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Música El retorno triunfal de Mark Knopfler

La auténtica guitarra de aire

¿Quién no se paró frente al espejo alguna vez, a tocar una guitarra de aire al compás del riff de Sultans of Swing, aquel himno de Dire Straits? Buenas noticias: el nuevo disco solista de Mark Knopfler, Sailing to Philadelphia, ofrece múltiples oportunidades para volver a pararse frente al espejo y hacer el ridículo a solas, como corresponde.

Por RODRIGO FRESAN,
desde Barcelona

En la jerga rock-slang anglosajona, “air guitar” es la imagen utilizada para designar una actitud un tanto vergonzante y definitivamente adolescente: eso de hacer que uno toca una guitarra imaginaria mientras en el acné de nuestros equipos de sonido suena un riff de alguno de esos tipos que parecen haber nacido con una púa en los dedos. Así, uno posa frente al espejo con la puerta cerrada y elige un aire eléctrico de Hendrix o Santana (esos que hacen caras raras cuando tocan), o un aire místico de George Harrison (uno que nunca hizo una cara rara en toda su vida), o la pirotécnica druida-blue-tentacular de Jimmy Page, o el minimax cyberpunk de The Edge. Detalle importante: los mejores guitarristas de aire son, siempre, los que no saben tocar guitarra, porque esto les permite imaginativos movimientos digitales seguramente imposibles para el más consumado virtuoso. Yo no sabía tocar guitarra, sigo sin saber tocar guitarra pero –lo confieso– a la hora de mis triunfales solos a solas yo siempre quise ser Mark Knopfler. Ayudaba que Knopfler no hiciera caras raras, que tuviera la nariz grande, el pelo chico y los ojos medio caídos, que su arma fuera una Fender Stratocaster (mi guitarra favorita), que se vistiera normalito tirando a mal y que fuera el líder de un pequeño gran grupo llamado Dire Straits, cuyo nombre podría traducirse como Situaciones Espantosas.

A fines de los ‘70, uno podía tocar guitarra de aire punkie (con The Police), guitarra de aire intelectual (con Talking Heads) o guitarra de aire tradicional (con Dire Straits): el grupo de Knopfler era un soplo de aire tibio en un paisaje demasiado contaminado por la compulsión gélida de lo novedoso. Dire Straits era otra de esas bandas new wave aparecidas de golpe pero parecía haber estado ahí desde siempre, comandada por ese guitarrista nacido en Glasgow en 1949 que ostentaba un escalofriante buen gusto a la hora de puntear notas, escribir canciones que parecían fotografías y cantar con un fraseo dylanoide pero personal. De ahí que, todavía hoy, el neblinoso Dire Straits (1978) y el soleado Communiqué (1979) no hayan envejecido un segundo y “Sultans of Swing” y “Lady Writer” sigan sonando como singles implacables y no por eso menos adorables. El conflicto de Dire Straits empieza en 1980, a partir de Making Movies: cuando Knopfler descubre que, en la Era Springsteen, a una perfecta banda de bar se le pide que crezca a banda de estadio. Continúa con el épico Love Over Gold (1982) y alcanza su más terrible esplendor en 1985 con Brothers in Arms. Allí, el insoportable “Money For Nothing” –canción à la Randy Newman con Sting de invitado, que se las arregla para criticar y celebrar al mismo tiempo el fenómeno MTV– se traduce en ventas multimillonarias, giras mundiales (donde las viejas y queridas canciones experimentan mutaciones macrocefálicas) y el ingreso de Knopfler a esa especie de aristocracia rocker-yuppie donde se mueven con gracia Phil Collins, Tina Turner, Eric Clapton y Elton John, pero donde el líder de Dire Straits no tenía nada que hacer, pobrecito. Para entonces, Knopfler aparecía bamboleándose por el escenario, metido dentro de horribles sacos con hombreras, espantosas vinchas flúo que intentaban en vano disimular su cada vez más amplia frente, y contaminaba la limpieza de su guitarra con efectos sintetizados (para no mencionar sus zapadas con Guillermo Vilas, si nos guiamos por lo que asegura el crédito marplatense).

Agotado de todo eso, Knopfler desmantela el kiosco, potencia su perfil de compositor de muy buenos soundtracks (el primero de ellos, Local Hero, sigue siendo el mejor), toca de vez en cuando con el retro-grupo de The Notting Hillbillies, graba un álbum con Chet Atkins y recién regresa cuando está seguro de que nadie lo espera demasiado: On Every Street, retorno de Dire Straits en 1991, es en realidad el primer disco solista de Knopfler. Y, si bien da señales de mejoría –la hermosa y sencilla canción que da título al asunto, por ejemplo–, también muestra una preocupante adicción a esos chistecitos musicales y polimorfias perversas, producto dehaber tocado con y producido a demasiada gente de ésa que les gusta a los cocainómanos de Wall Street. Igual fatiga demostró hace cuatro años en debut oficial en solitario, Golden Heart, un disco demasiado parecido a una hermosa bestia embalsamada –con pericia, pero embalsamada al fin– que producía más bien escasas ganas de hacer el ridículo frente al espejo.

Sorpresa: Mark Knopfler es un héroe para los españoles. La salida de Sailing to Philadelphia fue noticia de cierre de noticiero, justo antes del pronóstico meteorológico. Y, por estos días, Knopfler se paseó con su perpetuo aire de recién levantado de la siesta por la TV de Madrid y Barcelona, donde tocó poco y habló menos, pero eso alcanzó para que el lunes pasado –cuando se puso a la venta el nuevo álbum– hubiera colas en las disquerías, robándole protagonismo al nuevo disco de Alejandro Sanz, chico de platino local. Buenas noticias: Sailing to Philadelphia es bueno. Además, contiene el single “What It Is”, regreso a los buenos tiempos con solo final glorioso en su humildad: un riff económico y práctico, virtual continuación temática de “Sultans of Swing”, que hace imposible resistirse al impulso de poner a flamear una vez más nuestras guitarras de aire. En la canción, y en el video que lo muestra escribiéndola, Knopfler describe una de esas noches de Newcastle donde “todos buscan los brazos de alguien donde caer” y “Dios sabe lo que podría hacer contigo y eso es lo que hace”. Las presencias estelares de Van Morrison (en “The Last Laugh”), de James Taylor (en “Sailing to Philadelphia”, sorprendente musicalización de la novela Mason & Dixon de Thomas Pynchon) y los coros a cargo de Tilbrook y Difford, de Squeeze (en “Silvertown Blues”, una melancólica canción sobre la debacle del Millenium Dome, esa especie de carpa gigante que construyeron en Londres para celebrar el 2000), ayudan a vender el asunto. Pero lo que mejor se aprecia es la confianza curtida y la melancolía relajada de un tipo que escribe muy bien, toca como pocos, lleva vendidos 105 millones de discos y no tiene que probarle nada a nadie luego de haber producido y sobrevivido a Bob Dylan (quien durante la grabación de Infidels le cambiaba de noche todo lo que Knopfler hacía durante el día).

Las trece canciones de Sailing to Philadelphia van del country al blues deteniéndose en el folk de pub para tragarse una cerveza negra y caliente. Atención completistas y obsesivos: para completar el álbum vale la pena hacerse también de los tres temas inéditos que vienen en el EP What It Is. De no ser por esas perversiones del marketing discográfico actual, Sailing to Philadelphia sería mucho mejor con esas canciones y sin “The Long Highway”, “Let’s See You” y “Camerado”. A la hora de explicarle su método al periodista Bill Flannagan (para el libro Written in my Soul donde un puñado de selectos song-writers desnudan su alma), Knopfler confesó: “Lo mío es escribir canciones donde siempre hay alguien convirtiendo un mal momento en uno bueno. Lo mío es cantarle a los sobrevivientes, no a las víctimas”. Así hay que pensar Sailing to Philadelphia: como un álbum escrito por un sobreviviente que nunca la pasó muy mal que digamos y que se permite estar contento por ello. O como una coartada para volver a la carretera y a las giras después de tantos años. Fue en una de esas giras, la de Love Over Gold, cuando el aquí firmante conoció a Knopfler y –por prepotencia de juventud, descaro de fan y un leve parecido– se unió a las fechas españolas del tour en cuestión, como intérprete todo servicio. Fue en una de esas noches de bourbon cuando salió el tema de la air guitar y sus efectos secundarios, y le pregunté a Knopfler cuál era su guitarra de aire preferida cuando todavía no se había convertido en guitarra de aire de tantos otros. Knopfler pensó un poco, suspiró largo y dijo: “Lo único que yo quería era juntar plata para poder comprarme una Strato color rosado flamenco... No sé, lo que pasa es que los que sabemos tocar guitarra no tenemos esa necesidad de hacer como si tocáramos la guitarra”.

 

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