Por Rodrigo
Fresán
Hay
otro mundo y, sí, está en éste y se llama la Red,
Internet, da igual. El universo invisible pero cierto que tejen los cables
de telarañas informáticas de las computadoras y de los que
todos ya somos prisioneros.
El escritor canadiense William Gibson (1984) supo ver el filón
antes que nadie (pero después de Philip K. Dick, Thomas Pynchon
y William Burroughs), acuñó el término cyberspace
y enchufó en 1984 su novela Neuromante primera parte de una
trilogía que se continuaría con Conde Cero (1986) y Mona
Lisa Acelerada (1988) ganadora de los premios Hugo, Nébula
y Dick de ese año, y desde entonces y para siempre, biblia de nerds
y hackers pegados al teclado y la pantalla. La literatura cyberpunk la
palabrita, contrario a lo que piensan muchos no es Made in Gibson sino
responsabilidad de Bruce Bethke en 1983 suele transcurrir en un
futuro cercano donde los ordenadores marcan el orden de las cosas, la
información se almacena artificialmente en el disco duro de nuestros
cerebros, y todos le cantamos al cuerpo eléctrico. La realidad
virtual es uno de los pilares sobre los que se apoya y suele transcurrir
en el tipo de ambiente retrofuturista japonés (otra vez Dick) que
marcó la estética del film Blade Runner. La tesis básica
es que el cerebro humano está ahora on line con el cerebro de las
computadoras y a ver qué pasa.
Con el correr de los años-sombra, el subgénero cyberpunk
ha envejecido rápidamente (uno de sus principales fallos a la hora
de lo profético fue pensar que la informática sería
patrimonio exclusivo de una casta de elegidos) y los últimos libros
de Gibson la trilogía compuesta por Luz virtual, Idoru y
la todavía inédita en español All Tomorrows
Parties parecen mutaciones láser de la serie negra de Hammett,
Chandler y Macdonald. Escritores como Bruce Sterling y, en especial, el
delirante y pynchoniano Neal Stephenson se las han arreglado para mantener
y renovar a la bestia y convertir al cyberpunk no sólo en forma
de ficción sino, también, en modo de vida utilizando la
plataforma de la ficción como trampolín ensayístico
a la hora de señalar los cambios tan vertiginosos como casi inasibles
del mundo en que vivimos.
El relato de Gibson que aquí se ofrece tiene la gracia adicional
de ser una deconstrucción apenas encubierta de la historia de la
ciencia-ficción y el lugar que Gibson ocupa en ella, disfrazada
de apreciación reflexiva y crítica sobre la arquitectura
del futuro.
El
continuo de Gernsback
�Supongo
que la cosa empezó en Londres, en aquella falsa taberna griega
de Battersea Park Road, con un almuerzo a expensas de la empresa
de Cohen.�
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Por William
Gibson
Por fortuna,
el asunto empieza a desvanecerse, a convertirse en un episodio. Cuando
todavía capto la extraña visión, es periférica;
meros fragmentos de cromo de científico loco, que se limitan al
rabillo del ojo. Hubo aquella ala volante sobre San Francisco la semana
pasada, pero era casi translúcida. Y los descapotables de aleta
de tiburón se han vuelto más escasos, y las autopistas evitan
discretamente desplegarse, para no convertirse en esos esplendorosos monstruos
de ochenta carriles que forzosamente tuve que recorrer el mes pasado en
mi Toyota alquilado. Y sé que nada de eso me seguirá hasta
Nueva York; mi visión se está estrechando, centrándose
en una única longitud de onda de probabilidad. He trabajado duro
para lograrlo. La televisión ayudó mucho.
Supongo que la cosa empezó en Londres, en aquella falsa taberna
griega de Battersea Park Road, con un almuerzo a expensas de la empresa
de Cohen. Comida recalentada, y luego tardaron treinta minutos en encontrar
un cubo de hielo para el retsina. Cohen trabaja en Barris-Watford, que
publica libros de formato grande, en rústica, sobre temas de moda:
historias ilustradas de los letreros de neón, la máquina
tragaperras, los juguetes de cuerda del Japón Ocupado. Yo había
ido para fotografiar una serie de anuncios de calzado; chicas californianas
de piernas bronceadas y juguetonas zapatillas fluorescentes hicieron travesuras
para mí en las escaleras mecánicas de St. Johns Wood
y en los andenes de Tooting Bec. Una magra y hambrienta agencia de publicidad
había decidido que los misterios del London Transport venderían
zapatillas de nailon de suela reticular. Ellos deciden; yo hago las fotos.
Y Cohen, a quien conocía vagamente de los viejos tiempos en Nueva
York, me había invitado a almorzar la víspera de mi partida
desde Heathrow. Apareció acompañado por una mujer joven
vestida muy a la moda y llamada Dialta Downes, que carecía virtualmente
de mentón y era, sin duda, una conocida historiadora del popart.
Retrospectivamente, la veo caminando junto a Cohen bajo un aviso de neón
flotante que destella intermitentes Por aquí está
la locura en enormes mayúsculas sin serif.
Cohen nos presentó y me explicó que Dialta era la principal
animadora del último proyecto de Barris-Watford, una historia ilustrada
de lo que ella llamó el modernismo aerodinámico americano.
Cohen lo llamaba gótico de pistola de rayos. El título
provisorio de la obra era La futurópolis aerodinámica: el
mañana que nunca fue.
Hay en los británicos una obsesión por los elementos más
barrocos de la cultura pop americana, algo parecido al extraño
fetichismo de los alemanes con los indios-y-vaqueros o la aberrante ansia
de los franceses por las viejas películas de Jerry Lewis. En Dialta
Downes esto se manifestaba en una manía por un estilo arquitectónico,
exclusivamente norteamericano, del que la mayoría de los norteamericanos
casi no son conscientes. Al principio yo no sabía bien de qué
me hablaba, pero luego empecé a comprender. Me encontré
recordando la televisión matutina de los domingos en los años
cincuenta.
A veces, el canal local pasaba, como relleno, viejos y gastados noticiarios.
Uno se sentaba con un bocadillo de manteca de cacahuete y un vaso de leche;
y una voz de barítono hollywoodense, plagada de ruidos de estática,
te decía que había Un Coche Volador En Tu Futuro. Y tres
ingenieros de Detroit se ponían a dar vueltas en un viejo y enorme
Nash alado; y los veías pasar retumbando por alguna abandonada
carretera de Michigan. En realidad nunca te mostraban cuando despegaba,
pero se iba volando hasta la tierra del nunca jamás de Dialta Downes,
verdadero hogar de una generación de tecnófilos totalmente
desinhibidos. Ella hablaba de esos retazos de la arquitectura futurista
de los años treinta y cuarenta con que uno se cruza todos los días
en las ciudades americanas sin tenerlos en cuenta: las marquesinas de
los cines, diseñadas para que irradien una energía misteriosa,
las tiendas de baratijas con fachadas de aluminio acanalado, las sillas
de tubos cromados que acumulan polvo en los vestíbulos de los hoteles.
Ella veía esas cosas como segmentos de un mundo de sueños,
abandonados en un presente perezoso; quería que yo se los fotografiase.
La década de los treinta dio luz a la primera generación
de diseñadores industriales; hasta entonces, todos los sacapuntas
habían parecido sacapuntas: el básico mecanismo victoriano,
tal vez con algún arabesco decorativo en los bordes. Tras el advenimiento
de los diseñadores, algunos sacapuntas parecían haber sido
armados en túneles de viento. En la mayoría, el cambio era
sólo superficial: bajo la aerodinámica cáscara cromada
uno descubría el mismo mecanismo victoriano. Lo cual en cierto
modo era lógico, pues los diseñadores norteamericanos más
famosos habían sido reclutados en las filas de los escenógrafos
de Broadway. Todo era un escenario teatral, una serie de exquisitos decorados
para jugar a vivir en el futuro.
Durante la sobremesa, Cohen sacó un grueso sobre de manila lleno
de fotografías en papel brillante. Vi las estatuas aladas que guardan
la presa Hoover, adornos de hormigón de doce metros de altura que
apuntan con firmeza hacia un huracán imaginario. Vi una docena
de fotos del Johnsons Wax Building de Frank Lloyd Wright, pegadas
sobre carátulas de viejos números de Amazing Stories, obra
de un artista llamado Frank R. Paul; a los empleados del Johnsons
Wax les habría parecido que estaban entrando en una de las utopías
que Paul pintaba con aerógrafo. El edificio de Wright daba la impresión
de haber sido diseñado para gente que llevara togas blancas y sandalias
de acrílico. Me demoré en un esbozo de un avión de
hélice especialmente pomposo, todo ala, como un gordo y simétrico
búmeran, con ventanas en lugares inverosímiles. Unas flechas
rotuladas indicaban la posición de la sala de baile y dos canchas
de squash. Databa de 1936.
Esta cosa no podría haber volado, ¿verdad? miré
a Dialta Downes.
Qué va, de ninguna manera, aun con esas doce hélices
enormes; pero a ellos les encantaba el aspecto, ¿entiendes? De
Nueva York a Londres en menos de dos días, comedores de primera
clase, camarotes privados, cubiertas para tomar sol, jazz y baile por
las noches... Los diseñadores eran populistas, y trataban de dar
al público lo que el público quería. Lo que el público
quería que fuese el futuro.
Hacía
tres días que estaba en Burbank, tratando de infundir carisma a
un roquero de aspecto realmente aburrido, cuando recibí el paquete
de Cohen. Es posible fotografiar lo que no está; resulta muy difícil
y es, por lo tanto, un talento muy vendible. Si bien es cierto que no
lo hago mal, no soy exactamente el mejor, y aquel pobre tipo agotó
la credibilidad de mi Nikon. Salí deprimido, porque me gusta hacer
bien mi trabajo, pero no deprimido del todo, porque me aseguré
de recibir el cheque por el trabajo, y resolví reponerme con el
sublime, seudoartístico encargo de Barris Watford. Cohen me había
enviado algunos libros sobre el diseño de los años treinta,
más fotos de edificios aerodinámicos, y una lista con los
cincuenta ejemplos favoritos de Dialta Downes en California.
La fotografía arquitectónica implica a veces una gran dosis
de espera: el edificio se convierte en una especie de reloj de sol, mientras
uno aguarda a que una sombra se aleje de un detalle que se quiere fotografiar,
o que la masa y el equilibrio de la estructura se muestren de una cierta
manera. Mientras esperaba, me imaginé en la América de Dialta
Downes. Cuando aislé algunos de los edificios de fábricas
en el cristal esmerilado de la Hasselblad, aparecieron con una especie
de siniestra dignidad totalitaria, como los estadios que Albert Speer
construía para Hitler. Pero el resto era inexorablemente cursi:
material efímero moldeado por el subconsciente colectivo norteamericano
de los años treinta, y que tendía a sobrevivir ante todo
en zonas deprimentes, bordeadas de moteles polvorientos, colchonerías
al por mayor y pequeños depósitos de automóviles
de ocasión. Me dediqué sobre todo a las estaciones de servicio.
Durante el apogeo de la Era Downes, encargaron a Ming el Implacable el
diseño de las estaciones de servicio de California. Partidario
de la arquitectura de su Mongo natal, Ming recorrió la costa de
arriba abajo, levantando estructuras de pistola de rayos con estuco blanco.
Muchas de ellas presentaban superfluas torres centrales rodeadas de esos
extraños rebordes de radiador que eran el sello distintivo del
estilo y las hacían parecer capaces de generar potentes estallidos
de puro entusiasmo tecnológico, si tan sólo se pudiese encontrar
el interruptor que las ponía en marcha. Fotografié una en
San José una hora antes de que llegaran las motoniveladoras y arremetieran
contra la estructural verdad de yeso, listones y hormigón barato.
Considera eso había dicho Dialta Downes una especie
de América alternativa: un 1980 que nunca sucedió. Una arquitectura
de sueños frustrados.
Y ése fue mi estado de ánimo mientras recorría las
estaciones de intrincada mezcla socioarquitectónica en mi Toyota
rojo; mientras iba sintonizando la imagen de una vaga Norteamérica
que no fue, de plantas de Coca-Cola que parecían submarinos varados,
y de cines de quinta que parecían templos de alguna secta perdida
que había adorado los espejos azules y la geometría. Y mientras
andaba entre aquellas ruinas secretas, se me ocurrió preguntarme
qué pensarían del mundo en el que yo vivía los habitantes
de ese futuro perdido. La década de los treinta soñó
con mármol blanco y cromo aerodinámico, cristal inmortal
y bronce bruñido, pero los cohetes de las portadas de las revistas
de Gernsback habían caído en Londres en plena noche, chillando.
Después de la guerra, todo el mundo tuvo coche sin alas
y la prometida autopista para conducirlo, con lo que hasta el mismo cielo
se oscureció, y los gases carcomieron el mármol y agujerearon
el cristal milagroso.
Y un día, en las afueras de Bolinas, mientras me preparaba para
fotografiar un ejemplar especialmente lujoso de la arquitectura marcial
de Ming, atravesé una delgada membrana, una membrana de probabilidad...
Casi sin darme cuenta, fui más allá del Borde...
Y miré hacia arriba y vi una cosa con doce motores que parecía
un búmeran inflado, todo ala, volando hacia el este con un zumbido
monótono y una gracia elefantina, tan bajo que pude contar los
remaches en esa piel de plata opaca y oír quizás
un eco de jazz.
Se la llevé
a Kihn.
Merv Kihn, periodista independiente, con una dilatada trayectoria en pterodáctilos
de Texas, campesinos visitados por ovnis, monstruos de Loch Ness de segunda
y las diez principales teorías conspiratorias del rincón
más lunático del inconsciente colectivo norteamericano.
Está bien dijo Kihn, sacando brillo a las amarillas
gafas de caza Polaroid con el dobladillo de la camisa hawaiana,
pero no es mental; le falta lo más importante.
Pero lo vi, Mervyn estábamos sentados junto a una piscina,
al brillante sol de Arizona. El había ido a Tucson a esperar a
un grupo de funcionarios jubilados de Las Vegas cuya líder recibía
mensajes de Ellos en el horno de microondas. Yo había conducido
toda la noche y lo sentía.
Claro que lo viste. Claro que lo viste. Has leído mis cosas.
¿No has entendido mi solución general para el problema de
los ovnis? Es muy, muy sencilla: la gente se colocó cuidadosamente
las gafas sobre la nariz larga y ganchuda y me clavó su mejor mirada
de basilisco ve... cosas. La gente ve esas cosas. No hay nada, pero
la gente ve esas cosas. No hay nada, pero la gente ve de todos modos.
Quizá porque lo necesita. Has leído a Jung, y deberías
saber de qué se trata... Tu caso es tan obvio: admites que pensabas
en esa arquitectura chiflada, que fantaseabas... Mira, estoy seguro de
que habrás probado tus drogas, ¿no es cierto? ¿Cuánta
gente sobrevivió a los sesenta en California sin sufrir alguna
que otra alucinación? Por ejemplo esas noches en que descubrías
que ejércitos enteros de técnicos de Disney se habían
ocupado de bordarte en los tejanos hologramas animados de jeroglíficos
egipcios, o esos momentos en que...
Pero no fue así.
Claro que no. Claro que no fue así; ocurrió en
un marco de clara realidad, ¿no es cierto? Todo normal, y
de pronto ahí está el monstruo, el mandala, el cigarro de
neón. En tu caso, un gigantesco avión de novela de aventura.
Sucede todo el tiempo. Ni siquiera estás loco. Eso lo sabes, ¿verdad?
sacó una cerveza de la maltratada nevera portátil
de poliestireno que tenía junto a la silla.
La semana pasada estuve en Virginia. En el condado de Grayson. Entrevisté
a una chica de dieciséis años que había sido atacada
por una cabeza de oso.
¿Una qué?
Una cabeza de oso. La cabeza cortada de un oso. Pues esta cabeza,
verás, flotaba por ahí en su propio platillo volador, que
se parecía un poco a los tapacubos del Caddy antiguo del primo
Wayne. Tenía ojos colorados y brillantes, como dos brasas de cigarro,
y antenas telescópicas de cromo que se le abomban por detrás
de las orejas Mervyn eructó.
¿La atacó? ¿Cómo?
No lo quieras saber; sin duda eres impresionable. Era una
cabeza fría dijo, ensayando su mal acento sureño
y metálica. Hacía ruidos electrónicos. Eso
es auténtico, amigo, un material que llega directamente del inconsciente
colectivo; esa niña es una bruja. No tiene sitio en esta sociedad.
Habría visto al diablo si no hubiese crecido con El hombre
biónico y todas esas reposiciones de Star Trek.
Está conectada a la vena principal. Y sabe que eso le sucedió.
Me fui diez minutos antes de que apareciesen los fanáticos de los
ovnis con el polígrafo.
Debió de pensar que yo estaba disgustado, porque puso cuidadosamente
la cerveza junto a la nevera y se incorporó.
Si quieres una explicación más elegante, te diría
que viste un fantasma semiótico. Todas esas historias de contactos,
por ejemplo, comparten un tipo de imaginería de ciencia-ficción
que impregna nuestra cultura. Podría aceptar extraterrestres, pero
no extraterrestres que pareciesen salidos de un comic de los años
cincuenta. Son fantasmas semióticos, trozos de imaginería
cultural profunda que se han desprendido y adquirido vida propia, como
las aeronaves de Julio Verne que siempre veían esos viejos granjeros
de Kansas. Pero tú viste otra clase de fantasma, eso es todo. Ese
avión fue en otro tiempo parte del inconsciente colectivo. Tú,
de alguna manera, sintonizaste con eso. Lo importante es no preocuparse.
Pero yo me preocupaba.
Kihn se peinó el menguante pelo rubio y se fue a oír lo
que Ellos habían dicho por el radar últimamente; yo corrí
las cortinas de mi habitación y me acosté a preocuparme
en la oscuridad refrigerada.
Aún estaba preocupándome cuando desperté. Kihn me
había dejado un mensaje en la puerta: volaba hacia el norte en
un avión alquilado para verificar un rumor sobre mutilaciones de
ganado (mutis, decía él; otra de sus especialidades
periodísticas).
Comí, me duché, tomé una desmigajada pastilla dietética
que había estado un tiempo dando tumbos en el fondo del estuche
de la afeitadora y emprendí el regreso a Los Angeles.
La velocidad limitaba mi visión al túnel de las luces del
Toyota. El cuerpo podría conducir, me decía, mientras la
mente funcionase. Funcionase y se mantuviese alejada del extraño
y periférico acompañamiento visual de las anfetaminas y
el agotamiento, la vegetación espectral, luminosa, que crece en
el rabillo del ojo mental cuando se recorren autopistas a altas horas
de la noche. Pero la mente tiene sus propias ideas, y la opinión
de Kihn respecto a lo que yo ya consideraba mi visión
me resonaba interminablemente en la cabeza, girando en órbita asimétrica.
Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño Colectivo caracoleando
al viento a mi paso. Por algún motivo, aquel bucle de retroacción
agravó el efecto de la pastilla dietética, y la vegetación
que crece junto a la carretera comenzó a adoptar los colores de
una imagen de satélite captada con infrarrojos, jirones brillantes
que estallaban al paso del Toyota.
Entonces salí de la autopista y media docena de latas de cerveza
parpadearon dándome las buenas noches antes de apagar las luces.
Me pregunté qué hora sería en Londres, y traté
de imaginar a Dialta Downes desayunando en su apartamento de Hampstead,
rodeada de aerodinámicas estatuillas de cromo y libros sobre la
cultura americana.
Las noches del desierto son enormes en esa región; la luna está
más cerca. Miré la luna un buen rato y llegué a la
conclusión de que Kihn tenía razón: lo importante
era no preocuparse. A todo lo ancho del continente, día tras día,
gente que era más normal de lo que yo jamás habría
aspirado ser veía pájaros gigantes, patagones, refinerías
de petróleo voladoras: ellos mantenían a Kihn ocupado y
solvente. ¿Por qué habría yo de alterarme por una
fugaz visión de la imaginación popular de los años
treinta en el cielo de Bolinas? Resolví dormirme, sin otras preocupaciones
que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales; a salvo
en medio de la amistosa basura de una carretera de mi bien conocido continuo.
Al día siguiente iría a Nogales a fotografiar los viejos
burdeles, cosa que pretendía hacer desde hacía años.
El efecto de la pastilla dietética había terminado.
Me despertó
la luz, y luego las voces.
La luz venía de alguna parte a mis espaldas, y arrojaba sombras
movedizas al interior del automóvil. Eran voces serenas, confusas,
de hombre y de mujer conversando.
Tenía el cuello tieso y una sensación de arena en los ojos.
La pierna se me había dormido, presionada contra el volante. Busqué
atolondradamente las gafas en el bolsillo de la camisa y por fin logré
ponérmelas.
Entonces miré hacia atrás y vi la ciudad.
Los libros sobre el diseño de los años treinta estaban en
el maletero; uno de ellos contenía esbozos de una ciudad idealizada
inspirada en Metrópolis y en Lo que vendrá, pero donde todo
se escuadraba, lanzándose hacia arriba entre las nubes perfectas
de un arquitecto hasta unos muelles de zepelines y unos delirantes chapiteles
de neón. Aquella ciudad era un modelo a escala de la que se alzaba
a mis espaldas. Los chapiteles se erguían unos sobre otros en brillantes
zigurats que subían hasta una dorada torre del templo central rodeado
por los dementes rebordes de radiador de las gasolineras de Mongo. Podías
esconder el Empire State en la más pequeña de aquellas torres.
Calles de cristal subían entre los chapiteles, transitadas de arriba
abajo por formas plateadas y lisas como gotas de mercurio. El aire estaba
atiborrado de naves: aviones de alas gigantescas, cosas pequeñas,
plateadas, velocísimas (a veces, una de las formas de mercurio
de los puentes celestes se elevaba con gracia en el aire para sumarse
a la danza), dirigibles de más de un kilómetro de longitud,
cosas con forma de libélula que planeaban, girocópteros...
Cerré los ojos y di media vuelta en el asiento. Cuando los abrí,
me obligué a mirar el cuentakilómetros, el pálido
polvo de la carretera sobre el plástico negro del tablero, el cenicero
desbordante.
Psicosis anfetamínica dije. Abrí los ojos. El
tablero seguía allí, el polvo, las colillas aplastadas.
Con mucho cuidado, sin mover la cabeza, encendí las luces altas.
Y los vi.
Eran rubios. Estaban de pie junto a su automóvil, un aguacate de
aluminio con una aleta central de tiburón y ruedas lisas y negras
como las de un juguete infantil. El rodeaba con el brazo la cintura de
la muchacha, y señalaba hacia la ciudad. Ambos estaban vestidos
de blanco: ropas holgadas, las piernas desnudas, zapatos de un blanco
inmaculado. Ninguno parecía advertir mis luces. El decía
algo que era sabio y fuerte, y ella asentía, y de pronto me asusté:
un susto distinto. La cordura había dejado de ser un problema;
sabía, por alguna razón, que la ciudad a mis espaldas era
Tucson: un sueño que Tucson había proyectado arrancándolo
del sueño colectivo de toda una época. Que era real, completamente
real. Pero la pareja frente a mí vivía en él, y ellos
me asustaban.
Eran los hijos de los ochenta que nunca fueron, los ochenta de Dialta
Downes; los Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente
de ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro
había llegado a América primero, pero que había pasado
de largo. Pero no allí, en el corazón del sueño.
Allí habíamos seguido adelante, dentro de una lógica
de sueños que no sabía nada de polución, de los límites
finitos del combustible fósil, de guerras extranjeras que era posible
perder. Ellos eran limpios, felices, y totalmente satisfechos de sí
mismos y del mundo. Y en el Sueño, aquél era el mundo de
ellos.
Detrás de mí, la ciudad iluminada: unos reflectores barrían
el cielo por puro placer. Imaginé a la gente atestando las plazas
de mármol blanco, metódica y alerta, los ojos luminosos
brillando de entusiasmo por las avenidas inundadas de luz y por los coches
plateados.
Tenía todo el siniestro gusto de la propaganda de las Juventudes
Hitlerianas.
Puse el coche en primera y avancé despacio, hasta que el parachoques
quedó a poco menos de un metro de ellos. Seguían sin verme.
Bajé la ventanilla y escuché lo que decía el hombre.
Sus palabras eran luminosas y huecas, como el tono de un folleto de alguna
Cámara de Comercio, y supe que creía en ellas totalmente.
John oí que decía la mujer, hemos olvidado
tomar nuestras pastillas alimenticias la mujer sacó dos obleas
de una cosa que llevaba en el cinto y le dio una a él. Regresé
a la autopista y me puse en marcha hacia Los Angeles, estremeciéndome
y sacudiendo la cabeza.
Llamé
a Kihn desde un puesto de gasolina. Uno nuevo, en mal Español Moderno.
Había regresado de su expedición y no pareció molestarle
la llamada.
Sí, ésa sí que es rara. ¿Trataste de
sacar fotos? No es porque fuera a salir nada, pero añade un frisson
interesante a la historia, que las fotos no hayan salido...
Pero, ¿qué debería hacer?
Ver mucha televisión, sobre todo programas de juegos y telenovelas.
Películas porno. ¿Has visto Nazi Love Motel? La pasan por
cable, aquí. Es horrible de verdad. Justo lo que necesitas.
¿Qué me estaba diciendo?
Deja de gritar y escúchame. Te voy a revelar un secreto profesional:
puedes exorcizar todos esos fantasmas semióticos con la peor programación.
Si a mí me quita de encima a los fanáticos de los ovnis,
a ti te puede liberar de esos futuroides modernistas. Inténtalo.
¿Qué puedes perder?
Y entonces me rogó que lo dejara en paz, aduciendo que tenía
una cita temprano con el Elegido.
¿El qué?
Esos viejos de Las Vegas; los de los microondas.
Pensé en hacer una llamada a Londres, a cobro revertido, hablar
con Cohen en Barris-Watford y decirle que su fotógrafo se iba a
pasar una larga temporada en la Zona Gris. Al final, dejé que una
máquina me preparase un café realmente imposible y volví
al Toyota para terminar el viaje a Los Angeles.
Los Angeles fue una mala idea, y pasé allí dos semanas.
Era el país primordial de Downes; había allí demasiado
Sueño, y demasiados fragmentos del Sueño aguardando para
tenderme una celada. Casi destrozo el coche en un paso a nivel cerca de
Disneylandia, cuando la carretera se abrió en abanico como un truco
de origami y me dejó zigzagueando entre una docena de minicarriles
llenos de sibilantes lágrimas de cromo con aletas de tiburón.
Peor aún. Hollywood estaba lleno de gente que se parecía
demasiado a la pareja que había visto en Arizona. Contraté
a un director italiano que se las arreglaba haciendo trabajos de laboratorio
y diseñando terrazas alrededor de las piscinas mientras esperaba
la llegada de su nave; hizo copias de todos los negativos que había
acumulado durante el encargo de Downes. No quise ver el material. Eso,
sin embargo, no pareció molestar a Leonardo, y cuando hubo terminado
el trabajo examiné las copias al vuelo, como quien mira un mazo
de baraja, las empaqueté y las envié a Londres vía
aérea. Luego fui en taxi hasta una sala donde pasaban Nazi Love
Motel, y mantuve los ojos cerrados todo el tiempo.
El telegrama de felicitación de Cohen me llegó una semana
después a San Francisco. A Dialta le habían encantado las
fotos. El admiró el modo en que me había metido en
el asunto, y esperaba volver a trabajar conmigo. Esa tarde vi un
ala volante sobre Castro Street, pero tenía algo de tenue, como
si estuviese sólo a medias.
Corrí hasta el quiosco de periódicos más cercano
y busqué todo lo que había sobre la crisis petrolera y los
peligros de la energía nuclear. Acababa de decidir comprar un billete
aéreo para ir a Nueva York.
Vaya mundo en el que vivimos, ¿verdad? el propietario
era un negro delgado de mala dentadura y evidente peluca. Asentí,
buscando monedas en los bolsillos del pantalón, deseando encontrar
un banco de parque donde poder sumergirme en la dura evidencia de la casi
distopía humana en que vivimos. Pero podría ser peor,
¿verdad?
Así es dije, o peor aún, podría
ser perfecto.
El hombre se quedó mirándome mientras me alejaba por la
calle con mi pequeño fajo de catástrofes condensadas.
De
Quemando cromo, por William Gibson. Se reproduce aquí por gentileza de
Ediciones Minotauro.
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