|
VERANO
/ 12 |
Por Rodrigo Fresán hora
sí, ahora no hay duda alguna, ahora se rinden hasta las abstracciones
de los almanaques y las matemáticas: el Milenio ha muerto, larga
vida al Milenio. Por el camino, claro, se han quedado algunas cosas y
se han ganado otras. Se perdió la ingenuidad de las imaginaciones
de Jules Verne y H. G. Wells a la hora de escribir futuros siempre lo
más lejanos posibles y se ha ganado cierta sabiduría de
piel dura a la hora de comprender que, a partir de ahora, el futuro distante
importa poco y por qué no imaginar lo que puede llegar a ocurrir
el próximo fin de semana.
Zodíaco 2000
Por J. G. Ballard Nota del
autor
Los esquís
se deslizaban. El primer equipo de televisión ya había llegado
al parking del hospital, y sus integrantes observaban con los binoculares
los pisos superiores del pabellón psiquiátrico. El hombre
bajó la cortina de plástico, agotado por toda esa atención,
con la sensación de que un mundo se cerraba y se abría al
mismo tiempo a su alrededor. Esperó mientras la doctora Vanessa
ajustaba la lente de su cámara cinematográfica. El pelo
revuelto, todavía sin peinar desde que lo había buscado
a él en el comedor de los pacientes, caía sobre el visor.
¿Estaría ella poniendo el filtro de sus propios tejidos
entre ella y cualquier mensaje amenazador que pudiese revelar el film?
Desde la llegada del profesor Rotblat en la limusina del Ministerio del
Interior ella no había hecho otra cosa que fotografiarlo obsesivamente
durante toda una serie de actividades sin importancia: estudiando las
tediosas imágenes del Rorschach, montado en la bicicleta en el
laboratorio de psicología, sentado en el bidet de su apartamento.
¿Por qué lo habían elegido a él de repente,
un paciente desconocido y de tratamiento prolongado en quien nadie se
había fijado desde su internación hacía diez años?
Durante toda su adolescencia había estado subiendo a la azotea
del bloque de dormitorios y apoderándose del cielo, pero ni siquiera
la doctora Vanessa se había dado cuenta. Echando hacia atrás
el pelo rubio, la doctora lo miró con inesperado interés.
El signo del ordenador Estaba sentado
a la mesa de metal junto al podio, mirando las caras mudas de los delegados
mientras el profesor Rotblat agitaba las hojas impresas. El signo de los clones Se afirmó contra la baranda del balcón, vomitando sobre las baldosas turquesas. Siete metros por debajo del cuarto de hotel estaba el techo curvilíneo del centro de conferencia, el blanco lomo de cemento como una inmensa lente tapada. Por mucho que el profesor Rotblat hablase de universos alternativos, los delegados nada verían por ese ocular. Parecían más impresionados por la potencia del ordenador excesivamente productivo que por la de él. Hasta ese momento su vida había carecido de toda posibilidad: vóleibol con los parapléjicos, las espinillas magulladas por las sillas de ruedas, horas de tedio pretendiendo emular a Van Gogh en las clases de terapia ocupacional, luego noches de televisión y largactil. Pero al menos podía mirar el cielo y escuchar la música temporal de los cuásares. Esperó a que se le pasase la náusea, lamentando haber aceptado el vuelo en avión a ese sitio. Las recepciones del hotel estaban llenas de funcionarios sospechosamente respetuosos. ¿Dónde andaría la doctora Vanessa? Ya echaba de menos esas manos tranquilizadoras, el perfume que flotaba en la sala de proyección. Apartó la vista del vómito sobre las baldosas. Allá abajo estaba el director de la televisión, de pie en el techo del centro de conferencias, saludándolo con la mano de una manera amigable pero misteriosa. Había algo aterradoramente familiar en su rostro y en su postura, como una imagen reflejada con excesiva perfección en un espejo. A veces el hombre parecía remedarlo, tratando de señalar los códigos de una combinación para la fuga. ¿O sería algún tipo de gemelo funesto, una réplica diestra de sí mismo a la que estaban preparando para ocupar su lugar? Mientras se limpiaba la boca descubrió la píldora verde en el vómito entre los pies. Así que el policía había tratado metódicamente de sedarlo. En ese momento, decidió fugarse, y recogió el manual que el horoscopista del Home Office le había puesto en las manos después del almuerzo. El signo del Diu Sentía
en las manos el olor de la vulva. Estaba acostado de lado en el dormitorio
oscurecido, esperando a que ella volviese del cuarto de baño. A
través de la puerta de vidrio veía los muslos y los pechos
borrosos, como distorsionados por un ordenador que permutase todas las
posibilidades de una anatomía alternativa. Esta joven agradable
pero extraña, con su apartamento anónimo y su conversación
casual llena de referencias súbitas a los cuásares, la derrota
del capitalismo, los ácidos nucleicos y la horoscopía, ¿tendría
alguna idea de lo que pronto le sucedería a ella? Sin duda lo había
estado esperando en el aparcamiento de coches del hotel, preparada para
esconderlo en el asiento plegable del coche deportivo. ¿Sería
ella el correo de un consorcio rival, enviada por los poderes invisibles
que gobernaban los cuásares? En la mesita de noche estaba la espiral
intrauterina cuyo cordel había sentido en el cuello del útero.
En un impulso confuso ella había decidido sacársela, como
si hubiera resuelto conservar por lo menos un juego de esos genes turbulentos
en el depósito de seguridad de su bóveda placentaria. Suspendida
del cordel, hizo girar la espiral, esa cifra tecnológica que parecía
contener en su doble esvástica un anagrama de todos los emblemas
zodiacales del manual de horoscopía. ¿Sería una pista
que le dejaban, un módulo que habría que multiplicar por
todas las cosas de ese mundo diestro: los contornos de los pechos de esa
joven, las leyes de la cinética química, el canto migratorio
de las golondrinas? Después de la cámara fotográfica,
el ordenador y los clones, la espiral era la cuarta casa de ese zodíaco
en el que ya había entrado, la mansión de doce cuartos por
la que tendría que moverse con la astucia de un ladrón experto.
Levantó la vista mientras Renata lo empujaba suavemente hacia la
almohada. El signo de la antena de radar Mientras
esperaban entre el tráfico detenido en el atestado puente del paso
elevado, Renata jugó impacientemente con la radio, sin llegar a
atravesar la estática de los automóviles de alrededor. Sonriéndole,
él apagó el sonido y señaló el cielo sobre
la cabeza de ella. El signo de la desnudista Al cesar la música se sentaron en la primera fila del club nocturno. A sólo un metro de él, en un escenario decorado como un tocador, la pareja desnuda llegaba al clímax del acto sexual. Los aburridos espectadores guardaban silencio, y él era consciente de que Heller lo miraba con intensidad casi obsesiva. Durante días lo había entumecido la energía galvánica de ese hombre psicótico, ese terrorista con sueños apocalípticos de la tercera guerra mundial. Durante los últimos días habían seguido un itinerario desordenado: almacenes de carga de aeropuertos, caminos que llevaban a silos de misiles; apartamentos secretos atestados de terminales de ordenadores y custodiados por una banda de asesinos arrogantes, físicos rufianes educados en alguna universidad perversa. Y sobre todo los clubes nudistas: él y Heller habían visitado docenas de esos tugurios lúgubres, mirando cómo Renata y las mujeres del equipo recorrían toda la gama de variaciones sexuales imaginables, perversiones tan abstractas que se habían convertido en los elementos de un cálculo complejo. Luego, en sus apartamentos, esas mujeres agresivas se deslizaban a su alrededor como caricaturas de un sueño erótico. Ya sabía que Heller estaba tratando de reclutarlo para su conspiración. Pero ¿estarían inconscientemente entregándole las llaves de la sexta casa? Miró a la joven que salía del escenario entre aplausos escasos, mostrando el semen en el muslo. Recordó la aterradora violencia de Heller mientras forcejeaba con prostitutas jóvenes sobre el asiento trasero del auto deportivo, en embestidas tan estilizadas como movimientos de ballet. En los códigos del cuerpo de Renata, en las uniones de pezón y dedo, en el surco de las nalgas, aguardaban las posibilidades de una psicopatología benévola. El signo del psiquiatra Cuando Vanessa
Carrington volvió de la ventana y se detuvo detrás de la
silla del joven, apoyándole las manos protectoramente en los hombros,
el profesor Rotblat hizo una pausa. La cara del hombre parecía
encarnar la geometría de obsesiones totalmente extrahumanas. El signo del psicópata Se quedó junto al Mercedes robado mientras las mujeres cargaban en el baúl el cuerpo del embajador. Heller miraba desde la puerta del ascensor, sosteniendo la pesada ametralladora con ambas manos. El rostro moreno del terrorista se había cerrado sobre sí mismo, mostrando las suturas alrededor de las sienes. Durante las horas de violencia en el apartamento había empuñado la pistola como masturbándose en un orgasmo continuo. El tormento aplicado a ese viejo diplomático había servido claramente a un fin que sólo conocían Renata y sus compañeras. Habían observado el crimen con una tranquilidad casi hipnótica, como si la crueldad demente de Heller revelase las fórmulas secretas de una lógica nueva, una violencia conceptualizada que transformaría los desastres aéreos y los choques de automóviles en sucesos de apacible dulzura. Ya planeaban una eterna lista psicótica de aventuras espectaculares: el asesinato del líder político visitante, la captura del convoy de plutonio, la reprogramación de Ultrac para destruir todo el sistema comercial y bancario de Occidente. Esas mujeres soñaban con la tercera guerra mundial como madres jóvenes que tararean mientras esperan el nacimiento del primer hijo. El signo de la hipodérmica Miró
el reflejo de la doctora Vanessa en la ventana de la sala de control mientras
ella le acomodaba los electrodos en el cuero cabelludo. Esas manos inseguras,
que temblaban de culpa y de afecto, resumían todas las incertidumbres
de ese peligroso experimento practicado en los transformados estudios
de televisión. A pesar de la desaprobación del profesor
Rotblat, ella se había convertido en una conspiradora dispuesta,
tal vez con la confusa esperanza de que él lograra escapar, embarcarse
en los arrecifes de su propia columna vertebral y alejarse volando por
algún cielo interior. El rostro del director de la televisión
nadaba en los gruesos vidrios de la sala de control. Durante los días
anteriores, mientras preparaban el experimento en el laboratorio del estudio,
Tarrant había comenzado a esconderse detrás de esos espejos
transparentes, como si dudase de su propia realidad. No obstante, daba
la impresión de entender El signo del vibrador Escuchó el zumbido monótono de la elegante máquina que la mano de Renata sostenía firmemente. Ella estaba acostada boca arriba, murmurando alguna complicada fantasía masturbatoria, ajena por primera vez a la presencia de él. Esos temblores y jadeos, ¿la convencerían verdaderamente de su propia satisfacción sexual? Desde que regresara al apartamento de ella, había pensado muchas veces que el sexo ofrecía a cualquier aspirante a tirano el medio de conquista política más fácil y más eficaz. Pero él se había decidido por otra cosa. En unos pocos días los grupos terroristas intentarían iniciar la tercera guerra mundial, y el año psicológico llegaría a su clímax. Las películas subliminales ya estaban preparadas y serían transmitidas en los nuevos boletines de emergencia. Al fin relajado, miró la pelvis y los muslos tensos de Renata. Cuando la retransmisión televisiva de ese agotador acto sexual llegase a las estrellas más cercanas, cualquier observador curioso pensaría que ella estaba pariendo esa máquina desagradable, hija de su matrimonio con los impresos de Ultrac. El signo del misil de crucero Se arrodilló delante del aparato de televisión, esperando los retrasados boletines de emergencia. A esa altura los cielos del centro de Londres ya estarían repletos de helicópteros, las calles retumbarían por el paso de los transportes blindados de tropas, toda la panoplia del alerta nuclear. Aguardando pacientemente, confiado en que la lógica del nuevo zodíaco no dejaría de cumplirse, miró la pantalla silenciosa mientras Renata dormía tendida en la cama. En las profundidades de la mente soñó con misiles de crucero, lanzados desde submarinos y que atravesaban la tundra solitaria, y seguían luego los contornos de remotos fiordos árticos. Muy pronto partiría, contento de dejar ese planeta y sus interminables juegos de pesadilla. Sólo había desempeñado un papel menor en ese drama simplificado. El auténtico zodíaco de esa gente, las constelaciones de sus cielos mentales, no eran otra cosa que una inmensa máquina autodestructora. Salió del estudio mirando a la joven. Mientras le rodeaba el cuello con las manos, dispuesto a satisfacer la impecable lógica del círculo psicológico, sólo pensaba en los misiles de crucero. El signo del astronauta Por la ventana de vidrio de la sala de aislamiento miró cómo la doctora Vanessa hablaba en voz baja con el profesor Rotblat. La ansiedad nerviosa de la doctora cuando la policía lo llevó de vuelta al hospital había dado paso a nada más que un simple interés neutro y profesional. Empujó con los codos la sábana firme, pensando en el cuerpo ensangrentado de Renata, con esa anatomía extrañamente resistente que él había tratado de ordenar en una geometría más feliz y más significativa. Ahora sabía que todos lo habían engañado, que no había existido ninguna crisis nuclear, y que habían preparado los mensajes subliminales para él solo. ¿Habría sido todo una simple fantasía, y la búsqueda zodiacal una imposición involuntaria causada por su brusca salida del hospital? Sin embargo, el cuerpo de Renata seguía siendo algo más que un pequeño estorbo clínico. Un día, el crimen de esta gangster intelectual sembraría quizá la total destrucción. A él lo había atrapado el zodíaco que se había visto obligado a construir, pero se había escapado por la puerta lateral de la muerte de esa joven mujer. La gran rueda había dado una vuelta completa, lo había alzado y lo había devuelto a la institución. Sin embargo no habían tenido en cuenta una contingencia totalmente inesperada: la recuperación de su cordura, un tesoro arrebatado a las doce casas. Ahora los dejaría, y tomaría la escalera izquierda que llevaba a la azotea de su mente, y se alejaría volando por los cielos libres de su espacio interior. DE MITOS DEL FUTURO PRÓXIMO. SE REPRODUCE AQUÍ POR GENTILEZA DE EDICIONES MINOTAURO. |
|