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Misterios Clint Eastwood

Mal bicho

Para Sergio Leone, el director que lo inventó, Clint Eastwood sólo tenía dos expresiones: “con sombrero y sin sombrero”. Para Norman Mailer, era “el artista de pueblo chico más importante de América”. Para Pauline Kael, encarna “un ataque a todo valor democrático”. Sin embargo, el actor que apoyó a Nixon, defendió la violencia policial y no reconoció a la mitad de sus hijos, es una leyenda norteamericana. En el flamante Clint: The Life and Legend, Patrick McGillian echa luz sobre el lado oscuro del tipo que acaba de estrenar Jinetes del espacio. Una película en la que hace gala de sólo dos expresiones: con casco y sin casco.

Por RODRIGO FRESAN

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos pero la sabiduría no llega y mientras ciertos enigmas comienzan a resolverse otros continúan vigentes y cada vez más insondables. Así, vamos entendiendo de a poco pero con paso seguro los misterios de la creación pero todo parece que cada vez estamos más lejos de comprender el porqué de la fascinación que un mediocre como Clint Eastwood continúa ejerciendo sobre revistas de cine francesas y argentinas y buena parte del público general. ¿Dónde reside su atractivo? ¿Qué es lo que hace que se hable de él como “clásico norteamericano” cuando sería más ajustado a la realidad definirlo como “clásico hijo de puta director de películas que van de lo regular a lo infame”? ¿Quién puede entender que un avaro patológico menos proclive a la segunda toma de una misma escena que Ed Wood sea considerado como un perfecto estilista del celuloide? ¿Cómo es posible que un confeso hombre de derecha y republicano feroz, alguien que apoyó con entusiasmo a Nixon, un feliz apólogo de la violencia policial, padre de varios hijos que todavía esperan que los reconozca y perseguidor sin piedad de sus ex esposas sea vitoreado por la intelectualidad más zurda como símbolo de lo que venga? ¿Quién es este hombre tan temido por sus amigos como por sus enemigos que desde hace décadas se pasea por los estudios de la Warner como si fueran su casa? ¿En qué piensa este actor y director de cine tan aterrorizado ante la idea de la muerte que se niega a que cualquiera de sus personajes pase a mejor vida al final de sus películas? Una reciente y excelente biografía no autorizada de Patrick McGillian –Clint: The Life and Legend– consigue acorralar al hombre pero no explica a la bestia. Lo de antes, lo del principio: el enigma permanece y Clint Eastwood sigue poniendo cara de Clint Eastwood en alguna película dirigida por Clint Eastwood.

UNO El Mito Eastwood empieza en el sitio en que hoy por hoy empiezan buena parte de los mitos: un televisor encendido en la sala de un hogar norteamericano. La serie es una serie de cowboys y se llama Rawhide (que Uniseries emite los sábados y domingos a las 13 hs.) y ahí adentro, en el western blanco y negro, Eastwood es Rowdy o “The Kid”, un vaquero taciturno y picarón, un personaje demasiado joven para un Eastwood que ya tiene treinta años de edad y viene de hacer “papelitos de mierda” en películas de ciencia-ficción radioactiva como La venganza de la criatura o Tarántula. En la última de éstas, vemos fugazmente a Eastwood en la cabina de un bombardero dando la orden de lanzar napalm sobre la gigantesca araña peluda y a otra cosa. Eastwood es contratado para Rawhide “por su sonrisa”, lo que resulta paradójico si tenemos en cuenta que de ahí en más Clint va a sonreír poco y nada y basará su método actoral en silencios, ojos entrecerrados, pómulos con barba de tres o cuatro días. En cualquier caso, la serie con cactus de cartón piedra convierte a Eastwood en una estrella durante cuatro años a principios de los 60 y en blanco móvil de entrevistas donde se le escapan cosas como ésta: “Tienes que venderte a ti mismo una y otra vez. No puedes dejar de hacerlo. Golpear puerta por puerta ofreciendo ese producto que eres tú mismo. Creer en tu persona como crees en una aspiradora. Es duro, pero si tú no lo haces, nadie va a hacerlo por ti. La humildad en Hollywood es algo que sólo puedes darte el lujo de fingir una vez que eres el más grande de todos”. Es por entonces que Clint comienza a dejar en casa a la primera señora Eastwood y a salir de joda con groupies que, al reprocharle no haberles dicho nada acerca de su matrimonio, se encontraban con la siguiente respuesta de la pistola más rápida del Oeste: “¡Claro que estoy casado! ¿Acaso no lees los fanzines que se publican sobre mí?”.

DOS El Mito Eastwood tiene cuatro patas: sus años de estrella televisiva, sus años como spaghetti-cowboy, sus años como Harry el Sucio y sus años como director de películas muy malas que –en un fenómeno de hipnosis colectiva– a mucha gente le parecen muy buenas. Con los años, cuando todo vaya encajando en su sitio justo, si todo sale más o menos bien, Eastwood será recordado nada más y nada menos que como el protagonista silencioso y mortal de tres películas de sangre caliente y espesa como tuco donde todos disparan contra todos hasta vaciar cargadores de capacidad aparentemente infinita: Por un puñado de dólares (1967), Per Qualche Dollari in Più (1967) y, especialmente, Il Buono, Il Brutto, Il Cattivo (1968), las tres dirigidas por Sergio Leone, uno de los más grandes poetas de la violencia que ha dado el cine.
La historia de cómo Eastwood llegó a protagonizar lo que también se conoce como “Trilogía Paella” está –como todas las pequeñas historias que giran alrededor del histórico Clint– sujeta a múltiples versiones, contradicciones varias, zonas oscuras y escenas que se quedaron en el piso de la sala de montaje a la hora de compaginar su vida. Dice Clint que Clint, a la hora de leer el primer guión, no demoró en descubrir los paralelismos con el Yojimbo de Kurosawa y que, “aunque los diálogos eran atroces, había algo ahí que me interesaba: la posibilidad de crear una nueva forma de ver el cowboy y de entender el western”. La verdad era otra: el actor a quien se le había ofrecido el papel se había preocupado por el exceso de disparos, Rawhide descendía vertiginosamente en los ratings y nadie pensaba en Estados Unidos que Eastwood –un tipo decididamente limitado a la hora de sus recursos dramáticos– podría dar el gran salto a la gran pantalla. Leone no fue a buscarlo al aeropuerto porque Leone era un tipo mucho más duro que Eastwood: grande como un oso, no se bañaba, comía como un cerdo y maltrataba a todo aquel que se pusiera al alcance de una voz poderosa capaz de decir cosas así: “A mí me gustó Clint por todo aquello que no le gusta a muchos. Era ideal para mi idea de héroe. Alguien sin nombre, sin pasado, sin futuro; nada más que presente. Alguien que hablara poco y siempre tuviera algo en la boca: un cigarro o una botella. La verdad es que yo necesitaba más una máscara que un actor y Eastwood por entonces era perfecto, ya que toda su pericia dramática se reducía a nada más que dos expresiones: con sombrero y sin sombrero”.
Leone –por propia definición– era alguien que “no sabría dónde poner la cámara si el actor tuviera que decirle ‘te amo’ a la actriz”. Así, si bien la contribución de Eastwood al cine de Leone es importante pero no tan importante como quieren creer y hacernos creer los apólogos de Clint –del mismo modo en que los apólogos de John Wayne, otro cowboy de tendencias cuestionables, celebran a “The Duke” a la hora de restarle crédito a John Ford–, la contribución de Leone a la vida y la gloria de Eastwood es mucho más trascendente: le regaló un personaje hecho a la medida de su persona.

TRES El Hombre sin Nombre de las películas de Leone hizo de Eastwood un homo-poster universal a la vez que un actor fetiche del nuevo cine europeo en Estados Unidos gracias al empuje del crítico de críticos Andrew Sarris. Lo cierto es que Clint era lo más cool del paisaje y hasta se permitió una agria ruptura con Leone, quien años más tarde –mientras filmaba Érase una vez en América– se permitió la revancha de comentarios tan duros como certeros a la hora de comparar a su actor de entonces con Robert De Niro, su actor de ahora: “No pertenecen a la misma profesión. Bobby se pone un rol como si fuera un traje mientras que Clint se mete adentro de una armadura. Bobby actúa con ropa siempre a medida mientras que el visor siempre bajo del yelmo es el recurso único de Clint. Alcanza con mirarlos durante cinco minutos: Eastwood se mueve como un sonámbulo entre explosiones y lluvias de balas y es siempre igual: una máscara de cera, un bloque de mármol. Bobby, antes que nada, es un actor. Clint, antes que nada, es una estrella. Bobby sufre. Clint bosteza”. Cierto, pero a quién le importa. Seguro que no a Eastwood, el hombre que –luego de algunas típicas y olvidables películas pertenecientes al género “Con Eastwood” y de Play Misty for Me (1971), esa rareza misógina que marca su debut como director y anticipa en varios años la locura clitórica de Atracción fatal– hace evolucionar al cowboy con poca piedad y pocas palabras hasta convertirlo en el teniente de la policía de San Francisco Harry Callahan, mejor conocido por amigos y, sobre todo, enemigos como Dirty Harry. “Alégrame el día”, es el mantra de Harry mientras encañona a algún malviviente desafiándolo a disparar primero. Y, más que el día, Harry le alegró y le sigue alegrando los años a Eastwood. Harry c’est moi, dice Clint y Clint c’est moi, dice Harry y no se sabe dónde empieza uno y termina otro porque la costura no se nota. Con una ayudita de Don Siegel al principio –otro director tan sobrevalorado como él– y después solito, Eastwood construye en un puñado de películas la cosmogonía de un dios sanguinario a sueldo del estado. Harry el sucio (1971), Magnum Force (1973), The Enforcer (1976), Sudden Impact (1983) y The Dead Pool (1988) son los títulos de los films como mucho regulares donde Eastwood termina de construirse a sí mismo: el sitio a dónde llegar en la mitad de camino de la vida para reponer energías, matar a unos cuantos malvivientes y seguir jodiendo. A partir de Harry, el escritor norteamericano Norman Mailer definió a Eastwood como “el artista de pueblo chico más importante de América” y, en su momento, la influyente crítica cinematográfica de The New Yorker, Pauline Kael, no vaciló a la hora de afirmar que el cine de Eastwood el Sucio era “un destacable ataque a todo valor liberal y democrático, repleto de detalles insalubres ubicados en los sitios correctos. Cuando Eastwood hace una película Marca Eastwood está claro que se impone la necesidad de que todo el paisaje se mantenga simple y sin complicaciones. Y no hay nada más sencillo que el viejo duelo entre el bueno y los malos. De ahí que en el cine de Eastwood siempre nos enfrentemos a arquetipos primitivos y fantasiosos donde el lobo del fascismo medioeval pretende esconderse detrás de la piel de cordero de un cuento de hadas”. A lo que Clint respondió: “Harry es un héroe del pueblo y hace su trabajo. Si tanto les preocupa la violencia ¿por qué no van a quejarse a Taxi Driver, eh?”.

CUATRO Desde entonces y para siempre, sucesivas Variaciones Harry y Sinfonías Clint. Están los Harrys cómicos con mono (Every Which Way But Loose y Any Which Way You Can), el Bond, Harry Bond (The Eiger Sanction), el Harry Presidiario (Fuga de Alcatraz) y los Harry Westerns (The Outlaw Josey Wales, Bronco Billy, Pale Rider), los Harrys Milicos (Firefox, Heartbreak Ridge), el Harry Perverso y Kinky (Tightrope), el Harry con Burt Reynolds a falta de mono (City Heat) y –cuando las papas empiezan a quemarse en el fuego de la crisis de la mediana edad– los Harrys Míticos y Autoconsagratorios: Harry como John Huston en Cazador blanco, corazón negro, Harry como Hank Williams (Honky Tonk Man), Harry como maestro de policía novato (The Rookie, película con el bizarro atractivo extra de presentarnos a Sonia Braga y Raul Julia como... ¡¡¡villanos alemanes!!!), el Harry Jazz detrás de la cámara en Bird y la supuesta cumbre creativa de Harry como Hombre sin Nombre en Los imperdonables, curioso film que empieza como un buen calco de Leone para –sin poder evitarlo– acabar en el típico baño de sangre à la Dirty Callahan, con un frágil y vencido William Munny sacando fuerzas vaya uno a saber de dónde y despachando al resto del reparto –extras incluidos– al otro lado. Ahí Eastwood se llevó un par de Oscars demenciales pero la Academia no estuvo tan loca como para regalarle el de Mejor Actor. A partir de Los imperdonables, Eastwood ha insistido con nuevos Harrys: el Harry Guardaespaldas (En la línea de fuego), el Harry cínico y ligeramente contra el sistema pero no tanto (Un mundo perfecto), el Harry fotógrafo y macho con ganas de tirarse una italiana (Los puentes de Madison), el Harry ladrón y héroe (Poder absoluto) y el Harry periodista y héroe (Crimen verdadero). Todas ellas –ya que estamos en esto– películas bastante malas.
Con Jinetes del espacio –Harry espacial con dos registros: con casco de astronauta y sin casco de astronauta– nos llega una preocupante novedad en el Canon Eastwood: su primera película insuperablemente idiota a la vez que la inauguración del género viagra sci-fi. Aquí una trama inverosímil donde los malos vuelven a ser los rusos se arrastra por el vacío absoluto y la falta de gravedad para, apenas subliminal y más que evidente, presentarnos un film donde sus compañeros de reparto (James Garner y Donald Sutherland) aparecen como idiotas, a Tommy Lee Jones se le permite un momento de heroísmo suicida porque, bueno, su personaje tiene un cáncer terminal de páncreas y sabiendo que uno se va a morir cualquiera puede ser un héroe y –lo más importante de todo– los jóvenes de la NASA no tienen nada que hacer ante semejante veterano a prueba de todo y de todos. Al final, claro, Clint salva a la raza humana pero no nos salva de pensar que –en comparación– Armaggedon era El ciudadano.
La leyenda continúa, por supuesto, y nada me impide pensar que Clint acabará enterrándonos a todos. La biografía de Patrick McGillian concluye con los rumores aparentemente bien fundados de un sexto Harry legítimo. Se dice que Eastwood tuvo la idea de volver a sacar del cajón a un Harry ahora retirado en las afueras de San Francisco pero “súbitamente obligado a volver a entrar en acción”. Dice McGillian que Eastwood llamó a reunión general en sus oficinas de la Malpaso Productions, comunicó sus planes y agregó: “Al final, Harry muere”. Sus colaboradores, incrédulos, tragaron saliva. Entonces Eastwood los miró a quemarropa, sonrió torcido y, con el día muy alegrado, disparó: “Era una broma”.

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