Hace
exactamente treinta años, Osvaldo Bayer viajó a Río
Gallegos para develar un enigma de su niñez: cuál de las
dos versiones que le habían dado su padre y su madre sobre los
fusilamientos de obreros durante el gobierno de Yrigoyen era más
cierta. El resultado de esa colosal investigación, La Patagonia
rebelde (llevado al cine por Héctor Olivera), le costó
la censura y el exilio. Hace pocos días, cuando la Universidad
de Río Gallegos lo homenajeó con un Doctorado Honoris
Causa, Bayer volvió a la ciudad que le había dado la espalda
durante su investigación y pudo exorcizar los fantasmas que lo
obsesionaron durante tres décadas.
Los
fantasmas del historiador
POR
OSVALDO BAYER, DESDE RIO GALLEGOS
Casi
siempre sin saberlo, el historiador tiene como meta dejar enseñanzas,
en la espera de que todo sirva para aquello de la paz eterna,
que vendría a ser uno de los fines de la filosofía, o
el fin fundamental. Sin saberlo, decimos, pero como inmanente y secreto
anhelo. Y una paz eterna, decimos, a la que tal vez no se llegue sin
la concreción de la utopía kantiana de la sociedad
de los ciudadanos del mundo. El historiador aprende eso al ponerse
a armar el inmenso y complicadísimo rompecabezas de la investigación.
Para lo cual debe calzarse los guantes de la Ética, para no ser
salpicado por su propio interés y quedar manchado. Claro está
que el historiador no debe dejar de ser humano en ninguna circunstancia:
la Ética es profundamente humana y no debe quedar solamente en
el oficio de ser guante, pero sí ser limpia, de manos limpias.
Sólo un estudio profundo del hecho y su época puede ser
llevado a cabo después de una investigación detallada,
del sondeo de las almas de los personajes y de sus ambientes e influencias:
los buenos y los malos, que finalmente no son otra cosa que los rebeldes
y los guardadores del orden establecido, y viceversa.
Poder captar en toda su magnitud la imaginación de la realidad
es hacer verdadera historia. Ése fue mi enfrentamiento cuando
comencé, aquí en Río Gallegos, hace treinta años,
la investigación sobre las huelgas patagónicas. Me encontré
con un cosmos en el cual, de pronto, se habían dado todas las
facetas históricas que se reproducen en la humanidad desde hace
siglos: el funcionario obediente que está para cuidar los intereses
del poder; el policía que cuida ese orden con el ojo avizor;
los políticos saltando entre el denominado deber de obedecer
y la demagogia que trata de ganar tiempo sin fijar la solución;
el militar que cumple a rajatabla o cree hacerlo las ordenes
recibidas. El miedo en las esquinas y los dormitorios. Los rebeldes
sensatos y aquellos que se extralimitan en sus sueños. Los soldados
que llegan al crimen por la lotería del destino. Y todo esto
en la región de los contrastes, donde los que ya llegaron desean
mantener y acrecentar lo logrado, entre aquellos que van juntando los
granitos de arena para construirse el horizonte a través del
propio esfuerzo, y el rebelde que quiere compartir o hasta organizar
desde abajo esa sociedad recién construida, que aún muestra
los ladrillos a la vista.
En este gran maremágnum de pequeñas proporciones el historiador
debe armar el rompecabezas. La Muerte está presente y sus protagonistas
tratan de explicarse. Cada uno tiene su explicación. Se aplica
el orden y la obediencia contra la desobediencia. Quién tiene
razón: ¿el que dice hacer cumplir las leyes o quien pide
igualdad? El historiador escucha y lee y se sorprende por lo multifacético
del alma humana.
PEQUEÑO
ENTREACTO
Los padres del historiador vivieron en Río Gallegos en los años
de la huelga. El padre había quedado muy impresionado por los
fusilamientos de obreros y los castigos que se aplicaba a los peones
prisioneros. Diez años después, el padre contaba a sus
hijos entre ellos estaba el futuro historiador sus recuerdos
de las ejecuciones del comandante Varela y todo lo atinente a las huelgas
rurales. Juzgaba con ira y tristeza el comportamiento de las tropas.
Cuando el padre del futuro historiador salía, la madre corregía
los relatos del padre diciéndoles a los hijos: No fue tan
así como lo cuenta vuestro padre; me acuerdo bien cuando vino
casa por casa el propio jefe de policía y les decía a
las mujeres: No salgan, quédense en casa porque pueden venir
los huelguistas que violan a las mujeres y se roban a los chicos. El
futuro historiador quedó magnetizado por las dos versiones tan
distintas. Cayó en una especie de esquizofrenia que a veces no
lo dejaba dormir. ¿Quién tendría razón?
Más de treinta años después, iniciaría la
investigación que lo acercaría a la verdad. Treinta años
después de terminada la investigación, continúansiguiéndolo
los personajes implicados en la historia, rogando que se los escuche.
LA
MAESTRA Y LOS TRES SOLDADOS
A Delfina Varela de Ghioldi, la maestra que consagró la vida
a su profesión, le brillan los ojos cuando trataba de hacer creer
al historiador que el hermano de ella, el teniente coronel Varela, era
una persona llena de bondad. Con dedos muy intranquilos plancha las
viejas cartas que el comandante, llamado la hiena de Patagonia,
escribía a su madre desde esas latitudes sureñas, encabezadas
con un invariable Queridísima mamita. ¿Usted cree
que alguien que escribe así con tanto cariño a su madre
puede ser fusilador de obreros?, insiste. Y sus ojos bien negros
escrutan al historiador para no dejarlo libre hasta convencerlo. Al
historiador le gustaría creerle, tal la intensidad un tanto desesperada
de la famosa maestra.
El ex soldado Radrizzani, que intervino en los fusilamientos de La Anita,
tiene setenta años cuando el historiador va a entrevistarlo a
su casa de Tres Arroyos. Lo recibe como si lo hubiera estado esperando
cincuenta años. Lo hace pasar a la cocina donde lo invita con
mate. El ex soldado conscripto comienza el relato con su incorporación
al Regimiento 10 de Caballería, da detalles del viaje y de la
campaña. Llega por fin al relato de los fusilamientos y ahí
se quiebra. No puede retener algunos sollozos. Y comienza una especie
de mansa protesta: ¿Por qué Dios me mandó
allá a matar, si yo siempre había sido un buen cristiano,
cumplidor de los deberes de la religión? ¡Por qué,
señor, por qué!. Radrizzani recuerda que le tocó
fusilar a un chileno y que le temblaba tanto el brazo con el máuser,
que el disparo le pegó finalmente en la ingle al prisionero:
El pobre hombre se dobló... . La emoción del
ex soldado llega a tal punto que, luego de una larga pausa, hace un
gesto con la mano, como si quisiera expresar la fatalidad del acto que
él no había buscado. El pobre hombre se dobló,
repite.
Las diferencias entre los seres humanos sumergen al historiador en una
enorme duda: en la misma ciudad, en el mismo barrio, en la misma calle
que el ex soldado Radrizzani, justo al lado, vive el ex soldado Ulises
Comán. Recibe al historiador en la calle y no lo invita a pasar,
pese al frío. El historiador le pregunta al ex soldado Comán
si estuvo en la estancia La Anita con el Regimiento 10 de Caballería
y Comán le responde: De la campaña patagónica
no me acuerdo absolutamente de nada. Sólo recuerdo que fuimos
en barco y volvimos en barco. Después no sé más
nada. Y mira sonriendo casi despectivamente al historiador.
Un tercer ex soldado, Emilio Gamondi, de Olavarría, admitió
que hubo fusilamientos, pero señaló que la actuación
del Ejército fue correcta, imprescindible frente a un estado
de subversión. El historiador piensa: ¿cómo
es posible que tres jóvenes que se criaron en la mismo zona,
que fueron a la misma escuela, que trabajaron los tres en tareas rurales,
reaccionen en forma tan diferente ante la disyuntiva a la que los llevó
el destino? Tarea difícil la del historiador. ¿Cómo
interpretar esto? Marx no lo hubiera podido ayudar. Tal vez Freud...
LOS
CIVILES NO ENTIENDEN
El coronel Schweizer quien, como teniente primero, fue el ayudante
de Varela en las expediciones patagónicas recibe al historiador
en su casa con amplio jardín. Es muy amable y no desmiente nada.
Reconoce los fusilamientos, principalmente de los dirigentes gremiales
y de los delegados de estancia. Sin juicio previo. No, no se cumplió
con el código militar. Se fusiló por orden superior. De
acuerdo con los antecedentes que se recogían en las mismas estancias.
O ante la acusación de estancieros o de policías. Y, ante
la expresión de tímida censura del historiador, el coronel
Schweizer abandona sus buenos modales y alza la voz. Es cuando llega
la verdad. Por lo menos su verdad: Usted, como civil, le
dice al historiador, jamás va a comprender al militar.
Para comprender el porqué de los fusilamientos en la Patagonia
tiene que ser militar. A nosotros se nos ordenó solucionar el
problema de cualquier manera. Y cumplimos con la orden. No podíamos
volver a Buenos Aires y decir: Señor Presidente, nos dio lástima
esa gente. No: lo que valía era la solución absoluta del
problema. Y nosotros lo solucionamos. Nunca más, durante cincuenta
años, hubo huelgas en el Sur.
El historiador hace esfuerzos, pero no: no comprende al militar. El
historiador es un civil. ¿Acaso a la Historia la tendrían
que escribir a medias civiles y militares? ¿Y los políticos?
¿Y los teólogos? ¿Acaso no piensan diferente? Pero
matar es matar, razona el historiador. La vida es la vida. Para todos.
LOS
MILITARES SE EXTRALIMITAN
El senador radical santacruceño Bartolomé Pérez
espera en su casa de Buenos Aires al historiador. El senador era un
joven dirigente partidario de Yrigoyen en tiempos de la huelga. Guarda
una perfecta memoria de aquellos tiempos. Le dice al historiador que
la orden de Yrigoyen era terminar de una vez por todas con las huelgas.
Sí, Varela traía la orden de pena de muerte firmada por
el presidente. Pero la tragedia, dice Pérez, puede definirse
así: Yrigoyen dio la orden de represión, pero creyó
que Varela la iba a aplicar sólo con los cabecillas. Pero a Varela
se le fue la mano, empezó a fusilar a diestra y siniestra. Eso
jamás fue ordenado por el presidente. Varela se extralimitó.
No hubiera necesitado jamás hacer esa matanza. La explicación
pareciera dejar satisfecho al propio senador.
Todo esto ocurrió hace tres décadas. Sin embargo, los
fantasmas siguen repitiendo la misma cantinela aún hoy en la
memoria del historiador. En un departamento de la calle Marcelo T. de
Alvear, es recibido por el estanciero Correa Falcón. Pese a su
edad avanzada, el hombre se mantiene enhiesto y de voz firme. Él
fue el gerente de la Sociedad Rural en los tiempos de la huelga; él
fue quien organizó la resistencia y acompañó a
las tropas. Correa Falcón habla con desprecio de los huelguistas,
pero en determinado momento baja la voz, que adquiere un tono confidencial:
A Varela se le fue la mano. Los estancieros nos reunimos y les
fuimos a pedir que no fusilara más, porque nos íbamos
a quedar sin peones para la esquila. Los chilotes no iban a venir más
de puro miedo. Y entonces subiría el precio de la mano de obra,
que habría que traerla de La Pampa y de las llanuras bonaerenses.
Pero el coronel siguió con su método. No nos escuchó.
Una interpretación sumamente práctica. Un cálculo
por cabeza de oveja y por cabeza de peón. Correa Falcón
hace servir té en porcelana inglesa al historiador y en todo
momento lo trata caballerescamente.
LA
HISTORIA ME OBEDECERA
El historiador comenzó a ver más claro. La Historia se
iba haciendo cada vez más blanca y negra. Pero los contrastes
más vivos llegaron en la entrevista con el general Anaya, que
había sido capitán en la campaña patagónica
del comandante Varela. Anaya tenía una memoria a toda prueba
y la entrevista fue convirtiéndose en una polémica. El
historiador poseía copia de todos los partes militares que Anaya
había enviado a su jefe (y, por ende, al ministerio de Guerra).
Sus argumentos encontraban allí el límite ante los documentos
históricos. Pero el general iba aumentando el tono de su arenga,
mientras el historiador comparaba abiertamente lo que declaraba el general
con lo que había escrito casi medio siglo atrás en Santa
Cruz. El clima se volvió irrespirable. El general expulsó
de su domicilio al historiador. La polémica siguió por
escrito en el diario La Opinión. Y allí se produjo la
prueba definitiva. El general Anaya escribió la frase: Los
fusilados por mi orden. Era el primer reconocimiento de los fusilamientos
por escrito que hacía un oficial intervinente en la represión.
La frase era definitiva. Los fusilados por mi orden. ¿En qué
ley de la República, en qué código, en qué
artículo se establecía que el entonces capitán
Anaya tenía el poder de fusilar? En la frase quedaba al desnudo
la verdad, la inverosímil verdad, la indescriptible verdad. El
general murió en su cama a los 96 años. Entre sus fusilados
más de medio siglo antes se encontraban peones que no habían
alcanzado la mayoría de edad.
Pero todo quedó impune. La verdad de todo, la culpa de todos,
de la república democrática, para decirlo sonoramente,
quedó reflejada en el documento producido en la Cámara
de Diputados de la Nación donde se discutió la tragedia
en todos sus matices. Es la versión taquigráfica de la
discusión y de la resolución final: no a ninguna investigación,
no a la comisión investigadora. Sólo estaba permitido
el silencio. Santa Cruz estaba demasiado lejos. Los fusilados eran pobres
gauchos, chilotes, gallegos, polacos anarquistas.
Pero las imágenes quedan. El historiador fue a entrevistar al
coronel Viñas Ibarra, el autor material de los fusilamientos
en La Anita. El militar recibió al historiador con mucho agrado,
hasta con euforia. El señor coronel estaba ciego. Conversó
durante toda la entrevista él solo, consigo mismo. Imaginó
figuras, situaciones increíbles. Repetía la misma historia,
como para poder creérsela él mismo. Repitió y repitió
que en la estancia La Anita habían ocurrido verdaderos combates.
Y que en esos combates el Ejército había vencido a las
peonadas. ¿Sabe por qué? Porque nosotros nos poníamos
a favor del viento y éste llevaba nuestras balas más velozmente.
A ellos, el viento en contra les desviaba las balas. Y ganamos,
decía con voz triunfalista. Y, para darse más seguridad,
estallaba en una carcajada. El historiador le preguntaba por qué
no había ningún testimonio de nadie sobre tal combate.
Y el coronel ciego repetía, una vez y otra, hasta creerse él
mismo: Se lo estoy diciendo yo, que era el jefe militar de esa
zona.
A veces, la Historia la hace el jefe.
YO
FUI VICENTE JUANES
El historiador buscó durante meses a Vicente Juanes, uno de los
obreros líderes del movimiento, que había logrado huir
y desde ese entonces vivía en la ilegalidad. Al historiador le
contaron que en el barrio de Mataderos vivía un obrero llamado
Ernesto García, ya anciano, que solía hablar de las huelgas
patagónicas. El historiador lo fue a ver. Vivía en un
altillo, en una habitación muy limpia y ordenada pero humildísima.
García recibió al historiador. Hablaron. El humilde hombre
le relató que había actuado en la zona de San Julián.
El historiador le dijo que, de esa zona justamente, estaba buscando
desde hacía años a un tal Vicente Juanes. Ernesto García
carraspeó. Mirando a los ojos del historiador le dijo:
Yo soy Vicente Juanes.
El hombre que, treinta años después, desnudaba su identidad
había escrito toda la tragedia. La frase final de ese cuaderno
escolar escrito con tinta decía: A vosotros, miembros del Ejército
Argentino, sólo os deseo que en vuestras mentes y en vuestras
noches de insomnio tengáis siempre en el recuerdo las vidas que
segásteis en Santa Cruz, y el desprecio de todos, pues la historia
descubrirá vuestras hazañas. ¡Lástima que
esas hazañas no la hayáis pagado como vuestro jefe coronel
Varela! Gracias a las personas piadosas que dieron sepultura anónima
a los restos que encontraron por el campo patagónico. Pero así
y todo quedaron muchos montículos de fusilados y después
quemados, y sus restos tapados en una misma zanja con un poco de tierra
y pedregullo. Pero el viento patagónico, como rey y señor
de esos parajes, también los descubrirá dejándolos
a la vista, como queriendo decir: contra mí nada podéis
hacer, hoy yo descubrolo que vosotros quisisteis ocultar de vuestra
sangrienta hazaña. Firmado: Ernesto García, ex Vicente
Juanes.
YO
NO FUI; FUE VARELA
El historiador donó al Museo de Historia de Río Gallegos
el cráneo de un huelguista encontrado en la tumba masiva de la
estancia San José. Presentaba el clásico tiro de gracia,
con entrada por la sien y salida por el occipital. Carlos Raimondi,
perito balístico, constató que ese tiro final había
sido efectuado con un pistola Steyr Mannlicher, modelo 1901, calibre
7,63, de uso en el Ejército Argentino hasta 1927. Durante la
dictadura de Videla, el capitán de fragata ya retirado Jorge
Schilling, que había actuado en Río Gallegos durante la
primera huelga contra los dirigentes de la Sociedad Obrera, pidió
ver el cráneo. El marino de guerra ya estaba muy anciano y llegó
acompañado por su mujer y por otros militares. Apenas vio el
cráneo con el tiro de gracia comenzó a los gritos, en
un verdadero ataque de histeria: ¡Yo no fui, yo no fui!
¡Fue Varela!. Lo tuvieron que sostener y tomarle los brazos,
lo hicieron sentar y le trajeron calmantes. Había pasado más
de medio siglo de la represión contra los peones rurales patagónicos.
Pero algo perseguía aún la memoria del señor capitán
de fragata, tan duro y decidido durante aquella campaña.
LOS
FANTASMAS
Ante el historiador siguieron desfilando ancianos llenos de miedos,
de obstinación, de tristeza, de arrepentimientos. Hoy ya han
muerto todos. Las víctimas pasaron a ser los libros, que fueron
prohibidos, quemados, ocultados. El cuarto tomo tuvo que ser editado
en el exterior. El film basado en el libro fue prohibido. El historiador
con su familia debió marchar al exilio por ese libro.
Esta historia, sin embargo, comienza mucho antes. Hace treinta años
justos este mes, cuando el historiador que no gusta llamarse historiador
sino apenas cronista con opinión llegaba a esta misma
ciudad, para iniciar la investigación. Una ciudad a la que, también
este mes se cumplen ochenta años justos, llegaron sus padres.
Aquí, en Río Gallegos, vivirían tres años
y saldrían impregnados de Patagonia, luego de ese tiempo que
marcó el recuerdo y la nostalgia para siempre.
Después del inmenso silencio que se ensayó durante medio
siglo para apagar los ayes de los fusilados, han comenzado a levantarse
monolitos recordatorios, cruces que marcan las tumbas masivas, y hasta
monumentos.
Los fusilados van regresando uno por uno del olvido. Se los distingue
porque llevan las vestimentas humildes de los trabajadores rurales de
antes. Su sangre regó la tierra seca y el viento sigue acompañándolos.
En cuanto al teniente coronel Varela, permanece en su tumba, en el subsuelo
del panteón militar de la Chacarita. Jamás una flor, pero
engalanada con una única placa, de 1923, que dice: Los británicos
residentes en el territorio de Santa Cruz a la memoria del teniente
coronel Varela, ejemplo de honor y disciplina en el cumplimiento del
deber.
El filósofo Inmanuel Kant llamaría a los trabajadores
fusilados ciudadanos del mundo. Con un poco de pesimismo,
pero con mucha esperanza. Mucha esperanza. El historiador ha salido
a recorrer las calles que caminó hace treinta años. No
es fácil. Enseguida nota a sus espaldas las sombras del coronel
Viñas Ibarra, que le trata de explicar el combate de La Anita
y cómo el viento soplaba a favor de los militares; y más
atrás la sombra del soldado Radrizzani, que todavía no
ha resuelto el dilema de por qué Dios lo mandó, tan joven,
a matar seres humanos; y, más allá, la sombra de la señora
Delfina Varela de Ghioldi, que va emparejando las cartas enviadas desde
la campaña militar por su hermano, el comandante, encabezadas
tiernamente con las palabras: Querida mamita. El historiadorno podrá
jamás resolver estas incógnitas. Pero sí propondrá,
al menos, que la Memoria no sea olvidada, que sirva como sendero para
las próximas generaciones que habiten en estas benditas regiones
de distancias y sueños.