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PERSONAJES John Neschling, brasileño, militante y director de la Sinfónica de San Pablo

El sueño de la orquesta y el teatro propios

Sus padres, austríacos exiliados, lo bautizaron John Neschling �cuando debería llamarme Joao Santos�. Paralelamente a su carrera musical, militó en la izquierda carioca y fundó el Partido Verde en su país. El gobierno progre de San Pablo le ofreció reorganizar la Sinfónica del Estado y puso a su cargo la construcción de una sala de conciertos. Antes de dirigir el 30 de setiembre en Buenos Aires, Neschling recibe a Radar en el imponente edificio que exigió construir para su orquesta y cuenta cómo es vivir en un país donde los porteros silban música de Villa Lobos.

Por Esteban Pintos
Desde San Pablo

Esta ciudad debe ser siempre gris, o eso parece este bucólico sábado a la tarde. Sólo que en San Pablo, cuarta megalópolis del mundo en cantidad de habitantes (15 millones), todo se magnifica: el tránsito, el smog, los homeless en ojotas y bermudas, la interminable sucesión de edificios, autos, gente, perros y hasta el gris del cielo. La zona de la estación Julio Prestes, ubicada en el centro de la capital paulista, se parece a cualquier zona ferroviaria de una ciudad grande: hay venta callejera de comida y chucherías, gente dando vueltas, suciedad y una versión decadente de shopping que no desentona con la decadencia que la circunda. Cruzando la avenida que rodea la plaza, “hay venta de drogas y prostitución”, anuncia con cierto temor la anfitriona que la Orquesta Sinfónica de San Pablo ha dispuesto para conducir a este cronista. No suena bien el combo estación ferroviaria-orquesta sinfónica, pero en San Pablo todo parece posible: por ejemplo, que la estación Julio Prestes sea, desde hace un año, el hogar de la Sinfónica de la ciudad.
El edificio es un prodigio arquitectónico cuya restauración demandó casi cincuenta millones de dólares y asombra por su exacta combinación de tradición y modernidad: una prótesis de hierro y madera montada sobre la estructura original de tres pisos, que incluye salas de ensayo, salas de estar para los músicos, un patio cubierto, una biblioteca y las oficinas administrativas de la organización, además de la sede de la Secretaría de Cultura del Estado de San Pablo y la sala de conciertos, con capacidad para 1500 personas y una novedosa instalación de superpaneles de madera (que pesan, cada uno, siete toneladas) a manera de techo flotante. Estos inmensos cuadrados, que cuelgan de gruesos cables, suben y bajan mecánicamente según las necesidades acústicas, además de contener la iluminación del lugar. Impactante. Casi tanto como que el foyer de la sala dé directamente a los andenes de la estación de trenes, que todavía funciona. Uno y otro ámbito están separados por un grueso vidrio: toda una metáfora de esta ciudad, de este país.
John Neschling llega media hora antes del comienzo de la función de su criatura: la orquesta. Es tan amable como informal, a pesar de su condición de director estrella. La orquesta de San Pablo existe desde marzo del ‘36, pero entre 1980 y 1990 dejó de funcionar, por falta de presupuesto y de sala de conciertos donde jugar de local. La alegoría futbolera es pertinente, viendo el título que el propio Neschling puso al texto que escribió en el programa oficial de la inauguración de la flamante sala, en julio de 1999: “Un club de fútbol campeón, sin estadio”. Ahí remarca el detalle de la sala propia: “La Filarmónica de Viena tiene el Musikvereinsaal, conocida por tener una de las mejores acústicas del mundo. La Filarmónica de Berlín tiene la Philharmonie, donde brilló la batuta de Karajan hasta su muerte. La de Boston es el Boston Symphony Hall; con Chicago pasa lo mismo... La Sinfónica de San Pablo, en cambio, sólo tiene casa propia a cincuenta años de su fundación. Hasta ahora tocó en lugares diversos, desde los acústicamente aceptables a los más improvisados. Ensayó en un cine, en un colegio, en un regimiento del ejército; su difícil supervivencia se debió en gran medida a esta orfandad”.
Cabe aclarar que Neschling no sólo es el director de la Sinfónica de San Pablo sino el responsable de que se haya creado esta sala en la estación ferroviaria Julio Prestes. Neschling tiene 53 años y, aunque se apellide así, y se llame John, es brasileño –carioca, concretamente–, hijo de padres judíos austríacos que llegaron a Río de Janeiro en 1938, un par de meses después de la anexión nazi. Después de vivir en Río hasta los diecisiete, cumpliendo con todos los ritos de iniciación y aprendizaje cariocas (es fana de Flamengo y toma guaraná, entre otras cosas), viajó a Viena para completar sus estudios de música, luego volvió a Río y participó activamente de la apertura democrática, militando en la izquierda hasta participar como miembro fundador en el Partido Verde de Brasil. Cuando ya estaba un poco cansado de dirigir y viajar en avión, viajar en avión y dirigir (“Hubo años en los que sólo estuve quince días, y no consecutivos, en mi casa de Suiza”, confiesa), le llegó un ofrecimiento tan riesgoso como atractivo de parte del gobierno progre de San Pablo: reorganizar la devaluada orquesta del Estado. Le pedían que formara un equipo campeón; él pidió la construcción de un estadio. Y lo tuvo. Hoy, sala y orquesta son sus criaturas, y este hombre que habla seis idiomas y ha recorrido el mundo durante años se siente igualmente orgulloso de las dos. Neschling es un hombre de ningún lugar y lo sabe. Un domingo lluvioso y húmedo, sentado en el restaurante del hotel en que se hospeda cuando está en San Pablo, resopla y se lanza a la reflexión: “La verdadera generación sin patria es la mía, no la de mis padres. Fui criado bilingüe: hablaba alemán en casa y portugués en la calle. Me llamo John Neschling en un país donde debería llamarme Joao Santos. Ahí, seguramente existe una dicotomía enorme. ¿Soy israelí, soy judío, soy brasileño, soy latinoamericano? Soy todo, con la conciencia de no ser nada del todo. Esa angustia puede llegar a convertirse en creativa”, asegura.
¿Esta idea le ha ahorrado las saudades de todo brasileño fuera de su país?
–Siempre me ha espantado no vivirlo así. Nunca sentí muchas saudades. Es extraño, pero nunca sentí eso de: “Quiero comer feijao, me falta la samba...”, así como nunca me dije: “Voy a dejar todo para volver a Brasil”. Hace diez años murió mi madre, a la que estaba muy ligado, y nunca sentí nostalgia por ella, porque la llevo en mí. Como mi cultura, mis convicciones, mis afectos, mi país... Mi país es mi idioma, y siempre hablé portugués con mis amigos. Por eso, supongo, nunca sentí la falta física del país. Creo que Brasil tiene una cosa distintiva, que está desarrollando todavía pero que es muy fuerte. Es un país muy tolerante: con el crimen, la corrupción, con la incompetencia incluso. La tolerancia como una especie de visión del mundo, que no es algo positivo necesariamente pero puede transformarse en algo positivo: en Brasil no hay racismo como tal, aunque económicamente exista otra discriminación. Es el racismo del rico contra el pobre, no del blanco contra el negro. Porque el blanco no existe en Brasil: nadie es blanco, ni el presidente... Es una sociedad con mestizaje verdadero. Creo que, si hay dos características importantes en la gente de este país, son la gentileza y la tolerancia. Y eso no se encuentra fácil en el mundo.
¿A ese mestizaje adjudica que surgiera una música tan poderosa y original?
–Es que Brasil es el único país de América que tiene una gran música desde el siglo XVII hasta el siglo XX. No hubo un solo siglo brasileño sin gran creación musical. Eso es único: mientras estaban matando indios en el resto de América, aquí los esclavos liberados estaban componiendo música. Ojo que también mataban indios... Pero Brasil tiene una historia artística que la cultura oficial ha olvidado. De hecho, ha logrado sobrevivir porque su cultura popular es tan fuerte. Las fronteras entre la música erudita y la popular prácticamente no existen. El portero de un edificio puede silbar algo de Villa Lobos, ¿y no es impensable que, en Argentina, alguien en la calle silbe Ginastera? Un pianista clásico brasileño puede tocar Jobim con la misma veneración con que toca Mozart. Ése es uno de los factores que caracterizan la cultura musical brasileña. Caetano es tan gran compositor como poeta, sus letras son extraordinarias.
Si bien Neschling pasa buena parte del año en la clase ejecutiva de los aviones, ve todo el fútbol que puede por televisión. El sábado a la noche, al final de una amable reunión donde ha contado chistes de directores de orquesta y músicos clásicos (en inglés, castellano y alemán, pasando de uno a otro con celeridad y buena dicción), propone: “Mi esposa viaja a Europa mañana al mediodía, ¿por qué no nos encontramos a la tarde, a eso de las siete?”. Al día siguiente, Neschling muestra la hilacha: no sólo ha llevado al aeropuerto a su esposa australiana (instrumentista de una orquesta que él supo dirigir), sino que también ha visto el partido que la selección brasileña jugó esa madrugada en Sydney, en los Juegos Olímpicos. Más tarde, mientras recorremos la ciudad en busca de su restaurante italiano preferido, pregunta: “¿Viste la jugada de Fabio Bahiano, en el partido del Gremio con el Cruzeiro? Buen jugador, Fabio Bahiano, lástima que se fuera de Flamengo a Porto Alegre”. O sea: Neschling no sólo ha visto el partido de Brasil a las seis de la mañana, sino también el Gremio-Cruzeiro por la tarde. En el medio, acompañó a su esposa al aeropuerto de Guarulhos y ahora está en esta entrevista: ése ha sido su domingo. Conclusión: los directores de orquesta estrella son humanos.
Pero, ¿cómo es dirigir una orquesta? Explicado a los niños, por favor.
–Partamos de algo muy simple. Hay que encontrar unidad en la diversidad. En términos muy simples: si de cien personas, cada una toca lo que quiere, es un caos. Entonces debe haber una persona que bata el ritmo. Además debe imponer una cierta idea musical, porque los miembros de una orquesta son músicos individuales, tienen sus ideas: si dejamos que cada uno de los ochenta o cien trabaje su idea... Además, los músicos son muy especializados: es como si tuvieras un hospital con ochenta especialistas y ochenta egos. El director debe lidiar con eso.
¿O sea que el director tiene el ego suficiente para manejar ochenta egos?
–Nadie enfrenta esta carrera si no tiene un Narciso desarrollado. Pero también es su obligación superar este impulso primario y sublimarlo en algo más interesante. Lo que diferencia a los grandes directores es que consiguen superar este narcisismo, ese ego enorme que tienen, y convencer a los ochenta miembros de la orquesta, por su carisma y fuerza interna, por su capacidad de transmitir una idea musical, estética, que sea tan fascinante que ellos se rindan y se integren.

¿Existe un star-system en la música clásica? ¿Usted forma parte de él?
–Yo diría que sí... Pero no me gusta, ése es el problema. Seguramente hay directores más simples que yo, y otros con los que resulta imposible acercarse por sus cuarenta secretarios. Tal vez por mi inserción social y mi trabajo político, yo no participo de ese glamour. Pero sí de un cierto confort, que aprovecho y exijo. No acepto que me molesten, que me hinchen las pelotas... Si me hacen preguntas idiotas, como dónde empecé a estudiar... Hay como quinientas gacetillas y recortes de prensa que informan de eso. Esa clase de cosas sucede especialmente en Brasil. Han llegado a preguntarme: “¿Usted es brasileño?”. En esos casos puedo ser muy desagradable. Es decir: formo parte del star-system en cuanto quiero confort, no vuelo en clase turista porque viajo mucho. He hecho cálculos y descubrí que duermo casi un mes al año en aviones. ¡Y no puedo dormir mal treinta noches por año! No es una cuestión de estrellato, es una cuestión de trabajo puro. Poquísima gente vive una vida principesca en la música clásica, eso sucede más en la música popular.
Faltan diez días para las elecciones municipales de San Pablo y, aunque resulte inverosímil, uno de los candidatos para el cargo de “prefecto” (el equivalente paulista al intendente, o jefe de gobierno de la ciudad) es Fernando Collor de Mello. La candidata del PT (Partido de los Trabajadores) va primera en las encuestas aunque difícilmente supere el 50 por ciento que necesita para evitar una segunda vuelta. Neschling comenta que todo puede suceder, aunque ve con simpatía al candidato del partido gobernante. Neschling militó en la izquierda pero ya no, aunque mantenga sus ideas: es un intelectual de izquierda, como el presidente Cardoso. Dice de él: “Cuando Fernando Henrique fue elegido, para nosotros fue una especie de nirvana. Por primera vez se elegía como presidente a un sociólogo de izquierda, un hombre que era profesor de teoría política en la Sorbona. Pero una cosa es la teorización sobre la política, y otra es el mantenimiento en el poder. La vanidad de una persona que ha elegido ese camino... ¿Qué puedo decir? En muchas cosas, la izquierda está muy desencantada con él. Pero prefiero a Fernando Henrique en el poder antes que a un político profesional, esos que seguramente harían del país su quintal político. Todavía hay una referencia intelectual en la presidencia. Entonces es cuestión de pensar un poco más globalmente y no desencantarse con la vanidad de una persona. Una cosa es Fernando Henrique y otra cosa es lo que representa. Él todavía representa a la intelectualidad, y por malo que sea, es un intelectual de centroizquierda en el poder.
Siguiendo esa línea, ¿cómo piensa al intelectual en la función pública?
–Creo que el intelectual en el poder es siempre una excepción. Porque el poder no es compatible con lo intelectual. Sí es posible tener políticos más o menos intelectualizados, pero el verdadero rol del intelectual es ser crítico con el sistema: el rol del artista y del intelectual es combatir el poder, no estar en el poder. Havel es una excepción, y Fernando Henrique seguramente lo será también. En cuanto a mí, no soy funcionario público, ni lo quiero ser. Yo quise ser un contratado, por “servicios prestados”. Creo en la democracia en este sentido: no en poderes absolutos, sino en la delegación. Que alguien me delegue el poder, y yo lo voy a ejercer por un tiempo, pero no quiero la estabilidad en el Estado, porque eso corrompe, en mi opinión. Prefiero mostrar servicio y después delegar en otro. Mi contrato es hasta el año que viene. Creo que vamos a renovar y me encantaría quedarme veinte años con esta orquesta. Pero siempre delegado, con poderes claramente establecidos que yo pueda ejercer y cumplir, y que hasta cierto punto me puedan dejar ir. Y tampoco quiero estabilidad para los músicos: para que no sean conformistas. Quiero músicos que sepan que deben estar bien, tocar bien, porque la zanahoria es la calidad. Si no hay calidad, que se vayan.
¿Éste es el punto máximo de su carrera: no sólo rearmar una orquesta sinfónica y dirigirla, sino también haber construido una sala?
–Sería mucha veleidad decir que no. Éste es el sueño de un director. Cuando me dijeron: “Construye tu sala, arma tu orquesta, elige tus músicos, dirige lo que quieras”, no tuve dudas que se trataba de una oportunidad única. Yo diría que es el trabajo más importante de mi vida y me da enorme placer, tranquilidad y vanidad, orgullo, lo que quieras... He creado esta orquesta de la nada y es mi familia, verdaderamente. En cualquier otro puesto que me ofrezcan en el futuro, sea en Nueva York, Berlín o Beirut, me encontraré con una orquesta ya formada, una sala ya hecha, tendré que adaptarme a la situación local, a la política local, a las ventajas y las desventajas. Aquí no: yo creé todo. Yo y una mesa, sin teléfono, sin nada. Yo.

 

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