Por Horacio Bernades
Un doble malentendido deberá afrontar el espectador de Con sólo
mirarte, ópera prima del colombiano Rodrigo García, formado
en México y radicado en Los Angeles. No hay más que relacionar
el título original (Cosas que puedes decir con sólo mirarla)
con el afiche del film, que presenta los rostros de Glenn Close, Holly
Hunter y Cameron Díaz, entre otras, para imaginar otra de esas
películas en las que un colectivo de mujeres sirve para reafirmar
consensos, lugares comunes y modelos creados. La segunda fuente de posibles
malentendidos proviene de una constatación: Rodrigo García,
38 años y con larga experiencia como ayudante de cámara
primero y director de fotografía después, es el hijo de
Gabriel García Márquez. Si hijo y discípulo fueran
sinónimos, cabría esperar del debut cinematográfico
de Rodrigo García barroquismo, exuberancia, realismo mágico.
Convendrá ir sabiendo que, para su propio bien, Con sólo
mirarte frustra prolijamente ambas expectativas.
El sujeto de Con sólo mirarte no es esa entelequia llamada la
mujer, sino algo mucho más específico: un puñado
de mujeres de clase media de la ciudad de Los Angeles. Sobre algunas de
sus circunstancias atisba el film, sin pretender extraer de allí
ninguna enseñanza definitiva ni concluyente. Un poco como en Ciudad
de ángeles o Magnolia (otros films corales sobre corazones destrozados
en Los Angeles), las historias de Elaine, Christine, Rebecca, Lilly, Kathy,
Carmen, Carol y Rose se cruzarán en algún punto, coincidiendo
en soledades, pérdidas y abandonos, así como en epifanías
apenas sugeridas. El peligro latente era caer en esa mecánica de
traumacatarsis-cura a la que el cine psicologista de Hollywood es tan
afecto. Al estructurar sus relatos no tanto en el sentido de la progresión
como en el de una infinita dispersión de momentos cuya verdadera
significación jamás se ofrece a simple vista, García
logra tejer su trama con zurcido invisible. Tal vez este carácter
refractario a fórmulas hollywoodenses explique que, a pesar de
un premio en Sundance y otro en Cannes, Con sólo mirarte no se
haya estrenado en Estados Unidos.
La doctora Elaine (Glenn Close, en su actuación más sincera
en años) debe cuidar a su mamá esclerótica y pedorreica,
mientras aguarda con crispación un llamado telefónico que
no llega y se descubre a sí misma en las cartas de una tarotista
(Calista Flockhart, de la serie Ally McBeal). Aparente modelo
perfecto de mujer autorrealizada, Rebecca (una admirable Holly Hunter)
encara un aborto como si fuera un simple trámite, pero en la cama
de un sanatorio verá caer su máscara. Ante la inminencia
de la muerte, aquella tarotista, Christine, y su pareja, Lilly (Valeria
Golino), recuerdan, con inmensa melancolía, los momentos más
luminosos del amor. A su turno, la detective Kathy (Amy Brenneman) y su
hermana ciega y autocorrosiva (Cameron Díaz, sorprendiendo una
vez más) confrontarán resistencias y abandonos, mientras
que Rose (Kathy Bates) se sentirá atraída por un vecino
insospechable (Danny Woodburn, el genial enano de la serie televisiva
Seinfeld).
Entre imágenes tan prolijas como las propias protagonistas quieren
mostrarse, García le saca todo el jugo posible a un elenco que
bien podría haber caído en una cabalgata de shows unipersonales.
Conducidas con infinita delicadeza, Close, Hunter, Flockhart, Díaz
y compañía brindan un dorado ramillete de momentos de pura
verdad, que el realizador recoge en primeros planos de transparencia total.
A pesar del apellido y de una innecesaria cita a Cien años
de soledad si alguna influencia literaria hubiera que buscarle a
Con sólo mirarte, convendría hacerlo por el lado de Raymond
Carver. Como en los relatos del escritor californiano, también
aquí aflora, por entre los resquicios de la más llana cotidianidad,
la punta de un iceberg que se derrite por debajo.
Un
interrogatorio no tan riguroso
Basada en un claustrofóbico film noir, �Bajo sospecha� es
un gran duelo actoral entre los veteranos Gene Hackman y Morgan
Freeman.
Freeman
hace el policía sagaz, Hackman el sospechoso astuto.
La
gente mediocre no acepta el triunfo de los mediocres,
razona éste.
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Por Luciano Monteagudo
La gente mediocre acepta el éxito en personajes extraordinarios,
en artistas o en deportistas; pero si es uno como ellos les parece una
injusticia, se queja, con gesto airado, Henry Hearst (Gene Hackman).
Y cree tener sus razones. Al fin y al cabo, él se ha convertido
en el abogado más prominente de San Juan, la capital de Puerto
Rico. Es un hombre pudiente, casado con una mujer joven y hermosa, con
la que vive en una de las mansiones más espectaculares de la isla.
Las fuerzas vivas de la comunidad esperan esa misma noche sus palabras,
con las que es capaz de recaudar los fondos necesarios para paliar las
consecuencias de un huracán que asoló la zona. Y allí
está él, vestido de gala, contestando preguntas insidiosas
del teniente Benzel (Morgan Freeman), en una triste dependencia policial,
sospechado de haber violado y asesinado a dos chicas, que apenas si habían
entrado en la adolescencia.
¿Pero es que acaso se puede pensar de Benzel, que conoce a Hearst
de toda la vida, una venganza personal? ¿Mero rencor quizás?
No parece. El detective está igualmente incómodo con la
situación y necesita animarse con un par de tragos de Baccardi,
que se sirve en el vaso pringoso del baño. El también preferiría
estar del otro lado de la calle, disfrutando de la cena de beneficencia,
o mejor aún, compartiendo con la gente de la isla la bulliciosa
fiesta de San Sebastián que anima la noche. Pero tiene que hacer
su tarea, por desagradable que sea. Para eso es policía.
Veinte años atrás, el director francés Claude Miller,
trabajando únicamente a partir del enfrentamiento de dos personajes
antagónicos un policía inflexible (Lino Ventura) y
un improbable sospechoso (Michel Serrault) había conseguido
un film noir ejemplar, que los memoriosos recordarán como Ciudadano
bajo vigilancia (Garde à vue en el original). Sobre el material
básico de aquel film decidieron volver Hackman y Freeman, dos de
los mejores actores de carácter que tiene el cine norteamericano
de hoy, que se comprometieron con el proyecto como productores ejecutivos
y pusieron en marcha este remake que es Bajo sospecha.
No se trata sólo de comparar esta nueva versión con el original,
un huis clos que tenía la virtud de su extrema concentración
dramática, al punto que el film producía claustrofobia,
como si el cuarto en el que Ventura interrogaba a Serrault se hubiera
vuelto cada vez más estrecho. En todo caso, ese no es precisamente
un mérito de Bajo sospecha, que comete el pecado habitual de airear
una situación que debería ser cada vez más cerrada,
en este caso con tomas aéreas de helicóptero y paseos varios
por la isla. Los problemas del nuevo film son intrínsecos a su
propia puesta en escena, al hecho de que el interrogatorio nunca se vuelve
lo suficientemente tenso o interesante, ni siquiera en manos de dos intérpretes
que hubieran merecido, sin duda, un director más imaginativo que
el rutinario Stephen Hopkins. Allí donde se requería sutileza,
misterio, ambigüedad, la película en cambio ofrece recursos
explícitos y situaciones estereotipadas, que parecen más
propias de un telefilm, concebido directamente para el cable, que de la
rigurosa pieza de cámara que pedía el material original.
EL
LIBRO DE LAS SOMBRAS, DE JOE BERLINGER
El negocio de la falsa bruja (II)
Por Martín
Pérez
El video no miente, las películas sí, asegura
uno de los protagonistas de El libro de las sombras, el film con el que
Daniel Myrick y Eduardo Sánchez los directores de la primera
Blair Witch, devenidos millonarios productores esperan seguir exprimiendo
su particular gallina de los huevos de oro. Así es como convocaron
a Joe Berlinger, un documentalista premiado por sus trabajos sobre cultos
y jóvenes injustamente acusados, para lo que desde el vamos se
aclara que será la primera de todas las secuelas posibles engendradas
por el éxito de aquel seudodocumental que amenazó con hacer
volar el negocio, porque... ¿qué otra cosa se puede pensar
de un largo en video que se transforma en éxito cinematográfico?
Sin embargo, no hay que calificar las revoluciones por sus logros inmediatos
sino por sus efectos posteriores, y ahora está claro que El Proyecto...
no llegó para dinamitar nada. Sino para revivir desde el
lado opuesto del cinismo autoconsciente construido por Scream el
rito del film de terror para adolescentes. Para eso está aquí
esta secuela dirigida por Joe Berlinger: para intentar asustar de una
manera más tradicional a todo ese público que se quedó
con ganas de más terror luego de intentar ver más allá
del cinema verité del sorpresivo primer opus. Para
hacer frente al reto, Berlinger comienza con un prólogo documental
que sitúa al segundo Blair Witch luego de la histeria causada por
el primero, de la que emergen los protagonistas. Está Jeff, dedicado
a la venta de souvenires de la bruja Blair por Internet, que decide iniciarse
en el negocio del turismo.
Para su primer viaje al centro del mito es contratado por una pareja de
investigadores (Stephen y Tristen), una brujita en ascenso (Erica) y Kim,
una freak dark y psíquica a la vez. Lanzado a la aventura, el grupo
deberá enfrentarse a sus miedos y expectativas ante el mito. Siguiendo
los códigos del terror, el quinteto decidirá esperar a los
fantasmas sentados alrededor de un fogón, compartiendo cerveza,
whisky, marihuana y rock. Cualquier cosa que suceda después de
semejante rito satánico sólo puede ser abominable.
Lo primero que se debe destacar del film de Berlinger es que, pese a tener
que cargar con todas las expectativas, no eligió el camino más
fácil. El libro... no es un film de terror gótico de época,
con hechiceras y embrujos. Ni tampoco uno a la Halloween o Martes 13,
con un asesino psicótico y abundantes escenas de sangre. Tomándose
en serio lo que filma pero sin dejar de hacer guiños,
Berlinger construyó un relato sombrío de psicosis colectiva,
cuyo acto final transcurre en el taller de Joe, lleno de merchandising
del falso culto. Precisamente por ese anclaje en lo real, El libro...
falla a la hora de abrir puertas a nuevos mundos.
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