Todo organismo
viviente, trátese de una célula protoplasmática
o de un estamento integrado por millones de personas, está
programado para perpetuarse, empresa que puede resultarle difícil
en épocas como la actual en que especies biológicas
y sociales enteras corren peligro de desaparecer. Así las
cosas, puede entenderse el desconcierto que se ha apoderado de la
clase política criolla la cual, a juzgar por la capacidad
de sus miembros de enriquecerse y colmarse de privilegios en circunstancias
nada favorables, debería figurar entre las más exitosas
de la Tierra. Sin embargo, todo hace pensar que, como sucedió
con ciertos animales ya extintos, las habilidades que le han permitido
prosperar en un período determinado le resultarán
contraproducentes en el siguiente que, mal que le pese, ya ha comenzado.
No es ningún secreto que muchos políticos profesionales
deben su buena fortuna a la corrupción o, cuando menos, a
su voluntad de aprovechar su poder en su propio interés y
en aquél de sus familiares, amigos y simpatizantes. ¿Podrán
continuar operando así mucho más? Casi nadie lo cree.
Para alarma de los jefes de la corporación política,
ya ha caído uno de sus muros defensivos más imponentes,
el supuesto por el dogma de que criticarla en bloque equivale a
atentar contra la democracia y está bajo ataque otro, el
conformado por la presunta obligación de todos de tener fe
en la Justicia. Durante años el temor al regreso al
terrorismo castrense sirvió para que los indignados por la
corrupción pasaran por alto la conducta de la mayoría
de los políticos, pero ocurre que no se sienten tan cohibidos
como antes. En cuanto a la fe en la Justicia, los únicos
que aluden a ella son dirigentes resueltos a impedir,
cueste lo que costare, que los jueces actúen con mayor autonomía.
Aunque algunos nos advierten sobre los riesgos a su entender implícitos
en su propio desprestigio colectivo, la verdad es que se trata de
un fenómeno muy positivo. En términos políticos,
el país está evolucionando con cierta rapidez. Acaso
por primera vez, la ciudadanía está exigiendo a los
dirigentes algo más que discursos y promesas.
Ya que no podrán hacer milagros, por lo menos pueden ajustarse
lo mismo que los demás. ¿Es mucho pedir? Claro que
sí: para muchos dirigentes tener que conformarse
con ingresos comparables con los que percibirían sus homólogos
del Primer Mundo en circunstancias similares sería una tragedia
personal sin atenuantes y, para el conjunto, significaría
la desaparición de un estilo de vida que sin duda fascinará
a los historiadores futuros.
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