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OPINION

Estado y ayuda social

Por Washington Uranga

En el mundo del discurso único, donde el pragmatismo es ley, resulta casi imposible saber qué sigue teniendo valor y qué es lo que ha caído en desuso, más que derrotado por los argumentos simplemente porque el abuso de unos pocos así lo ha decidido. Así fue que los argentinos (y los latinoamericanos en general) “compramos” fácilmente las ideas privatizadoras justificadas en la supuesta ineficiencia del Estado, en la promesa de que todo lo privado sería mejor, más eficaz y que, por cierto, el mercado y la libre competencia abrirían un promisorio camino a la baja de precios y al acceso de grandes masas al consumo. Nadie puede discutir que los servicios privatizados mejoraron en su calidad. Pero difícil es decir que ello ocurrió simplemente porque pasaron a manos privadas o porque, habilitadas las condiciones para la obtención de ganancias leoninas, los capitales decidieron acercarse a esta fuente para saciar su sed de grandes ganancias. A caballo de ello llegó la actualización tecnológica y la mejora de algunos servicios. También el aumento de los precios, los ciudadanos convertidos en consumidores que no encuentran la manera de hacer valer sus derechos y un Estado que demuestra cada día ser más condescendiente y más permeable a las presiones de los capitales que a las necesidades de la población. En ese marco ha comenzado a circular también la idea de que habría que delegar la asistencia social en ONG, en el llamado “tercer sector” y en las iglesias. El argumento es el mismo que se utilizó en otro momento para privatizar las empresas públicas: el Estado es ineficiente y sospechoso de corrupción. Muchas organizaciones sociales y otras tantas iglesias cumplen un importantísimo rol social, insustituible, y tienen una bien ganada reputación de incorruptibles. Todavía está por definirse qué es exactamente el “tercer sector”, sobre algunas de cuyas organizaciones cae por lo menos la sospecha de transformarse en el lado “filantrópico” y hasta justificador del propio modelo. Pero, más allá de ello, lo que habría que ponerse a pensar seriamente es si el Estado, como legítima representación de los intereses del conjunto de la ciudadanía, puede delegar (¿resignar?) sus funciones de asistencia y responsabilidad social. Sin que esto signifique un cuestionamiento a las organizaciones y a las iglesias que se ocupan de lo social -.y que pueden y deben seguir haciéndolo con la cooperación estatal– existe un deber y una responsabilidad ética y política indelegable del Estado en materia social. Porque el mandato ciudadano es sobre los gobernantes y no sobre los particulares, cualquier razón que se esgrima terminará siendo inconsistente.


 

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