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VERANO | 12
Apocalipsis - Ahora y siempre

�Gorg, Klaatu barada nikto� ordena Michael Rennie en The Day the Earth Stood Still, de Robert Wise.

Por Rodrigo Fresán

Adieu, kaput, big bang, se acabó lo que se daba y hasta la vista, baby... Buena parte de la ciencia-ficción se la pasa perdida en el espacio y buena parte se la pasa perdida acá nomás: la Tierra arrasada por cataclismos naturales, pestes de laboratorio, explosiones atómicas, choques de cuerpos celestes varios o, simplemente, el rodar imparable de ciclos históricos que llevan a la extinción de la especie. Autores tan disímiles como Mary Shelley y Jack London se sintieron tentados por la idea de los últimos hombres en un planeta de última, pero el concepto en sí alcanza su mayoría de edad y máximo esplendor con las bombas atómicas cayendo sobre Hiroshima y Nagasaki y el posterior casi inmediato calentamiento de la Guerra Fría. Entonces, el clásico cinematográfico The Day the Earth Stood Still (1951) muestra a un extraterrestre muy preocupado por nuestros desmanes al que le pagamos con balas al portador.
Hoy por hoy, los analistas casi aseguran que resulta imposible una guerra nuclear, que el concepto de la guerra es ahora propiedad exclusiva de pequeños países a los que las grandes potencias acuden de tanto en tanto a probar armamento en vivo y en directo. Claro que nadie se responsabiliza de que el loco de turno no apriete el botón equivocado o que el mal estado de las instalaciones no provoque una de esas fugas de las que no hay retorno posible. Pero todo parece indicar que no nos iremos con un bang sino con un suspiro y que ahí arriba, el agujero negro en la capa de ozono –consecuencia directa y paradojal de nuestros avances tecnológicos– acabará siendo el hoyo por el que todos caeremos sin posibilidad alguna de levantarnos.
En 1949, el fértil escritor George Rippey Stewart (1895-1980) publica su única novela de ciencia-ficción entre más de cincuenta libros: la emocionante y lírica La tierra permanece, desde entonces considerada como la mejor novela findemundista y, también, un gran libro más allá de las fronteras del género. Novela de anticipación ecológica, en La tierra permanece no importan tanto las razones del desastre –se insinúa que se trata de una plaga– sino lo que ocurre después: el deambular robinsoniano del héroe Isherwood Williams, el encuentro con una mujer, la llegada de los hijos y el posterior desarrollo de un nuevo mundo en una vieja naturaleza. Un mundo más primitivo y lento, pero, también –parece querer decirnos por momentos Stewart– más cómodo y humano.

 


 

La tierra permanece

Don Johnson en A Boy and His Dog (1975), otra de hombre solo en planeta casi casi vacío.

Por George R. Stewart

La tierra permanece
... y, en esta emergencia cesa desde ahora, excepto en el Distrito de Columbia, el Gobierno de los Estados Unidos. Los funcionarios y los oficiales de las Fuerzas Armadas pasan a depender de los gobernadores de Estado, o de cualquier otra autoridad local. Por orden del Presidente. Dios salve al pueblo de los Estados Unidos...
Es un comunicado del Consejo de Emergencia del Territorio de la Bahía. El Centro de Hospitalización de Oakland ha sido abandonado. Sus funciones, comprendidos los sepelios en el mar, se concentran ahora en el centro de Berkeley.
Sintonicen esta estación, actualmente la única en el norte de California. Informaremos a ustedes mientras sea posible.

Subía apoyándose en el borde de la roca, cuando oyó el cascabeleo. El colmillo se le hundió en la carne. Instantáneamente retiró la mano derecha; se volvió y vio la serpiente, enroscada, amenazadora. No era muy grande. Llevándose la mano a los labios, succionó con fuerza la base del dedo índice, donde asomaba una gota roja.
No perder tiempo en matar a la serpiente, recordó.
Se dejó caer, succionándose el dedo. Vio el martillo al pie de la roca y pensó si lo dejaría allí. Pero aquello se parecía al pánico. Lo recogió con la mano izquierda y avanzó por el áspero sendero.
No se apresuró. La prisa le aceleraba el corazón y el veneno circulaba entonces con mayor rapidez. Aunque el corazón le latía de tal modo, por la excitación o el miedo, que apresurarse o no parecía indiferente. Al llegar a unos árboles, sacó el pañuelo y se lo ató en la muñeca derecha. Con una ramita arrolló el pañuelo en un torniquete.
Echó a caminar y se sintió más tranquilo. El corazón se le apaciguaba. No debía preocuparse demasiado. Era un hombre joven, y sano y fuerte. La mordedura no sería fatal.
Al fin la cabaña apareció ante él. La mano le colgaba dura e insensible. Poco antes de llegar, se detuvo y soltó el torniquete. Dejó que la sangre le circulara por la mano y luego volvió a atársela.
Abrió la puerta con el hombro, dejando caer el martillo. La herramienta se balanceó un momento sobre su pesada cabeza, y al fin se detuvo, con el mango hacia arriba.
En el cajón de la mesa buscó el botiquín. Rápidamente siguió las instrucciones. Con la hoja de afeitar trazó unas cruces sobre la marca de los colmillos y aplicó la bomba de succión. Luego se tendió en el camastro y observó la ampolla de goma que la sangre hinchaba lentamente.
No temía morir. Todo aquello era sólo una molestia. La gente le había dicho y repetido que no anduviese solo por las montañas. “Lleve un perro por lo menos”, añadían. Siempre se había reído. Los perros peleaban constantemente con los jabalíes o los zorrinos, y además no le gustaban. Ahora los consejeros se sentirían satisfechos.
Se revolvió en la cama, como afiebrado. “Quizá”, les diría, “me atrae el peligro”. Eso parecería heroico. Podía decir también, más sinceramente: “Amo esta soledad, lejos de los problemas de la vida en común”. Sin embargo, por lo menos ese año último sólo el trabajo lo había llevado a las montañas. Preparaba una tesis: La Ecología de la zona de Black Creek. Debía investigar las relaciones, pasadas y presentes, entre los hombres, plantas y animales de la región. Buscar un compañero ideal le hubiese llevado demasiado tiempo. Además, nunca le pareció que hubiese allí grandes peligros. Aunque en un radio de ocho kilómetros no vivía un solo ser humano, difícilmente pasase un día sin que se apareciera algún pescador que subía en coche por la carretera rocosa, o simplemente remontaba la corriente.
Sin embargo, pensándolo un poco, ¿cuándo había visto a algún pescador? Desde luego, no esa semana. No tampoco en las dos semanas últimas. Había oído un automóvil, una noche. Le sorprendió que alguien subiese en la oscuridad por esa carretera. Comúnmente acampaban abajo a la caída de la tarde y partían a la mañana. Pero quizá deseaban llegar cuanto antes a algún río favorito, e iniciar la pesca al amanecer.
No, realmente, no había hablado ni visto a nadie en las dos últimas semanas.
Una punzada de dolor lo devolvió al presente. Tenía la mano hinchada. Soltó el torniquete y la sangre circuló otra vez.
Sí, su aislamiento era total. No tenía radio. Podía haber ocurrido una catástrofe en la Bolsa, u otro Pearl Harbor. Quizás eso explicaba la escasez de pescadores. De cualquier modo, no podía esperar que viniesen a ayudarlo.
Sin embargo, aquella perspectiva no lo alarmaba. En el peor de los casos seguiría allí acostado. Tenía agua y comida para dos o tres días. Luego, cuando la mano se le deshinchase, iría en el coche al rancho de Johnson, el más próximo.
Pasó la tarde. A la hora de cenar, sin ganas, preparó café y bebió unas cuantas tazas. Sufría bastante, pero a pesar del dolor y el café, se quedó dormido...
Se despertó de pronto, con la luz, advirtiendo que alguien había abierto la puerta. Dos hombres en traje de calle, casi elegantes, escudriñaban a su alrededor de una manera extraña, como asustados.
–¡Estoy enfermo! –dijo desde la cama.
El miedo de los hombres se transformó en pánico. Se volvieron rápidamente y sin cerrar la puerta echaron a correr. Momentos después se oyó el ruido de un motor, que se perdió enseguida en las montañas.
Sintió miedo, entonces, por primera vez. Se incorporó y miró por la ventana. El coche había desaparecido en el recodo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué esa huida?
La luz venía de oriente. Había dormido hasta el amanecer. La mano le dolía aún. Pero no se sentía enfermo. Calentó el jarrito de café, preparó un poco de avena y se acostó otra vez. Iría enseguida a casa de Johnson... si antes no pasaba alguien que quisiera detenerse y ayudarlo.
Sin embargo, pronto empezó a empeorar. Se trataba, sin duda, de una recaída. A media tarde estaba realmente asustado. Tumbado en la cama, redactó una nota, explicando lo que había ocurrido. No pasaría mucho tiempo sin que alguien lo encontrase. Sus padres, sin noticias, telefonearían a Johnson. Logró garabatear con la mano izquierda unas pocas palabras. Luego firmó: Ish. El esfuerzo de escribir el nombre completo, Isherwood Williams, le pareció inútil y, además, todo el mundo lo conocía por aquel diminutivo.
A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos, desde una balsa, un buque trasatlántico, oyó un ruido de coches, dos coches, que subían por la carretera. Se acercaron y luego siguieron adelante, sin detenerse. Los llamó, pero se sentía muy débil, y su voz, estaba seguro, no atravesaba aquellos doscientos metros.
Antes del crepúsculo, no sin esfuerzo, se incorporó tambaleándose y encendió la lámpara. No quería quedarse a oscuras.
Se inclinó luego, aprensivamente, hacia el espejito que colgaba del techo inclinado. El rostro no parecía más largo y flaco que antes, pero tenía las mejillas encendidas. Los grandes ojos azules, congestionados, que lo miraban con un ardor febril y el hirsuto cabello castaño completaban el retrato de un hombre muy enfermo.
Se volvió a la cama, sin miedo, pero seguro casi de que iba a morir. De pronto se sentía helado; enseguida, devorado por la fiebre. La lámpara sobre la mesa iluminaba los rincones de la cabaña. El martillo seguía en el suelo, con el mango hacia arriba, en un precario equilibrio. Si hiciese testamento, un testamento como los de antes, divagó, en el que se describían todos los bienes, diría: “Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro libras; mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la intemperie; metal enmohecido, aún utilizable.” Había hallado el martillo poco antes de encontrarse con la serpiente, recibiendo con alegría aquel legado del pasado, de una época en que los mineros blandían el martillo con una mano y sostenían el buril con la otra. Cuatro libras es casi el peso máximo que un hombre puede manejar de ese modo. En aquel delirio febril, pensó que una fotografía del martillo podía ilustrar muy bien su tesis.
La noche fue una larga pesadilla: torturado por acceso de tos, sofocado, consumido primero por el frío, y luego por la fiebre. Una erupción similar al sarampión le cubrió el cuerpo.
Al alba se hundió otra vez en un sueño profundo.

“Nunca ha ocurrido” no es igual a “No ocurrirá”... Sería como decir: “Nunca he muerto, por lo tanto soy inmortal.” Se asiste aterrado a una invasión de langostas o saltamontes y estos mismos insectos, que han pululado de un modo alarmante, desaparecen de pronto de la faz de la tierra. Los animales superiores están sujetos a fluctuaciones parecidas. Los lemmings tienen ciclos regulares. Las liebres de la montaña se multiplican durante años y se cree que van a invadir el mundo. Luego, rápidamente, una epidemia acaba con ellas. Algunos zoólogos han sugerido incluso una ley biológica: el número de individuos de una especie no es constante, baja y sube. Cuanto más elevada sea la especie, más lenta es la gestación y más prolongadas, las fluctuaciones.
Durante la mayor parte del siglo XIX, el búfalo abundó en las estepas africanas. Era un animal resistente, con escasos enemigos naturales, y un censo realizado cada diez años hubiese demostrado que seguían propagándose.
Luego, a fines de siglo, cuando eran más numerosos, fueron atacados repentinamente por la peste bovina. El búfalo se convirtió en una curiosidad en aquellos territorios. Desde hace cincuenta años, reconquista lentamente su supremacía.
En cuanto al hombre, no debe esperarse que escape, en su larga trayectoria, a la suerte de los animales inferiores. Si hay una ley biológica de flujo y reflujo, su situación es ahora muy peligrosa. Durante diez mil años su número ha aumentado constantemente a pesar de las guerras, las pestes y las hambres. Biológicamente, la prosperidad del hombre es demasiado larga.

Ish despertó a media mañana con una inesperada sensación de bienestar. Había temido lo peor, pero se encontraba casi curado. Ya no se ahogaba y la hinchazón de la mano había desaparecido. El día anterior se había sentido muy enfermo y no había pensado en la mordedura. Ahora, la mano y su enfermedad eran sólo recuerdos, como si una hubiese curado a la otra. A mediodía había recobrado la lucidez y casi todas sus fuerzas.
Luego de un ligero almuerzo, decidió que podía ir a casa de Johnson. No se molestó en empacar sus cosas. Llevaría su importante libro de notas y su cámara fotográfica. En el último momento, obedeciendo a un impulso, recogió también el martillo. Subió al coche y se puso lentamente en marcha, tratando de no utilizar la mano derecha.
En el rancho de Johnson reinaba el silencio. Detuvo el coche junto a la bomba de gasolina. Nadie salió a atenderlo, pero eso no era raro, pues la bomba de Johnson, como otras muchas en las montañas, se utilizaba pocas veces. Tocó la bocina y volvió a esperar.
Al cabo de un rato saltó del coche y subió las destartaladas escaleras que llevaban a la habitación-almacén. Allí los pescadores podían comprar cigarrillos y conservas. Entró, pero no había nadie. Se sorprendió un poco. Como le ocurría a menudo en sus períodos de soledad, no sabía exactamente qué día era. Miércoles, creía. O martes, o jueves. Cualquier día de la semana, pero no domingo. Los domingos, y a veces algún sábado, los Johnson cerraban el almacén y salían de excursión. Era gente desinteresada, que no mezclaba los placeres con los negocios. Sin embargo, vivían de las ventas del almacén en la temporada de pesca y no podían ausentarse mucho tiempo. Y si hubieran salido de vacaciones, habrían cerrado la puerta con llave. Pero aquellos montañeses eran a veces desconcertantes. El incidente bien podía merecer un párrafo en su tesis. De cualquier modo, el depósito del coche estaba casi vacío. Echó en el tanque treinta litros de gasolina y no sin esfuerzo garabateó un cheque. Lo dejó sobre el mostrador, con una nota: “No encontré a nadie. Llevo treinta litros. Ish”.
Mientras descendía por la carretera, lo asaltó una vaga inquietud: los Johnson fuera, un día de trabajo; la puerta sin llave, ningún pescador, un auto en la noche y, algo todavía más extraño, aquellos hombres que habían huido al encontrarse con un enfermo en una cabaña solitaria. Sin embargo, brillaba el sol y la mano casi no le dolía. Y aquella fiebre rara, admitiendo que no se debiera a la acción del veneno, había desaparecido.
La carretera descendía entre bosquecillos de pinos, bordeando un riachuelo torrentoso. Al llegar a la central eléctrica de Black Creek, Ish se sintió otra vez sereno y lúcido.
En la central todo estaba como siempre. Las dínamos zumbaban; el agua bullía. Una luz brillaba en el puente. Ish pensó que estaría continuamente encendida. Había allí exceso de electricidad.
Durante un instante, pensó en cruzar el puente y llegar al edificio. Vería allí a alguien y se libraría de aquel extraño temor. Pero el ruido de los generadores lo tranquilizaba. Al fin y al cabo, la central trabajaba como siempre. Cierto, no se veía a nadie; pero aquellos mecanismos automáticos necesitaban de pocos hombres y éstos no salían casi nunca.
Se alejaba ya, cuando un perro ovejero salió del edificio. Separado de Ish por el riachuelo, ladró furiosamente, corriendo de un lado a otro, excitado.
¡Qué perro raro!, pensó Ish. ¿Qué le pasará? ¿Pensará que voy a llevarme la central? Realmente, la gente sobreestima la inteligencia de los perros.
Dobló una curva y los ladridos se perdieron a lo lejos. Pero la cólera del perro había sido otra prueba de normalidad. Ish comenzó a silbar alegremente. Quince kilómetros y llegaría al primer pueblo, un pequeño pueblo llamado Hutsonville.

Consideremos el caso de la rata del Capitán Maclear. Este interesante roedor habitaba la isla de
Christmas, un nido tropical a unos trescientos kilómetros al sur de Java. La especie había sido descrita científicamente por primera vez en 1667. En el cráneo, muy desarrollado, sobresalían notablemente los arcos supraorbitales y la arista anterior de la placa cigomática.
Un naturalista observó que las ratas poblaban la isla “en miríadas”, alimentándose de frutas y raíces tiernas. La isla era su universo, su paraíso terrenal. Sin embargo, en aquella vegetación no necesitaban pelear entre ellas. Todos los ejemplares estaban bien alimentados y hasta demasiado gordos.
En 1903 las atacó una enfermedad nueva. Excesivamente numerosas y vulnerables a causa del mismo bienestar, las ratas no pudieron resistir el contagio, y pronto morían por millares. A pesar de su número, a pesar de la abundancia de comida, a pesar de su facilidad para reproducirse, la especie se ha extinguido.

Llegó a lo alto de la cuesta y vio Hutsonville a sus pies, a un kilómetro de distancia. Descendía ya, cuando vislumbró algo que le heló la sangre. Frenó automáticamente. Saltó del coche y corrió hacia atrás, incrédulo. Allí, junto a la carretera, a la vista de todos, yacía el cadáver de un hombre en traje de calle. Las hormigas le cubrían la cara. El cadáver llevaba allí un día o dos. ¿Cómo no lo habían visto? Ish no se acercó a examinarlo. Había que avisar en seguida al comisario de Hutsonville. Volvió al coche rápidamente.
Sin embargo, ya en el coche, tuvo la curiosa impresión de que aquello no concernía al comisario y que posiblemente ni siquiera habría comisario. No había visto a nadie en el rancho de Johnson ni en la central, y no había encontrado ningún coche en la carretera. Los únicos restos del pasado eran, al parecer, la luz en el puente y el tranquilo rumor de los generadores.
Las primeras casas se alzaban ya a lo largo del camino. Ish respiró aliviado. Allí, en un solar vacío, una gallina escarbaba el suelo, rodeada de media docena de pollitos. Un poco más lejos, un gato blanco y negro se paseaba tranquilamente por la acera, como si aquel día de junio fuese igual a cualquier otro.
El calor del mediodía pesaba sobre la calle solitaria. Como en una ciudad mexicana, pensó Ish, “todo el mundo duerme la siesta”. Luego, de pronto, comprendió que su pensamiento había sido como un silbido, para darse ánimo. Llegó al centro del pueblo, detuvo el coche junto a la acera, y bajó. No había nadie.
Empujó la puerta de un pequeño restaurante. Estaba abierto. Entró.
–¡Hola! –llamó.
Nadie salió a su encuentro. Ningún eco vino a tranquilizarlo.
El banco estaba cerrado, a pesar de la hora. Y aquel día sólo podía ser (estaba ahora más seguro) martes o miércoles, o jueves. ¿Quién soy, en verdad?, pensó. ¿Rip van Winkle? Y aun así, Rip van Winkle, luego de dormir veinte años, había encontrado un pueblo animado y con gente.
La puerta de la ferretería, detrás del banco, estaba abierta. Entró y volvió a llamar. Silencio. Probó en la panadería vecina. Esta vez oyó un leve ruido. Un ratón, sin duda.
¿Un partido de béisbol había atraído a toda la población? Aun así, habrían cerrado las tiendas. Regresó a su coche, se sentó al volante y miró alrededor. ¿Estaría delirando, acostado aún en la cabaña? No se atrevía a seguir investigando. Advirtió de pronto que había varios coches detenidos a lo largo de la calle, espectáculo común en un mediodía. No podía irse, decidió, antes de informar sobre el cadáver.
Tocó la bocina y el sonido violó impúdicamente el silencio de la calle desierta. Tocó dos veces, esperó y volvió a tocar dos veces más. Y otra vez, y otra, con creciente pánico. Miraba mientras tanto a su alrededor, esperando que alguien se asomase a una puerta o sacara la cabeza por una ventana. Se detuvo y se encontró otra vez en aquel silencio de muerte sólo interrumpido por el cacareo de una gallina. El miedo le ha hecho poner un huevo, pensó.
Un perro gordo apareció en la esquina y avanzó pesadamente; el perro inevitable que se pasea por las aceras de todos los pueblos. Ish bajó del coche y se acercó al animal. No han olvidado alimentarte, por lo menos, se dijo. En seguida se le hizo un nudo en la garganta pensando en lo que el perro podía haber comido. El perro parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas; lo esquivó, manteniéndose a distancia, y siguió calle abajo. Ish lo dejó ir. Al fin y al cabo el perro nada podía decirle.
Podría entrar en todos esos negocios buscando algún indicio como un detective, pensó. Luego tuvo otra idea. En la acera de enfrente había un quiosco donde compraba a veces algún diario. Cruzó la calle. La puerta estaba cerrada, pero a través de los vidrios se veían unas pilas de periódicos. El reflejo de la luz en los vidrios molestaba bastante, pero alcanzó a leer un título. Los caracteres eran tan grandes como los del día de Pearl Harbor:
GRAVE CRISIS ¿Qué crisis? Volvió rápidamente al coche y recogió el martillo. Un instante después lo alzaba ante la puerta.
Pero se detuvo, como si la civilización misma se hubiese movilizado reteniéndole el brazo y diciéndole: no puedes hacerlo. Un ciudadano honesto no fuerza una puerta. Miró a derecha e izquierda como si esperara que un policía o un destacamento de gendarmes cayeran sobre él.
La calle solitaria lo devolvió a la realidad y el miedo barrió sus escrúpulos. Demonios, pensó, si es necesario pagaré la puerta.
Sintiendo que quemaba las naves, que dejaba atrás el mundo civilizado, alzó el pesado martillo y golpeó con fuerza la cerradura. La madera se hizo añicos, la puerta se abrió e Ish entró en el quiosco.
Tomó el periódico y recibió la primera sorpresa. El Chronicle tenía habitualmente veinte o treinta páginas. Este ejemplar parecía un semanario pueblerino, una simple hoja doble. La fecha era la del miércoles de la semana anterior.
Los titulares revelaban lo esencial. Una epidemia desconocida que se propagaba con una velocidad sin precedentes, llevando la muerte a todas partes, había devastado los Estados Unidos, de costa a costa. Las cifras recogidas en algunas ciudades, y de valor relativo, indicaban que había muerto del 25 al 35 por ciento de la población. No había noticias de Boston, Atlanta y Nueva Orleans. Los servicios informativos de esas ciudades parecían interrumpidos. Examinó rápidamente el resto del diario, obteniendo así una impresión general, aunque muy confusa. Por los síntomas, la enfermedad parecía un sarampión... un sarampión mortal. Nadie conocía sus orígenes. El ir y venir de los aviones la habían hecho aparecer casi simultáneamente en los centros más importantes, desbaratando todo intento de cuarentena.
En una entrevista, un célebre bacteriólogo señalaba que la posibilidad de nuevas enfermedades preocupaba desde hacía mucho a los hombres de ciencia. En el pasado había habido ejemplos curiosos, aunque de escasa importancia, como la fiebre inglesa y la fiebre Q. En cuanto a su origen, tres hipótesis eran posibles: alguna enfermedad animal; algún microorganismo nuevo, un virus posiblemente producido por mutación; un accidente –quizá provocado– en un laboratorio de guerra bacteriológica. Esto último, parecía, era la creencia popular. Se presumía que el aire mismo transmitía la enfermedad, posiblemente con las partículas de polvo. El aislamiento del enfermo no servía de nada.
En una entrevista telefónica, un viejo y hosco sabio inglés había comentado: “Durante varios miles de años el hombre ha desarrollado su estupidez. No derramaré una lágrima sobre su tumba”. En el otro extremo, un crítico americano igualmente hosco había dicho: “Sólo la fe nos puede salvar ahora; yo me paso las horas rezando”.
Se señalaban algunos saqueos, sobre todo de licorerías. En general, sin embargo, el miedo había ayudado a mantener el orden. En Louisville y Spokane los incendios barrían la ciudad, pues no había bomberos.
Aun en aquella edición que (los periodistas no podían haberlo ignorado) sería la última, se habían incluido algunas noticias pintorescas. En Omaha un fanático había corrido desnudo por las calles, anunciando el fin del mundo y la apertura del Séptimo Sello. En Sacramento, una loca había abierto las jaulas del circo, temiendo que los animales muriesen de hambre, y había sido devorada por una leona. Seguía una nota de mayor interés científico. Según el director del zoológico de San Diego, los monos morían como moscas, pero los otros animales no estaban afectados.
Ish sintió que desfallecía ante aquel cúmulo de horrores. Su soledad lo aterraba. Sin embargo, siguió leyendo, como hipnotizado.
La civilización, la raza humana... había desaparecido, por lo menos, elegantemente. Muchos habían escapado de las ciudades, pero los otros –y de acuerdo con aquellas noticias de la semana anterior– no habían sido arrastrados por el pánico. La civilización se había batido en retirada, pero cargando con sus heridos, y sin dejar de defenderse. Los médicos y las enfermeras habían seguido en sus puestos y muchos miles se habían ofrecido como voluntarios. Ciudades enteras habían servido de hospitales y puntos de concentración. Había cesado todo comercio, pero los alimentos se distribuían aún, como en una ciudad sitiada. Aunque la población había disminuido en una tercera parte, el servicio telefónico, el agua, la luz y la energía eléctrica seguían funcionando. Para evitar ciertos horrores, que hubiesen llevado a una completa desmoralización, los muertos debían enterrarse inmediatamente en fosas comunes. Ish llegó a la última línea y volvió a releerlo todo con más cuidado. Le sobraba tiempo. Luego salió y se sentó en su coche. No había ningún motivo, reflexionó, para que se sentara en su propio coche y no en otro cualquiera. Los derechos de propiedad habían desaparecido y sin embargo se sentía allí más cómodo. El perro gordo volvió a pasar por la calle, pero Ish no lo llamó. Se quedó allí un rato, ensimismado. Apenas podía pensar; la mente le daba vueltas y vueltas, sin llegar a ninguna parte.
Caía ya la tarde, cuando encendió el motor y llevó el coche calle abajo, deteniéndose de cuando en cuando a tocar la bocina. Dobló por una calle lateral y dio una vuelta al pueblo, llamando regularmente. Pasó así un cuarto de hora y se encontró otra vez en el punto de partida. No había visto a nadie, ni había recibido ninguna respuesta. Había encontrado cuatro perros, algunos gatos, varias gallinas desperdigadas, una vaca que pacía en un solar vacío con un pedazo de cuerda en el pescuezo y una rata que husmeaba en un umbral.
Ish se dirigió entonces a una casa de las afueras que (le había parecido) era la mejor de la ciudad. Saltó del coche, con el martillo en la mano. Esta vez no vaciló un instante. Golpeó tres veces con fuerza y la puerta cedió. Tal como suponía, había en el vestíbulo un gran aparato de radio. Inspeccionó rápidamente la planta baja y el piso de arriba. No encontró a nadie y regresó al vestíbulo. La electricidad todavía funcionaba. Esperó unos instantes y luego buscó cuidadosamente. Sólo oyó unos débiles ruidos parásitos. Probó la onda corta, pero sin éxito. Metódicamente, exploró todas las longitudes. Desde luego, pensó, si alguna estación funciona aún, no transmitirá probablemente las veinticuatro horas del día.
Dejó la radio en una longitud que correspondía –o había correspondido– a una potente emisora. Luego se echó en el sofá.
A pesar de aquellos horrores, sentía la curiosidad desinteresada de un espectador, como si asistiese al último acto de una tragedia. Seguía siendo lo que era, o había sido –el tiempo de verbo no importaba–: un intelectual, un sabio incipiente, más inclinado a observar los acontecimientos que a participar en ellos.
Así ocurrió que llegase a contemplar la catástrofe –con una satisfacción irónica, aunque momentánea– como la demostración de un aforismo, enunciado un día por su profesor de economía política: “El desastre temido no llega nunca, la teja cae donde menos se espera”. Se había temido una guerra destructora, la pesadilla de ciudades arrasadas, hecatombes de hombres y animales, tierras estériles. Pero, en realidad, sólo la humanidad había sido suprimida, y casi con limpieza, con un mínimo de trastornos. Los sobrevivientes, si los había, serían los reyes de la Tierra.
Se instaló cómodamente en el sofá. La noche era cálida. Agotado físicamente por la enfermedad y tantas emociones, no tardó en dormirse.

Allá arriba, en el cielo, la luna, los planetas y las estrellas recorren sus largas y tranquilas órbitas. No tienen ojos y no ven. Sin embargo, el hombre había imaginado alguna vez que miraban la Tierra.
Pero si viesen realmente, ¿qué verían esta noche?
Ningún cambio. Aunque el humo de las chimeneas ya no enturbia la atmósfera, pesadas humaredas surgen aún de los volcanes y los bosques incendiados. Visto desde la luna, el planeta tendrá esta noche su resplandor de costumbre; ni más brillante, ni más oscuro.

Se despertó en pleno día. Abrió y cerró la mano. El dolor de la mordedura era ahora una pequeña molestia local. Sentía la cabeza despejada y comprendió que la otra enfermedad, si había habido otra enfermedad, también desaparecía. Se le ocurrió algo. La explicación era evidente: había padecido aquella enfermedad, combatiéndola con el veneno que tenía en la sangre. Microbio y veneno se habían destruido mutuamente. Aquello, por lo menos, explicaba que siguiese vivo.
Siguió en el sofá, tranquilo e inmóvil y los fragmentos aislados del rompecabezas comenzaron a ordenarse. Los hombres que había visto en la cabaña... eran sólo unos pobres fugitivos, que huían de la peste. El coche que había subido por la carretera, en medio de la noche, llevaba quizás a otros fugitivos, posiblemente los Johnson. El excitado ovejero había intentado comunicarle los sucesos de la central.
Sin embargo, la idea de ser el único sobreviviente no lo perturbaba demasiado. Había vivido solo durante un tiempo. No había asistido a la tragedia, ni había visto morir a sus semejantes. A la vez no podía creer (y no había por qué creerlo) que fuese el último hombre sobre la Tierra. Según el periódico, la población había disminuido en un tercio. El silencio que reinaba en Hutsonville demostraba solamente que sus habitantes se habían dispersado o refugiado en otra ciudad. Antes de llorar el fin del mundo, y la muerte del hombre, tenía que descubrir si el mundo ya no existía y si el hombre había muerto. Ante todo, evidentemente, debía volver a la casa paterna. Quizá sus padres vivían aún. Así, con un plan definido para el día, sintió la tranquilidad que seguía siempre a sus decisiones, aun temporales.
Al levantarse, buscó otra vez en ambas ondas de la radio, sin resultado.
Se reproduce por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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