Ellos se pusieron a disparar primero! Una de esas balas me destruyó un riñón, tanto que después tuvieron que sacármelo. Y en el furgón que me llevaba a la central, me reventaron la cara a patadas, sacándome cuatro dientes, fracturándome la nariz y partiéndome en dos el labio. Llevo el bigote a la tártara para cubrir las cicatrices. Y además pagué con doce años de encierro. Déjame aclarar esto: cuando un golpe pintaba muy difícil, yo renunciaba. Mi regla era no herir a la policía porque ellos hacían su trabajo. Y no robaba oficinas postales, porque allí siempre había ancianos que iban a cobrar su pensión. En un asalto a un banco, una vez, me asusté con una viejita que parecía al borde del infarto. Estaba ahí que temblaba, con sus veinte mil liras en la mano que no sabía ni dónde esconderlas. Así que, cuando nos estábamos yendo, saqué un buen fajo de billetes de nuestra bolsa y le dije: “Nonna, tenga, no tiemble”. Al otro día leí en la tapa del diario: “Pensionada recupera parte del botín”. Yo sólo digo lo siguiente: si se hace una radiografía de mi caso, se podría decir que he traído contribuciones sociales. Porque para capturarme se necesitaron más policías y se crearon nuevos puestos de trabajo. Cuando yo rompía una vidriera, trabajaba el vidriero. Cuando violábamos una caja fuerte, daba trabajo al cerrajero. Hasta los abogados y las compañías de seguros trabajaban más gracias a mí, ¿sí o no? Era un ciclo positivo, al final. Nosotros, al damnificado, a aquel que robábamos, lo respetábamos. ¡Si era el que nos daba trabajo!
Volvamos al juicio.
–El Ministerio Público me acusaba de haberle disparado al agente. Cuando fue el proceso, el comisario que había arrestado a dos de mi banda aseguraba reconocerme e insistía en que había sido yo el que disparó al agente.. Pero me vio sólo treinta segundos el día del tiroteo y además yo ya no tenía esa cara... Después del hospital, donde recibí tantas transfusiones, estaba realmente irreconocible. Me dijeron que me habían hecho cerca de cien: yo digo que ahí habré recibido sangre de pintor. Por suerte, el presidente del tribunal desacreditó a aquel comisario como testigo. Y nunca se develó del todo qué pasó en aquel tiroteo.
En ese momento en Francia había pena de muerte.
–Hicieron de todo para darme la guillotina... Los diarios, más que nada, la pedían. Me acuerdo, cuando dio su parlamento el representante del Ministerio Público, dijo: “Señores, yo no quiero hacer de Lutring un chivo expiatorio, quiero ser indulgente”. Yo pensé que por suerte me había tocado un buen tipo, pero él siguió diciendo que pedía cadena perpetua. Miabogado saltó entonces de su banca y empezó a hablar. Después se retiró la corte y estuvieron dieciocho horas deliberando. Al final me condenaron a veinte años de trabajos forzados. Y mi abogado me abrazó todo emocionado: “Luciano, siamo andati bene!”. Bene un catzo, le dije furioso. Pero él me aconsejó que durmiera bien y al día siguiente vendría a la cárcel a explicarme por qué nos había ido bien: con la perpetua, no se podía pedir “la gracia”. Además, por ser extranjero, a los diez años podía pedir que me transfirieran a Italia. Al final hice cinco años de cárcel y tres de trabajos forzados y después vine a Italia para ser procesado.
¿Pasó mucho tiempo en el manicomio?
–Eso fue para beneficiarme con el artículo 64, para conseguir una reducción de la pena. Pasé tres meses en un manicomio francés, diciendo que veía gallinas por todos lados. Pero el error fue haber escrito las novelas antes: no me creyó nadie. (La versión oficial dice que fue al manicomio por tentativa de suicidio, después de ingerir 54 comprimidos de Gardenal porque no querían extraditarlo a Italia.)
La suya fue una de las primeras extradiciones entre Italia y Francia.
–Pero no la primera. Tuve que esperar y esperar. Me llevaron hasta la frontera donde me recibió la policía italiana. Iba más escoltado que un presidente. En el trayecto de Ventimiglia a Milán, le dije al mayor: “Señor, si quiere que prosigamos nuestro viaje tranquilos, quiero un plato de pasta, o terminamos todos en el manicomio de Génova”. Así que paramos en una trattoria y comimos todos. Me sacaron las esposas de las manos para comer, pero me esposaron el pie a la pata de la mesa. Yo pagué la cuenta de todos. Es que tenía algo de plata de la cárcel de Francia. Hay tanta diferencia entre las cárceles francesas e italianas... Justamente hace poco di un reportaje a una revista sobre la ineficacia del sistema carcelario italiano. Porque los presos en Francia trabajan y acá no hacen nada. Yo trabajé casi cuatro años y me vine de Francia con dieciocho millones de liras. Tenía un sueldo: la mitad me lo confiscaba el Ministerio de Justicia para el mantenimiento carcelario; otro poco me daban para comprar cigarrillos, papel higiénico, pasta de dientes, y lo demás iba directo a una cosa que se llama el “fondo de liberación”. Así, el detenido sale con algún apoyo, al menos plata para recomenzar. En cambio, los italianos cuando salen no tienen ni para llegar a la casa, si es que tienen casa. Están obligados a robar al día siguiente.
¿Qué pasó con esa invitación que le hicieron de Estados Unidos?
–Fue en 1977. Yo debía ir porque la Academia de Missouri quería entregarme un premio por méritos artísticos. Pero la embajada norteamericana no quiso darme la visa turística. No me dejaban entrar porque decían que yo estaba “afiliado a los gangsters internacionales”.
¿Cómo fue el regreso al hogar, después de salir de prisión?
–Yvonne me esperó sólo un poquito. Cuando salí de prisión fui a buscarla. Toqué el timbre y me abrió un desconocido. “¿Usted quién es?”, pregunta el fulano. “Yo soy Lutring, ¿y usted?”. Y ahí él, todo agitado, preguntó: “¿Se escapó?”. “No, fui graciado”, dije yo, “¿acaso no escucha la radio y la televisión?”. Y ahí apareció ella, divina, y tampoco me creía, o estaba shockeada. Yvonne se sentía culpable por mi condena, pensaba que yo robaba por ella. Una vez estuvo seis meses presa por complicidad y nunca abrió la boca. Por eso me hice este tatuaje (entre los siete, herraduras y dados que le cubren los brazos, hay un inmenso corazón azul con una Y roja en el centro).
¿Se puede asaltar un banco hoy día?
–No sé cómo harán los expertos. Para mí, es imposible salir.
¿Qué siente cuando entra en alguno?
–Cada tanto voy a pagar cuentas. Pero ya no es lo mismo. Los avances empezaron en Francia, en mi época. Los últimos tiempos ya empezó a resultarnos difícil asaltar bancos. De mis tres últimos golpes conseguísólo dos millones en cada uno (unos mil dólares actuales). ¿Sabes lo hacían estos franceses? Cuando había un robo no apretaban la alarma para llamar a la policía, sino un pedal que hacía girar la caja: entonces, la plata caía en un saco abajo y sólo quedaban dos millones a la vista. Los empleados decían que el furgón acababa de pasar y que sólo quedaba eso. Luego de tres asaltos seguidos en que nos pasó eso, yo me dije: “Acá hay algo que no funciona”. Desde entonces nos dedicamos exclusivamente a las joyerías.
¿Qué fue de Yvonne?
–Murió poco después de mi liberación. Mis amigos vinieron a decírmelo. Yo soy muy húngaro con respecto de la muerte: la muerte para mí no existe, no quiero ver el muerto. A mí se me murió un hijo, Mirko. Murió electrocutado, un accidente. Fue en enero de 1991, justo abajo de mi casa. Yo fui a Milán a entregar un par de cuadros. Alguno había tirado un cable de alta tensión; Mirko pasó por ahí en bicicleta. Iba con sus amigos, era el primero de la fila y recibió una descarga de 15 mil voltios. Tenía doce años. Y no quise verlo. Me quedé con otra imagen. El dolor es tan fuerte, la muerte de un hijo... durante un año le puse el plato en la mesa, como si estuviera ahí. Fue un período negro, no vendía un cuadro, pasaba las noches en la cocina tomando, a veces sentía que se me sentaba al lado, me agarraba la mano y me miraba directo a los ojos sin decir una palabra. Todavía hoy, a veces, cuando pinto de noche, veo su foto y le pregunto si le gusta cómo va el cuadro.

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