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el Kiosco de Página/12

Esas cosas

Por Enrique Medina

El tipo pospone la ducha. Va al supermercado. Nota el comportamiento engreído de la gente empujando el carrito. Rostros anónimos como papas, más secos que estampitas de colectivo. Gente elegida de pedo, gente que zafó de la malaria de puro culo y que se cree digna del derecho al privilegio, porque se supone con méritos especiales directamente otorgados por el santo varón que está en el cielo. Se recuerda chico, con sus padres llevándolo al almacén, a la panadería, a la verdulería... Era una fiesta aquello. Todos los clientes se conocían, hablaban, reían, le acariciaban la cabeza... Eran seres humanos. Hoy, el estilo es ser altanero y caminar con ojos de “si te jodiste es cosa tuya, a mí no me jodas, tomátela tomátela, a bandas organizadas yo no le doy limosna, me tapo la nariz y rezo por ellos, ¿se me nota el tostado?”. El tipo goza viéndolos empujar el carrito como si detrás de ellos viniera en pleno la corte egipcia de Tutankamón. Están bien peinados, depilados, manicurados, pedicurados, producidos como arbolitos de Navidad para lucirse en el desfile semanal del paraíso del hartazgo y la petulancia. Creen que las góndolas hinchadas de mercaderías son el gran premio a sus valores intrínsecos, eligen una caja de arroz con la misma trascendencia de Poncio Pilatos al lavarse las mugrientas manos. Son rebaño; no porque estén amontonados, sino porque se conforman con poco, un fardo de pasto y ya se les infla el pecho de felicidad. Van a la caja de envíos y extienden las tarjetas mirando el techo, extrañados de que la cajera no les haga una reverencia y les bese el anillo. Salen a la calle convencidos de caminar sobre alfombras y convencidos de que el supermercado que dejan atrás les pertenece y en realidad no es un supermercado sino un superpalacio moderno acorde con sus necesidades y merecimientos. Gente como ésta es la que vota los gobiernos que vota y la que se enorgullecía cuando el ex presidente, abrazándose el pecho, les decía: “Que Dios los bendiga...”, sin percatarse de que la continuidad de la frase era: “Porque lo que es yo...”, y sin apiolarse de que el abrazo en el pecho era un mal disimulado corte de manga.
Querido César Lombroso, cuánta razón tenías, piensa el tipo, y separa una caja de cabernet-sauvignon y unas velas repelentes para las mosquitas chiquititas que le han aparecido en el baño y desodorantes para el inodoro y de ambientes y otras necesidades y va a la cola de envíos y percibe que una mujer lo mira y él la mira y la admira porque está muy bien decorada, pero, a pesar de que en más de una ocasión el tipo se cogió algunas puertas, en este momento no se cogería esta mina por más que ella intentara seducirlo bailándole la danza de los siete velos.
Vuelve al departamento. Se sirve un whisky. Llega el cadete del supermercado y deja el pedido y se retira con una moneda. El tipo se ducha. Como le recomendó el podólogo, se seca los pies con un secador de pelo que le regaló Delia. Recuerda que en dos días deberá ir al dentista. Y que ya es hora de una visita al médico para hacerse un chequeo de sangre y orina. Al tipo le importa mucho el análisis de sangre porque ahí su médico también ve cómo anda de la próstata. Su pensamiento está en Monique, con la que siempre imagina estar abrazado cuando él despierta. Hace unos días la vio salir del banco de Juncal y Coronel Díaz, y la vio hermosísima, pero siguió de largo. Aún no sabe por qué la rehúye.
Por radio escucha que en Holanda se legisló a favor de la eutanasia y que en Francia se amplió el derecho al aborto. Piensa, el tipo, que a pesar de que los norteamericanos están masacrando a los palestinos, no todo está perdido. Siempre hay rasgos positivos aun en los momentos más dolorosos. Se sirve otro whisky y, al pasar al balcón, ve en el escritorio el vaso inca que trajo de Perú y que usa para ubicar las biromes, marcadores, tijera, lápices... Y también el abrecartas africano de madera que se afanó en las Naciones Unidas. Y se da cuenta de algo: los años avergüenzan. El abrecartas es largo, con forma de sable, oscuro, con una fina cabeza tallada en el mango, una cabeza africana de algún rey ya muerto o nunca nacido; el cuello está adornado con ocho vueltas de alambre hacia abajo, de menor a mayor; y el alambre está tan bien cortado y escondido en sus puntas que las manos que hagan uso del abrecartas jamás sufrirán una mínima lastimadura. Es un trabajo artesanal perfecto, hecho con amor por un hombre o una mujer pobre, o un chico aprendiz. Es un trabajo de muchísimo valor que el tipo no compensó, que no pagó como correspondía, que no le dio importancia en su momento y que hoy, si tuviera que mudarse, sería de las primeras cosas que apartaría para no olvidar. Más que un chorro de cuarta, el tipo se siente un estafador de primera. Sigue al balcón y ve que el departamento de la flaca está a oscuras. Bebe. Camina por el balcón. Piensa que ya es hora de hacer los trámites para donar sus órganos.

REP

 

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