Por
Ricardo M. de Rituerto
Desde Chicago
Estados
Unidos firmó en el último minuto, el último día
del año, el tratado para la creación de un Tribunal Penal
Internacional (TPI), dirigido a juzgar genocidios, crímenes de
guerra y otros delitos de lesa humanidad. La orden de Bill Clinton cuenta
con la desaprobación del Pentágono, temeroso de las potenciales
consecuencias para los soldados norteamericanos, y de destacados congresistas,
que no aceptan que se fiscalice desde fuera las acciones de EE.UU. Donald
Rumsfeld, propuesto como jefe del Pentágono por George W. Bush,
se opone al tratado por estimar que socava la capacidad de actuación
de Washington.
El tratado debe ser ratificado por el Senado, lo que no ocurrirá
pronto, si es que llega a serlo. Jesse Helms, el ultraconservador presidente
del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, ha anunciado que
convertirá en máxima prioridad personal que el Congreso
lo rechace. Con esto reiteramos nuestro fuerte apoyo a la responsabilidad
internacional, se lee en la declaración suscrita por Clinton
en Camp David. El presidente deja claro que sigue preocupado por aspectos
significativos del tratado y reconoce que el suscribirlo es una
decisión estratégica porque, desde dentro, Washington estará
en condiciones de influir en el ajuste y la letra pequeña del tratado,
en especial la estructura y modo de trabajo del tribunal, que estará
radicado en Holanda.
Junto a los congresistas republicanos y demócratas más conservadores,
los militares son los grandes objetores del tratado, encabezados todavía
por William Cohen, el secretario de Defensa de Clinton. El Pentágono
teme que un tribunal de esas características actúe movido
políticamente contra soldados y diplomáticos de Estados
Unidos, país que tiene cientos de miles de hombres desplegados
por todo el globo, en primera línea en numerosos conflictos. Otros
consideran que los poderes del tribunal son muy amplios y podrían
privar a ciudadanos norteamericanos de derechos que les garantiza la Constitución.
Al contrario que el Pentágono, el Departamento de Estado es partidario
del Tribunal. A pesar de la firma, queda claro que Clinton mantiene sus
reservas y por ello indicó que ni lo va a elevar al Senado ni va
a pedir a su sucesor que lo haga.
Un portavoz de Bush declaró que en política exterior, Estados
Unidos habla con una sola voz y hasta el día 20 esa voz es la de
Clinton, pero en el entorno del futuro presidente y en las filas republicanas
son numerosas las voces que claman contra el tratado. Rumsfeld, próximo
jefe del Pentágono, suscribió hace unas semanas una declaración
contra el Tribunal porque el liderazgo de Estados Unidos en el mundo
podría ser la primera víctima. El vitriólico
Helms no se mordió la lengua. Es indignante e inexplicable,
dijo. La decisión es un flagrante intento de un presidente
saliente de atar las manos de su sucesor. Tengo un mensaje para el presidente:
esta decisión no aguantará. Convertiré en una de
las principales prioridades del nuevo Congreso el que se retire esta decisión
y se proteja a los hombres y mujeres de armas de Estados Unidos de la
jurisdicción de un tribunal internacional de ajuste de cuentas.
Al 31 de diciembre, fecha límite para suscribir el tratado, son
139 los países que han dado el visto bueno al tratado, aunque sólo
27 lo han ratificado. Hacen falta 60 para que entre en vigor. Expertos
en Derecho Internacional indican que por el hecho de firmar el tratado,
aunque no esté ratificado, Estados Unidos se compromete a respetar
el espíritu del documento, aprobado en 1998 en Roma por 120 países.
La administración de Bush se va a encontrar con una papa caliente.
No puede borrar la firma del presidente, aunque podría anunciar
que no lo ratificará. Sería un problema diplomático.
Otra vía para eludirlo es la de elevarlo al Senado con la petición
expresa de que no pase. Fuentes de la administración de Clinton
consideran que, al ser signatario, Estados Unidos está en condiciones
de ajustar a sus intereses los detalles pendientes.
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