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El retorno del hijo pródigo

 

La llegada de Orson Welles a Hollywood fue celebrada como el advenimiento de un genio que reformularía el cine. Las expectativas no fueron defraudadas, pero la relación entre cineasta y estudios resultó catastrófica. Welles se autoexilió en Europa, amargado por la mutilación de dos de sus obras maestras: Soberbia y Sed de mal. Ésta es la historia de esa desigual batalla, cuyo desenlace fue finalmente benigno con Orson: a partir de un memorándum que el director envió a los jefes de la Universal, el crítico Jonathan Rosenbaum logró restaurar la versión original de Sed de mal, y esta semana estará en Buenos Aires, presentándola él mismo, dentro del ciclo �Sed de cine� que la Fipresci ofrecerá en el Cosmos.

Por Horacio Bernades

¿Vuelve Welles? El último deseo del viejo Orson, antes de su muerte en 1985, fue ser enterrado en su amada España. Más precisamente en los alrededores de Ronda (Andalucía), en casa de su amigo, el torero Antonio Ordóñez. Pero junto con la última palada de tierra se puso en funcionamiento la ceremonia inversa, hoy en plena expansión: la exhumación de su figura y, sobre todo, de su obra. Teniendo en cuenta que esa obra es una larga sucesión de esfuerzos quiméricos, casi siempre desmesurados, a veces llegados a buen puerto y otras inconclusos, había mucha tela para cortar en ese terreno. Más que tela, una enrevesada trama hecha de fragmentos que, en muchos casos, no pegan unos con otros.
Como en una fábula wellesiana, como en la propia ficción de El ciudadano o cualquier otra de sus películas, quien intente retomar ese hilo corre alto riesgo de perderse en la maraña. Pero el premio es alto: la posibilidad lisa y llana de exhumar el Welles perdido. Desde comienzos de la década pasada comenzaron a aparecer versiones restauradas, copias recuperadas, guiones no filmados. Partes de un rompecabezas gigantesco. De esas “puestas a limpio”, una de las más importantes es la versión definitiva de Sed de mal (Touch of Evil), que en 1958 se había estrenado mutilada por sus productores y que recién a comienzos de los 90 comenzó a tomar la forma que siempre debió haber tenido.

CIUDADANO ROSENBAUM Todo comenzó con el hallazgo de un memorándum de puño y letra de Welles, que es algo así como el Rosebud de esta historia. De 58 páginas en total, detallista hasta la exasperación, ese memorándum había sido el último recurso de Welles para frenar la atrocidad que estaba por cometerse. No lo logró, y la película se estrenó con el corte final de la Universal, en versión drásticamente reducida, que incluía sonorizaciones incrustadas, escenas intercaladas y pasajes cortados. Se trataba, literalmente, del Touch of Evil de la Universal.
Fue Jonathan Rosenbaum, un experto en la obra de Welles cuya labor crítica es admirada hasta por Jean-Luc Godard (basta citar su monumental libro de entrevistas This is Orson Welles, publicado en castellano, en sospechosa traducción y peor corrección, con el título Ciudadano Welles), quien, a la manera de un detective de novela negra, dio con el memorándum y lo hizo conocer, publicando buena parte de él en la revista Film Comment (ver aparte). Corría 1991. Decididos a expiar los pecados de sus mayores, los ejecutivos de la Universal accedieron a encarar la tarea de restauración. En un hecho atípico, encargaron al propio Rosenbaum que se pusiera al frente. Éste acudió al extraordinario Walter Murch (montajista y sonidista de La conversación y Apocalypse Now) para que lo ayudara en la titánica tarea. A diferencia de la mayor parte de los films de Welles, la quimera concluyó felizmente. Estrenada en el Film Forum de Nueva York en octubre de 1998 y presentada durante el último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la versión restaurada de Sed de mal conocerá, mañana, su preestreno oficial en Argentina.
El acontecimiento tendrá lugar en la sala del cine Cosmos, y contará con la presencia del propio Rosenbaum, quien luego de la proyección dará una conferencia en la que explicará al detalle el proceso completo de recuperación. Sin duda uno de los máximos referentes de la crítica contemporánea, la visita de Rosenbaum es el eje de un ciclo de exhibiciones y conferencias organizado por la filial local de Fipresci (asociación que agrupa a los críticos de cine del mundo entero). Con el nombre de “Sed de cine”, el ciclo se desarrollará desde mañana hasta el miércoles 27 en la sala del Cosmos, e incluirá otros dos preestrenos. Entre ellos, El viento nos llevará, el film más reciente del iraní Abbas Kiarostami, sobre quien el crítico estadounidense prepara actualmente un libro. Jonathan Rosenbaum escribe regularmente en el Chicago Reader y suele colaborar con las más prestigiosas publicaciones especializadas,desde Sight and Sound hasta la mítica Cahiers du Cinéma. En tres conferencias sucesivas, el visitante expondrá sus ideas sobre Welles, Kiarostami y el cine de la periferia.

UN MATRIMONIO MAL AVENIDO En verdad, lo que ocurrió con Sed de mal en 1958 no tuvo nada de sorprendente. Jamás hubo matrimonio peor avenido en la historia del cine que el de Orson Welles y Hollywood. El enlace se inició con los mejores augurios en 1940. Orson, por entonces un joven genio llegado de la radio, recibió carta blanca de la productora RKO para concebir, planear y ejecutar su desembarco cinematográfico. Éste llevaría el nombre de Citizen Kane. Era el principio, pero también el final de ese paraíso.
Modelada tal vez en el espejo del matrimonio entre Charles Foster Kane y su esposa Emily, la relación entre Welles y Hollywood fue una larga serie de disputas, desencuentros y mutuo recelo. Ese infierno no tardó en dibujar un primer círculo descendente, cuando Welles completó, dos años más tarde, la que consideraba una película muy superior a El ciudadano. Se trataba de The Magnificent Ambersons, basada en la novela homónima de Booth Tarkington y filmada para la RKO. Como haría reiteradamente de allí en más, en cuanto terminó de filmar dejó precisas instrucciones para su montaje y partió al extranjero. En este caso hacia América latina, donde pretendía conciliar sus propios deseos de filmar un documental sobre los países de la región, con un encargo específico del Departamento de Estado, que le había sido transmitido por el mismísimo Nelson Rockefeller.

EMBAJADOR WELLES Eran tiempos de guerra, y el gobierno de Roosevelt temía que los países latinoamericanos se alinearan con el Eje. Como parte de la política de “buena vecindad”, la Oficina de Asuntos Interamericanos envió a Welles a Río de Janeiro, para filmar el carnaval carioca y estrechar vínculos. Como si el mismísimo general Susvín hubiera metido la cola, el viaje culminaría con un doble unhappy end. Welles no quería filmar un mero documental turístico y terminó embarcándose en la reconstrucción de un hecho real que lo fascinó por completo: cuatro humildes jangadeiros habían emprendido una verdadera odisea a bordo de una endeble balsita, recorriendo la distancia que va desde Fortaleza hasta Río. Su objetivo: protestar ante el gobierno de Getulio Vargas, por sus precarias condiciones de vida.
Al enterarse de que el proyecto había virado de lo carnavalesco al testimonio social, el gobierno brasileño hizo tronar su disconformidad ante el Departamento de Estado. Éste llamó a Welles de vuelta a casa dejando la película inconclusa (se completaría medio siglo más tarde, con el título It’s All True). En Hollywood, lo esperaba una noticia todavía peor: en su ausencia, la RKO se había apropiado de The Magnificent Ambersons, que en los países hispanohablantes se estrenaría más tarde con el título de Soberbia. Cuando aterrizó en Hollywood, Welles se encontró con que “su” película ya se había estrenado ... con cuarenta y cinco minutos menos y un desarrollo enteramente distinto del que él imaginó.
Muchos sostienen que en las mesas de montaje de la RKO quedó el cadáver de la que pudo haber sido “la” obra maestra de Welles, más aún que El ciudadano. Por su parte, el joven Orson había recibido una doble lección: nunca más pensaría que una película filmada en Ho-llywood podría ser suya.

SHANGHAI, EUROPA De allí en más, todo es una infinita repetición de lo mismo. Tras la relativa tranquilidad de El extraño, film de 1946 en el que Welles cumplió, obediente, con los preceptos de linealidad y transparencia impuestos por el sistema hollywoodense, el genio volvió a la carga y La Meca volvió a castigarlo. A los ejecutivos de la Columbia no les gustaron nada los meandros narrativos de La dama de Shanghai (1947). Como consecuencia, de los 155 minutos de la versión terminada dejaron sólo 85, los mismos que se conocen hasta el día de hoy. Como ya había ocurrido con Soberbia, y seguramente porque el genio termina filtrándose entre los despojos, La dama de Shanghai sigue siendo, aun mutilada, una joya única.
Welles decidió demostrar entonces, de una vez y para siempre, que no era ese sujeto incontrolable que todo Hollywood rumoreaba. Filmó Macbeth en tiempo record (23 días, algo así como un tercio del rodaje standard por entonces) ateniéndose a un presupuesto ínfimo, más bajo incluso que la estimación inicial. Convencido de que había cumplido de sobra con el objetivo de “lavar su imagen”, Orson volvió a cometer el mismo error que ya había pagado carísimo: voló a Europa para ocuparse de próximos proyectos, dejando el montaje de Macbeth a medio terminar. Peor aún: cuando la Republic le envió un montajista a Roma, a Orson no se le ocurrió mejor idea que ponerlo a trabajar en una de esas películas frecuentemente vergonzosas que, de allí en más, filmaría para terceros, buscando financiación para sus propios proyectos. El cuento termina con el montajista volviendo a Los Angeles, casi medio año más tarde... con Macbeth sin terminar aún.

OTELO EN LA VALIJA Desayunado sobre su condición de paria, Welles decidió no volver a Hollywood, haciendo de ese autoexilio un modo de vida. A lo largo de una década se lo vio desplazarse por toda Europa. Era difícil que pasara inadvertido: entre toros y corridas, entre chiantis y paellas, malbarataba la cara, el vozarrón y ese fraseo nítido e inconfundible en esas horribles coproducciones que por entonces se hacían a carradas en Europa, aprovechando el dólar barato. Orson hacía lo suyo, cobraba y volvía a fugar hacia los complicados proyectos propios, buscando financiamiento dónde y cómo fuera. Empezó, por ejemplo, su soñada Otelo en Roma, la siguió a lo largo de todo Marruecos, la paseó luego por París, Frankfurt y Hamburgo y la terminó en Venecia. Entre una ciudad y otra, se le fueron cinco años y todos sus ahorros. En Estados Unidos lo esperaba el Tío Sam para cobrarle todos sus impuestos atrasados. Actores y técnicos se le iban del rodaje, hastiados por promesas de pago incumplidas y rodajes infinitamente inconclusos. Parece milagroso que la película se haya completado: con dos Yagos y tres Desdémonas distintas, un plano filmado en Marruecos y el contraplano correspondiente en la Toscana, con actores doblados por el propio Welles y media docena de directores a cargo de la fotografía.
De nacionalidad marroquí, el film cuyo rodaje se había iniciado en 1947 terminó estrenándose en el Festival de Cannes en 1952. Se llevó la Palma, por supuesto. Pero, se sabe, las odiseas wellesianas no tenían fin. Otelo se estrenó en un par de ciudades estadounidenses recién tres años más tarde, con ínfima repercusión. No sólo eso: las copias desaparecieron. Cuarenta años más tarde, su hija, Beatrice Welles-Smith, dio con los negativos originales en un galpón de Nueva Jersey. La restauró y la reestrenó, en 1992.

GRACIAS, MOISÉS Luego de la increíble Mr. Arkadin (o Raíces en el fango, 1955), uno de sus films más laberínticos, Welles dio por concluido el exilio europeo y se dispuso a intentarlo de nuevo en Hollywood. Habían pasado diez años y Orson seguía añorando ese “tren eléctrico” que para él eran los estudios holly-woodenses, con sus maravillosas grúas y operadores a los que consideraba insuperables. La posibilidad se la dio un admirador insospechable, así como una circunstancia totalmente fortuita.
Fue un western del montón, Man in the Shadow, el que le permitió volver a Hollywood. El protagonista era Jeff Chandler, y a Welles le ofrecieron un papelito. Que el hombre no venía con la cola entre las patas quedó en claro el primer día del rodaje, cuando salió de su trailer con el guión íntegramente reescrito, ante la sorpresa y el beneplácito del resto del elenco. De inmediato le ofrecieron participar en un policial clase B, basado en una novela llamada Badge of Evil y escrita bajo seudónimo por un tal Whit Masterson. El guión de Paul Monash le pareció malísimo a Welles. Nada fuera de lo común, hasta que los productores le preguntaron a Charlton Heston, muy en alza en Ho- llywood luego de Los diez mandamientos, qué le parecería “trabajar con Welles”. El hombre que fue Moisés entendió que Welles iba a dirigir la película, y su respuesta fue tan tajante como ilustrativa de la admiración que sentía por Orson: “Estoy encantado, y no aceptaré que la dirija ningún otro”. La palabra de Moisés no se discutía en Hollywood, y Welles pasó así de actor a director, además de conservar su personaje y recibir la venia de la Universal para reescribir el guión, si así lo quería. Eso sí: todo por el mismo cachet que le habían ofrecido inicialmente. Aun así, Welles no dudó. Era su tan anhelada segunda oportunidad, y no pensaba desaprovecharla. Ni imaginaba que lo que se avecinaba era su peor encontronazo con Hollywood, su expulsión definitiva del Bosque Sagrado.

Una escena de la particular adaptación de El Quijote, la película que el gran Orson filmó durante treinta años. Acá, el Quijote (Francisco Reiguera) deslumbrado por el cine; a la derecha, Sancho (Akim Tamiroff) y una chica (Patty McCormack) que se parece mucho a Alicia, la del País de las Maravillas.

LA SED Corría febrero de 1957 y Touch of Evil empezaba a tomar forma, con Welles como el corrupto detective Quinlan, Heston como su incorruptible par mexicano y Janet Leigh como la esposa norteamericana de Heston. A esa altura, Welles ya había reescrito drásticamente el guión original, complicando el punto de vista, haciendo de la historia una compleja trama coral, e invirtiendo las procedencias de la pareja protagónica. Resultaba mucho más provocativo, para el racismo de la época, que una mujer norteamericana eligiera como marido a un mexicano de piel oscura. El equipo partió hacia la playa de Venice, en Los Angeles, que funcionaría como el pueblito de frontera donde transcurre la historia. Welles estaba exultante, tal vez imaginándose a sí mismo como el hijo pródigo que vuelve al hogar. El drama empezó, como siempre, en la etapa de montaje. Una vez terminada la filmación, en abril del 57, Welles debió ausentarse, esta vez no per piacere sino por un compromiso de trabajo. Los de la Universal no perdieron tiempo. Aprovechando su ausencia, pusieron un nuevo montajista y le dieron órdenes de cambiar “todo lo que fuera necesario”. Todo aquello que los productores consideraban demasiado “oscuro” comenzó a simplificarse, la trama se volvió lineal y hasta se agregó alguna escena “clarificadora”, filmada a espaldas de Welles. Esto terminó de sacarlo de las casillas. Cuando, en diciembre del 57, vio por primera vez la versión terminada, estalló.

EL MEMO Luego del estallido, Welles cambió de estrategia y optó por un último intento conciliador: aquel famoso memorándum. En él, Orson apuntaba con extraordinaria minucia y una capacidad de análisis francamente apabullante todas y cada una de las razones por las cuales debía ir un plano y no otro, cómo y por qué funcionaba cada empalme, y hasta la moral que sustentaba cada pequeña decisión estética. El documento es una de las clases más magistrales que un cineasta haya dado jamás sobre su propio trabajo. Pero no surtió efecto. Sed de mal se estrenó, en 1958, con el corte de la productora (93 minutos de duración) y haciendo caso omiso de las indicaciones de Welles. Llegaron incluso a arruinarle el asombroso plano secuencia inicial, donde la grúa viaja sin cortes de uno a otro lado de la frontera, recorriendo las callecitas del imaginario pueblo de Los Robles y dejando ver, en un segundo plano de máxima perversidad, la colocación de una bomba de inminente estallido. A los ejecutivos de la Universal no se les ocurrió nada mejor que imprimir sobre esas imágenes los títulos, obligando al espectador a un esfuerzo para atisbar lo que está pasando. Encima le colocaron música, obturando el complejo esquema sonoro ideado por Welles, de ruidos de la calle y música de juke-box.Recién ahora, en la restauración de Rosenbaum, se restituye esa secuencia de acuerdo a los deseos de Welles, así como el resto del metraje, que esta vez se extiende hasta cerca de dos horas. Ésa es la versión que Buenos Aires se apresta a ver.

WELLES INACABADO Tras la sucesiva recuperación, a lo largo de los 90, de Otelo, It’s All True y Sed de mal, sigue quedando una buena madeja de Welles inconclusos. Las posibilidades de acabado final y estreno difieren según los casos, y vienen envueltas en un mar de versiones y contraversiones, cuya incesante reproducción parecería ser parte constitutiva del propio mito. Para reducir el embrollo sólo al rubro largometrajes (dejando afuera cortos y trabajos para televisión), se sabe, al día de hoy, que ciertos proyectos ya nunca podrán ver la luz. No terminados por Welles, al menos. No hay por qué descartar de plano que algunas de sus herederas (hay dos, enemistadas entre sí: su hija Beatrice y Oja Kodar, amante “oficial” desde mediados de los 60) eventualmente puedan negociar derechos con terceros. Uno de esos proyectos clausurados es lo que debió haber sido la opera prima de Welles, anterior a El ciudadano. Se trata de El corazón de las tinieblas, basada en la novela de Joseph Conrad, proyecto aprobado por la RKO en 1939, cuyo rodaje no llegó siquiera a iniciarse, al advertir ambas partes que los requerimientos presupuestarios la tornaban irrealizable.
Ya a mediados de los 60, Welles inició el rodaje de The Deep, basada en Dead Calm, un policial escrito por Charles Williams que estaba pensado para un rápido rodaje en alta mar. Algunas versiones afirman que llegó a completarse allá por 1969, pero todo indica que el rodaje se suspendió ese mismo año, cuando quedaba muy poco por filmar. Con el título de Terror a bordo, la misma novela se llevó al cine en los 80, con Sam Elliott y Nicole Kidman en los papeles que, en la versión Welles, tenían a su cargo Laurence Harvey y Jeanne Moreau.
Uno de sus últimos proyectos fue The Dreamers, basado en un relato de su venerada Isak Dinesen, otro de cuyos cuentos Welles había adaptado en Una historia inmortal (1968). Según se cuenta, Welles filmó unas primeras tomas en el patio de su casa, en 1980, con él y Oja Kodar delante de cámara, pero los candidatos a financiarla la consideraron “demasiado poética” y quedó archivada para siempre.

ORSON, EL QUIJOTE El proyecto de su vida, sin embargo, no es ninguno de los anteriores, sino Don Quijote. La historia del rodaje, desde las primeras pruebas hasta las últimas manipulaciones en moviola, atraviesa dos continentes y treinta años de la vida de Welles. Algo así como una multiplicación exponencial de lo acontecido con Otelo.
Con el español Francisco Reiguera en el protagónico y el genial Akim Tamiroff como Sancho, Welles se planteó el Quijote de modo doblemente anómalo. Por un lado, la pensó como una película casera, filmando en 16 mm y blanco y negro. Por otro, la idea que la anima es la permanencia del Quijote en la cultura española. Idea llevada a su máxima literalidad: Welles incrusta de un solo golpe al hidalgo y su fiel escudero en la España contemporánea. Según Orson, eso no era otra cosa que la máxima fidelidad posible al espíritu de la obra, en tanto “el Quijote siempre fue anacrónico a su época, y esa es, justamente, la característica esencial del personaje”. Así, los molinos de viento pasan a ser un cementerio de autos, Don Quijote asiste a una proyección cinematográfica que lo espanta y Sancho ve en un televisor la llegada del hombre a la Luna. Todo el relato era narrado por el propio Welles a una niña llamada Dulcie, que se proyectaba imaginariamente en él, fantaseándose a sí misma como Dulcinea. Welles empezó a rodar en México en 1957. No hay más que comparar las fechas para comprobar que lo hizo durante una escapada al otro lado de la frontera, mientras los ejecutivos de la Universal se ocupaban de masacrar Sed de mal en Los Angeles.

ROLLOS Y SERVILLETAS Welles siguió filmando su Quijote a los saltos y alrededor del mundo, por su propia cuenta y con los dólares que juntaba en esas horribles películas en las que actuaba. Testigos directos cuentan que lo vieron cargando latas de película y una moviola casera de un país a otro. “A esta altura, la película cambió de nombre”, le dice a Peter Bogdanovich en This is Orson Welles, allá por 1971. “Ahora se llama ¿Cuándo terminarás Don Quijote?” A medida que pasaban los años, no sólo el propio Welles tendía a desechar sus propias ideas con respecto a la adaptación, sino que el planteo de base se hacía impracticable. En efecto, si la idea era confrontar al Quijote y Sancho con la España contemporánea, lo filmado a fines de los 60 se hacía más que peliagudo de compaginar con lo rodado una década más tarde. Y la que al comienzo era una niña, unos años más tarde ya había dejado de serlo. A pesar de todo, Welles llegó a compaginar gran parte del material. Tomando eso como base, llegaron a estrenarse dos versiones de Don Quijote, ninguna de ellas “oficial”. Una se presentó en 1988, y la otra, en 1992, en el marco de la Expo-Sevilla.
Hay dos problemas mayores, a la hora de intentar una versión fiel de Don Quijote. En primer lugar, jamás hubo guión, sino apenas notas sueltas en servilletas y papelitos. Además, quienes intentaron poner en orden los rollos se encontraron con un verdadero galimatías, cuya decodificación Welles parece haberse llevado a la tumba.

ESPERANDO EN EL VIENTO Queda, por último, otro film que, según versiones coincidentes, sí estaría acabado. Se trata de The Other Side of the Wind, que Welles comenzó a filmar en 1970, en base a un guión escrito a cuatro manos junto con Oja Kodar, cuyo rodaje habría quedado concluido y montado seis años más tarde. La historia tiene algo de autobiografía y algo de roman à clef, en tanto narra los últimos años de un gran cineasta hollywoodense quien, ya setentón, planea su retorno. Welles escogió a John Huston para el protagónico. El elenco se completa con la propia Kodar, Peter Bogdanovich, Cameron Mitchell, Susan Strasberg, Lili Palmer y un viejo compañero de andanzas, Paul Stewart, quien supo ser el mayordomo en El ciudadano. Según cuentan quienes vieron proyecciones de The Other Side of the Wind, abundan en la película referencias a personajes reales de Ho- llywood, desde Darryl Zanuck hasta la Dietrich o la Moreau, y una venganza privada que los cinéfilos del planeta están esperando celebrar, que tiene a Pauline Kael como víctima. Crítica-estrella de The New Yorker durante añares, Kael es la responsable de cierta disparatada hipótesis, según la cual el verdadero “autor” de El ciudadano no habría sido Welles, sino su coguionista, Herman Mankiewicz.
Si la película está terminada, y, según se asegura, montada, ¿cuál es la razón de que no se haya estrenado? Ocurre que el principal financista de The Other Side of the Wind no fue otro que Reza Pahlevi, último sha de Persia. Cuando la revolución de los ayatollas, las copias de la película quedaron en Irán y resultaron confiscadas por el mismísimo Komeini, para quien Welles y el Gran Satán sonaban a sinónimos. Al día de hoy, The Other Side of the Wind espera ser liberada, del otro lado de “la frontera”, cerrando el último círculo de ese infierno que para Welles representó siempre concluir una película.

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