Por Rodrigo
Fresán
Adieu,
kaput, big bang, se acabó lo que se daba y hasta la vista, baby...
Buena parte de la ciencia-ficción se la pasa perdida en el espacio
y buena parte se la pasa perdida acá nomás: la Tierra arrasada
por cataclismos naturales, pestes de laboratorio, explosiones atómicas,
choques de cuerpos celestes varios o, simplemente, el rodar imparable
de ciclos históricos que llevan a la extinción de la especie.
Autores tan disímiles como Mary Shelley y Jack London se sintieron
tentados por la idea de los últimos hombres en un planeta de última,
pero el concepto en sí alcanza su mayoría de edad y máximo
esplendor con las bombas atómicas cayendo sobre Hiroshima y Nagasaki
y el posterior casi inmediato calentamiento de la Guerra Fría.
Entonces, el clásico cinematográfico The Day the Earth Stood
Still (1951) muestra a un extraterrestre muy preocupado por nuestros desmanes
al que le pagamos con balas al portador.
Hoy por hoy, los analistas casi aseguran que resulta imposible una guerra
nuclear, que el concepto de la guerra es ahora propiedad exclusiva de
pequeños países a los que las grandes potencias acuden de
tanto en tanto a probar armamento en vivo y en directo. Claro que nadie
se responsabiliza de que el loco de turno no apriete el botón equivocado
o que el mal estado de las instalaciones no provoque una de esas fugas
de las que no hay retorno posible. Pero todo parece indicar que no nos
iremos con un bang sino con un suspiro y que ahí arriba, el agujero
negro en la capa de ozono consecuencia directa y paradojal de nuestros
avances tecnológicos acabará siendo el hoyo por el
que todos caeremos sin posibilidad alguna de levantarnos.
En 1949, el fértil escritor George Rippey Stewart (1895-1980) publica
su única novela de ciencia-ficción entre más de cincuenta
libros: la emocionante y lírica La tierra permanece, desde entonces
considerada como la mejor novela findemundista y, también, un gran
libro más allá de las fronteras del género. Novela
de anticipación ecológica, en La tierra permanece no importan
tanto las razones del desastre se insinúa que se trata de
una plaga sino lo que ocurre después: el deambular robinsoniano
del héroe Isherwood Williams, el encuentro con una mujer, la llegada
de los hijos y el posterior desarrollo de un nuevo mundo en una vieja
naturaleza. Un mundo más primitivo y lento, pero, también
parece querer decirnos por momentos Stewart más cómodo
y humano.
La
tierra permanece
Don Johnson
en A Boy and His Dog (1975), otra de hombre solo en planeta casi
casi vacío.
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Por
George R. Stewart
La tierra
permanece
... y, en esta emergencia cesa desde ahora, excepto en el Distrito
de Columbia, el Gobierno de los Estados Unidos. Los funcionarios y los
oficiales de las Fuerzas Armadas pasan a depender de los gobernadores
de Estado, o de cualquier otra autoridad local. Por orden del Presidente.
Dios salve al pueblo de los Estados Unidos...
Es un comunicado del Consejo de Emergencia del Territorio de la Bahía.
El Centro de Hospitalización de Oakland ha sido abandonado. Sus
funciones, comprendidos los sepelios en el mar, se concentran ahora en
el centro de Berkeley.
Sintonicen esta estación, actualmente la única en el norte
de California. Informaremos a ustedes mientras sea posible.
Subía
apoyándose en el borde de la roca, cuando oyó el cascabeleo.
El colmillo se le hundió en la carne. Instantáneamente retiró
la mano derecha; se volvió y vio la serpiente, enroscada, amenazadora.
No era muy grande. Llevándose la mano a los labios, succionó
con fuerza la base del dedo índice, donde asomaba una gota roja.
No perder tiempo en matar a la serpiente, recordó.
Se dejó caer, succionándose el dedo. Vio el martillo al
pie de la roca y pensó si lo dejaría allí. Pero aquello
se parecía al pánico. Lo recogió con la mano izquierda
y avanzó por el áspero sendero.
No se apresuró. La prisa le aceleraba el corazón y el veneno
circulaba entonces con mayor rapidez. Aunque el corazón le latía
de tal modo, por la excitación o el miedo, que apresurarse o no
parecía indiferente. Al llegar a unos árboles, sacó
el pañuelo y se lo ató en la muñeca derecha. Con
una ramita arrolló el pañuelo en un torniquete.
Echó a caminar y se sintió más tranquilo. El corazón
se le apaciguaba. No debía preocuparse demasiado. Era un hombre
joven, y sano y fuerte. La mordedura no sería fatal.
Al fin la cabaña apareció ante él. La mano le colgaba
dura e insensible. Poco antes de llegar, se detuvo y soltó el torniquete.
Dejó que la sangre le circulara por la mano y luego volvió
a atársela.
Abrió la puerta con el hombro, dejando caer el martillo. La herramienta
se balanceó un momento sobre su pesada cabeza, y al fin se detuvo,
con el mango hacia arriba.
En el cajón de la mesa buscó el botiquín. Rápidamente
siguió las instrucciones. Con la hoja de afeitar trazó unas
cruces sobre la marca de los colmillos y aplicó la bomba de succión.
Luego se tendió en el camastro y observó la ampolla de goma
que la sangre hinchaba lentamente.
No temía morir. Todo aquello era sólo una molestia. La gente
le había dicho y repetido que no anduviese solo por las montañas.
Lleve un perro por lo menos, añadían. Siempre
se había reído. Los perros peleaban constantemente con los
jabalíes o los zorrinos, y además no le gustaban. Ahora
los consejeros se sentirían satisfechos.
Se revolvió en la cama, como afiebrado. Quizá,
les diría, me atrae el peligro. Eso parecería
heroico. Podía decir también, más sinceramente: Amo
esta soledad, lejos de los problemas de la vida en común.
Sin embargo, por lo menos ese año último sólo el
trabajo lo había llevado a las montañas. Preparaba una tesis:
La Ecología de la zona de Black Creek. Debía investigar
las relaciones, pasadas y presentes, entre los hombres, plantas y animales
de la región. Buscar un compañero ideal le hubiese llevado
demasiado tiempo. Además, nunca le pareció que hubiese allí
grandes peligros. Aunque en un radio de ocho kilómetros no vivía
un solo ser humano, difícilmente pasase un día sin que se
apareciera algún pescador que subía en coche por la carretera
rocosa, o simplemente remontaba la corriente.
Sin embargo, pensándolo un poco, ¿cuándo había
visto a algún pescador? Desde luego, no esa semana. No tampoco
en las dos semanas últimas. Había oído un automóvil,
una noche. Le sorprendió que alguien subiese en la oscuridad por
esa carretera. Comúnmente acampaban abajo a la caída de
la tarde y partían a la mañana. Pero quizá deseaban
llegar cuanto antes a algún río favorito, e iniciar la pesca
al amanecer.
No, realmente, no había hablado ni visto a nadie en las dos últimas
semanas.
Una punzada de dolor lo devolvió al presente. Tenía la mano
hinchada. Soltó el torniquete y la sangre circuló otra vez.
Sí, su aislamiento era total. No tenía radio. Podía
haber ocurrido una catástrofe en la Bolsa, u otro Pearl Harbor.
Quizás eso explicaba la escasez de pescadores. De cualquier modo,
no podía esperar que viniesen a ayudarlo.
Sin embargo, aquella perspectiva no lo alarmaba. En el peor de los casos
seguiría allí acostado. Tenía agua y comida para
dos o tres días. Luego, cuando la mano se le deshinchase, iría
en el coche al rancho de Johnson, el más próximo.
Pasó la tarde. A la hora de cenar, sin ganas, preparó café
y bebió unas cuantas tazas. Sufría bastante, pero a pesar
del dolor y el café, se quedó dormido...
Se despertó de pronto, con la luz, advirtiendo que alguien había
abierto la puerta. Dos hombres en traje de calle, casi elegantes, escudriñaban
a su alrededor de una manera extraña, como asustados.
¡Estoy enfermo! dijo desde la cama.
El miedo de los hombres se transformó en pánico. Se volvieron
rápidamente y sin cerrar la puerta echaron a correr. Momentos después
se oyó el ruido de un motor, que se perdió enseguida en
las montañas.
Sintió miedo, entonces, por primera vez. Se incorporó y
miró por la ventana. El coche había desaparecido en el recodo.
¿Qué pasaba? ¿Por qué esa huida?
La luz venía de oriente. Había dormido hasta el amanecer.
La mano le dolía aún. Pero no se sentía enfermo.
Calentó el jarrito de café, preparó un poco de avena
y se acostó otra vez. Iría enseguida a casa de Johnson...
si antes no pasaba alguien que quisiera detenerse y ayudarlo.
Sin embargo, pronto empezó a empeorar. Se trataba, sin duda, de
una recaída. A media tarde estaba realmente asustado. Tumbado en
la cama, redactó una nota, explicando lo que había ocurrido.
No pasaría mucho tiempo sin que alguien lo encontrase. Sus padres,
sin noticias, telefonearían a Johnson. Logró garabatear
con la mano izquierda unas pocas palabras. Luego firmó: Ish. El
esfuerzo de escribir el nombre completo, Isherwood Williams, le pareció
inútil y, además, todo el mundo lo conocía por aquel
diminutivo.
A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos, desde una
balsa, un buque trasatlántico, oyó un ruido de coches, dos
coches, que subían por la carretera. Se acercaron y luego siguieron
adelante, sin detenerse. Los llamó, pero se sentía muy débil,
y su voz, estaba seguro, no atravesaba aquellos doscientos metros.
Antes del crepúsculo, no sin esfuerzo, se incorporó tambaleándose
y encendió la lámpara. No quería quedarse a oscuras.
Se inclinó luego, aprensivamente, hacia el espejito que colgaba
del techo inclinado. El rostro no parecía más largo y flaco
que antes, pero tenía las mejillas encendidas. Los grandes ojos
azules, congestionados, que lo miraban con un ardor febril y el hirsuto
cabello castaño completaban el retrato de un hombre muy enfermo.
Se volvió a la cama, sin miedo, pero seguro casi de que iba a morir.
De pronto se sentía helado; enseguida, devorado por la fiebre.
La lámpara sobre la mesa iluminaba los rincones de la cabaña.
El martillo seguía en el suelo, con el mango hacia arriba, en un
precario equilibrio. Si hiciese testamento, un testamento como los de
antes, divagó, en el que se describían todos los bienes,
diría: Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro libras;
mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la
intemperie; metal enmohecido, aún utilizable. Había
hallado el martillo poco antes de encontrarse con la serpiente, recibiendo
con alegría aquel legado del pasado, de una época en que
los mineros blandían el martillo con una mano y sostenían
el buril con la otra. Cuatro libras es casi el peso máximo que
un hombre puede manejar de ese modo. En aquel delirio febril, pensó
que una fotografía del martillo podía ilustrar muy bien
su tesis.
La noche fue una larga pesadilla: torturado por acceso de tos, sofocado,
consumido primero por el frío, y luego por la fiebre. Una erupción
similar al sarampión le cubrió el cuerpo.
Al alba se hundió otra vez en un sueño profundo.
Nunca
ha ocurrido no es igual a No ocurrirá... Sería
como decir: Nunca he muerto, por lo tanto soy inmortal. Se
asiste aterrado a una invasión de langostas o saltamontes y estos
mismos insectos, que han pululado de un modo alarmante, desaparecen de
pronto de la faz de la tierra. Los animales superiores están sujetos
a fluctuaciones parecidas. Los lemmings tienen ciclos regulares. Las liebres
de la montaña se multiplican durante años y se cree que
van a invadir el mundo. Luego, rápidamente, una epidemia acaba
con ellas. Algunos zoólogos han sugerido incluso una ley biológica:
el número de individuos de una especie no es constante, baja y
sube. Cuanto más elevada sea la especie, más lenta es la
gestación y más prolongadas, las fluctuaciones.
Durante la mayor parte del siglo XIX, el búfalo abundó en
las estepas africanas. Era un animal resistente, con escasos enemigos
naturales, y un censo realizado cada diez años hubiese demostrado
que seguían propagándose.
Luego, a fines de siglo, cuando eran más numerosos, fueron atacados
repentinamente por la peste bovina. El búfalo se convirtió
en una curiosidad en aquellos territorios. Desde hace cincuenta años,
reconquista lentamente su supremacía.
En cuanto al hombre, no debe esperarse que escape, en su larga trayectoria,
a la suerte de los animales inferiores. Si hay una ley biológica
de flujo y reflujo, su situación es ahora muy peligrosa. Durante
diez mil años su número ha aumentado constantemente a pesar
de las guerras, las pestes y las hambres. Biológicamente, la prosperidad
del hombre es demasiado larga.
Ish despertó
a media mañana con una inesperada sensación de bienestar.
Había temido lo peor, pero se encontraba casi curado. Ya no se
ahogaba y la hinchazón de la mano había desaparecido. El
día anterior se había sentido muy enfermo y no había
pensado en la mordedura. Ahora, la mano y su enfermedad eran sólo
recuerdos, como si una hubiese curado a la otra. A mediodía había
recobrado la lucidez y casi todas sus fuerzas.
Luego de un ligero almuerzo, decidió que podía ir a casa
de Johnson. No se molestó en empacar sus cosas. Llevaría
su importante libro de notas y su cámara fotográfica. En
el último momento, obedeciendo a un impulso, recogió también
el martillo. Subió al coche y se puso lentamente en marcha, tratando
de no utilizar la mano derecha.
En el rancho de Johnson reinaba el silencio. Detuvo el coche junto a la
bomba de gasolina. Nadie salió a atenderlo, pero eso no era raro,
pues la bomba de Johnson, como otras muchas en las montañas, se
utilizaba pocas veces. Tocó la bocina y volvió a esperar.
Al cabo de un rato saltó del coche y subió las destartaladas
escaleras que llevaban a la habitación-almacén. Allí
los pescadores podían comprar cigarrillos y conservas. Entró,
pero no había nadie. Se sorprendió un poco. Como le ocurría
a menudo en sus períodos de soledad, no sabía exactamente
qué día era. Miércoles, creía. O martes, o
jueves. Cualquier día de la semana, pero no domingo. Los domingos,
y a veces algún sábado, los Johnson cerraban el almacén
y salían de excursión. Era gente desinteresada, que no mezclaba
los placeres con los negocios. Sin embargo, vivían de las ventas
del almacén en la temporada de pesca y no podían ausentarse
mucho tiempo. Y si hubieran salido de vacaciones, habrían cerrado
la puerta con llave. Pero aquellos montañeses eran a veces desconcertantes.
El incidente bien podía merecer un párrafo en su tesis.
De cualquier modo, el depósito del coche estaba casi vacío.
Echó en el tanque treinta litros de gasolina y no sin esfuerzo
garabateó un cheque. Lo dejó sobre el mostrador, con una
nota: No encontré a nadie. Llevo treinta litros. Ish.
Mientras descendía por la carretera, lo asaltó una vaga
inquietud: los Johnson fuera, un día de trabajo; la puerta sin
llave, ningún pescador, un auto en la noche y, algo todavía
más extraño, aquellos hombres que habían huido al
encontrarse con un enfermo en una cabaña solitaria. Sin embargo,
brillaba el sol y la mano casi no le dolía. Y aquella fiebre rara,
admitiendo que no se debiera a la acción del veneno, había
desaparecido.
La carretera descendía entre bosquecillos de pinos, bordeando un
riachuelo torrentoso. Al llegar a la central eléctrica de Black
Creek, Ish se sintió otra vez sereno y lúcido.
En la central todo estaba como siempre. Las dínamos zumbaban; el
agua bullía. Una luz brillaba en el puente. Ish pensó que
estaría continuamente encendida. Había allí exceso
de electricidad.
Durante un instante, pensó en cruzar el puente y llegar al edificio.
Vería allí a alguien y se libraría de aquel extraño
temor. Pero el ruido de los generadores lo tranquilizaba. Al fin y al
cabo, la central trabajaba como siempre. Cierto, no se veía a nadie;
pero aquellos mecanismos automáticos necesitaban de pocos hombres
y éstos no salían casi nunca.
Se alejaba ya, cuando un perro ovejero salió del edificio. Separado
de Ish por el riachuelo, ladró furiosamente, corriendo de un lado
a otro, excitado.
¡Qué perro raro!, pensó Ish. ¿Qué le
pasará? ¿Pensará que voy a llevarme la central? Realmente,
la gente sobreestima la inteligencia de los perros.
Dobló una curva y los ladridos se perdieron a lo lejos. Pero la
cólera del perro había sido otra prueba de normalidad. Ish
comenzó a silbar alegremente. Quince kilómetros y llegaría
al primer pueblo, un pequeño pueblo llamado Hutsonville.
Consideremos
el caso de la rata del Capitán Maclear. Este interesante roedor
habitaba la isla de
Christmas, un nido tropical a unos trescientos kilómetros al sur
de Java. La especie había sido descrita científicamente
por primera vez en 1667. En el cráneo, muy desarrollado, sobresalían
notablemente los arcos supraorbitales y la arista anterior de la placa
cigomática.
Un naturalista observó que las ratas poblaban la isla en
miríadas, alimentándose de frutas y raíces
tiernas. La isla era su universo, su paraíso terrenal. Sin embargo,
en aquella vegetación no necesitaban pelear entre ellas. Todos
los ejemplares estaban bien alimentados y hasta demasiado gordos.
En 1903 las atacó una enfermedad nueva. Excesivamente numerosas
y vulnerables a causa del mismo bienestar, las ratas no pudieron resistir
el contagio, y pronto morían por millares. A pesar de su número,
a pesar de la abundancia de comida, a pesar de su facilidad para reproducirse,
la especie se ha extinguido.
Llegó
a lo alto de la cuesta y vio Hutsonville a sus pies, a un kilómetro
de distancia. Descendía ya, cuando vislumbró algo que le
heló la sangre. Frenó automáticamente. Saltó
del coche y corrió hacia atrás, incrédulo. Allí,
junto a la carretera, a la vista de todos, yacía el cadáver
de un hombre en traje de calle. Las hormigas le cubrían la cara.
El cadáver llevaba allí un día o dos. ¿Cómo
no lo habían visto? Ish no se acercó a examinarlo. Había
que avisar en seguida al comisario de Hutsonville. Volvió al coche
rápidamente.
Sin embargo, ya en el coche, tuvo la curiosa impresión de que aquello
no concernía al comisario y que posiblemente ni siquiera habría
comisario. No había visto a nadie en el rancho de Johnson ni en
la central, y no había encontrado ningún coche en la carretera.
Los únicos restos del pasado eran, al parecer, la luz en el puente
y el tranquilo rumor de los generadores.
Las primeras casas se alzaban ya a lo largo del camino. Ish respiró
aliviado. Allí, en un solar vacío, una gallina escarbaba
el suelo, rodeada de media docena de pollitos. Un poco más lejos,
un gato blanco y negro se paseaba tranquilamente por la acera, como si
aquel día de junio fuese igual a cualquier otro.
El calor del mediodía pesaba sobre la calle solitaria. Como en
una ciudad mexicana, pensó Ish, todo el mundo duerme la siesta.
Luego, de pronto, comprendió que su pensamiento había sido
como un silbido, para darse ánimo. Llegó al centro del pueblo,
detuvo el coche junto a la acera, y bajó. No había nadie.
Empujó la puerta de un pequeño restaurante. Estaba abierto.
Entró.
¡Hola! llamó.
Nadie salió a su encuentro. Ningún eco vino a tranquilizarlo.
El banco estaba cerrado, a pesar de la hora. Y aquel día sólo
podía ser (estaba ahora más seguro) martes o miércoles,
o jueves. ¿Quién soy, en verdad?, pensó. ¿Rip
van Winkle? Y aun así, Rip van Winkle, luego de dormir veinte años,
había encontrado un pueblo animado y con gente.
La puerta de la ferretería, detrás del banco, estaba abierta.
Entró y volvió a llamar. Silencio. Probó en la panadería
vecina. Esta vez oyó un leve ruido. Un ratón, sin duda.
¿Un partido de béisbol había atraído a toda
la población? Aun así, habrían cerrado las tiendas.
Regresó a su coche, se sentó al volante y miró alrededor.
¿Estaría delirando, acostado aún en la cabaña?
No se atrevía a seguir investigando. Advirtió de pronto
que había varios coches detenidos a lo largo de la calle, espectáculo
común en un mediodía. No podía irse, decidió,
antes de informar sobre el cadáver.
Tocó la bocina y el sonido violó impúdicamente el
silencio de la calle desierta. Tocó dos veces, esperó y
volvió a tocar dos veces más. Y otra vez, y otra, con creciente
pánico. Miraba mientras tanto a su alrededor, esperando que alguien
se asomase a una puerta o sacara la cabeza por una ventana. Se detuvo
y se encontró otra vez en aquel silencio de muerte sólo
interrumpido por el cacareo de una gallina. El miedo le ha hecho poner
un huevo, pensó.
Un perro gordo apareció en la esquina y avanzó pesadamente;
el perro inevitable que se pasea por las aceras de todos los pueblos.
Ish bajó del coche y se acercó al animal. No han olvidado
alimentarte, por lo menos, se dijo. En seguida se le hizo un nudo en la
garganta pensando en lo que el perro podía haber comido. El perro
parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas; lo esquivó,
manteniéndose a distancia, y siguió calle abajo. Ish lo
dejó ir. Al fin y al cabo el perro nada podía decirle.
Podría entrar en todos esos negocios buscando algún indicio
como un detective, pensó. Luego tuvo otra idea. En la acera de
enfrente había un quiosco donde compraba a veces algún diario.
Cruzó la calle. La puerta estaba cerrada, pero a través
de los vidrios se veían unas pilas de periódicos. El reflejo
de la luz en los vidrios molestaba bastante, pero alcanzó a leer
un título. Los caracteres eran tan grandes como los del día
de Pearl Harbor:
GRAVE CRISIS ¿Qué crisis? Volvió rápidamente
al coche y recogió el martillo. Un instante después lo alzaba
ante la puerta.
Pero se detuvo, como si la civilización misma se hubiese movilizado
reteniéndole el brazo y diciéndole: no puedes hacerlo. Un
ciudadano honesto no fuerza una puerta. Miró a derecha e izquierda
como si esperara que un policía o un destacamento de gendarmes
cayeran sobre él.
La calle solitaria lo devolvió a la realidad y el miedo barrió
sus escrúpulos. Demonios, pensó, si es necesario pagaré
la puerta.
Sintiendo que quemaba las naves, que dejaba atrás el mundo civilizado,
alzó el pesado martillo y golpeó con fuerza la cerradura.
La madera se hizo añicos, la puerta se abrió e Ish entró
en el quiosco.
Tomó el periódico y recibió la primera sorpresa.
El Chronicle tenía habitualmente veinte o treinta páginas.
Este ejemplar parecía un semanario pueblerino, una simple hoja
doble. La fecha era la del miércoles de la semana anterior.
Los titulares revelaban lo esencial. Una epidemia desconocida que se propagaba
con una velocidad sin precedentes, llevando la muerte a todas partes,
había devastado los Estados Unidos, de costa a costa. Las cifras
recogidas en algunas ciudades, y de valor relativo, indicaban que había
muerto del 25 al 35 por ciento de la población. No había
noticias de Boston, Atlanta y Nueva Orleans. Los servicios informativos
de esas ciudades parecían interrumpidos. Examinó rápidamente
el resto del diario, obteniendo así una impresión general,
aunque muy confusa. Por los síntomas, la enfermedad parecía
un sarampión... un sarampión mortal. Nadie conocía
sus orígenes. El ir y venir de los aviones la habían hecho
aparecer casi simultáneamente en los centros más importantes,
desbaratando todo intento de cuarentena.
En una entrevista, un célebre bacteriólogo señalaba
que la posibilidad de nuevas enfermedades preocupaba desde hacía
mucho a los hombres de ciencia. En el pasado había habido ejemplos
curiosos, aunque de escasa importancia, como la fiebre inglesa y la fiebre
Q. En cuanto a su origen, tres hipótesis eran posibles: alguna
enfermedad animal; algún microorganismo nuevo, un virus posiblemente
producido por mutación; un accidente quizá provocado
en un laboratorio de guerra bacteriológica. Esto último,
parecía, era la creencia popular. Se presumía que el aire
mismo transmitía la enfermedad, posiblemente con las partículas
de polvo. El aislamiento del enfermo no servía de nada.
En una entrevista telefónica, un viejo y hosco sabio inglés
había comentado: Durante varios miles de años el hombre
ha desarrollado su estupidez. No derramaré una lágrima sobre
su tumba. En el otro extremo, un crítico americano igualmente
hosco había dicho: Sólo la fe nos puede salvar ahora;
yo me paso las horas rezando.
Se señalaban algunos saqueos, sobre todo de licorerías.
En general, sin embargo, el miedo había ayudado a mantener el orden.
En Louisville y Spokane los incendios barrían la ciudad, pues no
había bomberos.
Aun en aquella edición que (los periodistas no podían haberlo
ignorado) sería la última, se habían incluido algunas
noticias pintorescas. En Omaha un fanático había corrido
desnudo por las calles, anunciando el fin del mundo y la apertura del
Séptimo Sello. En Sacramento, una loca había abierto las
jaulas del circo, temiendo que los animales muriesen de hambre, y había
sido devorada por una leona. Seguía una nota de mayor interés
científico. Según el director del zoológico de San
Diego, los monos morían como moscas, pero los otros animales no
estaban afectados.
Ish sintió que desfallecía ante aquel cúmulo de horrores.
Su soledad lo aterraba. Sin embargo, siguió leyendo, como hipnotizado.
La civilización, la raza humana... había desaparecido, por
lo menos, elegantemente. Muchos habían escapado de las ciudades,
pero los otros y de acuerdo con aquellas noticias de la semana anterior
no habían sido arrastrados por el pánico. La civilización
se había batido en retirada, pero cargando con sus heridos, y sin
dejar de defenderse. Los médicos y las enfermeras habían
seguido en sus puestos y muchos miles se habían ofrecido como voluntarios.
Ciudades enteras habían servido de hospitales y puntos de concentración.
Había cesado todo comercio, pero los alimentos se distribuían
aún, como en una ciudad sitiada. Aunque la población había
disminuido en una tercera parte, el servicio telefónico, el agua,
la luz y la energía eléctrica seguían funcionando.
Para evitar ciertos horrores, que hubiesen llevado a una completa desmoralización,
los muertos debían enterrarse inmediatamente en fosas comunes.
Ish llegó a la última línea y volvió a releerlo
todo con más cuidado. Le sobraba tiempo. Luego salió y se
sentó en su coche. No había ningún motivo, reflexionó,
para que se sentara en su propio coche y no en otro cualquiera. Los derechos
de propiedad habían desaparecido y sin embargo se sentía
allí más cómodo. El perro gordo volvió a pasar
por la calle, pero Ish no lo llamó. Se quedó allí
un rato, ensimismado. Apenas podía pensar; la mente le daba vueltas
y vueltas, sin llegar a ninguna parte.
Caía ya la tarde, cuando encendió el motor y llevó
el coche calle abajo, deteniéndose de cuando en cuando a tocar
la bocina. Dobló por una calle lateral y dio una vuelta al pueblo,
llamando regularmente. Pasó así un cuarto de hora y se encontró
otra vez en el punto de partida. No había visto a nadie, ni había
recibido ninguna respuesta. Había encontrado cuatro perros, algunos
gatos, varias gallinas desperdigadas, una vaca que pacía en un
solar vacío con un pedazo de cuerda en el pescuezo y una rata que
husmeaba en un umbral.
Ish se dirigió entonces a una casa de las afueras que (le había
parecido) era la mejor de la ciudad. Saltó del coche, con el martillo
en la mano. Esta vez no vaciló un instante. Golpeó tres
veces con fuerza y la puerta cedió. Tal como suponía, había
en el vestíbulo un gran aparato de radio. Inspeccionó rápidamente
la planta baja y el piso de arriba. No encontró a nadie y regresó
al vestíbulo. La electricidad todavía funcionaba. Esperó
unos instantes y luego buscó cuidadosamente. Sólo oyó
unos débiles ruidos parásitos. Probó la onda corta,
pero sin éxito. Metódicamente, exploró todas las
longitudes. Desde luego, pensó, si alguna estación funciona
aún, no transmitirá probablemente las veinticuatro horas
del día.
Dejó la radio en una longitud que correspondía o había
correspondido a una potente emisora. Luego se echó en el
sofá.
A pesar de aquellos horrores, sentía la curiosidad desinteresada
de un espectador, como si asistiese al último acto de una tragedia.
Seguía siendo lo que era, o había sido el tiempo de
verbo no importaba: un intelectual, un sabio incipiente, más
inclinado a observar los acontecimientos que a participar en ellos.
Así ocurrió que llegase a contemplar la catástrofe
con una satisfacción irónica, aunque momentánea
como la demostración de un aforismo, enunciado un día por
su profesor de economía política: El desastre temido
no llega nunca, la teja cae donde menos se espera. Se había
temido una guerra destructora, la pesadilla de ciudades arrasadas, hecatombes
de hombres y animales, tierras estériles. Pero, en realidad, sólo
la humanidad había sido suprimida, y casi con limpieza, con un
mínimo de trastornos. Los sobrevivientes, si los había,
serían los reyes de la Tierra.
Se instaló cómodamente en el sofá. La noche era cálida.
Agotado físicamente por la enfermedad y tantas emociones, no tardó
en dormirse.
Allá
arriba, en el cielo, la luna, los planetas y las estrellas recorren sus
largas y tranquilas órbitas. No tienen ojos y no ven. Sin embargo,
el hombre había imaginado alguna vez que miraban la Tierra.
Pero si viesen realmente, ¿qué verían esta noche?
Ningún cambio. Aunque el humo de las chimeneas ya no enturbia la
atmósfera, pesadas humaredas surgen aún de los volcanes
y los bosques incendiados. Visto desde la luna, el planeta tendrá
esta noche su resplandor de costumbre; ni más brillante, ni más
oscuro.
Se despertó
en pleno día. Abrió y cerró la mano. El dolor de
la mordedura era ahora una pequeña molestia local. Sentía
la cabeza despejada y comprendió que la otra enfermedad, si había
habido otra enfermedad, también desaparecía. Se le ocurrió
algo. La explicación era evidente: había padecido aquella
enfermedad, combatiéndola con el veneno que tenía en la
sangre. Microbio y veneno se habían destruido mutuamente. Aquello,
por lo menos, explicaba que siguiese vivo.
Siguió en el sofá, tranquilo e inmóvil y los fragmentos
aislados del rompecabezas comenzaron a ordenarse. Los hombres que había
visto en la cabaña... eran sólo unos pobres fugitivos, que
huían de la peste. El coche que había subido por la carretera,
en medio de la noche, llevaba quizás a otros fugitivos, posiblemente
los Johnson. El excitado ovejero había intentado comunicarle los
sucesos de la central.
Sin embargo, la idea de ser el único sobreviviente no lo perturbaba
demasiado. Había vivido solo durante un tiempo. No había
asistido a la tragedia, ni había visto morir a sus semejantes.
A la vez no podía creer (y no había por qué creerlo)
que fuese el último hombre sobre la Tierra. Según el periódico,
la población había disminuido en un tercio. El silencio
que reinaba en Hutsonville demostraba solamente que sus habitantes se
habían dispersado o refugiado en otra ciudad. Antes de llorar el
fin del mundo, y la muerte del hombre, tenía que descubrir si el
mundo ya no existía y si el hombre había muerto. Ante todo,
evidentemente, debía volver a la casa paterna. Quizá sus
padres vivían aún. Así, con un plan definido para
el día, sintió la tranquilidad que seguía siempre
a sus decisiones, aun temporales.
Al levantarse, buscó otra vez en ambas ondas de la radio, sin resultado.
Se reproduce por gentileza de Ediciones Minotauro.
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