Confesiones
de una máscara
A
punto de convertirse en Próspero para el estreno de La tempestad
en el Teatro San Martín (dirigido por el catalán Lluís
Pasqual) y todavía
con el recuerdo fresco de su tour de force televisivo en Vulnerables,
el gran Alfredo Alcón confiesa a Radar cómo fue su infancia
bandoleresca en Liniers, qué significó ser
el menor de todos en el Conservatorio de Arte Dramático y cuál
es el secreto a la hora de hacer Shakespeare. Señoras y señores,
a disfrutarlo.
POR
CLAUDIO ZEIGER
Algunas
de las más sabrosas anécdotas de la infancia y la adolescencia
que cuenta Alfredo Alcón tienen sabor a novela de iniciación.
Un poco de vida bandoleresca y otro poco de leer a escondidas ciertos
libros prohibidos, o por lo menos no muy recomendables para los niños.
La novela de iniciación de Alcón tiene el sello de ese
mundo, ya lejano pero nunca disuelto del todo, de las ficciones de Roberto
Arlt: un Buenos Aires vivido en los umbrales sociales y geográficos
de la gran ciudad. Nacido en esa tierra de frontera que es Liniers,
Alcón pasó la infancia casi sobre la General Paz, entre
Liniers y Ciudadela. Su padre murió cuando él era muy
chico; su madre era obrera en una fábrica de medias. Vivían
en el límite social de esa clase media de trabajo que hoy es
una entelequia. Apretados pero bien, como recuerda el actor.
Además tenía un padrino que era gerente en un hotel español
del Centro, un hombre que había visto de cerca a García
Lorca y que coleccionaba libros con tesón. Ese padrino le decía
al ahijado: Tenés que estudiar, no seas melón.
TARDES
DE LLUVIA EN LINIERS
Alcón, que ha encarnado personajes de Arlt en el cine (fue ni
más ni menos que Erdosain en Los siete locos, bajo la dirección
de Leopoldo Torre Nilsson), se inició en los placeres y tentaciones
de la lectura a la manera del robo a la biblioteca consignado en El
juguete rabioso. Pero, sonriendo, pide que se aclare que, a diferencia
de Silvio Astier y sus secuaces, él tuvo la delicadeza de devolver
todos los libros que se llevó. Era una cuestión familiar,
al fin y al cabo. Mi padrino tenía una biblioteca muy grande,
y me prestaba muchos libros, pero obviamente los seleccionaba como para
un chico. Así que, en invierno porque era algo que no podía
hacer en el verano, yo iba con el abrigo y me guardaba todos los
libros que podía adentro del sobretodo. Recién cuando
llegaba a casa verificaba el botín, y así fue como, a
los diez, once años, había leído Así hablaba
Zaratustra de Nietzsche, y tenía un flor de malambo en la cabeza.
Mi mamá había llegado a leer unas pocas hojas del libro
y por poco me quería llevar a que me exorcizaran. También
leí a Shakespeare. La primera vez que me metí en Ricardo
III tenía once años. Me acuerdo como si fuera hoy que,
cuando iba a buscar a mis amigos del barrio los días de lluvia,
como no podíamos salir a jugar a la pelota, nos quedábamos
en la cocina de la casa de alguno. Y una de esas tardes les propuse
leer algo. Había llevado un libro que todavía no le había
devuelto a mi padrino. Y les leí algunos diálogos de Ricardo
III. Tan mal no anduvo la cosa porque después eran ellos los
que me pedían que les leyera. Entonces ponía voz de malo
cuando me parecía que el personaje era malo, y voz de bueno cuando
me parecía que el tipo era bueno. Con el tiempo me di cuenta
de que las cosas eran más matizadas en la vida: un malo puede
tener voz de bueno, y los buenos pueden no ser tanto.
Todavía estaba muy lejos el teatro, o sea, a la idea de asociar
esas lecturas de la biblioteca del padrino a la cuestión de ser
o no ser un actor. Shakespeare era, en el fondo, alguien que debía
ser importante porque mi padrino lo tenía en la biblioteca. Había
algo tan truculento, tantas aventuras en eso que leía, que no
podía dejar de engancharme. La primera gran novela que
recuerda haber leído entera más importante aún,
el primer libro que le produjo una auténtica sensación
de espanto era de un autor que resultaba crucial para Arlt: Crimen
y castigo, de Dostoievski. Venía leyendo en el tren, ya
estaba oscuro, y justo arribamos a Liniers cuando Raskolnikov está
empezando a matar a la vieja. Me tenía que bajar ya pero me parecía
que, si cerraba el libro en ese momento, Raskolnikov iba a seguir a
los hachazos. Sentí que tenía que pasar esa hoja, conjurar
ese crimen de algún modo, así que me bajé corriendo
y, en el primer kiosquito en el que había una lámpara,
me paré debajo para seguir leyendo hasta que pasara ese momento
terrible.
EL
ASCENSOR
Otro recuerdo infantil que trae a cuento Alcón durante esta entrevista
es uno de esos momentos que, recortados de la memoria en forma nítida,
podrían ser trasladados a una pantalla de cine sin necesidad
de agregarle un mínimo gesto para dramatizarlo. Mi madre
había quedado viuda y trabajaba en una fábrica. Yo me
quedaba con mis abuelos, que eran los que me cuidaban en esas horas
de ausencia. Ya lo dije: éramos pobres, pero de una pobreza normal.
Al lado de mi casa había una casa de altos, o sea que tenían
una escalera que comunicaba los dos pisos. Una vez que entré,
porque me había hecho amigo de la hija de los dueños de
casa, me pareció un mundo aparte, aunque no debería ser
tanta la diferencia social, al fin y al cabo. Pero fue un anticipo de
otra vez que sí sentí esa brecha enorme entre pobres y
ricos: cuando mi madre me llevó a una casa que sí era
de la aristocracia. Habíamos ido a pedir algo: trabajo o una
recomendación para un trabajo, una situación de ese tipo.
Bueno, yo me topé con una escalera en madera tallada, imponente,
pero lo más sorprendente es que al lado de la escalera había
un ascensor. Que una casa de familia tuviera ascensor me pareció
lo más inverosímil que había visto en la vida.
¡Hay que tener un ascensor en la casa! Tanto me habrá impactado
que, un día que estaba solo en mi casa y tocaron el timbre (era
un tipo que venía a vender o pedir algo, y me dijo ¿no
está tu mamá, nene?), no tuve mejor idea que decirle:
No, está en el ascensor. El tipo me miró con una cara
que todavía hoy tengo delante de los ojos.
GRANOS
EN LA CARA
Ya han pasado algunos años y al adolescente Alfredo le va muy
mal en el secundario. Él dice que era un mal alumno, no tanto
por indisciplinado sino por mal de ausencia. Era muy distraído,
estaba siempre en otra parte, dice. Cursaba el industrial y las
materias técnicas le interesaban poco y nada. El abuelo lo ayudaba
con los trabajos manuales, pero no alcanzaba. El alumno faltaba muy
seguido y, si seguía así, lo iban a echar en cualquier
momento. Me mandaron al industrial porque pensaban que era un
estudio seguro, que me iba a dar un porvenir. Tenían razón
en parte, porque había que hacerse un futuro, pero yo no podía
sobrellevar el industrial. Mi madre se enteró un día de
que existía una escuela de teatro que era gratis (eso era muy
importante, un dato decisivo) y se me apareció una tarde con
un numerito: era el número de inscripción para dar el
examen de ingreso. Poco después entré en el Conservatorio
de Arte Dramático.
Alcón era muy chico, excesivamente chico, cuando entró
a ese lugar que, en el recuerdo de los actores que pasaron por sus aulas
en los tiempos más gloriosos (cuando enseñaban tipos como
Cunill Cabanellas), se agiganta hasta el paroxismo. Alcón lo
recuerda de un modo más sencillo: como una mezcla de escuela
secundaria, chicos revoltosos y profesores raros, nada solemnes, profundamente
bohemios. Él apenas tenía catorce años, la edad
mínima permitida para que un alumno se incorporara al Conservatorio:
era el más chico de todos sus compañeros y, lo más
grave, de todas sus compañeras. Las chicas no querían
ni subir a hacer los ejercicios escénicos conmigo, porque yo
me tentaba enseguida. Era el más chico y estaba más lleno
de granos que todos los otros. Una vez, un profesor llamado Pablo Aschiardi
estaba leyendo una obra y yo, vaya a saber por qué, me reí.
Entonces, el tipo me dijo que estaba en la Argentina un profesor sueco
especialista en adolescentes retardados: ¿Por qué no va?,
me sugirió, delante de todos. Pero la verdad es que tuve profesores
de lujo, desde Vicente Fatone a Alfredo De la Guardia, que era un gran
crítico literario de la época. Él daba clases de
Historia del Teatro, y para nosotros era simplemente un viejo que estaba
siempre resfriado. Su pasión era Ibsen, pero nadie lo escuchaba:
la clase era un murmullo continuo y nosotros de vez en cuando tomábamos
algún apunte para disimular porque entendíamos poco y
nada de lo que él hablaba. Pero de pronto, en una clase que dio
sobre Ibsen, yo lo miré y vi, por primera vez, lo que era un
tipo ardiendo: tenía las orejas coloradísimas y la voz
ya no era la de un viejo. Me acuerdo que me di vuelta y les señalé
a los otros pibes, para que miraran. Y nos quedamos todos admirados,
porque estaba hablando de su pasión sin importarle que nadie
lo estuviera escuchando. De Fatone, en cambio, recuerdo que nos llevaba
a la casa y nos prestaba sus libros, contra toda la idea de solemnidad
que pueda tenerse del Conservatorio. Casi todos los profesores eran
tipos profundamente informales. En ese momento yo no supe aprovechar
todas las semillas que me tiraba esa gente, o el mismo Cunill Cabanellas,
que era un hombre apasionado y de gran sentido del humor. Ya lo dije:
en esa época yo estaba profundamente distraído. Pero lo
poco que captaba me gustaba mucho. No es que ellos pensaran que de allí
iban a salir actores. Creo que se conformaban con que salieran muchachos
y chicas de bien. Pero el efecto, en muchos de nosotros, era una especie
de deslumbramiento por todo eso que pasaba en la Escuela, aunque a la
vez lo veíamos tan alto y lejano como el Himalaya.
UNA
CONMOCIóN
En la misma época en que estaba en el Conservatorio, recuerda
Alcón, el único lugar al que dejaban entrar gratis a los
alumnos con sólo mostrar el carnet de estudiante era el Teatro
Argentino, por entonces reinado absoluto de Margarita Xirgu, una de
las grandes actrices españolas que habían llegado a la
Argentina huyendo del franquismo.
Fue la primera vez que la vi. Ella había dicho que no iba
a volver a España hasta que no se fuera Franco, y de hecho no
volvió, aunque se lo ofrecieron. La fui a ver cuando hacía
Bodas de sangre. Hay que tener en cuenta que ella tenía un estilo
totalmente alejado del naturalismo, y provocaba tanta adhesión
como rechazos..., había gente que no la soportaba. Pero yo aprendí
que ésa es una de las cualidades de los más grandes actores:
provocar esos enojos y esos amores terribles. Muy pocos lo consiguen.
Fue otra mujer, sin embargo, aquella a la que Alcón le adjudica
la responsabilidad de decidirse a dedicar su vida a la actuación.
Mis abuelos me habían llevado al teatro a ver a una bailarina
andaluza que se llamaba Carmen Amaya. Era baile gitano, y ella tenía
una fuerza en las manos, en los pies..., como si pusieras los dedos
en el enchufe. Daba miedo verla. Recuerdo que estábamos en un
palco y a mí se me dio por mirar hacia abajo: entonces vi que
a la gente sentada en la platea parecía que la hubiera agarrado
un viento muy fuerte. Tenían un gesto de espanto en la cara...
Porque, bueno, Carmen Amaya no era alguien como para ir al teatro a
hacer la digestión. Me atrapó literalmente ese estado
de concentración tremenda en el que estaban ella y el público.
Pensé que estaba pasando algo muy especial, una suerte de conmoción,
y que eso era exactamente lo que yo quería lograr con la actuación:
producir conmociones. Después te das cuenta de que eso sucede
muy pocas veces, pero en fin... Si, aunque sea en una función,
una sola función, no sentís que vos, el autor, el público
y tus compañeros estamos todos respirando de la misma manera,
si no te pasa eso aunque más no sea de vez en cuando, ésta
es una profesión de mierda. Cuando parece que ya no hay
más posibilidades de ir hacia atrás buscando cerrar el
círculo de la formación artística de este gigante,
un último recuerdo de infancia increíblemente remoto viene
a decirnos que el teatro estaba allí, agazapado, desde siempre.
Alcón no tiene más de seis años y está con
su madre en un teatro, una sala chica, viendo una obra de la que no
recuerda absolutamente nada. Apenas se recuerda en la primera fila,
bastante fastidiado. Se ve que yo me movería mucho, o haría
ruido, no sé muy bien. Lo que me quedó grabado es que,
desde el escenario, una señora me miró. Y yo recuerdo
perfectamente de lo asombradísimo que quedé porque ella,
que estaba en el escenario, pudiera mirarme ni más ni menos como
si fuera una persona.
LA
LUNA CON GATILLO
Otra versión posible de la formación de Alfredo Alcón
es la de un artista que, merodeando siempre por los bordes de una cultura
socialista (de una izquierda cultural adquirida en el teatro independiente,
mamada de los actores españoles antifranquistas y la poesía
y el teatro de García Lorca), terminó erigido en uno de
los ídolos del público que lo premia por haber seguido
un derrotero coherente, y por haber llegado, desde abajo, a la cima
del teatro. Es decir, Alcón como uno de los pocos que puede entrar
y salir de la televisión sin contaminarse de superficialidad.
Yo no sabía si era de izquierda, pero sí quería
que haya justicia, que los seres humanos estén más cerca
unos de otros, si eso es ser de izquierda, sí lo era. Pero no
me dije un día Voy a ser de izquierda, ni tuve una militancia
determinada en un partido. Nunca me afilié a ninguno. Cuando
hacía recitales de poesía, seleccionaba poemas de Raúl
González Tuñón o de Juan Gelman, porque me gustaba
el pensamiento que había en esos poemas. Me daba un poco de miedo
la idea de La luna con gatillo, eso de que hay que fusilar al mundo
con la luna, pero al mismo tiempo era muy atractivo recitar algo así.
Siempre creí que no es lo mismo cómo busca la justicia
un poeta que un político.
¿UN
CLáSICO YO?
Tantos años después (tantas veces en las que debió
de haber sido él quien miraba a las nuevas generaciones de espectadores
desde el escenario), Alcón está a punto de salir a escena
para interpretar un Shakespeare muy poco frecuentado en Argentina, La
tempestad. Una vez más se pondrá bajo la dirección
del catalán Lluís Pasqual, un director que desarrolló
una fuerte relación con la Argentina precisamente desde que conoció
a Alfredo Alcón. Con él, Pasqual montó La vida
del rey Eduardo II de Inglaterra (de Marlowe-Brecht) en 1984. Volvió
a dirigirlo en la celebrada Los caminos de Federico, en el estreno mundial
de El público de García Lorca en el Teatro Studio de Milán
y finalmente en 1996, en Haciendo Lorca. Antes de sumergirse en los
ensayos de La tempestad, Alcón venía de producir un raro
fenómeno televisivo, como fue su presencia arrasadora en Vulnerables,
en la piel de un viejo petitero, jugador y psicopatón, don Leopoldo
Albarracín, que les puso los pelos de punta a sus compañeros
del grupo de terapia, al terapeuta y desde luego a los televidentes.
Cuando yo veía Vulnerables, me salían
unos terribles colmillos de envidia hacia todos los que trabajaban allí.
Empezando por Jorge Marrale, que es un actor exquisito al que había
visto más en el teatro. Alfredo Casero es delirante, tiene una
intensidad enorme. Soledad Villamil, en Francia, tendría trabajos
de sobra para elegir, porque tiene una dimensión física
increíble; lo mismo pasa con Inés Estévez, que
es una actriz muy interesante. ¡Y el nene! Yo me fijaba, cuando
recibía el guión, si tenía una escena con Nicolás
Cabré, porque es muy intenso ese chico: te devuelve una fuerza
increíble. Y, además de todo eso, los libretos, tan diferentes
al resto de lo que hay en TV, y una dirección de cámaras
que busca el gesto pequeño, que va contando la escena a partir
de lo que capta en detalle. No digo estas cosas de humilde ni de bueno:
lo digo simplemente porque es así. Porque en cierto modo me daba
miedo entrar a un grupo de actores que ya venían con sus códigos.
Pero ellos me ayudaron muchísimo. A los veinte minutos ya me
sentí integrado.
Lo cierto es que Leopoldo Albarracín no pudo seguir entre las
huestes de los Vulnerables porque ya estaba decidido el
regreso de Alcón a las tablas, a instancias de una producción
del Teatro San Martín, un lugar con el que Alcón guarda
una relación entrañable desde aquel Hamlet de 1980. Alcón
nunca ha insistido lo suficiente cree él en que no
fue su culpa que le hayan colgado el sambenito de ser El Actor shakespeareano
argentino. Suele recordar, con una rara forma del orgullo, que no son
tantos los Shakespeare que hubo en su carrera: el Hamlet de 1980 y el
Ricardo III de 1997 dirigido por Agustín Alezzo. Por otra parte,
no tiene ninguna gana de ponerse a hablar de La tempestad. Porque está
en el peor momento posible para hacerlo, argumenta: ahogado en la marea
de los ensayos, en esos días previos en que el actor entra en
un estado que resolverá de un modo o de otro recién
en el momento del estreno. Mientras tanto, dice, es poco y nada lo que
puede decir de su trabajo. Un actor no tiene por qué reflexionar
tanto, murmura. Un minuto después, sin embargo, está
de nuevo lanzado: En realidad, no hace falta ser nada inteligente
para un actor. En la época de la Lola Membrives, contaban de
una actriz española que se llamaba Ana Adamuz, que no sabía
leer ni escribir. Había una señora que le leía
los textos hasta que ella se los aprendía de memoria. Una vez,
al terminar una obra, entraron los amigos al camarín, y todos
le decían que había estado estupenda, aunque señalaban
reparos a la obra, que al parecer no era muy buena. Y ella, para consolarlos,
dijo: Bueno, ya lo dice el autor en el final de la obra: la comedia
es finita. En realidad, la obra terminaba como corresponde (la clásica
frase la commedia è finita), pero seguramente esta actriz lo
decía maravillosamente bien y eso era lo único importante.
EJERCICIOS
DE HUMILLACIóN
A pesar de su imposibilidad de hablar de la obra que está ensayando
febrilmente, Alcón deja caer una apreciación (Yo
veo La tempestad como un cuento mágico, muy sutil, sin el peso
de las grandes tragedias aunque tenga momentos altamente dramáticos,
porque tiene un lenguaje muy líquido) y esboza una convicción
personal de por qué Shakespeare sigue siendo lo que es: Nunca
nadie lo hace tan bien como habría que hacerlo. Por eso sigue,
por eso nunca está terminado. Hacer Shakespeare es como un ejercicio
de humillación. Hay, ya en el final de la entrevista, un
regalito que se reproduce con expresa autorización de Alcón
a modo de despedida. Un chiste shakespeareano que él contó
así: una vez, en un congreso, un director que era un verdadero
especialista en Shakespeare, hace su disertación sobre Hamlet.
Al final, le preguntan si creía que Hamlet y Ofelia habían
tenido relaciones sexuales. A lo cual, el experto contestó: En
mi compañía, siempre.
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