Plástica Román
Vitali en Benzacar
Cuentas
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Román
Vitali ha desplegado en el subsuelo de Benzacar un mundo en miniatura,
con seres robóticos que escenifican escenas tan dramáticas
como una mujer desangrándose, las llamas de un incendio o una
iglesia surcada de llagas. Realizadas desde una lógica infantil
similar a la usada en los Rasti o a los collares de cuentas de plástico,
sólo que basadas en complejos modelos matemáticos, el
resultado es un microcosmos fascinante con el que el artista rinde homenaje
a su pueblo natal: Arequito.
POR
SANTIAGO RIAL UNGARO
Con
el devenir del tiempo (que, a su manera, siempre termina haciendo justicia)
cuando se mencione Arequito, no sólo vendrá a nosotros
el nombre de esa chica del poncho al aire, declarando a los cuatro vientos
yo sí amo a mi país; también acudirá
el nombre de Román Vitali, artista plástico nacido en
esa pequeña localidad a pocos kilómetros de Rosario. Si
bien no sabemos cuánto ama Vitali a su país, sí
podemos asegurar que ama a Arequito, fuente de inspiración de
otro pueblo en el que objetos y esculturas conforman un
fascinante y misterioso mundo en miniatura, con sus casas, sus iglesias,
hombrecitos, flores, jardines y demás. A primera vista, estas
obras de arte parecen juguetes. Pero, disipado el encanto kitsch, uno
descubre que no sabría de qué forma jugar con esas piezas
en las que, por ejemplo, un rayo parte en dos a un hombrecito (con lucecitas
de fibra óptica representando los rayos). Mientras instala a
sus adorables e inquietantes criaturitas, Vitali asegura: No me
interesa que se sepa, pero la verdad es que yo trabajo mucho con historias
de mi pueblo. Tal vez no se note demasiado, pero este miscrocosmos vegetal
que existe en mi obra tiene una relación muy fuerte con la casa
de mi familia en Arequito. Por ejemplo, el intendente de mi pueblo tenía
la manía de podar los árboles cuadrados. Pero muchas veces,
la copa de los árboles no aceptaban esa cuadratura, y quedaban
como si estuvieran carcomidos. Tardé todo un verano en conseguir
ese efecto en una de mis piezas.
Quien visite la muestra de objetos, esculturas e instalaciones que Vitali
acaba de instalar en el subsuelo de Ruth Benzacar (algo así como
un grandes éxitos de la gran muestra que realizó
el mes pasado en el Museo Castagnino de Rosario) se encontrará
con que las piezas exhibidas no tienen prácticamente nada de
regional, y que el toque artesanal de Vitali se conjuga, paradójicamente,
con formas que tienen bastante de creación virtual (de hecho,
las obras fueron diseñadas en una computadora). Luego de bajar
las escaleras que conducen a la sala, hay que abrirse paso entre unas
lianas hechas con cuentas verdes, extensiones de una enredadera geométrica
que sale del aire acondicionado y cae hasta entrar en contacto con todos
los visitantes. En la sala, la ambigua belleza de las obras (realizadas
todas ellas con cuentas facetadas de colores, que les dan la apariencia
de juguetes) sorprende por su intenso dramatismo: al delicioso jardín
de verano y los tubos fluorescentes abrigados con cuentas
que transforman la luz y generan curiosos efectos cinéticos,
se suman otras esculturas más figurativas e inquietantes: una
mujer desangrándose, las llamas de un incendio que se expanden,
una iglesia surcada de llagas formando una cúpula que asciende
hacia el cielo. Las obras dialogan entre sí conformando un micromundo
sumamente teatral: basta detenerse a mirarlas para que, poco a poco,
empiecen a narrar un historia. Imposible no dejarse enredar por la belleza
trágica de esos juguetes perversos, impecablemente prolijos,
tan robóticos como apasionados en su inmovilidad.
Pero, al margen de este dramatismo (definitivamente, éste no
es un arte light, etiqueta un tanto incómoda que
se le puso a toda una camada de artistas que, al igual que Vitali, se
iniciaron en el espacio de arte del Rojas dirigido por Gumier Maier
en los 90), la singularidad de la obra más reciente de Vitali
radica en el uso geométrico y lúdico que hace de las cuentas
de colores. Esta particular técnica lleva a Vitali nuevamente
a su casa familiar en Arequito. En 1996 me encontré, en
la habitación de mis abuelos, con un rosario naranja, tejido
con cuentas transparentes, colgado sobre la pared. Obsesionado
con esta baratija mística y exuberante, Vitali empezó
a investigar las posibilidades que podían desprenderse del uso
de las cuentas. Por un lado, las cuentas en sí tienen cierto
atractivo estético, y a la vez son un material que se utilizaba
mucho en las décadas del 60 y del 70 para hacer artesanías,
fueran animalitos o cinturones. Enseguida, las dichosas cuentas
empezaron a aparecer en susobras. Al principio las usaba de una
manera un tanto lineal, pero al seguir investigando me encontré
que la unidad de medida no es la cuenta: el sistema de tejido que se
usa en esta clase de artesanías se estructura en cuatro. La unidad
no es el uno sino que el cuatro. Y la resultante es totalmente geométrica.
Además de haber dado un enorme salto cualitativo, las creaciones
geométricas de Vitali (que requieren de un diseño hecho
por computadora y de complejos bocetos numéricos previos) han
adquirido, curiosamente, un mayor dramatismo: el despliegue de modelos
matemáticos y el aumento de la precisión tienen como objetivo
describir escenas en que la fatalidad es la principal protagonista.
Otras de las implicaciones que se desprenden del trabajo con esta técnica
es la forma en que la obra de Vitali se conecta con diferentes vanguardias
estéticas, desde el inevitable arte geométrico al cubismo,
ya que todos los cuerpos que pueblan el Arequito virtual del artista
siempre aparecen facetados. No puedo hacer una curva; la curva
se tiene que ir dando facetadamente. Todo lo que hago está geometrizado
y robotizado.
A pesar de haberse licenciado en Bellas Artes en la UNR, de haber recibido
numerosas becas (ha participado durante tres años seguidos del
programa de Becas para Jóvenes Artistas Guillermo Kuitca, a lo
que se les suman un subsidio de la Fundación Antorchas y la beca
a las Artes Plásticas del Fondo Nacional de las Artes) y de haber
participado del envío de la Galería Benzacar a ARCO 2000,
el joven Vitali (nació en 1969) admite que, básicamente
sigue haciendo lo mismo que hacía cuando era chico. Cuando
jugaba con los Rasti (y jugué con ellos hasta una edad más
avanzada de lo normal), los procesos y los síntomas eran los
mismos: buscaba siempre las piezas más difíciles (las
azules, que no se conseguían, y las translúcidas) y trabajaba
obsesiva y meticulosamente con los montones de piezas que iba juntando.
Todo era una excusa para hacer los techos, en realidad, que iban haciendo
hileras y se iban achicando, porque yo las iba escalonando, y cada escalón
tenía su color: exactamente igual que la estructura del techo
de aquella iglesia. Y señala su iglesia de llagas, como
para que no queden dudas sobre el hecho de que su obra actual es una
extensión lógica de aquellos infantiles (y maniáticos)
juegos constructivos.
Pero aunque el juego sea casi el mismo, el jugador evidentemente ha
cambiado: aunque haya una conexión estética con las obras
que Vitali expuso hasta mediados de los 90, su última producción
marca la evolución de un sistema creativo propio y sumamente
sofisticado. Si bien el uso de materiales bastardos continúa,
y algo del kitsch perdura en sus hombrecitos, aquellos homenajes a las
hermanitas Norma y Mimí Pons, aquellos caracoles, florcitas,
toallas y cables, encajaban más con la estética caprichosa
e informal que caracterizó en gran medida el imaginario
del Rojas que los trabajos realizados en los últimos tres
años. Al antes mencionado uso de medidas matemáticas,
que le dan un mayor rigor a sus creaciones, se le suma un detalle más
sutil en apariencia pero no por eso menos significativo: las formas
de las cuentas (que al principio se pegaban entre sí y ahora
van tejidas) no contienen más que aire; adentro no hay nada.
Antes trabajaba con soportes, utilizando las cuencas como piel.
Hasta que un día, de casualidad, me encontré que había
creado un cuerpo que estaba vacío, que estaba tejido pero que
no contenía nada adentro. Eso me dejó perplejo: que la
interioridad sea un vacío. Para mí, hay una idea casi
mística en eso: lo que hace que los cuerpos sean translúcidos
y transparentes, lo que hace que cada cuerpo se contenga a sí
mismo es la tensión del tejido. Lo que estructura los cuerpos
es la nada.
El proceso de creación de estos seres sin ojos pero con sentimientos
requiere de varios pasos: Primero se me aparece la imagen. A veces
me levanto a la mañana y veo claramente (mis visiones incluyen
las cuentas, aunque parezca extraño) la imagen que tengo que
hacer. Pero para darlesforma tengo que convertir esa imagen en una estructura
matemática. Contar todas las cuentas, y hasta los vacíos
de las cuentas. Como hago los bocetos en computadora, las obras después
tienen esa forma como pixelada, y la imagen resultante termina siendo
muy digital. Laborioso y preciso, este proceso de creación
tiene un inconveniente insalvable: Tardo meses en hacer cada obra.
Para hacer ésa que se ve ahí tardé todo un verano.
Siempre pasa eso: la cabeza va más rápido que la mano.
Tardo tanto que no me puedo dar el lujo de equivocarme. Por eso tengo
que estar convencido de que vale la pena hacerlas. Aunque tarde mucho,
el método me gusta porque me ayuda a filtrar mis propias ideas.
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