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VERANO | 12
Luna llena, luna vacía

La Luna en compota: La Voyage dans le Lune de Georges Méliés (1903)

Por Rodrigo Fresán

Antes de Marte y del “infinito y más allá” –como suele gritar el juguete futurista de Toy Story– estaba y sigue estando la Luna como destino inevitable de la ciencia y la ficción. La Luna está cerca y, dicen, estaba todavía más cerca hace millones de años. Omnipresente desde nuestros inicios como regidora de mareas y ciclos menstruales, de licántropos y vampiros, diosa de humores diversos según la civilización que la adorara, ladrona de luz solar, la Luna se vuelve literatura y teoría en las plumas de Cyrano de Bergerac y Daniel Defoe y Johannes Kepler y Galileo, pero no alcanza su máxima brillantez futurista hasta los clásicos de Verne y de Welles. Arthur C. Clarke la colonizó para su relato “The Sentinel” que inspiraría el film 2001: A Space Odissey y que la honraría como portadora de un monolito alto y negro y lugar al que llegar mientras suenan los acordes del ingrávido vals “Danubio azul”.
A partir de 1969, con la llegada del hombre a la Luna, los escritores y las imaginaciones parecen haberla despreciado como escenario posible para lo imposible. Su posible explotación como destino vacacional se posterga cada vez más y, ahora, hasta Marte parece haber caído enfermo de la misma enfermedad letárgica.
La culpa la tiene Neil Armstrong y su “pequeño paso para un hombre y gran paso para la humanidad”. Los paranoicos conspirativos aseguran todavía hoy que se trató de un montaje televisivo. Los más extremos juran que la Luna no es más que un espejismo colectivo. Pink Floyd le dedicó su disco más famoso, James Stewart juró enlazarla en Qué bello es vivir, y nunca falta ese alucinado que la cree hecha de queso. La Luna, en realidad, es el menos científico y ficticio de los cuerpos celestes.
En 1965, el versátil e impredecible italiano Italo Calvino (1923-1985) la redimió para siempre casi al inicio de las amplias ficciones breves que conforman los monólogos alucinados y alucinantes del viejo Qfwfq en Las cosmicómicas y en el ensayo “La relación con la Luna” teoriza que las imaginaciones lunares son siempre más poéticas que las que se dedican a otros astros. “Quien ama de verdad la Luna no se conforma con contemplarla como una imagen convencional, sino que quiere estrechar su relación con ella, quiere ver más en la Luna, quiere que la Luna le diga más.” Tiene razón Calvino. Veamos, oigamos...

 


 

Estar en la luna

Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que levantarse de golpe, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar brillante con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo colgando del sarmiento.

Por Italo Calvino

Hubo un tiempo, según sir George H. Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Poco a poco las mareas fueron empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra va perdiendo lentamente energía.

¡Claro que lo sé! –exclamó el viejo Qfwfq–, vosotros no podéis recordarlo, pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, inmensa; en el plenilunio –noches claras como de día, pero con una luz color mantequilla– parecía que iba a aplastarnos; en el novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en el cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases no funcionaba como hoy, porque las distancias del Sol eran diferentes, y las órbitas, y la inclinación no recuerdo de qué; para no hablar de los eclipses: con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imaginad si esas dos bestias no iban a encontrar la manera de hacerse continuamente sombra la una a la otra.
¿La órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; tan pronto se nos echaba encima como remontaba vuelo. Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían y no había quién las sujetara. Eran noches de plenilunio muy muy bajo y de marea muy muy alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, unos pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo con la barca, apoyar una escalera y arriba.
Donde la Luna pasaba más bajo era en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Ibamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Cabíamos varios: yo, el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Hlthlx, que tendría entonces unos doce años. Aquellas noches el agua estaba tranquilísima, plateada, parecía mercurio, y los peces, dentro, violetas, no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de bichos minúsculos –pequeños cangrejos, calamares y también algas ligeras y diáfanas y plantitas de coral– que se despegaban del mar y terminaban en la Luna, colgando de aquel cielo raso calcáreo, o se quedaban allí en mitad del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando hojas de banano.
Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en lo alto de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba asustado: “¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a dar un cabezazo!”. Era la impresión que teníamos viéndola encima tan inmensa, tan erizada de púas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizá sea diferente, pero entonces la Luna, o mejor dicho, el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte que pasaba más cerca de la Tierra hasta rozarla casi, estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Parecía el vientre de un pez, y también el olor, por lo que recuerdo, era, si no exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.
En realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se iba alejando); en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me sujetaba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca escapaban bajo mis pies y que el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que levantarse de golpe, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar brillante con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo colgando del sarmiento.
En aquellos saltos el que desplegaba un talento particular era mi primo el sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era siempre el primero que saltaba de la escalera) se volvían de pronto suaves y seguras. Encontraba en seguida el punto donde debían agarrarse para izarse; más aún, parecía que le bastara la presión de las palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le tendía las manos.
Era igualmente hábil en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía. Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible, con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la Tierra, en cambio, se parecía más a una zambullida o a nadar en profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde la Tierra, sólo que ahora nos faltaba la escalera porque en la Luna no había dónde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza hacia abajo como en una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar golpeándola con las palmas, hasta que sus piernas quedaban a nuestro alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.
Me preguntaréis ahora qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y os lo explico. Ibamos a recoger leche, con una gran cuchara y un cubo. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón. Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre, procedentes de los prados y montes y lagunas sobre los cuales volaba el satélite. Se componía esencialmente de: jugos vegetales, renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón, huevos de esturión, mohos, pollitos, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, materiales de combustión. Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo. No en estado puro, claro está; las escorias eran muchas: en la fermentación (la Luna atravesaba extensiones de aire tórrido sobre los desiertos) no todos los cuerpos se fundían; algunos se quedaban incrustados: uñas y cartílagos, clavos, hipocampos, carozos y pedúnculos, cacharros rotos, anzuelos, a veces hasta un peine. De modo que ese puré, después de recogido, había que desnatarlo, pasarlo por un colador. Pero la dificultad no era ésa, sino cómo enviarlo a la Tierra. Hacíamos así: se lanzaba hacia arriba cada cucharada como una catapulta, con las dos manos. El requesón volaba y si el tiro era bastante fuerte iba a estrellarse en el cielo raso, es decir, en la superficie marina. Una vez allí quedaba flotando y recogerlo desde la barca era fácil. También en estos lanzamientos mi primo el sordo desplegaba una habilidad particular; tenía pulso y puntería; con un golpe decidido conseguía centrar su tiro en un cubo que le tendíamos desde la barca. En cambio yo a veces erraba el tiro; la cucharada no conseguía vencer la atracción lunar y me caía en un ojo.
Todavía no lo he dicho todo sobre las operaciones en que se destacaba mi primo. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo. No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo a saltos de uno a otro, como si quisiera gastar bromas a la Luna, darle una sorpresa o directamente hacerle cosquillas. Y donde él metía la mano brotaba el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que bastaba seguirlos y recoger con cucharas la sustancia que hacía rezumar aquí y allá, pero siempre como por casualidad, porque los itinerarios del sordo no parecían responder a ningún claro propósito práctico. Había puntos, por ejemplo, que tocaba solamente por el gusto de tocarlos: intersticios entre escama y escama, pliegues desnudos y tiernos de la pulpa lunar. A veces mi primo los apretaba, no con los dedos de la mano, sino –en una serie bien calculada de saltos– con el dedo gordo del pie (subía a la Luna descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo del placer, a juzgar por el gañido que emitía su úvula y los nuevos saltos que seguían.
El suelo de la Luna no era uniformemente escamoso, sino que mostraba zonas desnudas irregulares de una resbalosa arcilla pálida. Al sordo, esos espacios suaves le inspiraban cabriolas o vuelos casi de pájaro, como si quisiera incrustarse en la pasta lunar con toda su persona. Como se iba alejando, en cierto momento lo perdíamos de vista. En la Luna se extendían regiones que nunca habíamos tenido motivo o curiosidad de explorar, y allí desaparecía mi primo; y a mí se me había ocurrido que todas aquellas cabriolas y pellizcos que satisfacían sus antojos ante nuestra vista sólo eran una preparación, un preludio de algo secreto que debía de desarrollarse en las zonas ocultas.
En aquellas noches de los Escollos de Zinc el nuestro era un humor especial, alegre pero un poco expectante, como si dentro del cráneo sintiéramos, en lugar del cerebro, un pez que flotara atraído por la Luna. Y navegábamos así con la música y el canto. La mujer del capitán tocaba el arpa; tenía unos brazos larguísimos, plateados aquellas noches como anguilas, y axilas oscuras y misteriosas como erizos marinos; y el sonido del arpa era tan dulce y agudo, tan dulce y agudo que casi no se podía soportar, y teníamos que lanzar largos gritos, no tanto para acompañar la música como para protegernos el oído.
Medusas transparentes afloraban a la superficie marina, vibraban un poco, echaban a volar hacia la Luna ondulando. La pequeña Xlthlx se divertía atrapándolas en el aire, pero no era fácil. Una vez, al tender los bracitos para alcanzar una, dio un salto y se encontró también flotando. Como era delgaducha le faltaban algunas onzas para que la gravedad la devolviera a la Tierra venciendo la atracción lunar, así que volaba entre las medusas suspendida sobre el agua. De pronto se asustó, se echó a llorar, después se rió, se puso a jugar atrapando al vuelo crustáceos y pececillos, llevándose algunos a la boca y mordisqueándolos.
Siguiéndola, nosotros navegábamos: la Luna corría por su elipse arrastrando por el cielo aquel enjambre de fauna marina y un jirón de algas ensortijadas, y la niña suspendida en el medio. Xlthlx tenía dos trencitas delgadas que parecían volar por su cuenta, tendidas hacia la Luna; pero entre tanto pataleaba, daba puntapiés al aire como si quisiera luchar contra aquel influjo, y los calcetines –en el vuelo había perdido las sandalias– se le escurrían de los pies y colgaban atraídos por la fuerza terrestre. Nosotros, subidos a la escalera, tratábamos de atraparlos.
Eso de ponerse a comer los animalitos flotantes había sido una buena idea; cuanto más aumentaba el peso de Xlthlx, más bajaba hacia la Tierra; además, como entre aquellos cuerpos suspendidos el suyo era el de mayor masa, moluscos y algas y plancton empezaron a pesar sobre ella y la niña quedó cubierta de minúsculas cáscaras silíceas, caparazones quitinosos, carapachos y filamentos de hierbas marinas. Y cuanto más se perdía en esa maraña, más iba librándose del influjo lunar, hasta que rozó la superficie del agua y se zambulló.
Remamos rápido para recogerla y socorrerla; su cuerpo había quedado imantado y tuvimos que esmerarnos para quitarle todo lo que se le había incrustado. Corales tiernos le envolvían la cabeza, y del pelo, cada vez que pasaba el peine, llovían anchoas y camarones; los ojos estaban tapados por conchas de lapas que se pegaban a los párpados con sus ventosas; tentáculos de sepias se enroscaban alrededor de los brazos y el cuello, y la chaquetita parecía ahora tejida sólo con algas y esponjas. Le quitamos lo más gordo, y durante semanas ella siguió despegándose mejillones y conchillas, pero le quedó para siempre la piel punteada por minúsculas diatomeas, bajo la apariencia –para quien no miraba bien– de un fino polvillo de lunares.
Así se disputaban el intersticio entre Tierra y Luna los dos influjos que se equilibraban. Diré más: un cuerpo que bajaba a Tierra desde el satélite permanecía por algún tiempo cargado de fuerza lunar y se negaba a la atracción de nuestro mundo. También yo, a pesar de ser alto y gordo, cada vez que había estado allí, tardaba en acostumbrarme de nuevo al arriba y el abajo terrestres y mis compañeros tenían que atraparme por los brazos y retenerme a la fuerza, arracimados, colgando de la barca fluctuante mientras yo, cabeza abajo, seguía estirando las piernas hacia el cielo.
–¡Sujétate! ¡Sujétate bien de nosotros! –me gritaban, y a veces en aquel braceo yo terminaba por aferrar un seno de la señora Vhd Vhd, que los tenía redondos y firmes, y el contacto era bueno y seguro, ejercía una atracción igual o más fuerte que la de la Luna, sobre todo si al bajar de cabeza conseguía ceñirle las caderas con el otro brazo, y así pasaba de nuevo a este mundo y caía de golpe en el fondo de la barca, y el capitán Vhd Vhd me arrojaba un cubo de agua para reanimarme.
Así empezó la historia de mi enamoramiento de la mujer del capitán, y de mis sufrimientos. Porque no tardé en notar a quién se dirigían las miradas más obstinadas de la señora: cuando las manos de mi primo se posaban seguras en el satélite, yo clavaba en ella la vista y leía en su mirada los pensamientos que aquella confianza entre el sordo y la Luna le iba suscitando, y cuando él desaparecía en sus misteriosas exploraciones lunares la veía inquieta, como sobre ascuas y entonces todo me resultaba claro: cómo la señora Vhd Vhd se iba poniendo celosa de la Luna y yo celoso de mi primo. Tenía ojos de diamante, la señora Vhd Vhd, llameaban cuando miraba la Luna, casi desafiante, como si dijera: “¡No lo conseguirás!”. Y yo me sentía excluido.
De todo esto el que menos se daba por enterado era el sordo. Cuando lo ayudábamos a bajar tirándolo –como os he explicado– de las piernas, la señora Vhd Vhd perdía todo recato, echándole encima, generosa, el peso de su persona, envolviéndolo en sus largos brazos plateados; yo sentía una punzada en el corazón (cuando me agarraba a ella su cuerpo era dócil y amable, pero no se echaba adelante como con mi primo), mientras él parecía indiferente, perdido todavía en su arrobamiento lunar.
Yo miraba al capitán preguntándome si él también notaría el comportamiento de su mujer; pero ninguna expresión pasaba jamás por aquella cara roída por el salitre, surcada de arrugas embreadas. Como el sordo era siempre el último en despegarse de la Luna, su descenso daba la señal de partida de las barcas. Entonces, con un gesto insólitamente amable, Vhd Vhd recogía el arpa del fondo de la barca y la tendía a su mujer. Nada podía separarla más del sordo que el sonido del arpa. Yo empezaba a entonar aquella canción melancólica que dice: “Boyan boyan todos los peces relucientes, y los peces oscuros se van al fondo, al fondo...” y todos, menos mi primo, me hacían coro.
Cada mes, apenas pasaba el satélite, el sordo volvía a su indiferencia hacia las cosas del mundo; sólo la cercanía del plenilunio lo despertaba. Aquella vez yo me las había ingeniado para estar en el turno de los que subían y quedarme en la barca, junto a la mujer del capitán. Y apenas mi primo había trepado a la escalera, la señora Vhd Vhd dijo:
–¡Hoy quiero subir yo también!
Nunca había ocurrido que la mujer del capitán fuera a la Luna. Pero Vhd Vhd no se opuso, al contrario, la levantó casi en vilo hasta la escalera, exclamando:
–¡Pues anda!
y todos empezamos a ayudarla y yo la sostenía de atrás, y la sentía en mis brazos redonda y suave, y para soportarla apretaba contra ella las palmas y la cara, y cuando sentí que subía a la esfera lunar me dio tanta congoja el contacto perdido, que traté de seguirla diciendo:
–¡Yo también voy un rato arriba a echar una mano!
Algo como una tenaza me detuvo.
–Tú te quedas aquí, que también hay que hacer –me ordenó, sin alzar la voz, el capitán Vhd Vhd.
Las intenciones de cada uno ya estaban claras en aquel momento. Y sin embargo yo no entendía, y todavía hoy no estoy seguro de haberlo interpretado todo exactamente. No cabía duda de que la mujer del capitán había alimentado largamente el deseo de retirarse allí arriba con mi primo (o por lo menos, de no dejar que él se retirase solo con la Luna), pero probablemente su plan, que habría sido urdido en inteligencia con el sordo, tenía un objetivo más ambicioso: esconderse juntos allí arriba y quedarse un mes en la Luna. Pero puede ser que mi primo, como era sordo, no hubiera entendido nada de lo que ella había tratado de explicarle, o que directamente ni siquiera se hubiese dado cuenta de que era objeto de los deseos de la señora. ¿Y el capitán? No esperaba otra cosa que liberarse de su mujer, tanto que apenas ella quedó confinada allá arriba, vimos que se abandonaba a sus inclinaciones y se hundía en el vicio, y entonces comprendimos por qué no había hecho nada por retenerla. ¿Pero sabía ya desde el principio que la órbita de la Luna se iba ensanchando?
Ninguno de nosotros podía sospecharlo. El sordo, quizás únicamente el sordo: de esa manera larvada en que sabía las cosas, había presentido que aquella noche le tocaba despedirse de la Luna. Por eso se escondió en sus lugares secretos y sólo reapareció para volver a bordo. Y fue inútil que la mujer del capitán lo siguiera: la vimos atravesar la extensión escamosa varias veces, a lo largo y a lo ancho, y cómo de pronto se detuvo mirando a los que habíamos permanecido en la barca, casi a punto de preguntarnos si lo habíamos visto.
Claro que había algo insólito aquella noche. La superficie del mar, aunque tensa como siempre en el plenilunio y arqueándose casi hacia el cielo, ahora parecía aflojarse, laxa, como si el imán lunar no ejerciera toda su fuerza. Y sin embargo se hubiera dicho que la luz no era la misma de los otros plenilunios, como si se hubiese espesado la tiniebla nocturna. Incluso los compañeros, arriba, parecieron darse cuenta de lo que estaba sucediendo porque alzaron hacia nosotros sus ojos despavoridos. Y de sus bocas y las nuestras, al mismo tiempo, brotó un grito:
–¡La Luna se aleja!
Todavía no se había apagado ese grito cuando en la Luna apareció mi primo corriendo. No parecía asustado, ni siquiera sorprendido; posó las manos en el suelo para la cabriola de siempre, pero esta vez después de lanzarse al aire se quedó allí, suspendido, como ya le había sucedido a la pequeña Xlthlx, durante un momento dio unas volteretas entre Luna y Tierra, se puso cabeza abajo y con un esfuerzo de los brazos como el nadador que debe vencer una corriente, se dirigió con insólita lentitud hacia nuestro planeta.
Desde la Luna los otros marineros se apresuraron a seguir su ejemplo. Ninguno pensaba en hacer llegar a la barca la leche recogida, ni el capitán los reprendía por ello. Ya habían esperado demasiado, la distancia era ahora difícil de atravesar; por más que trataban de imitar el vuelo o la natación de mi primo, se quedaron agitando los brazos, suspendidos en mitad del cielo.
–¡Apretad filas, imbéciles, apretad filas! –gritó el capitán. A su orden los marineros intentaron reagruparse, juntarse, pujar todos juntos para llegar a la zona de atracción terrestre, hasta que de pronto una cascada de cuerpos se precipitó en el mar.
Las barcas remaban ahora para recogerlos.
–¡Esperad! ¡Falta la señora! –grité. La mujer del capitán también había intentado el salto, pero se había quedado flotando a pocos metros de la Luna y movía muellemente en el aire los largos brazos plateados. Me trepé a la escalerilla y en el vano intento de ofrecerle un asidero le tendí el arpa.
–¡No llego! ¡Hay que ir a buscarla! –y traté de lanzarme blandiendo el arpa. Sobre mí el enorme disco lunar se había achicado tanto que no parecía el mismo de antes, y ahora se iba contrayendo cada vez más como si fuese mi mirada la que lo empujaba, y el cielo despejado se abría de par en par como un abismo en cuyo fondo las estrellas se iban multiplicando y la noche se volcaba sobre mí como un río de vacío, me inundaba de zozobra y de vértigo.
“¡Tengo miedo! –pensé–. ¡Tengo demasiado miedo para arrojarme! ¡Soy un cobarde!” y en ese momento me arrojé. Nadaba por el cielo furiosamente, y tendía el arpa hacia ella, y ella en lugar de venir a mi encuentro, daba vueltas sobre sí misma mostrándome ya la cara impasible, ya el trasero.
–¡Unámonos! –grité, y ya la alcanzaba y la tomaba por la cintura y enlazaba mis miembros con los suyos–. ¡Unámonos y caigamos juntos! –y concentraba mis fuerzas en unirme más estrechamente a ella, y mis sensaciones en gustar la plenitud de aquel abrazo. Tanto que tardé en advertir que lo que conseguía era arrancarla de nuevo a su estado de suspensión, pero para hacerla caer en la Luna. ¿No lo advertí? ¿O ésta había sido desde el principio mi intención? Aún no había logrado formular mi pensamiento cuando un grito irrumpió de mi garganta:
–¡Yo soy el que se quedará contigo un mes! –y– ¡Sobre ti! –gritaba en mi excitación–: ¡Yo sobre ti un mes! –y en aquel momento la caída en el suelo lunar disolvió nuestro abrazo, nos hizo rodar a mí de este lado y a ella del otro entre aquellas frías escamas.
Alcé los ojos como cada vez que tocaba la corteza de la Luna, seguro de encontrar sobre mí el nativo mar como un techo inmenso y lo vi sí, lo vi también esta vez, ¡pero cuánto más alto y cuán exiguamente limitado por sus contornos de costas y escollos y promontorios, y qué pequeñas parecían las barcas e irreconocibles las caras de mis compañeros y débiles sus gritos! Me llegó un sonido poco distante: la señora Vhd Vhd había encontrado su arpa y la acariciaba insinuando un acorde apesadumbrado como un llanto.
Comenzó un largo mes. La Luna giraba lenta en torno a la Tierra. En el globo suspendido ya no veíamos nuestra orilla familiar sino el transcurrir de océanos profundos como abismos, y desiertos de casquijo incandescente, y continentes de hielo, y selvas bullentes de reptiles, y las paredes de roca de las cadenas montañosas cortadas por el filo de ríos impetuosos, y ciudades palustres, y necrópolis de tufo, e imperios de arcilla y fango. La lejanía untaba todas las cosas del mismo color: las perspectivas extrañas volvían extrañas todas las imágenes; manadas de elefantes y mangas de langosta recorrían las llanuras tan igualmente vastas y densas y tupidas que no se diferenciaban.
Tendría que haber sido feliz: como en mis sueños estaba solo con ella, la intimidad con la Luna, tantas veces envidiada a mi primo, y la de la señora Vhd Vhd, eran ahora mi privilegio exclusivo, un mes de días y noches lunares se extendía ininterrumpido delante de nosotros, la corteza del satélite nos nutría con su leche de sabor acidulado y familiar, nuestra mirada se alzaba hacia el mundo donde habíamos nacido, por fin recorrido en toda su multiforme extensión, explorado en paisajes jamás vistos por ningún terráqueo, o contemplaba las estrellas más allá de la Luna, grandes como frutas de luz maduras en las curvadas ramas del cielo, y todo superaba las esperanzas más luminosas, y en cambio, en cambio era el exilio.
No pensaba más que en la Tierra. La Tierra era la que hacía que cada uno fuera ése y no otro; aquí arriba, arrancado de la Tierra, era como si yo no fuese aquel yo, ni ella para mí aquella ella. Estaba ansioso por volver a la Tierra, y temblaba de miedo de haberla perdido. El cumplimiento de mi sueño de amor sólo había durado el instante en que nos habíamos unido rodando entre Tierra y Luna; privado de su suelo terrestre, mi enamoramiento sólo conocía ahora la nostalgia desgarradora de aquello que nos faltaba: un dónde, un alrededor, un antes, un después.
Esto era lo que yo sentía. ¿Y ella? Me lo preguntaba y me sentía tironeado por mis temores. Porque si también ella sólo pensaba en la
Tierra, podía ser una buena señal, señal de que había llegado finalmente a un entendimiento conmigo, pero podía ser también señal de que todo había sido inútil, de que únicamente al sordo apuntaban sus deseos. Pero nada de eso. No alzaba jamás la mirada al viejo planeta, andaba pálida por aquellas landas murmurando cantilenas y acariciando el arpa, como ensimismada en su provisional (así creía yo) condición lunar. ¿Era señal de que había vencido a mi rival? No; había perdido; una derrota desesperada. Porque ella había comprendido que el amor de mi primo era sólo por la Luna y lo único que quería ahora era convertirse en Luna, asimilarse al objeto de aquel amor extrahumano.
Cumplido que hubo la Luna su vuelta del planeta, nos encontramos de nuevo sobre los Escollos de Zinc. Con estupor los reconocí: ni en mis más negras previsiones me había esperado verlos tan empequeñecidos por la distancia. En aquel mar como un charco mis compañeros navegaban de nuevo sin la escalera ahora inútil, pero desde las barcas se alzó algo como una selva de largas lanzas; cada uno blandía la suya, provista en la punta de un arpón o garfio, quizá con la esperanza de raspar todavía un poco del último requesón lunar y quizá de alcanzarnos a nosotros, pobres infelices de aquí arriba, alguna ayuda.
Pero en seguida se vio claramente que no había pértiga bastante larga para llegar a la Luna y cayeron, ridículamente cortas, humilladas, para flotar en el mar; y en aquel desbarajuste alguna barca perdió el equilibrio y volcó. Pero justo entonces desde otra embarcación empezó a levantarse una más larga, arrastrada hasta allí al ras del agua; debía de ser de bambú, de muchas y muchas cañas de bambú encajadas una en otra, y para levantarla había que andar despacio para que –fina como era– las oscilaciones no la despedazaran, y manejarla con gran fuerza y destreza para que el peso totalmente vertical no hiciera volcar la barquita.
Y sí: era evidente que la punta de aquella asta tocaría la Luna, y la vimos rozar y presionar su suelo escamoso, apoyarse allí un momento, dar casi un pequeño empujón, incluso un empujón fuerte que la hacía alejarse de nuevo, y después volver a golpear en aquel punto como de rebote, y de nuevo alejarse. Y entonces lo reconocí, más aún, los dos –la señora y yo- reconocimos a mi primo, no podía ser sino él, él jugando su último juego con la Luna, una de sus artimañas, con la Luna en la punta de la caña como si la sostuviera en equilibrio. Y comprendimos que su destreza no apuntaba a nada, no pretendía alcanzar ningún resultado práctico, incluso se hubiera dicho que iba empujando a la Luna, que favorecería su alejamiento, que la quería acompañar en su órbita más distante. Y también esto era propio de él, él que no sabía concebir deseos contrarios a la naturaleza de la Luna y a su curso y su destino, y si ahora la Luna tendía a alejarse, pues bien, él gozaba de ese alejamiento como había gozado hasta entonces de su cercanía.
¿Qué debía hacer, frente a esto, la señora Vhd Vhd? Sólo en aquel instante mostró hasta qué punto su enamoramiento del sordo no había sido un capricho frívolo sino un sentimiento no correspondido. Si lo que mi primo amaba ahora era la Luna lejana, ella permanecería lejana, en la Luna. Lo intuí viendo que no daba un paso hacia el bambú, sino que sólo dirigía el arpa hacia la Tierra alta en el cielo, pellizcando las cuerdas. Digo que la vi, pero en realidad sólo de reojo apresé su imagen, porque apenas el asta tocó la corteza lunar, yo salté para aferrarme a ella, y rápido como una serpiente ya trepaba por los nudos del bambú, subía a fuerza de brazos y rodillas, liviano en el espacio enrarecido, impulsado como por una fuerza de la naturaleza que me ordenaba volver a la Tierra, olvidando el motivo que me había llevado allí arriba, o quizá más consciente que nunca de ello y de su final desafortunado, y escalando lapértiga ondulante ya había llegado al punto en que no necesitaba hacer esfuerzo alguno sino sólo dejarme deslizar cabeza abajo atraído por la Tierra, hasta que en esa carrera la caña se rompió en mil pedazos y yo caí al mar entre las barcas.
Era el dulce retorno, la patria recobrada, pero mi pensamiento sólo era de dolor por haberla perdido a ella, y mis ojos apuntaban a la Luna, ahora sí, inalcanzable, buscándola. Y la vi. Estaba allí donde la había dejado, tendida en una playa justo sobre nuestras cabezas, y no decía nada. Era del color de la Luna; tenía a su lado el arpa, y movía una mano en arpegios lentos y espaciados. Se distinguía bien la forma del pecho, de los brazos, de las caderas, como la recuerdo todavía, como aún hoy cuando la Luna se ha convertido en esa forma redonda, chata y lejana, sigo buscándola siempre con la mirada, apenas asoma el primer gajo en el cielo, y cuanto más crece más me imagino que la veo, a ella o algo de ella pero nada más que ella, en cien, mil posturas diferentes, ella por quien la Luna es Luna y que en cada plenilunio hace aullar a los perros toda la noche y a mí con ellos.

DE LAS COSMICÓMICAS DE ITALO CALVINO SE REPRODUCE AQUÍ POR GENTILEZA DE EDICIONES MINOTAURO

 

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