Por Alejandra Dandan
Desde
Mar del Plata
En la ronda son cinco. Hay
dos bicis en el centro. Arrojado en la arena, uno cuenta que en Villa
Crespo, de donde viene, para matar el calor no hay nada que se parezca
a una playa. Por eso Marcos Artipini se acercó esta madrugada hasta
aquí, a la Bristol, donde el centro de Mar del Plata se ensancha
como una alfombra fresquita para aliviar estas noches de calor extremo.
No sólo hay turistas, buena parte de los que han optado por los
modernos baños de luna son marplatenses acorralados por estas extrañas
temperaturas caribeñas poco habituales en las bahías atlánticas.
Desde la rambla hasta el muelle de los pescadores se ha prolongado el
circuito de paseo obligatorio incluso para guardavidas. Han extendido
aquí sus horarios para atender a nadadores poco acostumbrados al
moderno buceo bajo olas oscuras.
Faltan algunos minutos para la una de la mañana. Bajo la rambla,
frente al mar los vendedores de panchos aún no han podido cerrar
el puesto. Alrededor, alguien desde un micrófono invita a la hinchada
arremolinada en la rambla de los lobos, a seguir con ritmo de cumbia.
La invitación pone en marcha, como máquinas, al ejército
que hasta allí estaba sentado en las gradas. Se agarran las manos,
se buscan y salen disparados hacia un centro que se vuelve pista de baile,
donde la voz de Magdalena con su ritmo de cumbia se vende grabada en cinta
a sólo diez pesos la unidad.
Roberto Gatti balconea desde la rambla la danza afiebrada. Desde ahí
le dice a su mujer que ese espectáculo se repite desde hace años.
Y después, que es una distracción económica, como
pasearse sobre la costanera, como sentarse y robar de noche un pedacito
de arena para dedicarse a soportar así, bien barato, los rebotes
de la ola de calor en estas playas.
Son cerca de las dos y aún los puestos de panchos no cierran. Acá
el pulso para el cierre lo marca el show, dice uno de los puesteros.
El show es ese que estas noches reúne hasta trescientas personas
en las gradas, ahí en la rambla donde Gatti todavía está.
Pero la gente no sólo llega hasta allí: ahora han tomado
la arena. Los guardavidas de la Popular uno, a algunos metros de ahí,
mantienen abiertos sus puestos de vigilancia sobre la línea del
mar. Se oyen silbatos y Ariel Martínez, del puesto, explica que
son nadadores no graduados aún, que hacen mérito entrenándose
en salvatajes. Cubren la noche de mar, como Martínez cubre el puesto
de sillas hasta tarde porque, dice, vi demasiado calor, supuse que
iba a andar mucha gente y vine para cuidar las cosas.
Marcos todavía no se metió al mar. Desde esta tarde ocupa
el departamento de la familia frente al puerto. Llegó con Hernán
Schilman, que acaba de conocer en la arena a Carolina Climente y a su
hermano David, los dos de Mar del Plata. Hoy, porque hacía
calor, vinimos acá son los dueños de las bicis tiradas,
si no, vamos a Varesse, por las olas, es más tranquilo.
Apenas se cortó la luz dice ahora Yolanda, avisé
a todas mis hermanas y cuñados que esta noche nos juntábamos.
Los diez se citaron en la Bristol. Hoy nos olvidamos las cartas;
si no, jugamos a la loba del 14 con cartas de poker. El juego combina
bien con la sidra que esta noche le han agregado a la vianda de termo
y mate. Por supuesto dice ahora Coca, de la misma ronda,
si hace frío, no venimos a la playa, pero ahora está fresquito
acá, es el único lugar donde se aguanta.
Mónica y Rafael Falucho son de San Luis y por esta noche se han
adueñado de los puestos vacíos de dos guardavidas. No,
no estamos controlando nada corrige ella, sólo que
está tan lindo acá, justo acaba de pasar una pareja a la
que parece le hacían la despedida de solteros. A la chica
la llenaron de arena, después la tiraron al mar. Desde el mirador
de madera, marido y mujer se divierten. Enfrente, el espectáculo
de esta noche es elmar. Tal vez la mejor opción a precio cero que
tiene el verano en esta costa.
PINAMAR
ENTRE EL MAR Y EL AIRE ACONDICIONADO
Un día ideal para vender sombreros
Por Cristian Alarcón
Desde Pinamar
El chico y la chica sentados
bajo una sombrilla publicitaria en una playa del centro lucen decaídos,
como después de horas de cruzar el desierto buscando un oasis de
verdad que los redima de este infierno. Llevan cuatro días haciendo
la temporada: levantan pedidos de gaseosas y comida rápida
en la arena. Caminan de ida y vuelta los treinta metros que hay hasta
los líquidos que salvan a los turistas de la insolación.
Este mediodía parece ser el peor hasta el momento. Como si se tratara
de dancers poseídos por la sed de la rave no hay transeúnte
que no porte una botellita de agua mineral fría. Pero no hay química,
sino física, en estas situaciones de temporada: ayer fueron 36
grados los que soportó Pinamar. Soportó como pudo. Con un
promedio bajísimo de aparatos de aire acondicionado per cápita,
acostumbrado a la brisa fresca, la ciudad bajó su ritmo ayer junto
con la presión de la mayoría, mientras en el agua se sumergía
una masiva franja de cuerpos ardidos pero de vacaciones.
Ya a las ocho de la mañana y con el sol oculto tras un manto de
nubes grises y uniformes era detestable cargar con bultos ayer en este
balneario. Había sido sólo una ilusión el cambio
de temperatura al que nos acostumbró el viejo clima. A esa hora
hacían 32 grados y la noche se había hecho una batalla contra
la propia piel para la mayoría. Tres horas después la temperatura
ya llegaba a 34. Ayer hasta que cayó el sol por la avenida Bunge
los locales comerciales estaban sólo llenos de quejas de los propios
dueños o empleados que transpiraban tras las vidrieras. Esto
es raro, esperamos una tormenta pero no llega, decía una
chica de trenzas en el kiosco de una galería. Anoche casi
no dormí. La gente anduvo hasta tarde dando vueltas, mirando vidriera
o buscando un bar con aire, contaba. Durante todo el jueves sólo
corrió un viento seco a media tarde que empeoró las cosas
levantando arena y convirtiendo a las espaldas mojadas de las vacaciones
en milanesas pegajosas.
Lo de nuestro amigo abatido, el mozo acalorado que transmite los pedidos
por un sistema de radio que incluye micrófono como el de Madonna,
es más terrible aún si se tiene en cuenta que detesta la
playa en general. Ayer intentando una inmersión en el Atlántico,
a pesar de todo, no calculó la fuerza de la ola y consiguió
esa cicatriz de raspadura fuerte en la sien. En cuanto a ella, su compañera,
se limita a mirar con ojos de bohemia antes de salir andando con paso
funerario hacia un cliente que agita la mano con la lengua afuera a unos
diez largos metros. Poco más allá los guardavidas se miden
sobre una torre con el trabajo extra que les provoca la racha de alta
temperatura vigilando el horizonte de bañistas. Abajo de la caseta
una veinteañera disfruta de la sombra, que es como la que provoca
un palafito sobre el agua. Están más atentos que nunca
porque el mar viene picado y hoy ya van tres que salen medio azules de
adentro, cuenta. Quedate media hora que seguro ves otro rescate.
Página/12 desistió de esa empresa.
Cuadras y cuadras hacia el norte, cerca de Pizza Bannana, donde se escuchan
los hits del DJ Deró uno tras otro, avanza un carro hecho de cañas
del que cuelgan sombreros de colores. Sólo se alcanzan a ver las
delgadas piernas de la mujer de vestido turquesa que lo empuja con gracia.
Ximena Acha y Esteban Luchetti agradecen al sol su inclemencia. Es lo
mejor para su negocio. Hasta han pensado algunos slogans que cantan al
pasar. Algo así como que si tu cabeza está que arde
acercate al carrito, con sombrero es mejor, aunque este cronista
haya perdido la rima original, con el calor de la tarde. Dos mujeres se
mueren de encanto con los versos de los sombrereros mientras se prueban
los propios, de paja, quedando ambas muy señoras yanquis en vacaciones
en el Caribe. Sin uno así voy a parar al doctor del solazo,
le dice la del gusto más rococó a la que todavía
se mira en el espejo, provocando una cola de ardidoscompradores. El
calor es todo un presupuesto, apunta sacando el monedero y chistando
indecorosamente a un vendedor de gaseosas que vocea como en la cancha.
¡Pibe! grita, ante la sordera Pibe. ¡Por
favor vení pibe!, implora.
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