En el mundo
del discurso único, donde el pragmatismo es ley, resulta
casi imposible saber qué sigue teniendo valor y qué
es lo que ha caído en desuso, más que derrotado por
los argumentos simplemente porque el abuso de unos pocos así
lo ha decidido. Así fue que los argentinos (y los latinoamericanos
en general) compramos fácilmente las ideas privatizadoras
justificadas en la supuesta ineficiencia del Estado, en la promesa
de que todo lo privado sería mejor, más eficaz y que,
por cierto, el mercado y la libre competencia abrirían un
promisorio camino a la baja de precios y al acceso de grandes masas
al consumo. Nadie puede discutir que los servicios privatizados
mejoraron en su calidad. Pero difícil es decir que ello ocurrió
simplemente porque pasaron a manos privadas o porque, habilitadas
las condiciones para la obtención de ganancias leoninas,
los capitales decidieron acercarse a esta fuente para saciar su
sed de grandes ganancias. A caballo de ello llegó la actualización
tecnológica y la mejora de algunos servicios. También
el aumento de los precios, los ciudadanos convertidos en consumidores
que no encuentran la manera de hacer valer sus derechos y un Estado
que demuestra cada día ser más condescendiente y más
permeable a las presiones de los capitales que a las necesidades
de la población. En ese marco ha comenzado a circular también
la idea de que habría que delegar la asistencia social en
ONG, en el llamado tercer sector y en las iglesias.
El argumento es el mismo que se utilizó en otro momento para
privatizar las empresas públicas: el Estado es ineficiente
y sospechoso de corrupción. Muchas organizaciones sociales
y otras tantas iglesias cumplen un importantísimo rol social,
insustituible, y tienen una bien ganada reputación de incorruptibles.
Todavía está por definirse qué es exactamente
el tercer sector, sobre algunas de cuyas organizaciones
cae por lo menos la sospecha de transformarse en el lado filantrópico
y hasta justificador del propio modelo. Pero, más allá
de ello, lo que habría que ponerse a pensar seriamente es
si el Estado, como legítima representación de los
intereses del conjunto de la ciudadanía, puede delegar (¿resignar?)
sus funciones de asistencia y responsabilidad social. Sin que esto
signifique un cuestionamiento a las organizaciones y a las iglesias
que se ocupan de lo social -.y que pueden y deben seguir haciéndolo
con la cooperación estatal existe un deber y una responsabilidad
ética y política indelegable del Estado en materia
social. Porque el mandato ciudadano es sobre los gobernantes y no
sobre los particulares, cualquier razón que se esgrima terminará
siendo inconsistente.
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