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LA VENGANZA DE LOS NERDS

Todo parecía indicar que tendríamos Bill Gates para rato. Pero el juicio que le ganó la Comisión Antimonopolio al dueño de los programas que hacen funcionar el 90 por ciento de las computadoras del planeta está a punto de pasarlo prematuramente a retiro, acusado de extorsionar clientes y competidores. Bill Gates, una biografía no autorizada, del italiano Riccardo Stagliano, sirve como acceso a las bambalinas del pleito del siglo. Sepa quiénes son los nerds que, después de veinte años de explotación, encontraron la forma de cobrarse venganza del hombre que dijo que Internet “no iba a andar”.

POR JUAN IGNACIO BOIDO

La verdad es que casi nadie se lo vio venir: si antes de fin de año la Corte Suprema norteamericana avala el fallo de un juez federal, Bill Gates será declarado culpable de apelar a prácticas mafiosas durante los últimos quince años, con lo cual estarían prácticamente pasándolo a retiro como magnate emblemático de esta era que parecía de los nerds y terminó siendo de los publicistas. ¿Por qué nadie se lo vio venir? Para empezar, porque cuando Gates accedió a la notoriedad a mediados de los ochenta, su negocio parecía casi inagotable: en nombre de la consigna “una computadora en cada casa”, surtió de PC a un planeta ávido de tecnología para, después, venderles cada dos o tres años el buzón de la actualización, de la puesta al día, el cuento del progreso. Todo, por supuesto, bajo la impecable fachada de trabajar en pos del beneficio del cliente, ahora rebautizado usuario. El negocio prendió; las PC se multiplicaron como conejos y, de la noche a la mañana, Bill Gates se convirtió en el dueño de los programas instalados en el 90 por ciento de las computadoras del mundo. Nadie discutió su consagración como gurú con carta blanca para profetizar el futuro –aunque si se repasan sus presagios se verá que erró hasta la fecha de lanzamiento de sus propios productos–. Y todo esto sin dejar de insistirnos con que era El Hombre Más Rico Del Mundo: cualquier mañana de éstas puede firmar un cheque y comprar, esa misma tarde, cualquiera de los cinco países más chicos de Africa o Latinoamérica.
Un icono vitalicio de la informática parece la víctima perfecta de una biografía no autorizada. ¿Cómo hizo Gates para acallar, judicial o extrajudicialmente, los reclamos por plagio que le hizo, sin ir más lejos, Apple por el sistema de ventanas –o sea: windows? ¿Cómo hizo para venderle a medio planeta programas que otros inventaron antes y fabrican mejor que él? ¿Quién es este energúmeno que acusa de comunistas a quienes ofrecen programas gratis en Internet? En eso estaba el italiano Riccardo Stagliano, experto en informática y encargado del suplemento electrónico del diario La Repubblica, cuando, en noviembre del año pasado, la cosa tomó otro color: contra todas las expectativas, un juez federal norteamericano declaró culpable a Microsoft de los cargos presentados por la Comisión Antimonopolio que ya había doblegado antes al trust petrolero de Rockefeller, al tabacalero de James Duke y al ferroviario de J.P. Morgan: ahora, Microsoft es culpable de abusar de su posición monopólica para frenar a conveniencia la innovación tecnológica, hacer uso indebido de invenciones ajenas y extorsionar a buena parte de sus competidores. Para muchos, esto no es más que pedido de Washington a Microsoft para que mantenga las formas. Para los más avispados, si a fin de año la Corte Suprema norteamericana ratifica el fallo, como seguramente hará, es algo mucho más grande: no es casual que la lista de testigos que declararon contra Gates durante el juicio esté encabezada por las tres compañías más poderosas de Internet: America Online, Star Division y Sun Microsystems. Desde ese punto de vista, el juicio viene a coronar una larga estrategia engendrada por esas tres empresas, asociadas de los modos más diversos en una cruzada que abiertamente declararon “anti Microsoft”. El plan es borrar a Gates, volverlo prescindible dentro de un negocio que deja lentamente los discos duros para trasladarse a los servers y a la red. Precisamente por eso, Bill Gates, una biografía no autorizada, el libro de Stagliano (actualizado hasta julio de este año y publicado en estos días en nuestro país por Ediciones Infinito), más que una biografía con final abierto, bien puede leerse como el ascenso y la caída de quien parecía ostentar el título de Gran Hermano y ahora está a punto de ser pasado a retiro bajo el cargo de Padrino del Silicio, por un concilio de nerds que pide a toda costa la cabeza del cuatroojos más famoso del mundo.

SOMETIDOS POR MORGAN
(Y MUCHOS MáS) Está claro que Gates no será el primero ni el último en caer. Tal parece el recambio latente detrás del juicio. Cada tanto, los norteamericanos (y por lo tanto, mal que nos pese, nosotros también) asistimos a la caída de su magnate más emblemático. Cayeron los Astor. Cayó la Banca Morgan. Cayeron los Rockefeller. Lo que por supuesto no quiere decir que sus quintas o sextas generaciones de descendientes tengan que salir a trabajar. Los Astor todavía hoy cuentan con resto suficiente como para dedicar su tiempo a la caridad. Los Morgan siguen en el negocio bancario. Y los Rockefeller todavía tienen varios pisos de oficinas con vista al Rockefeller Center. Lo que sí quiere decir esto es que a cada uno de esos apellidos-emblema de la economía norteamericana de su momento le fue llegando el momento de bajarse del candelero, de aceptar nuevas formas de hacer negocios, nuevas industrias, todo eso que, en suma, serían las etapas siguientes del capitalismo en expansión. Mientras les fueran útiles, el mismo sistema que ayudaban a crear les permitía representarlo. Así, los Astor empezaron a amasar la que sería la primera fortuna de cien millones de dólares justo después de la declaración de la independencia norteamericana, cuando se necesitaba consolidar el Estado instaurando un sistema legal común a todos. Si hasta entonces alcanzaba con desensillar en un terreno, alambrarlo y defenderlo a balazos, los Astor prácticamente crearon el negocio de los bienes raíces, que no fue otra cosa que la imposición de un sistema legal avalado por escribanos y títulos de propiedad. J. P. Morgan encarnó el paso siguiente: la consolidación de ese Estado nacional –y ese mercado– después de la Guerra Civil. Reemplazó las carretas por las primeras redes ferroviarias, financió cualquier emprendimiento comercial que le pareciera viable, proveyó a la industria de la construcción con el acero de su US Steel Co. (la primera empresa de mil millones de dólares) y fundó la General Electric para sacarle el jugo antes que nadie al filón de la luz y los electrodomésticos. Los Rockefeller fueron la opulencia: la Standard Oil era el gran surtidor con el que llenar el tanque de los Ford, los Chevrolet y los General Motors que se fabricaban en Estados Unidos y que circulaban por cada vez más países del mundo. Se podrían nombrar más ejemplos: los Vanderbilt, Hearst (el dueño del primer multimedio), los Dupont (en el negocio de la química y la farmacéutica). Con estos tres alcanza para trazar la línea sucesora que nos lleva a Bill Gates. El último magnate, hasta ahora.

BILLY THE KID Por lo que puede leerse en las seis biografías no autorizadas sobre el señor Microsoft, la tirria acumulada por los nerds que hoy piden venganza está más que justificada. Según pasan las páginas de sus biografías, Bill Gates termina siempre convirtiéndose en un golem de despiadados talentos empresariales encendidos por un único chispazo de genio durante la adolescencia. Pero, de chico, el pequeño Billy era un freak, un raro, un nerd. Hijo de Mamá Mary, una maestra que abandonó la enseñanza para dedicarse a sus dos hijos, y de Papá Bill, un abogado y ex combatiente de la Segunda Guerra, William Henry III nació en 1955. Siete años después ya había devorado la Enciclopedia Britannica entera, de la A a la Z. Una de sus maestras cuenta que, cuando Billy se aburría en clase, empezaba a escribir con la mano izquierda para “obligarse a estar más atento”. A los diez ya se ganaba el odio de sus compañeros entregando trabajos más largos de los que pedían, levantando siempre la mano y contestando más y mejor todo lo que se requería en clase, logrando el milagro de sobrevivir en los recreos. A los once, recita en clase los tres capítulos bíblicos que ocupa el Sermón de la Montaña. Cuando llega al punto final, tiene su primer brote megalómano: “Puedo lograr lo que quiera”, dice. Durante unos meses baraja la idea de ser astronauta, pero la profesión termina resultándole “demasiado común”. Hacen su aparición los primeros síntomas que años después llevarían a la revista Time a diagnosticarle públicamente un “autismo border”: habilidad endemoniada para el pensamiento abstracto, ataques de pánico y rabia, incapacidad de mirar a los ojos, movimientos repetitivos y automáticos. Mientras, sigue deglutiendo la biblioteca familiar: Asimov, Bradbury, Arthur Clarke. Hasta que el secundario de chicos bien al que asiste consigue autorización para que sus alumnos usen, durante una módica cantidad de horas semanales, una de las primeras computadoras especialmente construidas para uso civil. Así cuenta Billy su primer contacto con una computadora: “Sentí frío, después calor, y en ese momento descubrí que ese aparato era mejor que toda la ciencia ficción junta”. Frente a esa máquina conoce a Paul Allen, con quien años después fundará Microsoft. Mientras tanto, los dos adolescentes inventan videojuegos y Gates confecciona un programa que ayuda a hacer trampa –oh, casualidad– en el Monopoly. Son tantas las horas que pasan frente a la computadora que el colegio prácticamente no puede hacer frente al costo de la conexión. A los 14 (Gates) y 16 (Allen), reciben una oferta de la General Electric, propietaria de la máquina: usar el tiempo que quieran la computadora a cambio de que “traten de ponerla de rodillas” hasta encontrar los puntos débiles del sistema. En menos de un año, el dúo dinámico sincroniza por computadora los semáforos de Seattle. El millón de dólares que había dejado el abuelo Gates para solventar la carrera universitaria que llevaría a su nieto a convertirse en un próspero abogado le permite pagarse el ingreso a Harvard. Una vez adentro, a lo único que se dedica es a apostar hasta lo que no tiene en partidas de poker que duran más de 24 horas.
En la Navidad de 1974, la revista Popular Electronics publica un número especial que explica con lujo de detalles cómo armar la Altair 8800, la primera PC de la historia. El dúo Allen-Gates es bendecido por su único y auténtico fogonazo de genio: encerrados durante ocho semanas, alimentados a pizza y Coca Cola, consiguen adaptar el Basic, viejo idioma de las computadoras militares, a la Altair. Ése fue el nacimiento de la metafísica del plástico: “Si en el futuro habrá una computadora por casa, seremos nosotros quienes les demos vida, infundiéndoles un alma de software a esas carcazas de plástico repletas de circuitos inertes”, dijeron. Altair les puso un contrato sobre la mesa. Detrás vinieron IBM, General Electric, el Citibank. Sin pensarlo demasiado, Gates dejó Harvard y en 1975 se mudó con Allen a un departamentito donde fundaron Microsoft. Pero quizá porque a Allen le había tocado la parte del león durante la adaptación del Basic, el precoz Gates enseguida se dio cuenta del infame futuro de segundones que esperaba a dos nerds como ellos y decidió que mejor que hacer es mandar. Mientras el alquiler lo pagaban a medias, las acciones de Microsoft se habían dividido así: 40 por ciento para Allen y 60 por ciento para Gates.

EL SHOW DE BIll CROSBY Para probar por qué esa biografía debía ser necesariamente “no autorizada”, Stagliano encargó una encuesta que preguntaba por qué Bill Gates era Bill Gates. El resultado es incluido en el libro. Éstas son las cinco respuestas más frecuentes (y sus respectivas salvedades): 1) “Es el inventor del Basic” (falso: el Basic se inventó en 1964; Gates y Allen sólo lo adaptaron); 2) “Inventó la PC” (falso: la primera PC fue la Altair que fascinó a Gates cuando estaba en Harvard); 3) “Inventó el DOS” (falso: Gates le compró a la Seattle Computer Products el Q-Dos, le introdujo algunas modificaciones y lo rebautizó Ms-Dos –Ms por Microsoft); 4) “Es el inventor del sistema windows” (falso: las ventanas las inventó Xerox y las usó por primera vez Apple en 1984); 5) “Inventó el programa para navegar en Internet” (falso: el Mosaic apareció un par de años antes que el Explorer). En suma, Stagliano se interna en cada una de las grietas del Mito perfectamente bosquejado por el periodista David Gelertner cuando dijo: “La idea de Gates es dejar que las tropas de los innovadores desembarquen en las playas y sufran las pérdidas; él sabe que, si espera un poco y los sigue, podrá recoger los beneficios en paz. Bill Gates es el Bing Crosby de la tecnología norteamericana: tomó prestadas una estrofa acá y otra allá y las juntó, creando canciones que son número uno del hit parade”.
GESTITO IDEA Algún día se reunirá hasta la última línea escrita sobre el mito de Bill Gates en un único volumen titulado Biografía de UNA idea. Desde hace quince años Gates persigue la misma quimera: que todas las computadoras respondan a las órdenes enunciadas en un solo idioma, un esperanto marca Microsoft. Si Henry Ford decía “Usted puede comprar el auto del color que quiera, siempre y cuando sea negro”, Gates parece decir: “Para que su computadora se entienda con el 90 por ciento de las computadoras del mundo, usted puede comprar cualquier programa, siempre y cuando sea Microsoft”. Las casi tres millones y medio de pruebas presentadas en su contra en el juicio que empezó en 1998 dan fe de que hizo prácticamente lo imposible por conseguirlo. Cada prueba (algunas refritadas de juicios anteriores) parece uno de los bocados con los que Microsoft fue comiéndose el mercado. Ejemplos varios a continuación: en 1984 Apple estrenó el sistema de ventanas y Lotus presentó el prototipo de la hoja de cálculo Jazz. Al año siguiente, Microsoft presentó el Excel (“de singularísimas coincidencias” con el Jazz) y el Windows 1.0 (“de asombroso parecido con las Apple”). Cuando Gates se enteró de que la Go Corporation preparaba una “computadora de mano”, sin teclado pero con lápiz óptico, organizó un equipo de trabajo con el objetivo de “Aplastar a la Go” y mandó a un par de muchachos a ver a todos sus clientes: “No hagan negocios con la Go si quieren que sigamos dándoles nuestros productos a precios accesibles”. A fines de los 80, mandó a una rubia despampanante para que le trajera en bandeja la cabeza del empresario que había conquistado las computadoras alemanas con el único DOS del mundo diferente al de Microsoft; cuando lo consiguió, duplicó el precio de su propio MsDOS. Alentó a IBM para que diera a conocer los secretos de sus computadoras –jurando que él haría lo mismo con sus programas– y así consiguió que el mundo se inundara de clones made in Taiwan que pincharon los ingresos de la Big Blue, la única empresa que podía hacerle sombra. Según explica Wendy Goldman, Gates convirtió a Microsoft en el emporio del vaporware (traducible como “software de aire”): para desalentar a los potenciales compradores de un programa nuevo, Gates mandaba a repartir folletos que promocionaban programas infinitamente mejores de pronta aparición en el mercado. La gente esperaba, el programa nunca salía; en el interín, las empresas pequeñas no podían sobrevivir sin vender.
La gente de Apple registró, entre 1984 y 1988, trece plagios, y paró de contar cuando Microsoft mandó unos muchachos para avisarles que, si no se dejaban de joder con eso de que las ideas eran suyas, les cortarían el chorro de programas sin los que por entonces no tenía sentido comprar una Mac. A otras empresas sublevadas, Microsoft mandó emisarios con el sugestivo mensaje: “Les hacemos descuento en el precio del DOS si además compran el Windows” (y por lo bajo agregaban: “Pero si no compran el Windows, no hay DOS”). Con Intel, la empresa fabricante de chips, directamente rompió relaciones porque las mejoras permanentes de chips obligaban a Microsoft a mejorar sus programas, un esfuerzo que la empresa no estaba dispuesta a hacer. Si Pepsi tuvo problemas para patentar el color azul, el pedido de Microsoft entró como por un tubo cuando patentó la palabra “windows”: “Sé cómo manejar al gobierno” es una de las frases favoritas de Bill.
En 1991 pergeñó uno de los golpes maestros de su carrera. Repartió muestras gratis del Windows 3.1 con un agregado diabólico: un virus que automáticamente causaba estragos en cualquier PC que no utilizara el DOS de Microsoft. Si alguien llamaba a la 0-600 del soporte técnico, los operadores tenían la orden de responder que sólo auxiliaban a usuarios con el DOS de Microsoft en sus máquinas. “El futuro será el paraíso de los compradores y nosotros fijaremos el standard”, había dicho Bill. “Macdonaliza las computadoras”, decían los demás. A quién le importa, pensaba Bill: hacia mediados de los 90, cuando el 90 por ciento de las PC del planeta hablaban el idioma de Microsoft, el Ms-DOS valía diez veces más (en relación con el precio de una PC) que una década atrás.

MICROSIERVOS Con el mundo dominado, en el frente interno las cosas también marchaban al ritmo del tío Bill. Quienes quieran leerlo en versión novelada, pueden recurrir a Microsiervos de Douglas Coupland. Quienes quieran la verdad desnuda, pueden leer Barbarians led by Bill Gates, escrito por los insiders Marlin Eller y Jennifer Edstrom, ex programador e hija del gerente de relaciones públicas de Microsoft respectivamente. En sus primeros ocho años, la empresa de Bill convirtió en millonarios a más de dos mil de sus empleados. Por esa época los nerds empezaron a convertirse en geeks (un nerd al que le pagan por ser nerd). Pero la chance de entrar al campus de Silicon Valley y ser millonario tiene su precio. Para empezar, Bill prefiere solteros que no miren el reloj para irse a casa. Quienes lo han tratado dicen que tiene una sonrisita particular los días en que la tropa queda internada en jornadas de 16 horas. Sus empleados tienen una rutina con la que se alientan y entrenan entre ellos antes de ir a verlo en persona. Y juran que, cuando algunos programadores se desploman frente a la pantalla, los otros los cubren con una manta y, en cuanto los fisurados se reponen, retoman el trabajo donde lo habían dejado. Dicen que, cuando no está de viaje, Gates nunca se ausenta de la empresa durante más de siete horas seguidas. Dicen que sabe de memoria las patentes de los coches de sus empleados y que controla desde el ventanal de su oficina la llegada de su prole según el orden en que estacionan. Las primeras contrataciones en Microsoft de mujeres en puestos que no fueran de secretarias se debió a que las licitaciones para el aprovisionamiento de software a la industria militar exigían una cuota mínima de empleados femeninos. Tuvieron que disuadirlo cuando quiso despedir a un infartado porque había “bajado su rendimiento”. Y cuando consiguió su primera novia, un día le confesó: “El ideal sería que tú y Steve (su segundo en la empresa) estuvieran juntos, así te tendría cerca y podría concentrarme en mi trabajo”. La globalización empieza por casa.

MALDITO FUTURO ¿En qué momento este paquete tan bien atado se le empieza a ir de las manos al tío Bill? Según sus contrincantes durante el juicio de la Comisión Antimonopolio, el gran error de Gates fue no creer en Internet. La tarde de 1991 en que un subalterno entró a su despacho para preguntarle qué pensaban hacer con eso que acababa de aparecer y que todos llamaban Internet, Gates apenas le dedicó una sonrisita de pasemos-a-otro-tema y contestó: “Eso no va a andar”. Tres años después, seguía pensando lo mismo: de entre todas las tecnologías que iban a cambiar el mundo que anunciaba en las 363 páginas de Camino al futuro no había ninguna referencia a Internet. El tío Bill seguía pensando que era El Rey. Haber acusado de comunistas a quienes proponían repartir programas de manera gratuita le había ganado las simpatías del gobierno de Reagan (quien lo había protegido personalmente de la Comisión Antitrust). El equipo de prensa de Microsoft, liderado por el ex asesor de imagen del mismísimo Ronald, parecía más eficiente que nunca: hizo saber al mundo que su patrón mandó cerrar una isla entera de Hawaii para casarse en paz; anunció a los cuatro vientos los prodigios tecnológicos instalados en su mansión del futuro (bautizada la nueva San Simeon); se encargó de que la revista Timelo entrevistara cada dos o tres años para que nos contara qué nos deparaba el futuro; deslizó en los oídos correctos el rumor de que el gobierno chino le pedía ayuda para ingresar al mundo de la tecnología y que había sido el tío Bill quien pagó 30 millones por el Códex Hammer de Da Vinci; algunos incluso tuvieron la paciencia de leer que el incansable Bill dedica su tiempo libre a asimilar videos de física cuántica, todo tipo de revistas de divulgación científica y que tiene colgado un mapamundi en el techo de su oficina para aprender hasta cuando se echa una siestita.
Algunos habrán olido algo raro cuando Forbes informó que el tío Bill no encabezaba más su lista de hombres más ricos del mundo y Vanity Fair lo desplazó de la cima de su ranking anual de popes empresariales. Otros se habrán despabilado cuando empezaron a aparecer los primeros desertores de Microsoft, declarando que preferían venderle el alma a una empresa de Internet a seguir padeciendo el infierno de Gates. Otros, cuando el 30 de agosto del año pasado, las casillas de hotmail fueron vulnerables durante ocho horas debido a un problema en el software marca... Microsoft. Otros, cuando durante el juicio salieron a la luz cientos de miles de mails internos de Microsoft donde Gates escribía cosas tales como “Hay que establecer una estrecha relación para después arrancarles el negocio de las manos”; “¿Cuánto quieren por perjudicar a Netscape?” y hasta alguna frasecita del tipo “dispararle un balazo en la cabeza” (aunque alegó que la expresión es, por supuesto, una metáfora). O cuando no supo qué contestar frente a esa piecita en el hardware de Microsoft que decía NsSAKey, y que para muchos era un arreglo con la National Security Agency: una “entrada” para los servicios de inteligencia yanqui a las PC del mundo.
Pero todos estos síntomas son manifestaciones de una misma enfermedad: no creer en Internet. Recién en 1995 el tío Bill se dio cuenta de que había rifado un negocio más grande que el suyo entre los nerds que hoy piden su cabeza. Para entonces, el hombre que hacía creer al mundo que vivía adelantado, de repente descubrió que atrasaba. Su desdén ya había engendrado a tres monstruos que se las podían arreglar sin él: la empresa Sun había inventado el Java (el idioma universal que hablan las máquinas en Internet y que vuelve prescindible el Ms-DOS que tanto esfuerzo le costó a Gates imponer en todo el planeta) y el Navigator (propiedad de American Online, la proveedora más poderosa de Internet, ahora asociada al monstruo mediático Time-Warner) permite navegar por la red sin la injerencia de Microsoft y amenaza convertirse en el reemplazante perfecto del Windows para manejar todo tipo de archivos.
Si la gran apuesta de Gates era conquistar no sólo el disco duro sino también imponer cualquier programa que se instalara en él, la asociación entre America Online, Sun y Star Division tiene todo para borrarlo del mapa: Sun fabrica los servers (que pueden usarse como gigantescos discos duros); America Online los conecta y Star Division pone en circulación un combo de programas (el StarOffice) que compite mano a mano con la calidad del Office de Microsoft (pero, pequeña diferencia, se puede bajar gratis de Internet). El próximo paso es la transición que se viene anunciando desde hace un tiempo: de las PC a los PC, o pervasive computers. Es decir, las agendas digitales, los teléfonos celulares y casi cualquier chirimbolo con el que conectarse a un server sin necesidad de disco duro: todo está en el server. Donde Bill Gates no está.
Si el Windows 95 fue un fracaso que “se colgaba más que una percha” (como dice un gracioso en alt.destroy.microsoft), el Windows 98 fue el manotazo del ahogado: Gates lanzó ese Windows con Explorer incluido (competencia del Navigator), sin cargo adicional. Además, el idioma que hablaba ese Explorer era un Java adulterado: un dialecto que sólo permitía al programa entenderse con otros Explorers de Microsoft. Pero esta vez nadie iba a aguantar que Gates hiciera lo mismo que con el Ms-DOS: imponer un dialecto que sólo él vendía. Uno de los testigos del juicio lo explicó bien clarito: “Si se acepta esto, Microsoft termina siendo la casilla de peaje de Internet: el precio es comprar sus programas”. Ya en 1995 un juez federal había ordenado a Microsoft “renunciar a ciertas condiciones agobiantes que suele imponer a algunos de sus clientes”. Si la Corte Suprema ratifica el fallo que la Comisión Antimonopolio consiguió arrancarle al juez federal, pondrá a Gates definitivamente contra las cuerdas. El fallo no sólo le exige que no apriete clientes, que separe el Explorer del Windows y que parta su empresa en dos (una para sistemas operativos y otra para programas), sino que le prohíbe adulterar el Java. En otras palabras, por primera vez en veinte años, Gates tendrá que hacerse entender por todos. Y no en su idioma sino en el idioma de los demás. De ser así, los nuevos nerds tendrán la satisfacción de ver al viejo Bill salir de Internet y volver a entrar con la cabeza gacha, como cualquier hijo de vecino, en ese negocio donde los sillones más grandes ya están ocupados. Aunque a los Gates del futuro les queden billones para entretenerse haciendo caridad con billetes de mil o, –como dicen los yanquis thousand dollars bills.

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