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VERANO / 12
¿No hay futuro?

Por Rodrigo Fresán

hora sí, ahora no hay duda alguna, ahora se rinden hasta las abstracciones de los almanaques y las matemáticas: el Milenio ha muerto, larga vida al Milenio. Por el camino, claro, se han quedado algunas cosas y se han ganado otras. Se perdió la ingenuidad de las imaginaciones de Jules Verne y H. G. Wells a la hora de escribir futuros siempre lo más lejanos posibles y se ha ganado cierta sabiduría de piel dura a la hora de comprender que, a partir de ahora, el futuro distante importa poco y por qué no imaginar lo que puede llegar a ocurrir el próximo fin de semana.
El shock del futuro se ha convertido en el crack del presente.
En ese sentido, la ciencia-ficción reconoce una línea dura (Arthur C. Clarke, uno de sus popes, ya ha publicado una novela titulada 3001: Odisea final o algo por el estilo) y otra más subversiva donde atienden su juego los dinamitadores del presente imperfecto, de un no hay futuro porque todo se derrumba hacia el presente.
Entre estos guerrilleros del género destaca la figura de James Graham Ballard (1930) para muchos el mejor escritor activo del idioma inglés. Ballard abandonó sus estudios de Medicina para escribir una serie de novelas sobre catástrofes climáticas, cantarle al cuerpo entrópico en relatos magistrales y, a partir del polémico, experimental y perseguido La exhibición de atrocidades (1970), descubrir las coordenadas exactas de su Tema: el Ocio como forma de Arte y Arma Mortal. Crash, Running Wild, Noches de cocaína y la reciente Super-Cannes transcurren en santuarios de la clase alta donde –alcanzada la saturación de la inercia– explota el movimiento perpetuo de la violencia. Ambientes cerrados –seguramente inspirados en su infancia como prisionero de guerra de los japoneses, experiencia narrada en El imperio del sol– que se abren ante la sangre derramada y el metal retorcido.
Mientras los especialistas y sociólogos auguran una inminente edad de oro del esparcimiento virtual, Ballard –discípulo dilecto de William Burroughs y maestro obvio de Chuck Palahniuk– bosteza que “el futuro, me temo, será un lugar muy aburrido. Será como vivir en los suburbios mal edificados del alma. Por eso yo siempre escribo acerca de lo que va a ocurrir durante los próximos cinco minutos”.
En las páginas que siguen, Ballard propone su actualización del zodíaco –“un zodíaco de ciencia-ficción”– para lo que puede llegar a ocurrirles apenas terminen de leer este suplemento.

 


 

Zodíaco 2000

¿Dónde andaría la doctora Vanessa? Ya echaba de menos esas manos tranquilizadoras, el perfume que flotaba en la sala de proyección. Apartó la vista del vómito sobre las baldosas.

Aguardando pacientemente, confiado en que la lógica del nuevo zodíaco no dejaría de cumplirse, miró la pantalla silenciosa mientras Renata dormía tendida en la cama.

La vida es un video-game: Jeff Bridges en Tron (1982).

 

Por J. G. Ballard

Nota del autor
Hace tiempo que necesitamos una actualización, siquiera modesta, de los signos del zodíaco. Las casas de nuestro cielo psicológico ya no están habitadas por carneros, cabras y cangrejos sino por misiles de crucero y espirales intrauterinas, y por todos los espectros del pabellón psiquiátrico. Hay algunas correspondencias obvias: los clones y la jeringa hipodérmica reemplazan convenientemente a los gemelos y el arquero. Pero queda el problema de todos esos animales de granja tan importantes para los caldeos. Tal vez nuestras verdaderas equivalencias de esas criaturas cotidianas sean las máquinas que cuidan y dan forma a nuestras vidas de tantas maneras...: sobre todo el taurino ordenador, de posibilidades ilimitadas. En cuanto al carnero, el incansable guardián del rebaño doméstico, su equivalente en nuestras propias casas parece ser la cámara Polaroid, que pastorea nuestros recuerdos y emociones más insignificantes, nuestros actos sexuales más tiernos. He aquí, de cualquier modo, un zodíaco de cf que podría ser el próximo zodíaco verdadero...


El signo de la Polaroid

Los esquís se deslizaban. El primer equipo de televisión ya había llegado al parking del hospital, y sus integrantes observaban con los binoculares los pisos superiores del pabellón psiquiátrico. El hombre bajó la cortina de plástico, agotado por toda esa atención, con la sensación de que un mundo se cerraba y se abría al mismo tiempo a su alrededor. Esperó mientras la doctora Vanessa ajustaba la lente de su cámara cinematográfica. El pelo revuelto, todavía sin peinar desde que lo había buscado a él en el comedor de los pacientes, caía sobre el visor. ¿Estaría ella poniendo el filtro de sus propios tejidos entre ella y cualquier mensaje amenazador que pudiese revelar el film? Desde la llegada del profesor Rotblat en la limusina del Ministerio del Interior ella no había hecho otra cosa que fotografiarlo obsesivamente durante toda una serie de actividades sin importancia: estudiando las tediosas imágenes del Rorschach, montado en la bicicleta en el laboratorio de psicología, sentado en el bidet de su apartamento. ¿Por qué lo habían elegido a él de repente, un paciente desconocido y de tratamiento prolongado en quien nadie se había fijado desde su internación hacía diez años? Durante toda su adolescencia había estado subiendo a la azotea del bloque de dormitorios y apoderándose del cielo, pero ni siquiera la doctora Vanessa se había dado cuenta. Echando hacia atrás el pelo rubio, la doctora lo miró con inesperado interés.
–Un último rollo, y luego tendrá que hacer las maletas: viene el helicóptero a buscarnos.
Había estado toda la noche sentada al lado de él, proyectando las películas en la pared del apartamento.

El signo del ordenador

Estaba sentado a la mesa de metal junto al podio, mirando las caras mudas de los delegados mientras el profesor Rotblat agitaba las hojas impresas.
–Hace seis meses se practicó un examen citoplasmático de rutina a los pacientes de esta oscura institución para enfermos mentales, como parte de los ensayos clínicos de un nuevo tranquilizante prenatal. Gracias a la doctora Vanessa Carrington, llegó a mi conocimiento la química celular extraordinaria y totalmente anómala del paciente, ante todo la espiral levorrotatoria de la hélice de ADN. Los análisis más completos, dirigidos por Ultrac 666 del M.I.T., el ordenador más poderoso del mundo, confirman que este joven desconocido, huérfano de padres imposibles de rastrear, parece haber nacido en un universo que es como un espejo del nuestro, y haber sido lanzado a nuestro propio mundo por fuerzas cósmicas de poder ilimitado. También indican que al optar por su rotación original hacia la derecha nuestro reino biológico escogió el camino más débil. Todas las predicciones de Ultrac sugieren que las posibilidades combinatorias del ADN levorrotatorio superan a las de nuestra propia química celular por un factor de 10.27. Quiero agregar que los programadores de Ultrac han construido un modelo informático total de ese universo alternativo, con implicaciones que son a la vez regocijantes y aterradoras para todos nosotros...

El signo de los clones

Se afirmó contra la baranda del balcón, vomitando sobre las baldosas turquesas. Siete metros por debajo del cuarto de hotel estaba el techo curvilíneo del centro de conferencia, el blanco lomo de cemento como una inmensa lente tapada. Por mucho que el profesor Rotblat hablase de universos alternativos, los delegados nada verían por ese ocular. Parecían más impresionados por la potencia del ordenador excesivamente productivo que por la de él. Hasta ese momento su vida había carecido de toda posibilidad: vóleibol con los parapléjicos, las espinillas magulladas por las sillas de ruedas, horas de tedio pretendiendo emular a Van Gogh en las clases de terapia ocupacional, luego noches de televisión y largactil. Pero al menos podía mirar el cielo y escuchar la música temporal de los cuásares. Esperó a que se le pasase la náusea, lamentando haber aceptado el vuelo en avión a ese sitio. Las recepciones del hotel estaban llenas de funcionarios sospechosamente respetuosos. ¿Dónde andaría la doctora Vanessa? Ya echaba de menos esas manos tranquilizadoras, el perfume que flotaba en la sala de proyección. Apartó la vista del vómito sobre las baldosas. Allá abajo estaba el director de la televisión, de pie en el techo del centro de conferencias, saludándolo con la mano de una manera amigable pero misteriosa. Había algo aterradoramente familiar en su rostro y en su postura, como una imagen reflejada con excesiva perfección en un espejo. A veces el hombre parecía remedarlo, tratando de señalar los códigos de una combinación para la fuga. ¿O sería algún tipo de gemelo funesto, una réplica diestra de sí mismo a la que estaban preparando para ocupar su lugar? Mientras se limpiaba la boca descubrió la píldora verde en el vómito entre los pies. Así que el policía había tratado metódicamente de sedarlo. En ese momento, decidió fugarse, y recogió el manual que el horoscopista del Home Office le había puesto en las manos después del almuerzo.

El signo del Diu

Sentía en las manos el olor de la vulva. Estaba acostado de lado en el dormitorio oscurecido, esperando a que ella volviese del cuarto de baño. A través de la puerta de vidrio veía los muslos y los pechos borrosos, como distorsionados por un ordenador que permutase todas las posibilidades de una anatomía alternativa. Esta joven agradable pero extraña, con su apartamento anónimo y su conversación casual llena de referencias súbitas a los cuásares, la derrota del capitalismo, los ácidos nucleicos y la horoscopía, ¿tendría alguna idea de lo que pronto le sucedería a ella? Sin duda lo había estado esperando en el aparcamiento de coches del hotel, preparada para esconderlo en el asiento plegable del coche deportivo. ¿Sería ella el correo de un consorcio rival, enviada por los poderes invisibles que gobernaban los cuásares? En la mesita de noche estaba la espiral intrauterina cuyo cordel había sentido en el cuello del útero. En un impulso confuso ella había decidido sacársela, como si hubiera resuelto conservar por lo menos un juego de esos genes turbulentos en el depósito de seguridad de su bóveda placentaria. Suspendida del cordel, hizo girar la espiral, esa cifra tecnológica que parecía contener en su doble esvástica un anagrama de todos los emblemas zodiacales del manual de horoscopía. ¿Sería una pista que le dejaban, un módulo que habría que multiplicar por todas las cosas de ese mundo diestro: los contornos de los pechos de esa joven, las leyes de la cinética química, el canto migratorio de las golondrinas? Después de la cámara fotográfica, el ordenador y los clones, la espiral era la cuarta casa de ese zodíaco en el que ya había entrado, la mansión de doce cuartos por la que tendría que moverse con la astucia de un ladrón experto. Levantó la vista mientras Renata lo empujaba suavemente hacia la almohada.
–Descansa una hora.
La joven parecía repetir instrucciones que venían de otro cielo.
–Luego saldremos para Jodrell Bank.

El signo de la antena de radar

Mientras esperaban entre el tráfico detenido en el atestado puente del paso elevado, Renata jugó impacientemente con la radio, sin llegar a atravesar la estática de los automóviles de alrededor. Sonriéndole, él apagó el sonido y señaló el cielo sobre la cabeza de ella.
–No hagas caso del horizonte. Más allá de la Estrella Polar oirás los universos insulares.
Se echó hacia atrás, tratando de pasar por alto los miles de transmisiones de satélites, un parloteo salvaje que llegaba por debajo de la gran música de los cuásares. Aun ahora, a través de la luz vespertina que bañaba esa ciudad de provincias, percibía las retransmisiones de los satélites y los haces de los radares de Fylingdales y la línea Norad del norte de Canadá, y oía, más allá del horizonte, la respuesta de los dispositivos rusos en las bases cercanas de Murmansk, leones distantes que intercambiaban rugidos aterrorizados, exigiendo derechos sobre territorios imposibles. Un misil que se acercase quedaría inmovilizado en la red entrelazada de su mente, como una mosca atrapada en el espacio sonoro de una sinfonía de Beethoven. Asustado, vio cómo una mano cubierta de cicatrices aferraba el borde del parabrisas. Un hombre gordo de barba hirsuta había saltado entre los autobuses de las compañías aéreas y lo miraba fijamente, el ojo izquierdo inflamado por un virus desagradable. Le dijo de pronto a Renata:
–Pasa al asiento trasero: sólo falta una semana para la visita del Primer Secretario.

El signo de la desnudista

Al cesar la música se sentaron en la primera fila del club nocturno. A sólo un metro de él, en un escenario decorado como un tocador, la pareja desnuda llegaba al clímax del acto sexual. Los aburridos espectadores guardaban silencio, y él era consciente de que Heller lo miraba con intensidad casi obsesiva. Durante días lo había entumecido la energía galvánica de ese hombre psicótico, ese terrorista con sueños apocalípticos de la tercera guerra mundial. Durante los últimos días habían seguido un itinerario desordenado: almacenes de carga de aeropuertos, caminos que llevaban a silos de misiles; apartamentos secretos atestados de terminales de ordenadores y custodiados por una banda de asesinos arrogantes, físicos rufianes educados en alguna universidad perversa. Y sobre todo los clubes nudistas: él y Heller habían visitado docenas de esos tugurios lúgubres, mirando cómo Renata y las mujeres del equipo recorrían toda la gama de variaciones sexuales imaginables, perversiones tan abstractas que se habían convertido en los elementos de un cálculo complejo. Luego, en sus apartamentos, esas mujeres agresivas se deslizaban a su alrededor como caricaturas de un sueño erótico. Ya sabía que Heller estaba tratando de reclutarlo para su conspiración. Pero ¿estarían inconscientemente entregándole las llaves de la sexta casa? Miró a la joven que salía del escenario entre aplausos escasos, mostrando el semen en el muslo. Recordó la aterradora violencia de Heller mientras forcejeaba con prostitutas jóvenes sobre el asiento trasero del auto deportivo, en embestidas tan estilizadas como movimientos de ballet. En los códigos del cuerpo de Renata, en las uniones de pezón y dedo, en el surco de las nalgas, aguardaban las posibilidades de una psicopatología benévola.

El signo del psiquiatra

Cuando Vanessa Carrington volvió de la ventana y se detuvo detrás de la silla del joven, apoyándole las manos protectoramente en los hombros, el profesor Rotblat hizo una pausa. La cara del hombre parecía encarnar la geometría de obsesiones totalmente extrahumanas.
–Hoy el papel de la psicología ya no consiste en curar al paciente, sino en reconciliarlo con sus fortalezas y debilidades, en equilibrar el lado oscuro del sol con el lado brillante: una tarea, dicho de paso, complicada por una naturaleza nada complaciente. La física teórica nos recuerda la inherente preferencia diestra de toda la materia. El giro del electrón, la rotación tanto del sistema solar como de las partículas subatómicas más pequeñas, las enormes corrientes que hacen girar el propio cosmos, todo ilustra esta constante fundamental, reflejada no sólo en la muy arraigada incomodidad popular con todo lo zurdo sino en la hélice dextrorrotatoria del ADN. Dada la intervención de energías tan elevadas, ya sea en galaxias o en sistemas biológicos, cualquier esfuerzo en sentido contrario produciría resultados catastróficos, de un tipo que ya conocemos en el caso de los agujeros negros. Un solo individuo de esas características podría llegar a convertirse en el equivalente psicológico de un arma apocalíptica... Esperó la respuesta del joven. ¿Habría regresado al hospital para recordarles que había trascendido el papel de paciente y que estaba entrando en una región siniestra donde las predicciones de Ultrac tendrían que leerse de derecha a izquierda?

El signo del psicópata

Se quedó junto al Mercedes robado mientras las mujeres cargaban en el baúl el cuerpo del embajador. Heller miraba desde la puerta del ascensor, sosteniendo la pesada ametralladora con ambas manos. El rostro moreno del terrorista se había cerrado sobre sí mismo, mostrando las suturas alrededor de las sienes. Durante las horas de violencia en el apartamento había empuñado la pistola como masturbándose en un orgasmo continuo. El tormento aplicado a ese viejo diplomático había servido claramente a un fin que sólo conocían Renata y sus compañeras. Habían observado el crimen con una tranquilidad casi hipnótica, como si la crueldad demente de Heller revelase las fórmulas secretas de una lógica nueva, una violencia conceptualizada que transformaría los desastres aéreos y los choques de automóviles en sucesos de apacible dulzura. Ya planeaban una eterna lista psicótica de aventuras espectaculares: el asesinato del líder político visitante, la captura del convoy de plutonio, la reprogramación de Ultrac para destruir todo el sistema comercial y bancario de Occidente. Esas mujeres soñaban con la tercera guerra mundial como madres jóvenes que tararean mientras esperan el nacimiento del primer hijo.

El signo de la hipodérmica

Miró el reflejo de la doctora Vanessa en la ventana de la sala de control mientras ella le acomodaba los electrodos en el cuero cabelludo. Esas manos inseguras, que temblaban de culpa y de afecto, resumían todas las incertidumbres de ese peligroso experimento practicado en los transformados estudios de televisión. A pesar de la desaprobación del profesor Rotblat, ella se había convertido en una conspiradora dispuesta, tal vez con la confusa esperanza de que él lograra escapar, embarcarse en los arrecifes de su propia columna vertebral y alejarse volando por algún cielo interior. El rostro del director de la televisión nadaba en los gruesos vidrios de la sala de control. Durante los días anteriores, mientras preparaban el experimento en el laboratorio del estudio, Tarrant había comenzado a esconderse detrás de esos espejos transparentes, como si dudase de su propia realidad. No obstante, daba la impresión de entender
la necesidad de aceptar ese mundo de terroristas y misiles de crucero, objetos vistos en un espejo deformado que quizá reconstruirían algún día en una secuencia más organizada. Multiplicadas por el ordenador Ultrac, las ondas de su cerebro alucinado serían transmitidas por la red nacional de televisión, y proporcionarían una nueva serie de fórmulas operativas para su pasaje a través de la conciencia. Tocó tranquilizadoramente la rodilla de la doctora Vanessa mientras ella levantaba la hipodérmica hacia la luz.

El signo del vibrador

Escuchó el zumbido monótono de la elegante máquina que la mano de Renata sostenía firmemente. Ella estaba acostada boca arriba, murmurando alguna complicada fantasía masturbatoria, ajena por primera vez a la presencia de él. Esos temblores y jadeos, ¿la convencerían verdaderamente de su propia satisfacción sexual? Desde que regresara al apartamento de ella, había pensado muchas veces que el sexo ofrecía a cualquier aspirante a tirano el medio de conquista política más fácil y más eficaz. Pero él se había decidido por otra cosa. En unos pocos días los grupos terroristas intentarían iniciar la tercera guerra mundial, y el año psicológico llegaría a su clímax. Las películas subliminales ya estaban preparadas y serían transmitidas en los nuevos boletines de emergencia. Al fin relajado, miró la pelvis y los muslos tensos de Renata. Cuando la retransmisión televisiva de ese agotador acto sexual llegase a las estrellas más cercanas, cualquier observador curioso pensaría que ella estaba pariendo esa máquina desagradable, hija de su matrimonio con los impresos de Ultrac.

El signo del misil de crucero

Se arrodilló delante del aparato de televisión, esperando los retrasados boletines de emergencia. A esa altura los cielos del centro de Londres ya estarían repletos de helicópteros, las calles retumbarían por el paso de los transportes blindados de tropas, toda la panoplia del alerta nuclear. Aguardando pacientemente, confiado en que la lógica del nuevo zodíaco no dejaría de cumplirse, miró la pantalla silenciosa mientras Renata dormía tendida en la cama. En las profundidades de la mente soñó con misiles de crucero, lanzados desde submarinos y que atravesaban la tundra solitaria, y seguían luego los contornos de remotos fiordos árticos. Muy pronto partiría, contento de dejar ese planeta y sus interminables juegos de pesadilla. Sólo había desempeñado un papel menor en ese drama simplificado. El auténtico zodíaco de esa gente, las constelaciones de sus cielos mentales, no eran otra cosa que una inmensa máquina autodestructora. Salió del estudio mirando a la joven. Mientras le rodeaba el cuello con las manos, dispuesto a satisfacer la impecable lógica del círculo psicológico, sólo pensaba en los misiles de crucero.

El signo del astronauta

Por la ventana de vidrio de la sala de aislamiento miró cómo la doctora Vanessa hablaba en voz baja con el profesor Rotblat. La ansiedad nerviosa de la doctora cuando la policía lo llevó de vuelta al hospital había dado paso a nada más que un simple interés neutro y profesional. Empujó con los codos la sábana firme, pensando en el cuerpo ensangrentado de Renata, con esa anatomía extrañamente resistente que él había tratado de ordenar en una geometría más feliz y más significativa. Ahora sabía que todos lo habían engañado, que no había existido ninguna crisis nuclear, y que habían preparado los mensajes subliminales para él solo. ¿Habría sido todo una simple fantasía, y la búsqueda zodiacal una imposición involuntaria causada por su brusca salida del hospital? Sin embargo, el cuerpo de Renata seguía siendo algo más que un pequeño estorbo clínico. Un día, el crimen de esta gangster intelectual sembraría quizá la total destrucción. A él lo había atrapado el zodíaco que se había visto obligado a construir, pero se había escapado por la puerta lateral de la muerte de esa joven mujer. La gran rueda había dado una vuelta completa, lo había alzado y lo había devuelto a la institución. Sin embargo no habían tenido en cuenta una contingencia totalmente inesperada: la recuperación de su cordura, un tesoro arrebatado a las doce casas. Ahora los dejaría, y tomaría la escalera izquierda que llevaba a la azotea de su mente, y se alejaría volando por los cielos libres de su espacio interior.

DE MITOS DEL FUTURO PRÓXIMO. SE REPRODUCE AQUÍ POR GENTILEZA DE EDICIONES MINOTAURO.

 

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