Esas
cosas
Por Enrique Medina
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El
tipo pospone la ducha. Va al supermercado. Nota el comportamiento engreído
de la gente empujando el carrito. Rostros anónimos como papas,
más secos que estampitas de colectivo. Gente elegida de pedo, gente
que zafó de la malaria de puro culo y que se cree digna del derecho
al privilegio, porque se supone con méritos especiales directamente
otorgados por el santo varón que está en el cielo. Se recuerda
chico, con sus padres llevándolo al almacén, a la panadería,
a la verdulería... Era una fiesta aquello. Todos los clientes se
conocían, hablaban, reían, le acariciaban la cabeza... Eran
seres humanos. Hoy, el estilo es ser altanero y caminar con ojos de si
te jodiste es cosa tuya, a mí no me jodas, tomátela tomátela,
a bandas organizadas yo no le doy limosna, me tapo la nariz y rezo por
ellos, ¿se me nota el tostado?. El tipo goza viéndolos
empujar el carrito como si detrás de ellos viniera en pleno la
corte egipcia de Tutankamón. Están bien peinados, depilados,
manicurados, pedicurados, producidos como arbolitos de Navidad para lucirse
en el desfile semanal del paraíso del hartazgo y la petulancia.
Creen que las góndolas hinchadas de mercaderías son el gran
premio a sus valores intrínsecos, eligen una caja de arroz con
la misma trascendencia de Poncio Pilatos al lavarse las mugrientas manos.
Son rebaño; no porque estén amontonados, sino porque se
conforman con poco, un fardo de pasto y ya se les infla el pecho de felicidad.
Van a la caja de envíos y extienden las tarjetas mirando el techo,
extrañados de que la cajera no les haga una reverencia y les bese
el anillo. Salen a la calle convencidos de caminar sobre alfombras y convencidos
de que el supermercado que dejan atrás les pertenece y en realidad
no es un supermercado sino un superpalacio moderno acorde con sus necesidades
y merecimientos. Gente como ésta es la que vota los gobiernos que
vota y la que se enorgullecía cuando el ex presidente, abrazándose
el pecho, les decía: Que Dios los bendiga..., sin percatarse
de que la continuidad de la frase era: Porque lo que es yo...,
y sin apiolarse de que el abrazo en el pecho era un mal disimulado corte
de manga.
Querido César Lombroso, cuánta razón tenías,
piensa el tipo, y separa una caja de cabernet-sauvignon y unas velas repelentes
para las mosquitas chiquititas que le han aparecido en el baño
y desodorantes para el inodoro y de ambientes y otras necesidades y va
a la cola de envíos y percibe que una mujer lo mira y él
la mira y la admira porque está muy bien decorada, pero, a pesar
de que en más de una ocasión el tipo se cogió algunas
puertas, en este momento no se cogería esta mina por más
que ella intentara seducirlo bailándole la danza de los siete velos.
Vuelve al departamento. Se sirve un whisky. Llega el cadete del supermercado
y deja el pedido y se retira con una moneda. El tipo se ducha. Como le
recomendó el podólogo, se seca los pies con un secador de
pelo que le regaló Delia. Recuerda que en dos días deberá
ir al dentista. Y que ya es hora de una visita al médico para hacerse
un chequeo de sangre y orina. Al tipo le importa mucho el análisis
de sangre porque ahí su médico también ve cómo
anda de la próstata. Su pensamiento está en Monique, con
la que siempre imagina estar abrazado cuando él despierta. Hace
unos días la vio salir del banco de Juncal y Coronel Díaz,
y la vio hermosísima, pero siguió de largo. Aún no
sabe por qué la rehúye.
Por radio escucha que en Holanda se legisló a favor de la eutanasia
y que en Francia se amplió el derecho al aborto. Piensa, el tipo,
que a pesar de que los norteamericanos están masacrando a los palestinos,
no todo está perdido. Siempre hay rasgos positivos aun en los momentos
más dolorosos. Se sirve otro whisky y, al pasar al balcón,
ve en el escritorio el vaso inca que trajo de Perú y que usa para
ubicar las biromes, marcadores, tijera, lápices... Y también
el abrecartas africano de madera que se afanó en las Naciones Unidas.
Y se da cuenta de algo: los años avergüenzan. El abrecartas
es largo, con forma de sable, oscuro, con una fina cabeza tallada en el
mango, una cabeza africana de algún rey ya muerto o nunca nacido;
el cuello está adornado con ocho vueltas de alambre hacia abajo,
de menor a mayor; y el alambre está tan bien cortado y escondido
en sus puntas que las manos que hagan uso del abrecartas jamás
sufrirán una mínima lastimadura. Es un trabajo artesanal
perfecto, hecho con amor por un hombre o una mujer pobre, o un chico aprendiz.
Es un trabajo de muchísimo valor que el tipo no compensó,
que no pagó como correspondía, que no le dio importancia
en su momento y que hoy, si tuviera que mudarse, sería de las primeras
cosas que apartaría para no olvidar. Más que un chorro de
cuarta, el tipo se siente un estafador de primera. Sigue al balcón
y ve que el departamento de la flaca está a oscuras. Bebe. Camina
por el balcón. Piensa que ya es hora de hacer los trámites
para donar sus órganos.
REP
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