Por Ema Cibotti * Jorge Luis Borges decía que un hombre sólo ha muerto cuando el último hombre que lo ha conocido muere a su vez, es decir cuando ya no queda nadie que pueda recordarlo de viva voz. La biografía de José de San Martín no culmina entonces el 17 de agosto de 1850, por lo menos se prolonga medio siglo más. De hecho hasta comienzos del siglo XX es posible encontrar voces benevolentes o maledicentes sobre su persona, ecos de la polémica que su trayectoria vital despertó. En este sentido, interesa el testimonio que deja Vicente Quesada en 1915. El historiador y diplomático recuerda en una conferencia pública que ha recibido de manos de un investigador peruano un retrato de un supuesto hijo natural de San Martín muerto poco tiempo atrás en Lima, y agrega: ha sido voz pública en la ciudad del Rimac, que aquel mulato era bastardo del héroe. Quesada le resta importancia al hecho pero no omite contarlo. ¿Quiere humanizar al prócer? No, no necesita hacerlo, simplemente acude a la tradición oral que todavía opera con fuerza sobre el sentido común. La perspectiva borgeana permite entonces revisar la construcción del mito sanmartiniano y ubicar en su contexto la actual afirmación que ubica a San Martín como un héroe en el bronce desde... siempre. El endiosamiento del prócer y sobre todo la militarización de su figura no es imputable al siglo XIX, y según se lo mire, es un fenómeno mucho más tardío, o más reciente: comienza bien entrado el siglo XX. Por el contrario, si buscamos estas huellas en los primeros biógrafos de San Martín, no las encontraremos. Los contemporáneos del prócer ejercitaron sin temor la crítica directa y abierta sobre su persona como sobre sus actos. Dos de ellos lo conocieron en el exilio. Domingo Faustino Sarmiento lo visitó en Grand Bourg en 1845, dos años antes había estado Juan Bautista Alberdi. Pese al enorme interés y admiración que despertaba en ambos, ninguno dejó una visión apologética de su anfitrión. Sobre todo el sanjuanino juzgaba con acritud la relación epistolar que San Martín mantenía con Juan Manuel de Rosas, un tirano condenado por la historia. Sin embargo, ya a cada lado de los Andes, los miembros de la segunda generación de la Independencia reconocían en San Martín al Libertador. Según cuenta en Historia de Chile Francisco Encina, sus antiguos oficiales chilenos también rehabilitaban en Chile su figura. En 1845 el general Francisco Pinto le escribía: Marcha a Europa mi hijo Aníbal en la legación que va a Roma, y al pasar por París tiene que cumplir con la obligación que incumbe a todo chileno de besar la mano de quien nos dio patria. Sírvase usted, mi general, echarle su bendición. En 1842 el Congreso de Chile vota por unanimidad una ley que restituye el grado y otorga una pensión vitalicia a San Martín y a Bernardo OHiggins. La reivindicación pública de ambos había comenzado un año antes con un vibrante escrito de Sarmiento en la prensa chilena. Firmado con el seudónimo de un teniente de Artillería de Chacabuco, su autor, quien obviamente no había estado en la batalla, provoca la inmediata atención pública. El artículo pone en marcha la revisión del pasado revolucionario bajo una nueva perspectiva, la del presente americano que busca allí el origen del nuevo orden institucional. Una vez retomada esta línea de continuidad histórica, la figura de San Martín adquiere el status de primus inter pares, es el primer exiliado dirá Sarmiento desde su propio exilio. Pero, su gloria no debería opacar la de los hombres que pelean la organización nacional. Por eso en 1852, caído Rosas y proscripto a su vez, Sarmiento le pide a Alberdi una biografía del héroe. Su destinatario rehúsa el convite, pues cree que se pretende condicionar su juicio. Sarmiento le contesta inmediatamente: Sin ser mi ánimo que fuese una detracción, porque yo no aconsejaría a nadie que no fuese honorable, creía que una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza y la condenación nuestra. Pero Alberdi, que se burla de este uso de la historia, queda solo. En 1865, disgustado con el curso de los hechos, y mientras acusa a Justo José de Urquiza de volver a ser un satélite de Buenos Aires, arremete contra la primera versión de la Historia de Belgrano, publicada en 1857 por Bartolomé Mitre y prologada por Sarmiento. Con ironía fustiga la vanidad nacionalista de Mitre. En Sud América, cada república tiene que deber su historia a su vecina. ¿Acaso la revolución no se ha hecho de esa manera? ¿Y cuáles fueron sus banderas? La azul y blanca, aclara Alberdi, sólo flameó victoriosa en territorio argentino en la batalla de Salta, con la bandera española se hicieron las campañas de Paraguay, de Montevideo y del Norte, con las banderas de Perú y de Colombia se definió la independencia en Ayacucho; la bandera azul y blanca sólo volvió a desplegarse en Chile pero San Martín, una vez en Lima, la reemplazó por la del Perú pese a la oposición de los oficiales argentinos. Esta es la historia que Mitre no cuenta, asevera Alberdi, porque no da votos para la presidencia. Mientras se suscitan estas polémicas, se construye el panteón nacional y se lo consagra a San Martín en el sitial de privilegio. En 1862, se inaugura la gran estatua ecuestre del héroe en Buenos Aires. Mitre presidía la república. A partir de 1875, comienza a publicar en La Nación, en forma de folletín, la Historia del general San Martín. La obra cuenta con profusión de documentos que provienen entre otros repositorios del archivo familiar de San Martín en manos de su nieta doña Josefa, que cumple con el envío. En 1878 el gobierno nacional en pleno conmemora el primer centenario de su nacimiento. Los actos son masivos. Desde el año anterior, el presidente Avellaneda ha logrado instalar en la opinión pública la necesidad de juntar fondos para repatriar los restos del Libertador. Las comisiones suscriptoras se multiplican. En ese contexto debe leerse la versión de la nieta de Alvear que reclama, en ese momento, su filiación con el prócer. El 28 de mayo de 1880, la ciudad recibe los restos de San Martín, para la ocasión se pospone el enfrentamiento armado entre los detractores y los partidarios de la federalización de Buenos Aires que ya es inevitable. Entre 1887 y 1888, Mitre concluye su obra biográfica. Su visión de San Martín no es complaciente. Lo describe como un general más metódico que inspirado, un político por necesidad y por instinto más que por vocación, en fin, una inteligencia común de concepciones concretas. Polemiza con Vicente Fidel López, que juzga con más dureza al Libertador pues no omite referir cuanto ha oído de su propio padre, Vicente López y Planes. Años después, cuando Ricardo Rojas publica en 1933 El Santo de la Espada, la tradición oral ha concluido. Rojas puede sin reservas presentar a San Martín como un héroe laico, un hombre moral por encima del militar. Su interpretación le disputa tanto a la Iglesia como al Ejército la fiscalización del ritual patrio. Pero, ciertamente después del golpe de 1930, el contexto no es favorable para este propósito. Después del golpe de 1943 el culto sanmartiniano se oficializa según los dispositivos del Estado nacional. En 1950, el general Juan Domingo Perón preside los actos del primer centenario de la muerte del Libertador. El mito se despoja definitivamente del hombre conocido y sólo viste ropaje militar. El prócer fundido en el bronce acaba definitivamente de nacer. * Historiadora.
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