Por Horacio Bernades
Leyenda popular puesta en imágenes y colocada en medio de una serie
de relatos concéntricos, Gabbeh se estrena en medio de una nueva
oleada de cine iraní en Argentina. No hay duda de que se parece
poco y nada a lo que constituye la corriente principal del cine de ese
origen y que reconoce en la obra de Abbas Kiarostami su buque insignia.
Si lo que identifica esa corriente principal es una sofisticada forma
de realismo autorreflexivo, con relatos mínimos narrados en estricto
presente, desde sus primeras imágenes, Gabbeh parecería
ir contra esa línea, oponiendo fantasía al realismo, atemporalidad
a lo contemporáneo, exuberancia folk frente a la más radical
sencillez.
Quien está detrás de Gabbeh es, de hecho, el cineasta que
compite en pie de igualdad con Kiarostami por la fama y popularidad internacionales.
Se trata de Mohsen Makhmalbaf, que cuenta con una obra abundante y de
quien en Argentina se había conocido, el año pasado, su
reciente El silencio. A diferencia de su principal competidor,
cuyo cine constituye un bloque homogéneo e inconfundible, si algo
caracteriza la obra de Makhmalbaf es una desconcertante heterogeneidad.
Nacido en Teherán en 1957, de origen humilde, Makhmalbaf combatió
al Sha armas en mano, debiendo pasar un lustro en la cárcel, hasta
la llegada de los ayatollahs. Fueron tal vez sus simpatías hacia
el régimen islámico las que le ganaron una popularidad interna
de la que Kiarostami y otros jamás gozaron. Hasta que terminó
cayendo también él en la lista de sospechosos y censurados,
destino que le cupo a El silencio. La negrísima El ciclista (1987)
y El matrimonio de los benditos (1989) están entre sus films más
reconocidos, y Gabbeh pasó por varios festivales, entre ellos el
de Cannes, al momento de su presentación internacional en 1996.
Mi nombre es Gabbeh, dice la joven, que parece haber tomado
cuerpo de la superficie de un tapiz. Gabbeh es el nombre que reciben ciertos
telares, tejidos por los miembros de tribus nómades del sudeste
iraní. Con lo cual queda claro, de entrada, el carácter
fantástico del personaje central, que, a la manera de tantas leyendas,
encarna algo inanimado. El tapiz, pero también el agua de un arroyuelo,
en cuyo lecho el telar descansa. Gabbeh se presenta ante un matrimonio
de ancianos, para relatar su historia, una fábula en la que puede
leerse una ancestral historia de sumisión femenina a medida que
Gabbeh la cuenta, la visualiza, desde la distancia y junto a sus interlocutores.
La historia que narra es la de la infinita postergación de su casamiento,
que el padre pospone con sucesivas excusas, mientras su enamorado aúlla
como lobo, desde la lejanía.
Dentro del relato de Gabbeh aparece un personaje que funciona como demiurgo:
un tío, curiosamente llamado Abbas (devolución de gentilezas,
quizás, a Kiarostami, que había incluido a Makhmalbaf como
personaje, en Primer Plano). El tío Abbas sabe cómo tomar
prestados los colores de la naturaleza, incorporándolos a
la vida real: el amarillo del sol, el azul del cielo, el verde de los
prados, asumen en Gabbeh la categoría de elemento estructurante,
tanto como el sonido lo sería más tarde en El silencio.
De allí la cualidad casi abstracta que tiene el film, y de allí
también su marcado carácter pictoricista. Jugado a lo maravilloso,
se extraña en Gabbeh la condición de relato vivo
que el cine iraní suele tener. Esa apuesta pone al film en constante
riesgo de convertirse en objeto exótico, de esos que públicos
internacionales pueden consumir con gusto para luego descartar sin culpa.
LA
CELDA, DE TARSEM SINGH, CON JENNIFER lOPEZ
Un asesino serial que es puro arte
Por Martín
Pérez
En su libro de conversaciones junto a François Truffaut, Alfred
Hitchcock bautizó como McGuffin el artificio del que se suelen
valer los cineastas para hacer mover a sus personajes. La piedra sobre
la que se apoya el autor de la historia para hacer mover la trama de su
historia. Por lo general, un McGuffin es un maletín misterioso,
una clave secreta, un invento peligrosísimo; algo detrás
del cual correrán los protagonistas o del que escaparán
y cuyo secreto no es necesario que se revele jamás, ya que por
lo general detrás de su nombre no suele haber nada. Un McGuffin
es simplemente el motor de la historia. La Celda posiblemente sea el film
con el McGuffin más grande de todos, porque todo el género
de asesinos seriales alrededor del cual está construida su historia
e incluso su promoción: Entrá en la mente de
un asesino es apenas una excusa para que el debutante Tarsem
Singh despliegue un admirable arsenal de efectos especiales con el que
recorre prácticamente toda la historia del arte de vanguardia de
la segunda mitad del siglo XX.
Lujosísimo vehículo de autopromoción de la bella
Jennifer Lopez impecable cada vez que aparece en pantalla,
La Celda es un film que pretende dar un paso más allá dentro
de los films dedicados a los asesinos seriales, todo un género
en sí mismo dentro del mundo del policial cinematográfico.
Con El silencio de los inocentes y Pecados capitales como norte, la historia
pergeñada por el también debutante guionista Mark Protosevich
presenta a un cruel coleccionista de bellas mujeres que está pidiendo
a gritos ser detenido por las autoridades. Y, McGuffin dentro de McGuffin,
la historia también presenta un artefacto mediante el cual la doctora
que interpreta la ascendente Lopez es capaz de meterse en la mente de
un niño en coma desde la tierna edad de siete años.
Así es como comienza el film. Con la reina Lopez caminando por
las dunas, yendo al encuentro de su paciente. Protosevich y Singh se las
arreglarán para hacer coincidir ambas tramas la policial
y la científica como para que la mente a la que ingresar
sea la del asesino, y entonces la frase con la que es promocionado el
film sea rigurosamente cierta. Deliciosamente fotografiado, y con un reparto
que es poco menos un lujo, cada fotograma de La Celda recuerda el hecho
que Singh antes conocido sólo como Tarsem se hizo conocido
al dirigir el clip del tema Losing my religion, de R.E.M.
La misma parafernalia de citas estéticas recorre todo el metraje
de La Celda, al punto que cada fotograma parece haber sido compuesto para
ser enmarcado y vendido en una sala de arte. Detrás de tanta sobredosis
estética, sin embargo, subyace un film. Y en él se destaca
su trío protagónico. Bien acompañados por Dylan Baker
(el padre pedófilo de Happiness) y Marianne Jean-Baptiste (nominada
al Oscar por Secretos y mentiras), tanto Vincent DOnofrio como Vince
Vaughn y Jennifer Lopez encarnan muy bien a sus muñequitos. Si
el asesino serial purifica a sus víctimas hasta transformarlas
en sus muñecas, los personajes del film de Singh son sencillamente
muñecos en un universo virtual, en el que realmente poco importan
motivos, artimañas e incluso tecnología. Todo el armazón
de La Celda está ahí para que los espectadores recorran
su metraje como quien pasea por el mejor festival de atrocidades avant-garde.
Una lástima. Un lujo. Tache lo que no corresponda.
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