PERU
El Ucayali, Iquitos y el río Marañón
La
fuente del Amazonas
Desde
los Andes y la selva peruana, la aventura de la primera expedición en
kayac por el Amazonas hasta su desembocadura en el Atlántico. El tramo
entre el Alto Ucayali e Iquitos en el relato de uno de los protagonistas,
autor del libro que testimonia esa experiencia.
Por
Joe Kane *
El
Alto Ucayali es una vía de agua en forma de intestino, que gira
y se retuerce más que ningún otro río importante
del hemisferio occidental. En avión, Pucallpa está a unos
ciento cincuenta kilómetros de Atalaya, pero por el Ucayali la
distancia es cuatro veces mayor. No hay mapas fiables del río,
que crece todos los años, cambia de curso a lo largo de muchos
kilómetros y borra pueblos enteros de un plumazo. Los supervivientes
se trasladan y, un año después, surge en otro lugar el
pueblo entero, una serie de chozas de paja donde antes sólo había
la espesura y la orilla.
¿Dónde está Tabacoas? pregunta uno
en Iparía.
¿Tabacoas? es la respuesta. Estaba a un día
de aquí, pero ahora está más lejos.
El río se divide en docenas de canales y a menudo resulta imposible
saber cuál de ellos hay que seguir. El sol no proporciona ninguna
clave. Ahora brilla en tu rostro y al momento siguiente sobre tu nuca,
y dos giros más a delante vuelves a tenerlo en la cara. Uno se
lanza ciegamente adelante, confiando en la dirección de la corriente.
El Ucayali, aunque enloquecedor, es también hermoso y sublime,
especialmente dentro de los confines de los estrechos canales laterales
que a menudo teníamos que recorrer. En estos canales (que pocas
veces tenían más de diez metros de anchura) nos acercábamos
con facilidad a los periquitos, a grandes pájaros de aspecto
de cuervo y color azul neón, a loros y a veloces pinzones dorados.
Allí donde se encontraban dos canales azotaban la superficie
los delfines y los peces voladores y, unos metros más adelante,
surgía un tronco embarrado sobre patas robustas. Al acercarnos,
estos caimanes de pesados párpados abandonaban la orilla y se
iban en lo que mi ingenuo sentido de la confianza me decía que
era la dirección contraria.
El Alto Ucayali es un río de solitarios. Unos pocos mestizos
canosos, como Don Rafael, tienen pequeñas plantaciones que pueden
contar con una población india, pero en su mayor parte el río
está poblado por asháninkas que continúan viviendo
de manera tradicional, en pequeños grupos familiares aislados.
En nuestro segundo día en el río sólo vimos otra
embarcación, una piragua conducida por un muchacho asháninka
que se movía de un modo majestuoso a lo largo de la orilla, cien
metros detrás de nosotros. Pasadas tres horas nos detuvimos,
nos escondimos en un arroyo y lo sorprendimos.
No se mostró alarmado. Quería hacer un trato.
Ustedes necesitan una tortuga dijo, y mostró un bicho
del tamaño de una mano, con un agujero en el caparazón
y un trozo de cordel a través de él.
Sosteniendo el cordel a modo de correa, depositó la tortuga sobre
el suelo de la canoa y silbó. La tortuga fue andando torpemente
hasta la proa de la canoa, titubeó en el borde y se detuvo. El
muchacho volvió a silbar y la tortuga regresó.
Ustedes necesitan una tortuga dijo por segunda vez.
Chmielinski le explicó que si nos quedábamos con la tortuga
seguramente moriría.
El muchacho suspiró y dijo:
Entonces se la comen.
Chmielinski le pagó por la tortuga, pero no se la quedó.
(...)
La ciudad fluvial. Iquitos se halla en la orilla izquierda del Marañón,
en la curva exterior del amplio y gradual giro a la derecha que describe
el río antes de encaminarse por último directamente hacia
el Atlántico, tres mil cuatrocientos cincuenta kilómetros
en dirección este. El visitante que llega a Iquitos por río,
aunque la embarcación sea un kayak, sube por una destartalada
escalera de madera y pone pie en un descolorido, pero gracioso paseo
que se dirige al norte a lo largo del Marañón durante
un kilómetro y medio, o sea una tercera parte de la longitud
de la ciudad.Mirando al río desde el paseo pueden verse cargueros
con destino al océano amarrados a muelles flotantes de hormigón
que suben y bajan con el río, que llega a crecer hasta diez metros
durante la estación de las lluvias. Garzas y airones se alimentan
de la marisma y, al este, las olas rompen contra la isla de dieciséis
kilómetros de longitud, Padre, que divide el Marañón
en dos.
Uno siente enseguida que Iquitos es una auténtica ciudad fluvial.
De hecho, está rodeada por tres lados por ríos el
Nanay al norte, el Marañón al este y el Itaya al sur
mientras al oeste la única carretera que sale de la ciudad termina
de forma brusca en la densa espesura después de recorrer unos
treinta kilómetros. En consecuencia, Iquitos está aislada
como no lo está Pucallpa y ha conservado por ello cierta gracia.
El ritmo es lento (hace demasiado calor para moverse con rapidez y además
no hay adónde ir) y el pulso básico no es el del automóvil.
En verdad, el modo favorito de transporte urbano es la motocicleta.
No es raro ver cinco o seis en línea en la media docena de calles
importantes de la ciudad, con tres personas sobre una sola máquina:
la hija al manillar, la madre en la popa y la abuelita de rostro malhumorado
bien recogidita entre las dos, las tres ataviadas con vestidos y tacones
y lanzadas a lo largo del muelle en el húmedo anochecer.
Iquitos no es grande como ciudad ni tampoco vieja. Aunque fue fundada
a mediados del pasado siglo no creció realmente hasta el auge
del caucho a finales de siglo. Sin embargo, su centro tiene un aire
colonial, vagamente mediterráneo (incluido un edificio de hierro
fundido diseñado por Alexandre Gustave Eiffel y traído
de Europa en piezas); hasta la llegada del avión, Iquitos estaba
más cerca de Europa que de Lima.
Situada en estratégica proximidad con dos grandes vías
de la selva el río Napo, ochenta kilómetros al este,
y el alto Marañón, ciento treinta y cinco kilómetros
al sur, Iquitos se convirtió en la capital comercial de
la selva peruana. Prácticamente aislada de toda autoridad exterior,
llegó a tener una fama escandalosa no del todo inmerecida. Hubo
una fiebre del petróleo en los años setenta, pero la mayoría
de las compañías petrolíferas se vinieron abajo
y dirigieron su atención hacia el interior de la selva.(...)
Sin embargo, a pesar de su fama y a diferencia de Pucallpa, Iquitos
no parece perversa. Si acaso, se ha negado a dejarse influir por otros
ritmos que los suyos propios, tan imprevisibles como el río mismo.
*
El descenso del Amazonas. Edhasa, 1991. Barcelona, España.