Hitos
El día en que Julio De Caro descubrió el tango
Vidas
de santos
Muchos
saben que Lidia Satragno es una extraordinaria narradora oral. Lo que
no tantos saben es que la dama escribe con la misma
solvencia y elegancia con que habla. Y que ha ido transcribiendo muchas
de las extraordinarias conversaciones que tuvo a lo largo de su extraordinaria
vida. Es un orgullo para Radar publicar esta pieza a dos voces en donde
el maestro Julio De Caro confiesa cómo se fue de la casita de
sus viejos a los catorce, por culpa del tango, y cómo volvió
a ser recibido en ella, veinte años después, también
gracias al tango.
POR
PINKY
Uno
de los privilegios (quizás el más importante que me ha
dado mi profesión) ha sido poder acercarme a personas que admiraba.
Y aun más, haber llegado a disfrutar de su amistad. Como todo
el mundo sabe, mi música es el tango (recuerdo a mis compañeras
de la secundaria, en plena época del bolero, diciéndome:
No digas que te gusta el tango, sos un quemo). Tuve el privilegio
de ser amiga de Aníbal Troilo, de Cátulo Castillo, de
Julián Centeya, de Sebastián Piana y, especialmente, de
ese hombre tan adorable como extraordinario que fue Julio De Caro. En
el año 74, yo hacía un programa que se transmitía
para todo el interior, en el cual entrevistaba mano a mano y a lo largo
de una hora a diferentes figuras. Un día convencí a Julito
De Caro para que viniera al programa y contara algunas de las muchísimas
anécdotas que le había escuchado en privado. Llegó
al estudio acompañado de su mujer, Corita, con su elegancia y
distinción de siempre, lejos del estereotipo tanguero. Quizá
fue la ubicación del estudio, en la calle Catamarca, lo que lo
llevó a recordar la época de su niñez en que vivía
en esa misma calle (de hecho, a pocos metros del estudio donde estábamos
grabando), precisamente la época en que accedió al mundo
del tango, de una manera tan fascinante como tremenda, tal como se verá
a continuación.
¿Cómo estás, Julito?
Muy feliz, me siento renovado, me siento joven con estos
setenta y cuatro años. Porque, como vos sabés, yo voy
a la vera del siglo: nací en el noventa y nueve, en la calle
Piedad, que ahora se llama Bartolomé Mitre. En la esquina que
es hoy Bartolomé Mitre y Ayacucho, a fines del siglo pasado:
Buenos Aires era una aldea casi. Papá y mamá me contaban
que después creció tan rápido... ¡Pero en
ese entonces había farolitos a querosén! Por esos barrios,
salir a las seis o siete de la tarde, cuando anochecía, era realmente
sentirse finado. Pero aquí me tenés, con 74 años
vividos intensamente, porque en mi profesión uno va de un lado
para otro: otros pueblos, otras ciudades, otra gente, otros idiomas...
Vos sabés que fue un poco accidentada mi vocación por
el tango, no tuve la suerte de que a mis padres les gustara que fuese
así.
Contame desde el principio. ¿Cómo fue tu infancia?
¿A qué colegio ibas?
Vivíamos en Defensa 1020, fui a un colegio de San Telmo
los primeros grados, después nos mudamos para acá, a Catamarca
y México. Ahí conocí a Villoldo, a Bevilacqua,
a Saborido, a Arolas, a Greco... También a Alberto Williams y
a otros maestros. Pero, como mi papá vendía bandoneones,
tenía la exclusividad de venta de bandoneones en Buenos Aires,
entonces caían al negocio todos estos señores que lo tocaban...
El más asiduo concurrente era Vicente Greco, al que llamaban
Garrote, que ha sido una figura prominente, realmente de
vanguardia, en el tango. Me acuerdo que era el año diez, había
llegado la Infanta y Greco fue de visita al negocio para que lo escuchase,
¿cómo se llamaba el editor?, Caviglia, sí. Porque
papá tenía también una academia de música
allí. La cuestión es que Greco empezó a tocar el
tango La Infanta y se llenó de gente el negocio y
la calle... Todo. Era una locura.
Es conocida una anécdota que revela la tozudez de tu padre:
a vos, que te gustaba el violín, te obligó a estudiar
piano. Y a Francisco, tu hermano, que prefería el piano, le impuso
el violín...
Así es. Afortunadamente, a nosotros se nos ocurrió
intercambiar las lecciones y pudimos aprender cada uno el instrumento
que le gustaba. Bueno, yo estaba enloquecido con el tango; me había
aprendido El pibe y El morochito... A escondidas,
claro, de contrabando. ¡Y ahora estaba Greco ahí, y todos
aplaudían! A mí me parecía, no sé, como
si uno tuviera un caballito de madera y de pronto le regalan uno de
verdad, un pony de carne y hueso... Me enloquecí, corrí
para adentro, saqué el violín y me puse a tocar El
pibe, como un homenaje a él. ¡Y fue mi perdición!
¿Por qué?
Porque papá se puso furioso, me mandó adentro,
¡no le gustaba nada nuestra debilidad por el tango, le parecía
una música prostibularia! Y menos que menos le gustaba que desobedeciéramos
sus órdenes: porque yo tenía que tocar el piano, no el
violín. Pasaron los años y acá cerca, en Catamarca
y México (porque han sido mis barrios éstos), los muchachos
me vinieron a buscar para ir a verlo a don Roberto Firpo, uno de los
ases... ¡Roberto Firpo, que ha sido una lumbrera en el tango!
Porque yo no estoy de acuerdo con algunos colegas míos que lo
quieren dejar de lado: es lo mismo que si los argentinos quisiéramos
olvidar a San Martín, a Moreno, a Belgrano. Imposible, ¿no?
Bueno, cuando me dijeron de ir a escucharlo a Firpo, yo ni lo pensé.
Tuvieron que prestarme pantalones largos, porque todavía yo iba
de pantalones cortos. Antes los muchachos se ponían los largos
a los dieciocho años, como las chicas también eran lanzadas
al mundo a esa edad, ya tenían derecho a tener una simpatía,
a tener novio. Yo apenas tenía catorce...
¿Así que te pusiste los largos y te fuiste a ver a
Firpo?
¡Fue una noche...! Parece realmente una novela contar
todo lo que ocurrió. Me llevaron los amigos, incluso me consiguieron
ellos los pantalones, y yo que era muy menudo y muy delgadito no podía
ni caminar de lo largos que eran, ¡los tenía que llevar
enrollados a la cintura! Bueno, nos sentamos en una mesa, todos pidieron
guindados y yo no sabía qué pedir, así que dije:
granadina con soda. Firpo estaba tocando, era una maravilla. Y, de pronto,
todo el mundo empezó a gritar: ¡El pibe! ¡Que
toque el pibe! Yo creí que era el tango El pibe...
¡Y el pibe era yo! Que tocara yo, pedían, porque estos
compañeros míos del colegio Mariano Moreno me habían
hecho una trampa, me habían llevado engañado. Bueno, la
cuestión es que me levantaron y me llevaron casi en andas al
palco. Ahí estaba Tito Rocatagliata, que era muy buen violinista,
y otro famoso violinista que se llamaba Ferrasano, los dos mejores violinistas
que tenía el tango en el país estaban allí... Tito,
que era famosísimo, me alcanzó el violín, y yo,
con el instrumento en la mano, me sentí... De pronto los nervios
desaparecieron y me sentí dueño de mí mismo, con
el violín en la mano: Vamos a tocar La Cumparsita, maestro,
le dije a Firpo, y cuando venga la primera de vuelta, la hacen
despacito, que yo voy a hacer un contracanto. ¡Para qué
habré hecho eso! Fue apoteótico. Yo estaba asustado, bajé
casi a ciegas del palco, y una mujer, una francesa, de las que llamaban
cocottes (que eran unas mujeres muy elegantes, como las maniquís
de ahora, ¿no?, las cocottes tenían grandes modistos que
las vestían, y eran las apreciadas por un Benito Villanueva,
un Álzaga Unzué, no era pecado, era realmente un honor),
bueno, esta mujer me empezó a morder, a besar, qué sé
yo, ¡yo era muy chico, era inocente! Casi me sofoca. Hasta que
un señor la apartó, le dijo en francés que se retirase.
Yo me sentí ya medio liberado... Aunque estaba todo mordido.
¡Me parece un sueño contar esto! Y el señor que
me había salvado me dice: Vos vas a tocar conmigo, pibe.
Yo no voy a tocar con nadie, señor, yo sólo me quiero
ir a mi casa, le contesté. Pero él insistió:
Vos vas a tocar conmigo, yo soy Arolas.
¿Era Eduardo Arolas?
Era. Parece que había sido grandioso lo que yo había
hecho con el violín esa noche, pero yo salí corriendo,
me llevé las mesas por delante, él me quería agarrar,
pero igual salí a la calle, corriendo como loco, me trepé
al tranvía 52 y llegué a mi casa. Lo primero que hice,
como era sábado, fue contarle a mi mamá lo que había
pasado. Ella se asustó toda: No hay que decirle nada a
papá que has hecho eso, que te has ido con los amigos.
¡Pero, mamá, ellos me llevaron!, le dije yo.
Porque ella los conocía a todos: en este barrio, que ha sido
un barrio extraordinario, vivían los De Valle, los Discépolo,
los Simari, los González Tuñón, el Malevo Muñoz...
Pero mi madre me dijo: Te vas a olvidar de esto, no tocarás
nunca más, en ninguna parte. Porque, poco tiempo antes,
había hecho una especie de trampa con De Valle: me había
ido al Teatro Lorea (su voz se adelgaza, se aniña), yo quería
tocar en la orquesta...
¿Tu padre qué dijo? ¿Se enteró?
No se enteró de nada. Pero a los dos o tres días
llegó Arolas al negocio y preguntó por mí. Y mi
padre dijo: Yo los he atendido siempre bien a ustedes, pero con
mi hijo no se metan. ¡Mi hijo va a ser médico, él
no toca tangos!. Arolas, inmutable, se limitó a contestar:
Yo he venido porque Ferrari me dijo que aquí hay un chico
que toca muy bien. Y, como ando sin elementos y tengo que debutar, he
venido a buscar a este niño, que dicen toca muy bien el violín.
Usted me lo presta unos días y.... Ahí mi padre
estalló: ¡No le presto nada y se me manda a mudar
de acá!. Y a mí, que estaba escuchando, me dijo:
¡Usted vaya para adentro ahora mismo!. Pero esa noche
yo le conté a Ferrari lo que había pasado y él
me dijo: Vamos a verlo a Arolas. Vos tenés que tocar tangos.
¡Vos sos un genio!. Y me llevó con él. ¡Me
hacés rememorar tantas cosas, Pinky!
Bueno, pero qué pasó después.
Me fui nomás a tocar con Arolas. La gente me llamaba
Billiken, por lo delgado y menudo que era, y por los cachetes
como coloreados. Además de la edad, claro: porque yo parecía
de diez años, era muy chiquito. La cuestión es que una
noche, volví de tocar con Arolas (la voz se le quiebra) y golpeé
suavecito la puerta para que mi madre me abriese...
¿Cuánto hacía que tocabas con él?
Días... una semana llevaba tocando con Arolas (le
cuesta hablar), y el que me abrió la puerta fue papá.
Y me dice: ¿Qué hace con ese violín bajo
el brazo?. Yo nunca le había mentido, nunca mentí.
Le dije: Papá, vengo de tocar. Estoy tocando con Arolas.
Estoy tocando el violín con Arolas. ¿Arolas?
Ése estuvo acá, en el negocio. Entonces me hizo
sentar, y me explicó que yo no podía tocar tangos, que
debía seguir mi carrera y estudiar para concertista, si no quería
ser médico: Eso que estuvo haciendo es una música
bastarda, me dijo. Porque él era un maestro a la antigua,
a los veintisiete años había sido maestro del Conservatorio
de Milán y en La Scala, ¡era un genio musical, papá!
Y entonces me dijo: Usted tiene que elegir, ahora. Yo era
muy inocente, había estado muy enfermo de chico, siempre, y no
conocía la calle, así que le dije: Papá,
¿usted me da a elegir?. Sí, hijo, ya sabe
lo que es el tango: música prohibida. No es para nosotros.
Pero yo le dije: A mí me gusta el tango, papá. Si
usted me deja elegir, yo le voy a dedicar toda mi vida al tango.
Entonces abrió la puerta, me empujó hacia afuera y me
gritó: Esta casa no es más la suya. Yo no soy su
padre. Usted ya no tiene familia. ¡Váyase con su música!
En su camino va a descubrir que esa música que a usted le gusta
es lo único que va a encontrar. ¡Pero esto no lo va a encontrar
más! (De Caro tiene la cara arrasada en lágrimas).
Así que me senté en el umbral de la puerta, me puse a
llorar, y cuando empezó a amanecer me fui caminando como un sonámbulo...
Llegué a casa de mis abuelos (hace un enorme esfuerzo para reponerse),
que vivían en la calle Independencia al 500... sabiendo que,
o dejaba de tocar y me reintegraba a mis estudios, a mis cosas, o perdía
todo...
Y seguiste tocando tangos.
Y seguí tocando tangos. Pasaron veinte años
(rápidamente pasan por mi cabeza las cosas que el mismo De Caro
o sus amigos me han contado, porque ya son leyenda: su éxito
en Buenos Aires, el suceso arrollador en Brasil y, antes de su consagración
definitiva en París, esa noche en Montecarlo cuando, al salir
al escenario, sintió por primera vez en su vida que no podía
tocar, que su seguridad lo había abandonado, y entonces se volvió
hacia la orquesta y cambió el primer tema, porque empezaba con
un solo de violín, y él estaba aterrado frente a esa audiencia
plagada de personalidades expectantes, y de pronto se oyó una
voz estentórea, alguien se había puesto de pie entre el
público y decía: Señores, están ustedes
ante el más grande músico de tango, así que les
ruego que la misma generosidad que me han brindado siempre se la anticipen
a él y lo recibamos con un aplauso, y el que había
hablado era nada más y nada menos que Carlos Gardel, y por encima
del aplauso, De Caro empezó a tocar, hizo el primer tema, hizo
el segundo tema, que era El torito, y entonces un señor
bajito y muy elegante corrió las mesas para hacer espacio y se
puso a bailar con su pareja, y cuando terminó el tema le pidió
a Julio que lo repitiera, se lo hizo tocar tres veces, y recién
al bajar del escenario De Caro supo que era Chaplin), ¡veinte
años, Pinky! Durante todo ese tiempo, yo le mandaba a mi mamá
todos los recortes de prensa desde Europa y otras partes. Siempre le
escribía, pero nunca tuve respuesta.
¿Nunca nada?
Nunca. Hasta que un día en que daba un concierto en
el ópera, cuando terminamos la función (los músicos
salíamos un poquito más tarde, para que la gente se fuese
yendo del teatro), salí al hall y, entre la poca gente que había
en el fondo, ya en penumbras, la vi a mi madre... Y a mi padre. Mamá
se adelantó para decirme que lo atendiese bien, que él
había decidido venir, y yo me acerqué y le dije: ¿Cómo
está, papá?. Bien. Estoy bien, contestó
él con voz ligeramente imperativa. Quiero hablar con usted,
vamos a casa. Yo tenía coche, antes uno paraba el coche
en la puerta del cine, no era como ahora, el vigilante te lo cuidaba,
sabía que era de Gardel, o de Canaro, o de Lomuto (por un instante
se ríe, después su voz cambia, se vuelve grave). Llegamos
a casa, nos sentamos, mi madre se retiró, él me ofreció
un cigarrillo, yo le dije que no fumaba, él insistió:
Sé que no lo he autorizado, pero ya puede fumar en mi presencia.
No, papá, gracias, le dije yo. Hijo,
me dijo él entonces, ¿qué es lo que hacés?
¡Hacés una música del cielo! ¡Yo no sabía
que hacías esto! (su voz se corta por los sollozos). Y
entonces me pidió perdón. ¿Te das cuenta, Pinky?
¡Él me pidió perdón a mí! ¡Yo
no lo había deshonrado! (hace un enorme esfuerzo para dominarse).
Pero me costó veinte años. Veinte años de cuidarme,
y estudiar, porque yo pensaba, mi escudo era pensar que yo no lo había
deshonrado, y que no lo iba a deshonrar. Me cuidé de todo. Y,
como la salamandra, salí ileso: no conocí ninguna trampa,
ninguna cosa, de mi trabajo me iba a dormir. Arolas me acompañaba,
al principio, todas las noches me acompañaba. Y ya más
grande, no he sabido nunca de nada, ni he vivido nunca nada. Pinky,
mi vida ha sido una vida pu-do-ro-sa (su voz baja, es casi inaudible):
la vida de un santo.
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